David, en la mente de Silv y Teresa, siguió a Antoine por el pasillo por décima vez. Se encontraba al fondo, observando pacientemente, buscando una señal, cualquier señal.
Se vio alcanzar la puerta, luego se acercó y apoyó una mano en su brazo.
—Voy a quedarme aquí con Rose —oyó decir a Silv, y entonces cogió a la sollozante mujer en sus brazos mientras el cuerpo de Antoine desaparecía en los aposentos.
Escuchó la voz de Silv tranquilizando a Josefina mientras David Wolf atendía a Hersh en el dormitorio. Todo parecía normal. Nada amenazador. La mente de Silv fluctuaba entre la preocupación por Josefina y Hersh, mientras volvía ocasionalmente a su propia vida y a un incidente de suicidio que la había afectado profundamente en su momento. Fue una muchacha llamada Suki, con la que había compartido habitación, y que se había envenenado con sus drogas recreativas.
De pronto, empezó a pensar en la droga. Todavía sostenía a la temblorosa Josefina, pero era Teresa quien calmaba ahora a la mujer. Silv se había apartado y pensaba desesperadamente en la droga que había tomado Suki.
Fue entonces cuando gritó.
David permaneció con ella mientras se apretaba contra la pared, la cabeza convertida en un millón de pensamientos en conflicto. Era imposible sortear la mente presa del pánico para alcanzar la fuente de su dilema. Sabía una cosa: Silv estaba más asustada de lo que lo había estado en su vida.
Contempló a Antoine salir de los aposentos y mirarla preocupado.
La reunión sólo aumentó su sensación de pánico.
—¡No! —se oyó gritar—. ¡Ahora no! ¡Todavía no!
Contempló a Antoine acercarse y extender la mano.
—¡No! —volvió a gritar, y echó a correr, y David se halló dentro de una mente fuera de control. Igual que en un animal asustado, huir era lo único que importaba.
Dobló la esquina, y entonces tuvo lugar el siguiente paso de la huida…, la corriente temporal. Silv se zambulló a ciegas en la corriente, y fue con tanto horror y determinación que David supo por qué Teresa había dicho que Silv no regresaría.
Se zambulló tras ella, pero fue como tratar de coger una gota particular en medio del océano. Ella transitaba a ciegas, sin motivo ni razón, y él simplemente no podía seguirla. Se había ido.
Rehizo sus pasos y se encontró mirando a una sombría Teresa Tallien.
—¿No hubo suerte? —preguntó ella.
Él sacudió la cabeza.
—Su miedo anula cualquier sentido de razón o pensamientos dirigidos. El cerebro humano es tan complejo en sus pautas de símbolos y conexiones, que cuando opera a niveles puramente abstractos, es imposible seguir racionalmente sus acciones.
—¿Vas a renunciar?
—Voy a renunciar a esta parte.
Ella le miró. Estaban sentados sobre la cama en la habitación de Antoine. Durante tres días él había esperado que Silv regresase mientras trataba de revivir el momento a través de su cerebro para averiguar qué había sucedido.
—¿Significa eso que soy libre? —preguntó ella.
David sintió la aprensión de Antoine.
—¿Qué quieres decir?
Ella le cogió las manos, las acercó a sus labios y se demoró un segundo antes de soltarlas.
—Es hora de que continúe con mi vida —dijo en voz muy baja, sin mirarle a los ojos.
—Y esa vida no me incluye a mí —dijo él.
Ni a mí.
Ella se puso en pie. Se apartó de la cama y se sentó en una silla junto a la puerta.
—Eramos completos con Silv —dijo, y David se dio cuenta de que esto no era tampoco fácil para ella—. Ahora es sólo… extraño. No tengo nada contra ti, David, o contra Antoine. Para mí esto ha sido hermoso, liberador, atrevido e indescriptible en términos humanos. Nunca lo olvidaré, nada…
—Pero…
—Pero mi vida necesita ahora moverse en otras direcciones.
Parecía pequeña y frágil, pero decidida. Era la mujer que había sobrevivido a la Bastilla enviando oculta en una col una nota a su futuro marido diciendo: «Si me amáis, acabad con esta locura». Iba vestida de forma sencilla pero elegante, de terciopelo verde oscuro, y David pensó que nunca le había parecido más hermosa. Era una mujer que quería mucho de la vida y, en un análisis final, ni David ni Antoine tenían suficiente que ofrecerle.
—¿Es Talleyrand? —preguntó impulsivamente.
—Es la libertad —replicó ella—. Los sentimientos cambian; su significado se pierde en el deber y el egoísmo. Un ser humano podría malgastar toda su vida atado a sensaciones que no existen. Yo no tengo tiempo para tales cosas. Nunca me he dejado atrapar por las emociones.
—Te amo —dijo David.
—Me respetas —replicó ella—. Antoine me ama, y sabes que es cierto sin que yo lo diga.
Él sonrió.
—Viejos mecanismos de defensa en funcionamiento —dijo—. Lo siento.
Ella le devolvió la sonrisa.
—Eres realmente muy frágil, David. Puede que sea tu cualidad más atractiva.
Él se puso en pie y se acercó a donde ella estaba sentada. Le ofreció las manos y ella las tomó. Se incorporó y se abrazaron.
—Probablemente nunca volveré a verte —dijo él, abrazándola con fuerza—. Quiero que sepas que siempre te recordaré.
Ella le devolvió el abrazo y luego se apartó de él. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
—Cuando te vayas, quiero que Antoine vuelva, para poder hablar en privado.
Él asintió, sintiendo una profunda pena y frustración emanar de la psique de Antoine. Se sintió culpable.
—Cuando encuentre a Silv, le daré recuerdos de tu parte —dijo.
Ella se dirigió a la puerta, los ojos brillantes.
—Es una mujer buena y justa —dijo Teresa, y abrió la puerta—. Me recuerda a mí misma. Adiós, David.
—Adiós, Teresa.
Se marchó.
Oh, Dios, David. ¿Qué voy a hacer ahora?
Vas a continuar con tu vida y, a medida que pasen los años, tus recuerdos de todo esto te harán sentirte feliz.
¡No puedo vivir sin ella!
Vivirás, y sobrevivirás, y serás un poeta mejor por lo que te ha pasado. ¿Me consideras culpable de todo esto?
Sólo de las partes buenas, David. Sólo de las partes buenas. ¿Y ahora qué?
Bueno, varias cosas. Primero vamos a visitar a nuestro paciente.
David salió de la habitación y se volvió para mirarla por última vez. Recorrió el pasillo hasta los aposentos de Napoleón.
Vas a marcharte, ¿verdad?
Por dos razones. Debo encontrar a Silv; estoy preocupado por ella. Y no puedo quedarme contigo por más tiempo después de lo que ha pasado. Tú también tienes derecho a la libertad.
No tienes que…
¡No! Ya he interrumpido demasiado tu vida. Pero gracias por la invitación. Significa mucho para mí.
Llegó a los aposentos, y el granadero de guardia ante la puerta le dejó pasar de inmediato. Cuando entró en el dormitorio, Hersh estaba sentado, apoyado en varias almohadas. Corvisart se hallaba sentado a su lado.
—Ah, David —dijo Hersh—. Me alegro de verte. Le estaba preguntando a este charlatán a cuántas personas ha matado hoy.
El doctor alzó las cejas hacia David.
—Como podéis ver, está mucho mejor.
David se sentó en la cama y comprobó las pupilas de Napoleón, luego le tomó el pulso.
—Mientras has estado inconsciente estos tres últimos días —dijo—, monsieur Corvisart se ha quedado cuidándote por si necesitabas algo.
—¿Qué quieres decir? Soy un moribundo. No viviré mucho.
Corvisart sonrió.
—¿No estoy aquí para impedir eso?
—¿Eso crees, médico? ¡Te enterraré!
—Estoy seguro —dijo Corvisart—. ¡A mí y a muchos más!
Todos se echaron a reír.
—Bueno —dijo David, poniéndose en pie—. Creo que has capeado el temporal. Europa puede dejar de contener la respiración.
—Y empezar a cubrirse el culo —dijo Hersh.
David miró al médico.
—¿Podemos el Primer Cónsul y yo permanecer unos minutos a solas? —preguntó.
—Naturalmente —respondió el hombre, y se dirigió a la puerta.
—No olvides ese feo bastón —llamó Napoleón—, el que le robaste a Jean-Jacques.
—Primer Cónsul —dijo Corvisart—. El bastón simplemente coincide con los gustos de Rousseau. Pagué mil quinientos francos por él.
—¡Bah! Jean-Jacques y tú os merecéis mutuamente. ¡Los dos sois grandes charlatanes!
Corvisart alzó las manos al aire y se retiró de la habitación, dejando a David y Hersh uno frente al otro.
—Vas a buscar a Silv, ¿no? —preguntó Hersh.
David se sentó de nuevo junto a la cama.
—Me marcho ahora mismo —dijo.
Una expresión de gran tristeza cruzó la cara del hombre; tragó saliva con dificultad.
—¿Tienes algún tipo de plan?
David sacudió la cabeza.
—Ninguno. No tengo ni idea de cómo o dónde buscar. Pero no puedo esperar aquí. Esperar me volverá loco.
—¿Y si ella vuelve después de que te marches?
—Regresaré de cuando en cuando y lo comprobaré.
Hersh extendió una mano y la apoyó sobre su brazo.
—No quiero que te vayas. Te necesito.
David le palmeó la mano.
—Éste es tu sueño, Hersh, no el mío. Tienes un imperio que gobernar. Todo lo que yo quiero es amor.
El hombre se llevó un dedo a la nariz.
—Creí que gobernar un imperio debería ser más fácil. ¿Qué hay de mi terapia?
David frunció el ceño.
—Has visto todo lo que hay que ver. Las respuestas, ahora, deben venir de ti. No puedo darte una razón para seguir vivo. Si pudiera, lo de la otra noche no habría sucedido nunca. Te he ayudado a encararte contigo mismo, pero no puedo ayudarte a vivir. ¿Volverás a intentar suicidarte?
Hersh soltó su brazo.
—No lo creo —dijo, con expresión concentrada—. Fue una cuestión de tristeza momentánea. Nunca volverá a ser tan definido.
—Ya sabes, las cosas sólo tienen la importancia que queramos darles. Cientos de miles de personas han muerto en tus guerras, y sin embargo no oigo remordimiento por su pérdida. Este asunto con tu padre será todo lo importante que tú lo hagas. Date un respiro. Finge que fue un soldado de tu ejército.
—Eso no es justo, David.
—¡Claro que sí! Tú mismo fuiste una víctima en el Sector, un asesino condicionado y drogado. ¿Cómo podrías haber reaccionado de otro modo? Ahora tú produces el condicionamiento, y son otros los que matan.
—Es distinto.
—Sólo en tu mente.
David se puso en pie y caminó de un lado a otro por la habitación.
—No intento ser duro contigo. Sólo te estoy diciendo que no es culpa tuya, y en cuanto puedas ser un poco más objetivo sobre tu propia vida lo verás. Sería fácil condenarte desde un punto de vista ético, considerándote como un asesino que no produce más que dolor al mundo, pero… ¿quién puede negar la importante contribución que han sido tus conquistas para el bienestar general?
»Estás llevando a Europa, gritando y pataleando, a una era democrática que propiciará la libertad de muchos cientos de millones de personas. Tal vez eso anule el dolor. No lo sé. Ojalá lo supiera. Todo lo que veo es que no te preocupas por lo que está sucediendo aquí, y sí por lo que le hiciste a tu padre. Equilibra las balanzas, acepta tu parte de responsabilidad en ambas cosas, y luego observa que todos los valores están simplemente en tu mente.
—¿Me estás diciendo que no existe la ética?
—Te estoy diciendo que, a un nivel pragmático, controlamos cómo nos sentimos hacia las cosas. Más allá, no tengo ni idea.
—Voy a echarte de menos, David Wolf.
David le tendió la mano. Hersh se la estrechó.
—Creo que te pondrás bien. El remordimiento, aunque sea un poquito, es bueno para el alma. Significa que eres humano después de todo. Significa que te preocupas por algo además de por ti mismo. Significa que has dejado atrás tus días de delirios. También yo voy a echarte de menos, señor Hersh, probablemente más de lo que ambos creemos.
—Si veo a Silv, ¿qué le digo?
—Dile que la amo.
Hersh deglutió con fuerza y sus ojos se nublaron.
—Ven aquí —dijo, y los dos hombres se abrazaron fieramente, uniéndose con el contacto.
—No seas un extraño, David.
Él sonrió.
—Todo el tiempo del mundo, ¿recuerdas? Adiós, amigo mío.
—Adieu, David. Adieu.
Adiós, Antoine.
¿Volveré a verte?
No. Ya he interferido demasiado en tu vida.
Entonces, sé que mis mejores días han quedado atrás.
Lo mejor está siempre por delante, Antoine. Siempre. Adiós.
Y David Wolf cerró los ojos y se lanzó a ciegas en el infinito de la corriente temporal.