Hacen falta muchos años para aprender que se está muerto.

—T. S. Elliot

David Wolf estaba junto a Talleyrand y observaba a Napoleón juguetear en el prado de la Malmaison con los niños visitantes y su gacela mascota, que había traído de Egipto. Con las medias recogidas en los tobillos, corría, riendo mientras los niños chillaban y el antílope cargaba, con la cabeza gacha, entre ellos.

—Qué espectáculo —suspiró Talleyrand, agitando una mano en dirección a Napoleón—. Y con el embajador inglés presente.

—Todo el mundo tiene que relajarse alguna vez —dijo David.

Bastardo presumido.

Ahora no, Antoine.

No puedo soportarlo. Me pone enfermo.

Enfermo de celos, querrás decir.

—La relajación debería proceder de la opinión pública —explicó Talleyrand—. Los ojos del mundo están ahora mismo posados en nuestro Primer Cónsul. La impresión que demos a nuestros vecinos ingleses está siendo decidida en este momento. Oh, Señor… ¿qué está haciendo ahora?

David sonrió.

—Le está dando rapé a la gacela, mi señor —dijo.

—¿Rapé?

—Observad.

La gacela piafaba, sacudiendo la cabeza. Luego, tras lanzar al aire varias veces sus cuartos traseros, agachó la testuz y cargó contra el grupo de visitantes que se encontraba en la periferia del prado, bebiendo vino.

Los gritos de las mujeres parecieron enfurecer al animal, que escogió a la esposa de uno de los representantes papales que había venido a asegurar un concordato con Napoleón, y persiguió implacablemente a la pobre mujer por el prado; las amplias posaderas de la mujer rebotaban a cada salto que daba para eludir los cuernos de la precoz bestia.

Finalmente, la gacela enganchó sus cuernos bajo el vestido de tafetán y tiró hacia abajo, rasgando totalmente la falda y dejando al descubierto sus pantaloncillos interiores, que tenían el insípido color de la bandera italiana. La mujer salió corriendo del prado, y su marido persiguió a la gacela tratando de arrancarle el vestido de los cuernos.

Napoleón se revolcaba de risa en el suelo. Talleyrand sacudió tristemente la cabeza.

—Ese hombre es un rufián. No tiene educación para estar aquí.

—Los que tenían educación cayeron bajo la cuchilla de Robespierre, mi señor —dijo Antoine por su cuenta.

Talleyrand se dio la vuelta y le dirigió su sonrisa condescendiente.

—No todos, mi joven poeta. La sangre, como el agua, alcanzará finalmente su propio nivel. Ah, aquí viene la encantadora madame Tallien. Una mujer de auténtica educación, ¿no estáis de acuerdo?

—Madame Tallien es muchas cosas —replicó David, observando cómo Silv se acercaba a ellos desde la casa—. Y todas sorprendentes.

Talleyrand tenía un bastón en la mano. Lo alzó y lo empleó para dar un golpecito a David en el brazo.

—La educación siempre prevalecerá —dijo, y se llevó el bastón al ala de su alto sombrero—. Buena suerte, joven, en todas las empresas que iniciéis.

Se dio la vuelta y se dirigió hacia Silv, interceptándola a veinte pasos de Antoine. Los dos empezaron a charlar y Teresa se rió graciosamente, con el rostro iluminado. Era difícil resistirse a Talleyrand.

¿De qué iba toda esta conversación, Antoine?

Talleyrand insiste en apartar a Teresa de nosotros.

Bastante difícil, dadas las circunstancias.

Así es, mientras Silv y tú estéis aquí.

No comprendo.

Las veces en que Silv y tú estáis… en tránsito hacia otra parte, Teresa y yo tenemos muy poco en común. No hacemos más que poner excusas para no estar juntos.

Pero si os amáis…

El fuego se extingue cuando se apartan las ascuas de la necesidad que os une a Silv y a ti. Teresa es una de las mujeres más deseadas de París. Busca la excitación del poder, algo que yo nunca tendré. Talleyrand es mucho más su tipo que yo.

¡No lo creo!

Mira en mi mente y verás que es verdad.

David miró, y conoció la pena de un amor no correspondido. Tras la excitación inicial de la conquista y el atropello de la sangre caliente, Teresa había empezado a enfriar sus sentimientos hacia el joven poeta. Con la infusión de las mentes de David y Silv, el amor permanecía real y pleno; pero sin ellos, no había nada que uniera a Teresa y Antoine.

—¿Resolviendo los problemas del mundo? —dijo una amable voz.

David interrumpió su retiro para observar a Silv, que le sonreía.

—Supongo que estaba distraído —dijo—. ¿Qué quería nuestro ministro de finanzas?

—Lo mismo que quieren todos los hombres —respondió ella—, mi irresistible cuerpo. —Hizo un gesto hacia el prado—. Veo que Hersh se lo está pasando bien.

—Estoy verdaderamente preocupado por él —dijo David—. Su conducta se ha vuelto cada vez más extraña desde que empezó la terapia.

Ella se colgó de su brazo y se apoyó contra él. A pesar de lo que le había dicho Antoine, no pudo dejar de pensar que esta mujer estaría con él siempre. El amor fluía entre ellos como una corriente alterna. La rodeó con su brazo y la atrajo hacia sí, protector.

—¿Qué crees que pasa? —preguntó ella.

—¿Has oído la expresión «La verdad os hará libres»? Bueno, tengo la horrible sensación de que Hersh está teniéndoselas que ver con demasiada verdad, demasiado rápido, y que no puede manejarla.

—¿Tratas de decir que has tenido demasiado éxito?

—No tanto yo como tu droga. Es implacable. Todo lo que uno quiere ver le es mostrado en dosis de realidad, puras y sin diluir. Pareció una gran herramienta al principio, la ayuda ideal para un psiquiatra… pero ahora no estoy tan seguro. Todos, por el bien de nuestra propia cordura, pasamos mucho tiempo protegiéndonos al adaptar la realidad a nuestros egos. El hecho de que todos nuestros velos caigan de sopetón puede ser una experiencia completamente devastadora.

»Ver la experiencia vital de Hersh a una luz completamente subjetiva es ver la cría de un animal, un toro entrenado para la lidia. El alma sensible que ha empezado a asomar de su caparazón está horrorizada al comprender lo que es la realidad. No sé si Hersh pueda ajustarse a eso. No estoy seguro de que pueda nadie. He tratado de cortar sus terapias para darle tiempo a ajustarse a cada nueva revelación, pero no quiere trabajar conmigo. Se siente atraído magnéticamente, en forma autodestructiva, a las respuestas.

—Mira —señaló ella—. Ahí viene.

La gacela se había tendido en el prado, exhausta y jadeante. Hersh se había agachado a acariciarla, luego se levantó y se dirigió a la multitud.

David lo observó, temeroso. El Sector había educado a Hersh para que fuera una cosa distinta a un ser humano, y él lo sabía…, y eso dolía. Educado para vivir con su escuadrón militar como un lobo en su manada, había pasado sus años sin educación siendo recompensado por la violencia directa…, y siendo castigado cuando la violencia era autogenerada. No tenía sentimientos de individualidad, y se refería sólo a la manada y su lugar en ella. La manada había comido junta, dormido junta, tomado drogas junta, aliviado las tensiones sexuales junta.

Para David, era difícil concebirlo. Comprendía los imperativos que una sociedad contenida en sí misma tendría que instituir, pero la negación absoluta del individuo parecía contraproducente. Tampoco podía suponer, dadas las opciones, qué clase de suceso podría sacar a Hersh de su letargo condicionado para dirigirlo a una pauta de violencia no programada.

Una cosa que sabía con absoluta certeza era que, dada la vida de Hersh en el Sector, la total libertad del sueño no podía llevar a otra cosa que a delirios. A pesar de todo, Hersh no estaba realmente loco en un sentido psiquiátrico. Estaba profundamente perturbado, pero la raíz de sus problemas parecía deberse al medio, y era tal vez solucionable si el hombre pudiera aprender a vivir consigo mismo y su anterior estilo de vida. Al cuestionar el imperativo, había dado con respuestas con las que ahora tenía que vivir. Era en este punto donde residían las aprensiones de David.

Napoleón, sudando, se sentó en una mesa a la sombra y se secó el cada vez más escaso pelo. Un grupito, incluyendo a Talleyrand, se congregó a su alrededor mientras se servía un vaso de borgoña.

—¿Vamos a saludarle? —preguntó Silv.

—Sí —contestó David, y empezó a caminar hacia el grupo al otro lado del porche de piedra—. Quiero saber cómo le va.

David estaba tan preocupado por Hersh en el presente como lo estaba por Hersh en el futuro. Cuando le había sugerido que tomara más responsabilidades de Estado, no tenía ni idea de qué direcciones iría a tomar. El hombre era directo y rudo, y a veces cometía torpezas hasta que Napoleón regresaba y tomaba el control de la situación. Hersh quería hacer lo que fuera adecuado pero, simplemente, no tenía ni idea de qué cosa lo era.

Llegaron a la mesa del Primer Cónsul para encontrar a Hersh muy ocupado rayando el brazo de su silla y dando a los embajadores reunidos una conferencia sobre las virtudes del sexo femenino.

—Las mujeres son más serviciales que los hombres, es cierto. Y en eso las alabo, y tengo con ellas una rara deuda de gratitud. Pero, entre otras cosas, son inútiles, y se las debe tratar con mano de hierro del mismo modo que se entrena a un perro.

—Os pido perdón —dijo el embajador inglés, que estaba sentado junto a su esposa, igual que los emisarios papales—, pero en mi país tratamos a nuestras esposas con el debido respeto y valoramos altamente sus opiniones.

—¿De veras? —dijo Hersh, dirigiéndole una mirada de reojo que David sabía que anunciaba problemas—. Bueno, no me sorprende. Dado que sois una nación de tenderos y borrachos, probablemente necesitáis una madre que os cuide.

—¿Interrumpimos? —preguntó David, antes de que el inglés pudiera responder.

—Ah, David —dijo Hersh, ofreciéndole una silla vacía e ignorando a Silv—. Necesitaré tus servicios dentro de unos minutos.

—Lo siento. Tengo una cita.

El Primer Cónsul sonrió levemente.

Yo soy tu cita, la única que importa. Me escucharás.

David se sentó. Teresa colocó una silla a su lado. Talleyrand le hizo un guiño desde el otro lado de la mesa, y David se sorprendió al ver que ella se lo devolvía.

—¡Las inglesas siempre parecen tan desaliñadas! —explicó Hersh a voces—. ¿Por qué siempre llevan el pelo tan sucio y sin peinar?

—Os aseguro, Primer Cónsul —dijo la mujer del embajador—, que las mujeres inglesas somos tan limpias…

Hersh la ignoró y se dirigió a uno de los italianos.

—Signore Compini —dijo—, los italianos saben tratar a las mujeres, ¿verdad?

—Nosotros…, gracias a los auspicios de la Santa Madre Iglesia… —dijo Compini, un simple burócrata de pelo negro brillante y lustroso y fino bigote.

—¡Ya basta! —dijo Hersh—. Vuestra Iglesia robó a nuestro pueblo, y estamos muy bien sin ella. Igual que usted, Signore. Igual que usted.

—Nuestros campesinos no piensan igual —dijo Talleyrand, y todos le miraron. A David nunca dejaba de sorprenderle cómo Talleyrand tenía completa libertad para expresarse cerca de Napoleón, la única persona que había visto que lo hacía.

—Continuad, ministro de finanzas —dijo Hersh.

—Gobernamos un gobierno iluminado, y muy bien —dijo Talleyrand—, pero la mayoría de nuestro pueblo vive en granjas…

—Las granjas se les dieron después de confiscar las tierras de la Iglesia —observó Hersh.

—… y es mayoritariamente católico.

—¿Adónde queréis llegar? —preguntó Hersh.

—¿Estáis de acuerdo en que la religión es una gran motivadora de la gente? —preguntó Talleyrand.

—Sí. Continuad.

—Lo contrario no tiene por qué ser lo mismo. La gente quiere que la Iglesia vuelva a sus vidas. Nuestros ciudadanos de Italia quieren ciertamente a Pio VII de vuelta en Roma. ¿Por qué no dar al pueblo la Iglesia, dando a la Iglesia el pueblo y todas sus pertenencias? Estoy seguro de que estos instruidos caballeros están a vuestro servicio y están más que dispuestos a hablar de un compromiso con la Santa Sede.

—¿Y qué hay de esos obispos jacobinos que gobiernan sus diócesis como barones feudales? —preguntó Napoleón, entrando en la conversación—. Muy pronto predicarán contra nosotros.

—Hay más obispos de donde vinieron ésos, Primer Cónsul —dijo Talleyrand tranquilamente.

—Despedir a los obispos —dijo Hersh, asintiendo—. ¿Y quién controlará a los nuevos que entren?

Talleyrand se arrellanó en su silla y sonrió confiadamente.

—Igual que sembramos, recolectaremos.

Hersh se lamió los labios y clavó el cuchillo en el brazo de la silla. Se puso en pie.

—Me gusta vuestra forma de pensar, monsieur —le dijo a Talleyrand—. Continuad trabajando con estos caballeros y hacedme saber a qué tipo de acuerdo llegáis. Y, ahora, tengo que dictar algunas cartas; si me disculpáis…

—Primer Cónsul —dijo el embajador inglés—. Hemos estado esperando una audiencia vuestra desde hace dos semanas para discutir la apertura de los acuerdos de libre comercio entre nuestros dos países.

Hersh le miró.

—¿E inundar mi país con productos ingleses baratos e indignos, mientras mi propio pueblo pasa hambre? No, gracias, señor. Pero… cuando estéis dispuestos a discutir la evacuación inglesa de Malta, tal vez encontremos terreno común para una comunicación. Buenos días. ¿David?

Se marchó inmediatamente. David se puso en pie, igual que Silv, y le siguió.

—Quiere otra sesión —dijo David—. No estoy seguro de cuánto tiempo tardará.

—¿Y después? —dijo ella, sujetando su brazo—. ¿Vendrás a visitarme?

Él la miró a la cara y vio el duende travieso que era Silv brillando a través de los ojos de Teresa. Oh, Dios, la amaba. El amor de ella hacia él era libre y sin engaños o manipulación… Libre de los confines del ansia o la necesidad, existía como una entidad inmaculada, enteramente perfecta y completa. Él no podía considerar la vida sin ella.

—Intenta mantenerme apartado —dijo, y la atrajo hacia sí, sabiendo que el mundo era suyo hasta la eternidad.

—¡David! —llamó Hersh desde la puerta.

David besó rápidamente a Silv, rompiendo el abrazo antes de que se olvidara de todo lo demás.

—Te veré pronto.

Ella sonrió tristemente, y él se preguntó si también ella tenía conocimiento del problema entre Antoine y Teresa. Siguió a Hersh a la casa, expulsando de su mente cualquier idea de una ruptura inminente. Esas cosas sucederían. Mientras David y él estuvieran juntos, no importaba en qué forma, no habría nada que se interpusiera en su camino a la felicidad.

Hersh le condujo a la biblioteca, que había acondicionado para que pareciera una tienda, y cerró con llave las dobles puertas tras ellos. Se dirigió al escritorio y se sentó encima.

—No creo que esto sea una buena idea —dijo David, acercándose a las estanterías en busca de algo que leer más tarde.

—Me siento a punto de encontrar algo —dijo Hersh—. ¿Por qué parar ahora?

—Porque no estás sintetizando tus revelaciones —respondió David—. Porque simplemente te lo estás guardando todo dentro y continúas a toda prisa para evitar mirarlo. ¿Puedes aceptarte como lo que eres?

Hersh alzó una pierna sobre la mesa y enderezó la media, tirando de ella para que quedara tensa sobre sus pantalones.

—Ya no soy esa persona —dijo—. Puedo aceptarlo sin sufrirlo.

David cogió de la estantería un ejemplar de Reflexiones sobre la revolución francesa, de Burke, y se lo metió bajo el brazo. Se volvió y miró a Hersh.

Eres esa persona. Simplemente has estado viviendo un sueño. Pero eres ese hombre del Sector y, sea lo que sea lo que descubras sobre él, será un descubrimiento sobre ti mismo. Creo que debemos reducir la terapia y dejar que digieras todo lo que has aprendido hasta este punto.

Hersh alzó la otra pierna sobre la mesa y repitió el procedimiento con la media.

—No —dijo—. Mi personalidad ha sido defectuosa a causa de algo que sucedió en el Sector. Tú mismo me dijiste que nombrar mis demonios era una cosa muy distinta a conquistarlos.

—Pero todo esto se mueve muy… rápido.

—No me importa —dijo Hersh, volviendo a poner los pies en el suelo—. Voy a hacerlo ahora. Estamos tan cerca que no voy a retroceder ahora.

David suspiró y acercó una silla. Discutir con Hersh o con Napoleón no servía absolutamente de nada. El hombre no estaba preparado para aceptar una negativa por respuesta.

—¿Dónde nos quedamos? —preguntó.

Hersh saltó de la mesa y cogió la silla que tenía detrás, casi como si él fuera el psiquiatra y David el paciente.

—Vamos a la guerra —dijo.

El humo era siempre lo primero.

Hersh el Primer Cónsul se alojó en el interior del cuerpo de Hersh el soldado y observó el fino humo gris fluir hacia la zona de contención donde se encontraba su pelotón. La zona de contención era una sección de excavada roca unida a un interminable pasillo oscuro que se extendía en ambas direcciones.

—¡Oteador! —llamó el jefe del pelotón.

Hersh se acercó a la abertura del pasillo y saludó al hombre vestido con ropas de camuflaje y la espada de teniente colgada a la espalda.

—¡Sí, señor!

—¿A qué distancia los distingues?

Hersh era el oteador. Su trabajo era saber estas cosas. Se internó varios metros en la atonal oscuridad del túnel y olió las finas columnas de humo. Luego se arrodilló en el duro suelo de roca y pegó la oreja al frío terreno. Venían. Muchos.

Se puso en pie y corrió junto al teniente.

—Están a menos de tres kilómetros, señor —dijo—, y se acercan rápidamente. Estarán aquí dentro de veinte, treinta minutos como máximo.

—Bien —dijo el teniente—. ¿Han traído ya a los Pellejos?

—Estarán aquí en cualquier momento.

—Sacad las armas —dijo el hombre, inspirando profundamente.

Hersh contempló al teniente por un instante. Se llamaba Dodge, y había sido soldado raso igual que Hersh. Había ascendido por ser más duro que los demás. El Hersh en tránsito le reconoció más íntimamente. Le había hecho algo a ese hombre. Había algo…, algo…

—¡Digo que saquéis las armas! —exigió Dodge.

—¡Sí, señor! —dijo Hersh, y regresó a la zona de contención—. ¡Sacad las armas! ¡Dejad de arrastrar el culo!

El humo se hacía más denso en la zona de contención, la atmósfera más claustrofóbica. Mientras su cuerpo de antaño-y-futuro ejecutaba sus rutinas, Hersh trató de unirlo todo. Sabía, de hecho sabía, que algo importante estaba a punto de suceder. Gravitaba en el aire como el humo asfixiante. Podía, literalmente, sentir el momento.

Se abrieron las cajas y se repartieron los puntiagudos garrotes. La vida era simple y directa en el Sector: se entraba en los salones en tromba y se acababa con todo lo que vivía.

Los Sectores habían sido gobernados por una autoridad central en algún momento del oscuro pasado, pero ahora simplemente combatían unos con otros. Luchaban por el control en los antiguos y desiertos túneles conectores que antiguamente los habían unido. Éste se llamaba L-23, y era exactamente igual que cualquier otro túnel en que Hersh hubiera combatido.

Había cincuenta hombres apiñados aquí, y el doble en la siguiente zona de contención, atrás. No tenía ni idea de cuántos hombres cargarían hacia ellos con su humo y sus gritos; no le gustaba pensar en esa parte… sólo matar, sólo la excitación de la acción significaba algo para él. Era la razón por la que vivía. Su propósito.

—¡Gafas! —ordenó el teniente Dodge, y todos se pusieron las gafas con los respiradores incorporados para protegerse del humo, que convertía la zona de contención en un sueño neblinoso.

Hersh observó con creciente aprensión a los que le rodeaban, figuras fantasmales en la niebla. Iba a suceder. Iba a suceder pronto. Combatió el deseo de huir a ciegas por la corriente temporal; tenía que ver lo que era.

—¡Los Pellejos! —gritó alguien, con la voz ahogada por el respirador, y Hersh se volvió para contemplar su llegada.

Eran unos quince, de mediana edad a ancianos. Fueron empujados a la confusión de la zona de contención, completamente desnudos, el miedo ensombreciendo sus oscuros y retardados ojos.

Los soldados se rieron y les señalaron; finalmente, hallaban alguien a quien podían mirar con desprecio. Nadie estaba seguro de quiénes eran y por qué existían los Pellejos, pero corría el insistente rumor de que eran los sementales ya ancianos que habían dado vida a los soldados. Por sus tránsitos anteriores, Hersh sabía que eso era cierto. Y ahora, demasiado viejos para actuar dignamente como sementales, se les daba otro uso.

Hersh temblaba lleno de pánico, casi fuera de control.

—¡Oteador! —llamó Dodge, y Hersh corrió a través de la confusión para saludarle en la boca del tosco túnel—. Llégate allí y échales una mirada.

—¡Sí, señor!

Hersh corrió por el túnel, corrió a través del humo hacia los caras-oscuras del Sector 23. Y mientras corría, su aprensión remitió. No tenía sentido… Cuanto más se acercaba al peligro, más a salvo se sentía.

Corrió con fuerza, y le pareció algo bueno. Aclaraba su garganta y relajaba la tensión de su cuerpo. Ahora no podía ver absolutamente nada, ni siquiera el humo. Corrió en línea recta, tal como había sido excavado el túnel. Certero y firme, corrió hacia la nada, y cuando se detuvo a tomar aliento los oyó.

Se movían a ritmo de marcha forzada: corriendo cien metros, andando otros cien. Llevaban luces pequeñas y máquinas de humo. En el vacío atemporal de los túneles no pudo precisar la distancia, pero pudo ver las placas oscuras que cubrían completamente sus caras y los trajes negros pegados a la piel que llevaban.

Se quedó de pie, hipnotizado por su aproximación, el cerebro perdido en la confusión de las emociones en conflicto. El Hersh en tránsito se encontró paralizado. No podía lograr que el cuerpo que controlaba hiciera nada. Tenía que echarse atrás, convertirse en un mero espectador, o morir en el acto.

Retrocedió, y su cuerpo pequeño y compacto tomó control de sí mismo y volvió corriendo al pelotón. Tardó mucho tiempo en regresar, más de lo que esperaba.

—¡Diez minutos! —exclamó al llegar a la zona de contención, y todos gritaron exigiendo sangre mientras se animaban para la batalla y se ataban con fuerza las ropas contra sus cuerpos.

Los Pellejos habían sido colocados cerca de la boca del túnel, donde los soldados continuaban burlándose de ellos. Estaban agrupados en masa, sin comprender nada de lo que sucedía. Eran auténticos animales, y eso fue todo lo que Hersh pudo hacer para no llorar por su penuria. Ésta no era forma de vivir. Ésta no.

—Eh, Hersh —le llamó Merk, de su Sector—. Mira a éste.

Hersh se acercó a Merk y los asustados Pellejos. Jadeaba, y su cuerpo seguía diciéndose que estaba cansado de la larga carrera. Dos hombres de su Sector tenían agarrado a uno de los Pellejos y tiraban de su pierna izquierda, mientras la pobre criatura suplicaba:

—No, por favor…, no me lastimen…, no me lastimen…

—Mira esto —dijo Merk, señalando la pierna—. ¿Ves?

Señalaba una clarísima marca de nacimiento en forma de creciente que el Pellejo tenía en el muslo izquierdo.

—Es igual que la tuya —dijo Tad, otro de sus compañeros de Sector—. Podría ser tu padre, ¿no, Hersh?

Hersh observó horrorizado la marca de nacimiento, y sus ojos corrieron al encuentro de los ojos que había visto en otra vida. Más viejo, más ajado, pero era él. Su padre. Lo sabía. Siempre lo había sabido.

Los dos hombres, padre e hijo, se miraron mutuamente. Los labios de su padre se movieron sin formar palabras, sus ojos no eran más que un escape a su miedo.

Hersh rompió el contacto y escuchó a los otros reírse a su alrededor. Le miraba, escrutándole. No pudo soportar las preguntas de sus ojos. El Hersh en tránsito se retiró lleno de agonía y oyó a su otro yo decir:

—¡No! Éste no es un hombre que dé vida. Es un Pellejo, sólo un Pellejo.

Con eso, empujó al hombre y le hizo caer pesadamente al suelo. El Pellejo gimió y se agarró la pierna, en el lugar donde se había cortado con la caída.

Hersh se dio la vuelta, ardiendo por dentro. Le había negado: a su propio padre, su propia carne, sus… recuerdos. ¿Qué oscuro estercolero corría a través de él, qué sangre manchada, para poder ser negada tan fríamente?

—¡Luz! —gritó Dodge—. ¡Puedo oírlos!

Encendieron las grandes y pesadas luces que convirtieron el humo en una cosa que brillaba y ardía, pero no penetraba más que hasta el borde del túnel.

—¡Preparad a los Pellejos! —avisó Dodge, y el teniente desenvainó su larga espada.

Y se prepararon para el combate. Para eso habían sido entrenados. Este momento en el tiempo contenía la suma total de su experiencia vital.

—Preparaos —llamó Dodge en voz más baja. Todos se habían callado ahora, escuchando. Podían oír a los caras-oscuras gruñir por lo bajo, como era su costumbre—. Preparaos.

Hersh no podía soportarlo. No podía soportar su negación, su cobardía. ¿Cómo podía vivir consigo mismo después de esto? Sabía qué sucedería con los Pellejos, lo que siempre sucedía con los Pellejos. El Primer Cónsul y el soldado se habían confundido, inseparables. Avanzó hacia su padre.

Dodge empujaba a los Pellejos al pasillo, colocándolos por delante de las tropas, una almohadilla de carne para conseguir un segundo de ventaja. Eran la respuesta del Sector 14 al humo del Sector 23.

Hersh y Dodge alcanzaron al mismo tiempo al hombre caído. Su padre estaba aún postrado, frotándose el corte en la pierna, y Hersh advirtió que siempre había estado aquí, siempre había hecho esto, su presente, su pasado y su futuro marcados indeleblemente en el mismo libro.

—¡Levántate! —aulló Dodge, agarrando al hombre por el brazo—. ¡Rápido!

—¡Suéltale! —gritó Hersh, y apartó a Dodge—. No le necesitamos.

—¡Vete a la mierda! —aulló Dodge, soltándose de la presa de Hersh y dando al Pellejo una patada en la cabeza—. ¡Levántate!

—¡Basta! ¡Detente!

Hersh contempló la mano del hombre que sostenía la espada alzarse en un destello, y supo que nunca podría detenerla. Dodge acuchilló salvajemente al viejo, y la hoja casi le cercenó la cabeza de un tajo. Hersh vio desmoronarse a su padre; la confusión no llegó a abandonar sus ojos muertos.

—¡Vamos! —ordenó Dodge, y los hombres gritaron, siguiéndole al pasillo, empujando ante ellos a los aterrados Pellejos.

Fluyeron ante Hersh como un río ante una isla, y pudo sentir de nuevo la separación mientras su otro yo se hundía en un extraño vórtice de pensamientos y sentimientos confusos. Pero Hersh el Primer Cónsul estaba mortalmente tranquilo, sus acciones eran deliberadas.

Se dirigió al cajón de las armas y sacó un bastón. Luego se apresuró a unirse a la batalla. Dejó atrás el cadáver de su padre y entró en la boca del túnel, un brillante muro de humo. Al otro lado, los hombres gritaban y morían.

El túnel tenía dos metros y medio de ancho y otros dos metros y medio de alto y, una vez en medio de él, no había otro sitio adonde ir. Era un pozo rebosante de humanidad que se retorcía y se arrastraba, donde los bastones destellaban y los dientes de acero goteaban sangre roja. Hersh se sumergió en la pelea, con el garrote por delante, moviéndose constantemente y cubriéndose el rostro a la defensiva.

Los hombres se empujaban, siempre perdido el equilibrio, mientras los que estaban más cerca de las paredes empujaban continuamente hacia dentro, forzando la pelea hacia el centro del túnel. Amigos y enemigos por igual caían bajo la agresión de los bastones.

Una forma oscura surgió del humo —máscara negra, ropas negras—, y Hersh descargó automáticamente su porra en su vientre cuando el hombre se cernía sobre él. La forma se dobló, y Hersh descargó un golpe hacia arriba, desgarrando máscara y cara con un solo movimiento. Los hombres caían a su alrededor mientras él seguía su implacable avance. Era a Dodge a quien quería, sólo Dodge le importaba.

Llegó a las primeras líneas, cuyos últimos diez metros no eran más que una alfombra de cuerpos apilados. Estaban haciendo retroceder a los caras-oscuras, pero no se dio cuenta ni le importó. Sólo esperaba que Dodge hubiera sobrevivido a la pelea.

Lo vio entonces, casi tropezó con él en medio del humo. El hombre había ensartado a un cara-oscura y tenía plantado un pie sobre la cara del cadáver para poder extraer la hoja de su estómago.

Hersh no esperó ni pensó. Se encaminó directamente hacia Dodge y le golpeó con fuerza en la cabeza, haciéndole chocar contra la pared. Dodge se desmoronó sobre el hombre que acababa de matar, indudablemente muerto en el acto. Eso no le importó a Hersh. Empezó a golpear el cuerpo, una y otra vez, devolviendo los siglos de dolor, vengando a su padre, tratando de vengar su propia culpa…, sin éxito.

Cuando pudieron retirarle de allí, el humo se había despejado y Dodge ya no era reconocible como ser humano. Lo cargaron de cadenas y lo arrastraron de vuelta al recinto, enfermo de pena y remordimientos, mientras maldecía su existencia y la luz cegadora de su propia memoria.

—Y se quedó allí sentado, mirando a la nada —dijo David—. Noté que tenía el corazón roto, pero no pude consolarle.

—No puedes evitar que viva consigo mismo —dijo Silv—. Lo sabes.

—Soy médico. Mi trabajo es ayudar a la gente.

Estaban sentados sobre la fría piedra del porche ante las habitaciones de Antoine, apoyados contra la pared, y contemplaban el magnífico cielo de verano lleno de estrellas. La noche era tranquila en la Malmaison, como si toda la vida contuviera la respiración. Silv reclinó la cabeza sobre el hombro de David, y él la atrajo un poco más hacia sí.

—Ahora que lo sabe, ¿qué crees que hará?

David se encogió de hombros.

—Sinceramente, no lo sé. Sólo sé que siente tanto dolor como cualquier ser humano que he conocido, y no hay nada que yo pueda hacer al respecto.

—Napoleón es fuerte. Tal vez razone con Hersh.

David se puso en pie y caminó hacia la barandilla. Contempló el oscuro prado, los cisnes de Josefina descansando cerca de la pequeña laguna.

—Tengo la sensación de que nuestro amigo Bonaparte se esconderá a ver qué pasa. Para él, puede que sea una oportunidad para deshacerse de su inquilino.

Ella se le acercó y le apretó el brazo.

—¿Qué edad tienes, David?

Él se volvió hacia ella, sorprendido.

—Morí a los treinta y seis años —dijo.

—No, no. Me refiero a contando todos tus viajes. ¿Cuántos años has pasado transitando?

Él se sentó en la barandilla, con un pie en el suelo.

—Nunca lo he pensado. Supongo que mi mente tendrá un centenar de años. ¿Y tú?

—Unos doscientos, más o menos.

Ella avanzó hacia él y se acomodó fácilmente en sus brazos.

—¿Por qué? —preguntó David.

—No lo sé. Me parece que, a pesar de todos nuestros años de reflexión cristalina, no estamos más cerca de comprender las cosas que antes. Hemos conquistado la muerte, pero no la insensatez.

—Eso es porque transitar es una maldición, Silv, no una bendición. —La miró a los ojos, apenas visibles en la noche. Sus manos se dirigieron a los suaves contornos de su pelo, con dedos suaves, acariciantes—. Veremos la verdad, pero todo es una mentira. La gente puede reinventar sus realidades para cegarse a sí misma, para convencerse de que todo está bien cuando no es así. La verdad que vemos no tiene sentido porque no hay ninguna verdad. Prefiero la ceguera.

—¿Hay que negar entonces la realidad?

—Todas las opciones que se tienen. Ojalá Hersh pudiera.

—Fue infeliz cuando vivía en el sueño, y lo sabes. Igual que tú, hasta que viste la verdad de tu vida. Tu realidad inventada tampoco te hizo feliz.

—Entonces, ¿cuál es la respuesta?

Ella se apartó de él, se cruzó de brazos para protegerse de la brisa nocturna y miró al cielo.

—Nunca vi las estrellas cuando vivía en el Sector —dijo—. Pero sabía que estaban ahí arriba. Y lo están. —Le miró—. En la ciencia, simplemente aceptamos la verdad empírica y tratamos con ella; el dolor no entra en el juego. En las relaciones humanas, negamos la realidad para evitar el dolor, que realmente no es evitable de todas formas.

—¿Aceptamos entonces el dolor?

—Igual que aceptamos la alegría.

—Es más fácil decirlo que hacerlo.

—Tú lo hiciste. Durante una época, no aceptaste más que dolor. Ahora no quieres aceptar más que felicidad. ¿Por qué no ambas cosas a la vez?

Él sonrió.

—Es la historia de mi vida —dijo.

De repente se produjo una conmoción en los salones, con muchos gritos excitados y rumor de pies corriendo.

—Qué demonios… —dijo David, y corrió a la habitación a oscuras. Se volvió hacia Silv—. Enciende algunas velas.

Abrió la puerta. El pasillo estaba lleno de gente corriendo; las velas que llevaban iluminaban pequeñas secciones de las paredes. David vio a Roustam y lo agarró. A la luz de las velas, vio que los ojos del mameluco estaban desorbitados.

—¿Qué pasa?

El hombre se sacudía, excitado.

—Bonaparte, tomó algo… ¡Por favor, debo irme!

—Espera…, ¿qué quieres decir?

—¡Se muere! ¡Se muere!

Silv se encontraba ya junto a David. Se miraron.

—¿Dónde? —demandó David.

—¡En su cama! —aulló el mameluco, y se libró de la presa de David y desapareció en la oscuridad iluminada por las aleteantes velas.

David corrió hacia los aposentos, furioso consigo mismo por la inevitabilidad y el hecho de que había visto venir esto pero no había podido pensar en nada al respecto. Pensó en el paciente que se arrojó desde lo alto del hotel Marriot.

Llegó a los aposentos. Había mucha gente en los pasillos, y los granaderos impedían el paso a todo el mundo. Josefina sollozaba con fuerza junto a la puerta, y su criada trataba de consolarla.

David llegó a la puerta y se volvió cuando notó que Silv le apretaba el brazo.

—Voy a quedarme aquí con Rose —dijo.

Él asintió y miró al granadero.

—Soy médico —dijo, y se abrió paso al amplio salón.

Llegó al dormitorio. Napoleón estaba tendido sobre la cama, en su camisa de dormir, la cara roja como la bandera inglesa. Su médico, Corvisart, estaba sentado en la cama junto a él, mientras Roustam permanecía arrodillado al pie de la cama, llorando quedamente. Murat, también con ropas de dormir, se hallaba a un lado, en silencio, con su largo cabello salvaje y enmarañado.

David se sentó en la cama junto a Corvisart y cogió la muñeca de Napoleón. El pulso era rápido y aleteaba débilmente. El Primer Cónsul todavía estaba vivo. Tocó la cara de Hersh. El hombre ardía de fiebre.

—David —dijo débilmente.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó a Corvisart.

El hombre tartamudeó, la cara blanca.

—Yo…, supongo que fue culpa mía. He a-aprendido con los años a hacer lo que me dicen y estarme callado, y…

—¿Qué ha sucedido? —exigió David, con fuerza.

—Ha tomado belladona —dijo el hombre—. Yo se la di. Es mi trabajo. Creo que quería…

—¿Cuánta? —preguntó David.

El hombre miró al suelo.

—Mucha.

—¿Cuánta?

—Dijo que necesitaba la suficiente para matar a dos hombres.

—¡Dos hombres! —exclamó David—. ¿Ha vomitado?

—Sí, muchas veces.

—Bien.

David acercó la vela de la mesilla de noche y comprobó los ojos de Hersh. Las pupilas estaban dilatadas, y una clara erupción se había desarrollado en la cara y el cuello.

—¡Maldición! Qué no daría por tener medicinas de verdad…

—¿Qué queréis decir? —preguntó Corvisart.

Hersh murmuraba excitado, la voz ronca, sus palabras ininteligibles. David se volvió hacia Roustam.

—Reúne todo el vino que puedas —dijo—. Tráelo todo.

—¿Vino? —preguntó el mameluco.

—¡Hazlo!

El sirviente se marchó corriendo. David vio una botella de borgoña en la mesilla de noche. La agarró y vertió todo el contenido sobre Napoleón.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Corvisart.

—El alcohol bajará la fiebre.

—¿Cómo sabéis tanto?

—Oxígeno —dijo David, tratando de recordar sus clases de farmacología—, y CO2. El boca a boca.

Se inclinó y empezó a hacerle el boca a boca al Primer Cónsul, ante el horror de Corvisart y Murat. Aquello pareció calmar un poco a Hersh. Al cabo de unos minutos, David volvió a comprobar el pulso del hombre. Parecía haberse estabilizado.

Saltó de la cama cuando Roustam entró corriendo con un puñado de botellas. El médico le miró, aturdido.

—Báñalo en vino —ordenó David.

—Supongo que debería preguntaros cómo está —dijo Corvisart.

—Creo que vivirá —respondió David—. En cierto modo, se ha salvado a sí mismo al tomar una dosis tan grande. Su estómago simplemente rehusó admitirla. Puede que delire durante un rato, pero se le pasará. Le mantendremos en observación durante unos días.

—Sigo sin… —empezó a decir Corvisart, pero David sacudió la cabeza.

—No preguntéis. No querréis saberlo.

Alguien gritó en el pasillo.

—¿Y ahora qué? —dijo David, y corrió hacia el sonido.

Llegó a la puerta a tiempo de ver un espectáculo extraño y aterrador. Teresa Tallien, con una expresión de animal acorralado en el rostro, se apretujaba contra la pared. Tenía un aspecto salvaje, y todos se habían apartado de su lado, dejándole espacio.

Vio a David y se llevó las manos a las sienes.

—¡No! —gritó con fuerza—. ¡Ahora no! ¡Todavía no!

—¿Silv? —preguntó David, y se dirigió hacia ella.

—¡No! —Ella se apartó de su contacto, deslizándose por la pared.

—Silv —repitió él—. Soy yo, David.

Ella le miró, los ojos grandes y extraños. David dio un paso hacia la mujer pero ella echó a correr, apartando a la multitud del pasillo.

David la siguió.

—¡Silv! ¡Silv!

Ella le llevaba veinte pasos de distancia. Dobló una esquina, y David la perdió durante varios segundos. Cuando dobló la esquina a su vez, ella estaba allí, apoyada contra la pared, con aspecto aturdido.

—¿Silv? —dijo él en voz baja, sujetando su brazo.

Ella sacudió la cabeza y le miró.

—Soy Teresa —dijo—. Silv se ha ido.

—¿Qué quieres decir…, ido?

—Algo…, algo sucedió. Algo la asustó tanto que huyó.

Él la cogió por los brazos.

—¿Adónde?

La mujer agitó la cabeza.

—Lejos —fue todo lo que pudo decir. Volvió a mirarle, y en sus ojos había pesar—. David…, creo que no volverá.

David Wolf sintió que su existencia se desmoronaba.