David y Silv se hallaban en el palco privado de Napoleón en la Comedia Francesa, bebiendo vino y riéndose junto con el público de Mlle. George, una de las queridas de Napoleón, que representaba a Emilie a la perfección.
David era feliz, genuinamente feliz, por primera vez en su vida. Parecía libre de su pasado, y en paz con alguien que entendía la vida como él lo hacía. Siempre había soñado con esta clase de vida, y el amor era la clave. Era como un adolescente, ruborizado con las pasiones del primer amor.
Hacía calor en el teatro. Todo el mundo sudaba, y un millar de manos agitaba un millar de abanicos al mismo tiempo. Las mejillas de David estaban acaloradas, la camisa húmeda, pero era vigorizante. La orquesta llenaba sus oídos; las candilejas manaban humo gris mientras Mlle. George correteaba por el escenario. Habían interrumpido la representación poco antes para informar que Napoleón había derrotado a los austríacos en Marengo y asegurado Italia una vez más. La noticia había animado aún más a la multitud. Los chistes se hicieron más graciosos, el vino más sabroso, el momento más cristalino y memorable, como si el público creara su propia narcosíntesis especial para rememorarla en días venideros. Todos estaban creando memorias.
—¿Qué has hecho con el vino? —gritó Silv por encima de la orquesta.
David buscó tras él y recogió la botella; dio un rápido trago antes de pasársela a Silv. David se sentía achispado, y no sabía si la causa era el vino o la realidad. Rara vez se emborrachaba ya. No era algo consciente. Simplemente, ahora no lo necesitaba. Por primera vez corría hacia las cosas, no de ellas.
Silv bebió directamente de la botella y se volvió para mirarle con una amplia sonrisa en la cara.
—¡Me encanta el teatro! —dijo, y le abrazó y le besó en los labios.
—Ya me doy cuenta —replicó él, devolviéndole con fuerza el abrazo antes de soltarla—. ¿No hay cosas así en el Sector?
Ella negó con la cabeza.
—No hay suficiente espacio. Las drogas eran el único esparcimiento permitido…, una píldora para todo.
Sus ojos chispearon. Gran parte de la felicidad de David se debía al hecho de ver la felicidad de Silv. La parecía que tanto Teresa como Silv vivían una existencia alterada, totalmente apartada de la corriente principal de la vida. Al no estar íntimamente conectados a su tiempo y lugar, David y Silv podían apreciar lo que habían apartado de los habituales dimes y diretes de la existencia. Era perfecto, primitivo e infeccioso. Antoine y Teresa también estaban capturados en aquello.
Silv era como una niña. Libre de las restricciones que habían programado su vida, simplemente se dejaba llevar, aferrándose a toda nueva experiencia que encontraba. Ni siquiera el regreso de Egipto del marido de Teresa la había molestado. Anunció, rápida y eficientemente, que ya no eran marido y mujer, y luego utilizó las nuevas leyes de divorcio de Napoleón para convertirlo en una realidad legal. David llegó a preguntarse si podía haber un precio emocional que pagar por aquellas actitudes laxas ante la vida; pero, si lo había, no lo veía reflejado en la conducta de ella.
—Quiero comer algo cuando nos marchemos —dijo Silv—. Algo dulce, con crema.
La orquesta alcanzó un crescendo, ahogando la conversación, y luego el telón se cerró, dando término al primer acto.
—Será mejor que cuides la figura de Teresa —observó David mientras aplaudía con el resto del público.
Silv entornó los ojos.
—¿Me seguirás amando si estoy gorda?
David le acarició la cara.
—Si estás gorda, flaca, si eres hermosa, fea, hombre o mujer —dijo—. Amo lo que eres, Silv.
—Claro que sí. Soy igual que tú.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te has dado cuenta? Cada día, nuestras mentes son más y más parecidas. Supongo que es la genética de la situación.
—Sea lo que fuere —dijo David, y cogió la botella y volvió a beber—, ha hecho que mi vida sea completa.
—¿Te sientes culpable alguna vez? —preguntó ella.
Por debajo de ellos, el público se dirigía al vestíbulo para estirar las piernas mientras esperaban el siguiente acto. A Napoleón también le encantaba el teatro, pero éste era el momento en que se marchaba. Rara vez veía más de un acto. Simplemente, no podía permanecer quieto, sentado, tanto tiempo.
—¿Culpable, cómo?
Ella le quitó el vino de las manos y contempló la botella.
—Todos los demás sufren mientras nosotros somos felices.
—¿Deberíamos sufrir también? ¿No hemos sufrido ya mucho? ¿Estás diciendo que no merecemos la felicidad?
—No…, no es eso. No lo sé. —Se encogió de hombros—. Estoy aquí sentada, frente a posibilidades ilimitadas, mientras todos los demás se esfuerzan. A veces me pregunto…
—Por el coste —terminó David.
Se puso en pie y se asomó a la barandilla del palco para mirar las cabezas que tenía debajo. Cuando era niño, solía sentarse en las gradas del cine Will Rogers y tirar palomitas o Coca Cola sobre las cabezas de los que tenía debajo.
Un hombre calvo regresaba a su asiento directamente debajo de él; su cabeza parecía un blanco propicio.
—Dame el vino —susurró David.
Ella se lo tendió, intrigada. David se inclinó sobre la barandilla y arrojó un poco de borgoña sobre la brillante cabeza calva. Se quedó mirando el blanco hasta que el hombre saltó al recibir la rociada.
—¡Atrás! —gritó David, y se tumbó en el suelo para esconderse. Silv se acurrucó junto a él.
—¿Has hecho alguna vez el amor en un palco? —le preguntó ella.
—Unas treinta o cuarenta veces —mintió David.
Ella le abofeteó con desgana.
—Entonces esperaremos a tener un lugar más original.
Él la atrajo hacia sí y los dos se quedaron así, cuerpo contra cuerpo, en el suelo del palco del Primer Cónsul.
—Te quiero tanto —dijo ella, aferrándose con fuerza.
—Te quiero —dijo él, besándola en la cabeza—. Me alegro tanto de haberme quedado aquí en vez de haber ido con Hersh a Italia…
—¿Le hará daño estar apartado de la terapia?
—Potencialmente. Pero no hay ninguna regla que aplicar. Nuestra situación es totalmente única.
—Pero preferirías tenerle cerca.
—Me siento… responsable por él —dijo David—. Me necesita. Pero yo no le pedí que hiciera esto. Aunque creo que su marcha tiene tanto que ver con Bonaparte como con Hersh.
Ella se apretujó más, apoyando la cabeza en su pecho. Alguien llamó a la puerta del palco, pero estaba cerrada y pronto se marcharon.
—Creía que Napoleón quería librarse de él.
—Sólo hasta que apareció el tema del destino —dijo David—. En cuanto se dio cuenta de que se suponía que Hersh estaba dentro de él, Napoleón empezó a trabajar para controlarlo.
—¿Por qué no le hacemos una visita a Hersh? —dijo Silv.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Transitemos adonde está Hersh, felicitémosle y veamos cómo le va. Volveremos a tiempo para mi refrigerio.
Él la besó en la boca, siempre sorprendido por la pasión que acechaba bajo su superficie, esperando saltar a primer plano.
—Qué impetuosa —dijo.
—Vamos —instó ella—. El mundo es nuestro. Marengo está incluso en la misma zona temporal.
—¿Por qué no? —David volvió a besarla rápidamente—. Te veré en Marengo.
—Seguro que te gano —dijo ella, y Teresa se llevó una mano a la cabeza.
David se zambulló en la corriente temporal, centrando su atención en su viejo amigo de Egipto, el sargento Jon Valance. Muchas tropas habían vuelto en el mismo barco de Jean Tallien para unirse inmediatamente a las reservas que cruzaban los Alpes con Hersh. David había echado de menos el simple afecto de Jon por él, y esperaba encontrar al hombre en Italia.
Abrió los ojos para encontrarse, helado, en medio de una oscuridad iluminada por antorchas. Valance se encontraba ante un chalet de montaña, supervisando cómo cortaban leña para las chimeneas, que Hersh siempre quería almacenada al máximo. Aunque hacía frío en el aire, era evidente que la primavera había llegado al norte de Italia. Las nieves que cubrían el terreno eran parches fundidos que cubrían el esponjoso suelo. Las cimas de los árboles no reflejaban nada blanco a la luna llena que brillaba esta noche. Eran una alfombra oscura que se extendía hasta el valle de abajo.
Hola, Jon.
¿Otra vez tú? Creía que te había dejado con los infieles. Bienvenido a mi mal estómago.
¿Todavía tienes problemas?
Oh, cielos, David. A veces me hace ponerme de rodillas y llorar como un bebé.
Te he dicho que dejes las comidas picantes.
Son mi único placer en la vida.
¡Entonces deja de quejarte!
¡Hola a todos!
¿Silv? ¿Tú también?
Señor, ahora hay dos. No me extraña que sea un hombre enfermo.
Oooh, ¿qué le pasa en el estómago?
Gastritis. No quiere aceptar el consejo del médico. ¿Qué estás haciendo aquí?
Te dije que tenemos la misma mente. Sabía dónde irías.
¡Diablillo! Aunque se está bien aquí dentro.
Abrigado.
Creo que voy a ponerme malo…
Tómatelo con calma, Jon. Sólo nos quedaremos un ratito, te lo prometo.
¿Uno de vosotros es hembra?
¡Yo!
Oh, Señor, Señor. Todopoderosos son tus caminos y misteriosos son tus medios. Aunque no sé por qué me has elegido como tu recipiente, yo…
Ahórratelo para el domingo, Jon.
¿Qué está diciendo?
Cree que somos mensajeros de Dios.
Tal vez, en cierto sentido, lo seamos. ¿Está Napoleón en el chalet?
Él y sus mariscales. Están preparando un gobierno.
Vamos a hacerle una visita.
Silv dejó que David tomara control de Valance y entraron en la casita de madera que el Primer Cónsul había requisado para sus fines. Había granaderos montando guardia dentro del edificio de dos plantas, pero el ambiente era distendido. Melas se había rendido silenciosamente y se había retirado. No había realmente ningún peligro.
Encontraron a Napoleón en un gran salón familiar donde ardía un fuego. Le acompañaban Berthier —ahora ministro de guerra—, Murat, Bourrienne, Marmont, Kellermann, Lannes y André Masséna, que había hecho posible la victoria gracias a su tenaz defensa al mantener a los austríacos asediando Génova, rindiéndose en el momento oportuno y retirándose de la ciudad sitiada con las tropas intactas.
Los hombres caminaban de un lado para otro y fumaban; había unas cuantas botellas de vino en evidencia. Pero no se trataba de ninguna celebración, sino de un asunto serio que tenía por misión solidificar su victoria mientras los austríacos estaban aún destrozados. Por eso, los mariscales caminaban, jóvenes y excitables, reestructurando la vida en Europa de la misma forma en que David y Silv reestructuraban las ideas de la vida humana. La atmósfera rebosaba de vida. Era agradable estar en aquella habitación.
Pero Bonaparte… Bonaparte parecía preocupado. Estaba sentado solo ante la mesa, el resto de la habitación llena de humo y voces. El relicario que contenía el corazón de su viejo amigo Max Cafferilli se encontraba ante él.
David cruzó la habitación para acercarse al hombre, sorprendido de ver, cuando Bonaparte levantó la cabeza, que su cara estaba preocupada y una gran tristeza era evidente en sus ojos.
—¿Sí? —dijo.
—Os traigo saludos de vuestros amigos republicanos en París, monsieur Hersh.
La cara de Napoleón cobró color.
—¿David? ¿Eres realmente tú?
—Y Silv también —dijo Valance.
Hersh se puso en pie y abrazó con fuerza al hombre.
—Me siento alegre y aliviado de verte.
—¿Aliviado? Fuiste tú quien me dejó, ¿recuerdas?
Él asintió, cortante.
—¿Cómo ha recibido París la noticia?
—La capital honra a su primer ciudadano. Silv y yo queríamos honrarte personalmente. Enhorabuena.
—Gracias. ¿Hablarás conmigo?
—A tus órdenes.
—Bien. —Hersh cogió el relicario y se volvió a los mariscales—. Mañana continuaremos —anunció—. Es hora de irse a la cama.
Con eso, salió de la sala. David, Silv y Jon Valance le siguieron, dejando un coro de saludos detrás.
Valance siguió diligentemente a Hersh escaleras arriba hasta llegar al enorme dormitorio que había sido, obviamente, desalojado a toda prisa. Retratos familiares colgaban todavía de la pared; aún había pertenencias personales desordenadas en las cómodas. Era el equivalente humano de transitar.
Roustam, el sirviente mameluco, estaba ocupado apilando más leños en el fuego. Hersh le despidió y se sentó en la cama ya preparada, sosteniendo el relicario en el hueco del brazo.
—El viejo Max se ha convertido en mi compañero más íntimo —dijo; luego alzó un pie al aire—. ¿Te importa?
David se acercó a la cama y empezó a tirar con fuerza de la bota que le llegaba al hombre hasta la rodilla.
—Algo te preocupa —dijo, mientras tiraba de la bota—. ¿Qué es?
La bota se resistía y luego súbitamente cedió, por lo que casi derribó a David. La dejó caer al suelo y empezó con la otra.
—Veo el resplandor del Imperio —dijo Hersh—. Los hombres de abajo también lo ven. Gobernaremos Europa juntos.
David gruñó, pues la bota no quería ceder.
—Eso es lo que querías, ¿no?
—Mi sueño, sí —dijo Hersh en voz baja, y la otra bota se deslizó.
David se sentó al pie de la cama.
—Estás aprendiendo la maldición de conseguir lo que quieres.
—Sí. El sueño se cumplirá, pero temo que no me hará feliz. No lo ha hecho todavía.
—Y no lo hará —dijo David, llanamente—. La única paz que se encuentra es la paz con uno mismo.
Hersh se enderezó y sostuvo la urna ante él.
—Ansiamos, queremos, nos volvemos locos con el deseo de cosas que no merecen la pena una vez las conseguimos. Aquí está la única permanencia.
—Pero eres inmortal —dijo Silv, tomando el control por un instante.
Hersh miró a Valance, confuso.
—Pero… ¿quiero serlo? Estoy cambiando el mundo, pero soy incapaz de soportar la verdad de mi propia vida. Esto no es más que un sueño…, y ni siquiera es mío. ¿Sabéis que Desaix ha muerto?
David negó con la cabeza.
—Cometí un error —dijo Hersh—. Supuse que Melas dividiría sus fuerzas como hacen siempre los austríacos. Así que dispersé mis tropas en torno a Marengo. Pero el general Melas tenía otras ideas. Las mantuvo unidas, y me cogió sin hombres y sin cañones. Casi nos derrotaron. Desaix me salvó en el último momento con su caballería, pero le alcanzaron en la primera oleada y murió inmediatamente. Si no hubiera sido por él, el sueño habría terminado allí mismo. Murió por culpa de mi imprevisión.
—Los despachos que recibimos en París no mencionaban nada de esto —dijo David.
Hersh meneó la cabeza.
—Desaix ha encontrado su paz, igual que Max. No necesita conseguirla con la gloria.
—Pero tú sí.
—Algo así. —Hersh colocó el relicario en la mesilla de noche—. Sabía que iba a morir. Se me acercó y dijo: «Las balas olvidan quién soy». Al día siguiente estaba muerto. Puede que fuera el mejor entre nosotros.
—Y te echas la culpa a ti mismo, a tu… infelicidad. No olvides que esto estaba predestinado.
—¿Está predestinada también mi miseria?
—Aún puedes vivir en paz, Hersh, pero tienes que continuar enfrentándote a ti mismo y a tu pasado. Siento que hay un enorme dolor en todo eso, pero… ¿qué opción tienes?
—Estoy asustado, David.
—Igual que todos los seres humanos que han nacido.
—Yo… quiero volver —dijo, acariciándose nerviosamente la barbilla—. Pero quiero que estés conmigo, por si veo algo que no pueda manejar.
—¿Como qué?
—No lo sé —dijo, demasiado rápidamente, y se puso en pie y caminó hacia el fuego—. Creo que allá hay algo que temo mirar. Necesito una mano a la que aferrarme.
—¿Qué hay de tu anfitrión?
Hersh se plantó de espaldas al fuego, absorbiendo su calor como una esponja.
—Ya lo hemos discutido, y está dispuesto a cooperar si…
—¿Si qué?
—Nada —replicó Hersh, y luego se apartó de la chimenea para situarse ante David—. Creo que me gustaría volver ahora, si te quedas conmigo y me ayudas —y tendió una pequeña mano.
David se levantó de la cama y la estrechó.
—Muy bien. Pero preferiría tenerte en París, donde todo no sea tan inmediato.
—Volveré dentro de una semana. Ya no me necesitan aquí.
—Tiéndete —dijo David—. Relájate. ¿Deberíamos darle vino o algo al anfitrión?
—No habrá ningún problema —contestó Hersh, y se quitó la chaqueta y el chaleco. Se tendió en la cama y cruzó las piernas.
—Cuando regreses a París, tendrás que esforzarte para comprender mejor el funcionamiento del gobierno allí y los aspectos sociales del trabajo. Te equivocarás a veces, pero es el único modo.
—Comprendo —dijo Hersh.
—Muy bien —repuso David, y acercó una silla que había junto al fuego. Se sentó junto a Napoleón, como si fuera a leerle.
David descubrió que asumía rápidamente sus hábitos profesionales; Silv se quedó al fondo, decidida a no interferir.
—Hay algo que necesito decirte, Hersh. Lo que vamos a hacer es explorar las áreas más profundas de miedo y motivación de tu vida. Alcanzar esos niveles no será difícil a causa de la droga de Silv. Veremos claramente…, pero ver, comprender y aceptar son cosas distintas. Habrá dolor al aceptarte a ti mismo. ¿Lo comprendes?
—Eso creo.
—Hay cosas que sólo tú puedes hacer. Tienes todo mi apoyo, pero la fuerza debe provenir de ti, las respuestas, todo de ti. ¿Estás preparado?
—Sí.
—Quiero que vayas a tus primeros días, a los días antes de los días que recuerdas. Quiero ver cómo te formaron…, para comer, para controlar tu vejiga e intestinos. Quiero ver cómo el Sector educaba a un soldado, ¿de acuerdo?
Pero Hersh no le oía. Estaba ya viajando por la corriente del tiempo…
Hersh nunca se había sentido más indefenso. La debilidad en sus piernas, el pobre control sobre sus propias funciones motoras, le hacían sentirse de algún modo lisiado, retardado. Observó a través de los barrotes a la mujer de túnica marrón que se le acercaba. El miedo era increíble, y la aprensión física hacía que su cuerpo temblara incontrolablemente mientras ella se aproximaba.
La observó acercarse. Era muchísimo más alta que él y, cuando se echó hacia atrás para mirar su cara estoica, cayó de culo y se quedó allí sentado, temblando.
—Buenos días, Hersh —dijo ella, con tono tenso—. ¿Cómo fue tu control anoche?
Se inclinó sobre él y lo levantó. El miedo casi se convirtió en pánico cuando lo sostuvo sobre su hombro y palpó su trasero.
—¡Enhorabuena! —dijo, apretándolo con fuerza—. Creo que lo conseguiste.
Sus palabras eran tranquilizadoras, no desagradables, y Hersh sintió que su cuerpo infantil se relajaba de algún modo en los brazos de la mujer. Incluso se apretujó contra ella, tratando desesperadamente de conseguir el máximo afecto posible.
La mujer le llevó al centro de la doble fila de camitas que llenaban la Sala C de Formación de Funciones. Con la cabeza sobre su hombro, él vio cómo otras mujeres se dirigían a las demás camitas y comprobaban a sus ocupantes de la misma manera.
Lo llevaron a una habitación pequeña y lo colocaron sobre una balanza. Sintió el metal, frío como el hielo, en su espalda desnuda. Gimió, tratando de maldecir, pero sus cuerdas vocales no estaban aún lo suficientemente desarrolladas como para conseguir algo más que croar penosamente. La mujer anotó diligentemente su peso en un cuaderno y luego le quitó los pañales.
Hersh fue consciente de que necesitaba orinar, y su mente infantil se llenó de pánico con el pensamiento. Aguantó, aunque no fue fácil, pues aquellos músculos no se habían desarrollado todavía completamente por el uso.
Lo recogieron otra vez y lo colocaron, desnudo, sobre una fría mesa blanca. La mujer empezó a lavarle con una esponja. Hersh contempló otra mesa situada contra la pared. Otra mujer vestida de marrón colocaba a otro niño sobre ella.
—Hersh lo consiguió hoy —le dijo su mujer a la otra.
—Enhorabuena —repuso ésta, y luego gruñó cuando le quitó el pañal al otro niño—. Parece que nuestro amigo Jason no lo conseguirá nunca.
—Lástima.
—Sí.
Hersh observó, con su yo infantil hecho un manojo de nervios, cómo la mujer de la otra mesa sacaba la varilla de la percha, con su brillante cola negra atada a la caja de acero inoxidable colocada en la pared.
—Si quieres que esto se acabe, Jason —dijo la otra mujer—, tendrás que hacerlo rápido.
Engarfió su mano derecha en los tobillos de Jason y lo levantó de la mesa, cabeza abajo. Colocó la varilla en sus jóvenes testículos y pulsó un botoncito; la descarga eléctrica sacudió al niño con un fuerte sonido de arco.
El niño cabeza abajo gritó salvajemente, un sonido primario que heló la sangre de Hersh. Mientras seguía contemplando, la varilla fue retirada de los testículos del niño para ser introducida en su recto. El proceso eléctrico se repitió, con los mismos resultados.
Hersh se sintió alzado en los brazos de la mujer encargada de él.
—Muy bien —dijo ésta, sacándole de la habitación de vuelta a la sala—. Ahora vamos a hacerlo como lo hacen los niños grandes. Quieres ser un niño grande, ¿verdad?
La pregunta no parecía requerir ninguna respuesta, de modo que Hersh no ofreció ninguna.
Lo llevaron a una habitación con muchas puertas alineadas en una pared, de lado a lado. La mujer llevó a Hersh hasta el otro lado de una de las puertas y le puso en el suelo. Luego se marchó inmediatamente. Hersh se quedó sentado en el frío suelo, sintiendo muy fuerte la necesidad de orinar. Estaba dentro de otra habitación, una habitación pequeñita, estrecha. Además de la puerta por la que había entrado había otra en la pared, frente a él. Ninguna de las dos tenía pomo. En el suelo había un pequeño martillo. Su joven yo se dirigió al martillo y lo cogió con las dos manos.
Miró hacia la puerta por la que había entrado, vio el ojo observándole a través de la mirilla. Entonces se abrió una pequeña rejilla al pie de la puerta y entró corriendo un ratoncito blanco. El ratón, chillando con fuerza, empezó a recorrer el perímetro de la habitación, buscando la salida. Hersh y su joven yo lo observaron. Hersh se sorprendió al descubrir que sus sentimientos eran en este punto iguales, exactamente iguales.
Empezó a caminar hacia el ratón, obligándolo a seguir corriendo. Sintió la intensa necesidad de liberar su vejiga, pero aguantó un poco más.
El ratón recorrió la habitación hasta que se cayó de cansancio, y Hersh saltó inmediatamente sobre él. Lo pisó y lo apresó por la cola. El roedor forcejeó inútilmente en busca de la libertad. Ya era hora.
Hersh alzó el martillo y golpeó con él al ratón. Sus pequeños bracitos no tenían fuerza y no le hicieron ningún daño. Alzó el martillo y golpeó otra vez, y otra. Golpeó muchas veces hasta que el ratón cedió finalmente y se quedó inmóvil, con sus diminutos pulmones silbando al inspirar aire. Hersh apartó el pie, se arrodilló junto a él y dirigió sus golpes a la cabecita. Por fin la aplastó para que no pudiera seguir corriendo.
En cuanto el ratón murió, la puerta frente a él se abrió con un sonoro chasquido. El niño de un año soltó el ensangrentado martillo y gateó hacia la puerta de los pequeños lavabos que había más allá.
Había muchos niños en la habitación, y varias mujeres de túnica marrón para ayudarles con los lavabos. Una mujer se acercó y le ayudó a sentarse en un pequeño orinal de acero inoxidable.
—Eres nuevo, ¿verdad? —preguntó mientras lo sentaba—. Enhorabuena.
Lo había conseguido. Había subido la escala y había ganado el juego. Con un suspiro de alivio, su otro yo liberó la vejiga y orinó en la pequeña bacina. La mujer le hizo permanecer sentado hasta que defecó, y luego le envió con la mujer que le había traído allí.
Ésta le habló amablemente mientras le devolvía a su camita. Y, cuando estuvo tapado y a salvo, le dio un dulce que no sólo sabía bien, sino que le dejó flotando en un mar eufórico y aturdido de bienestar y serenidad.
Lo primero que vio Hersh cuando abrió los ojos fue el cuerpo de Silv tendido en el suelo. Rota y retorcida, parecía más un montón de basura vieja arrojada sin cuidado que un ser humano. Sus ojos muertos miraban sin ver el techo de su laboratorio, uno de ellos casi sumergido en un charco de la droga que ella misma había inventado y que goteaba del borde de la mesa hasta su cuenca izquierda.
Sintió dolor en el hombro izquierdo. Mientras trataba de despejar su cabeza, Hersh extendió la mano y sintió la jeringuilla aún clavada a su cuello. La sacó y se quedó allí, tratando desesperadamente de aferrarse a la realidad que había negado tantas veces antes.
La jeringuilla se le escapó de los dedos y se hizo añicos en el suelo. Se volvió hacia el cuerpo de Silv; París intentaba convertirse en el Sector. Odiaba estar aquí. Era un sueño del que no quería saber nada, una pesadilla que al parecer no podía evitar.
Se arrodilló junto a Silv, y el cuerpo viejo y ajado de ella cambió súbitamente al de Teresa Tallien, y el duro suelo se convirtió en el césped de la Malmaison. Las mesas del laboratorio cambiaron hasta convertirse en un rosal mientras observaba.
—Lo siento —le dijo al cadáver, extendiendo una mano para cerrarle los ojos—. No tenía derecho a hacerte esto. Por favor, perdóname.
Entonces se puso en pie y cerró los ojos, tratando de hacer volver la pesadilla. En cambio, abrió los ojos a Marengo. Estaba entre las reservas francesas, golpeándose la palma de la mano con la fusta mientras sus tropas, casi derrotadas, se retiraban en total desbandada.
—¡Valor! —gritó—. ¡Los refuerzos están en camino!
¡No!
Se llevó las manos a las sienes, tratando de hacer regresar a Silv, tratando de hacer volver el laboratorio. Marengo se desvaneció ante él, los árboles y el río se reformaron. Se encontraba en una isla, en lo alto de un acantilado rocoso. Hacía frío y el cielo era gris. Muy por debajo, el océano invernal golpeaba la costa.
Se sintió terriblemente enfermo, la tristeza de estar en este lugar fue casi abrumadora. Se dio la vuelta para mirar hacia la casa que de algún modo sabía que estaría allí. Lo estaba. Pero entre Hersh y aquella casa había tropas, tropas inglesas.
Le estaban vigilando.
Se dio la vuelta y corrió, pero antes de llegar muy lejos una pared de hormigón se materializó ante él. Apenas pudo interponer las manos antes de chocar. La golpeó con fuerza, cayó hacia atrás y aterrizó de culo en el suelo. Permaneció sentado durante un instante, temblando, antes de ponerse en pie y regresar junto a Silv.
Haciendo acopio del último gramo de determinación, se obligó a quedarse en este lugar de tristeza. Pasó por encima del cuerpo de Silv y empezó a examinar metódicamente todo lo que había en el laboratorio. Si lo que buscaba estaba aquí, lo encontraría.