Napoleón Bonaparte cabalgaba como pasajero en su propio cuerpo, mientras la presencia espiritual de Hersh dirigía el movimiento de los cañones a través del Gran Paso del San Bernardo en los Alpes Suizos. Podía usar sus ojos, pero sólo en la dirección en que Hersh quería mirar. Podía usar su mente, pero sólo como consejero para la fuerza al mando de su cuerpo. Odiaba la presencia y, a veces, la amaba. Hersh había sido parte intermitente de su vida desde la infancia, y a veces encontraba que, cuando el hombre estaba ocupado dirigiendo su cuerpo, él era libre para pensar, para planear, para discurrir. Y ya que parte de la vida de cualquiera está atrapada en las necesidades cotidianas de simplemente vivir, la libertad del compartir físico le daba mucho más tiempo para pensar y razonar de modo abstracto. En gran medida, había tenido tanto éxito a tan temprana edad gracias a su naturaleza dual.

Hersh y él cabalgaban una mula, cargada hasta los ojos, en la cumbre del paso; el paisaje nevado y huracanado restallaba frenéticamente mientras encontraba las nubes cargadas que los encerraban a todos en una interminable cámara blanca. El frío era amargo, su mordedura aliviada un poco por la acción de compartir, aunque tanto él como Hersh tenían que mantenerse alerta, no fuera que su cuerpo sufriera sin que sus mentes lo supieran.

—Igual que Aníbal —dijo Hersh.

Igual que Aníbal, repitió Napoleón diligentemente, sorprendido de cómo sus lecturas sobre el famoso general habían llevado a Hersh a tal intensidad febril como para querer duplicar la hazaña.

El paso se extendía durante muchos kilómetros en ambas direcciones. Era el 20 de mayo, y transportaban los cañones para cortar las líneas de suministro y comunicación del general Mela en Ivrea, mientras los austríacos asediaban fútilmente a las fuerzas francesas en Génova, que se hallaban bajo el capacitado mando del general Masséna. La fila de cien hombres marchaba diligentemente ante la posición de Napoleón, tirando de la larga cuerda atada a los troncos huecos que protegían los cañones de ocho libras y los morteros. Hicieron falta dos días para que los cañones atravesaran el paso, pero funcionó. La idea había sido de Hersh. Napoleón no pensó ni por un minuto que pudieran conseguirlo.

Cuando la procesión dejó atrás el punto de observación de Napoleón, empezó a bajar la colina por el otro lado, hacia la hospedería que esperaba tranquilamente en el lejano valle; columnas de brillante humo brotaban indolentes de sus grises chimeneas de piedra. Había tropas acampadas alrededor del monasterio, y los monjes que vivían allí corrían por entre las tiendas, haciendo todo lo posible para aliviar las necesidades del ejército. Había perros San Bernardo sentados en la falda de la colina, la cabeza ladeada, contemplando la extraña procesión que serpenteaba abriéndose camino.

—Los monjes han sido de mucha ayuda —dijo Hersh—. Deberíamos recompensarlos adecuadamente.

Su ayuda no es generada por la elección, pero se debe una recompensa de todas formas.

—Así es como lo hacemos en el Sector.

Ciertamente. He notado que has pensado mucho en el hijo de Rose estos últimos días.

—¿Eugéne? ¿Y qué?

¿Crees que está preparado para el poder?

—Es un muchacho inteligente y motivado. Creo que Italia será un lugar excelente para probar su temple.

¿No es un poco joven para gobernar un país?

—Tú tampoco eres un anciano.

Bueno, quizás deberíamos conquistarla primero.

—Lo haremos.

Napoleón sintió una amalgama de pensamientos confusos revolotear como la nieve en el cerebro de Hersh.

—No te gusta mi relación con David, ¿verdad? —dijo Hersh entonces.

Tú eres el que huye de ella.

—Pero no puedo huir eternamente.

Lo estamos haciendo bien. No le necesitamos.

—Quieres decir que tú no le necesitas. Me controlas bastante bien. Creo que temes que me cure.

Napoleón volvió inmediatamente sus pensamientos hacia otro lado para evitar que Hersh supiera que había acertado. Había descubierto a lo largo de los años cómo controlar a Hersh, cediendo ante él en pequeños asuntos y manipulándolo en los grandes. Usaba las debilidades del hombre contra él, volviéndolas en ventaja suya. Un Hersh sano sería menos controlable.

—¿No vas a responderme?

Tú fuiste quien quiso venir a Italia, no yo.

—Cediste al ver que David hacía progresos. Dejaste que mis miedos nos apartaran.

Gobiernas un país entero, Hersh. Nosotros controlamos nuestro destino. ¿Por qué diluir una mezcla perfecta?

—Porque me estoy perdiendo en ti, por eso. No tengo ninguna sensación del yo, ni del tiempo y el lugar. Siento por dentro que lo que me pertenece desaparece, y yo con ello. Sé que eso no te importa.

¿Por qué debería importarme? Nunca te invité a mi mente. Si no te gusta, vete a otra parte.

Uno de los hombres que tiraban de la soga perdió el equilibro, resbaló al suelo y arrastró a otros varios hombres consigo. Algunos más perdieron su presa, y el peso de los cañones amenazó con llevarlos a todos paso abajo otra vez.

Napoleón saltó de la mula, corrió hacia los hombres caídos que aún sostenían la soga que los arrastraba por el camino que acababan de recorrer.

—¡Arriba, hombres, arriba! —gritó Hersh, agarrando él mismo la cuerda y clavando los pies en el suelo—. Tirad a la de tres. ¿Listos? ¡Uno…, dos…, tres!

Los hombres tiraron a la vez, deteniendo el deslizamiento mientras sus camaradas se incorporaban y recuperaban su posición. Un minuto después, el difícil trabajo continuó.

Hersh se puso en pie y se quitó la nieve de su abrigo de campaña gris. Se apartó de la procesión y se dirigió de nuevo a la cima para contemplar la larga pendiente que conducía al valle de abajo. Sonrió.

—Cuando acabemos en Italia —dijo—, voy a volver a la terapia de David. Sé que puede ayudarme a encontrarme a mí mismo.

Lucharé contigo a cada paso. Si tienes que quedarte conmigo, quiero que la relación permanezca como ahora.

—Nada permanece siempre igual.

Haré que te viertas vino en la cabeza en las funciones del estado. Haré que te quites los pantalones en las cámaras del Consejo. No puedo deshacerme de ti, pero sé cómo convertir tu vida en un infierno.

—No puedo seguir dejando que me presiones. Voy a aceptar los cuidados de David.

Te haré hacer cosas así…

Napoleón afianzó su control rápidamente, antes de que Hersh pudiera reafirmarse. Saltó bruscamente de la cima y empezó a deslizarse por la pendiente.

El viento rugía en sus oídos mientras comenzaban a deslizarse hacia el valle, girando y rodando, la excitación tan revitalizadora que los dos empezaron a reírse mientras caían, con las visiones de la juventud de Napoleón fuertes en ambos. En ciertos aspectos eran iguales, exactamente iguales. Se movían rápidamente, y el paisaje corría a su lado en borrosas líneas blancas.

—¡Tenemos que idear algo! —gritó Hersh al viento.

Sí. Haz lo que yo diga.

—¡Nunca! ¡Debemos llegar a un compromiso!

Napoleón había alzado las piernas al aire y se deslizaba sobre su espalda, sujetándose los pies. ¿Cómo nos comprometemos?

—Debe haber algo que tú quieras y yo pueda dar.

Continuaron resbalando. El viaje hasta el fondo duró varios minutos. Chocaron con una duna de nieve, se enterraron por completo, y emergieron segundos más tarde a cuatro patas, riendo y cubiertos de blanco. Napoleón se levantó y caminó con piernas temblorosas hacia la hospedería.

Hay algo que quiero.

—¿Qué es? —preguntó Hersh—. Si no implica que me marche…

No es eso exactamente. Haré un trato contigo. Te ayudaré con tu terapia si haces algo por mí.

—¿Qué?

Ya lo sabrás, amigo mío. Ya lo sabrás.