Normalmente Naomi se dedicaba a los obreros de los campos petrolíferos, barreneros o constructores de plataformas, palurdos que de repente tenían más dinero del que podían manejar y a los que no les importaba gastarlo en una cara bonita que pudiera darles unas cuantas comidas decentes y el mejor sexo que tendrían jamás hasta que se les agotara el dinero. Sus nombres generalmente terminaban en «y»: Sonny, Billy, Marty, Johnny, y eran siempre «amigos» que ella había conocido en el «club», nombre con que Naomi se refería al Sipango Lounge, donde atendía, de manera civilizada, un negocio por el que metían en la cárcel a otras menos astutas.

Era uno de sus «amigos», un hombre llamado Eddie, quien estaba sentado en la mesa frente a Dave Wolf ahora y se reía de él.

—Así que médico, ¿eh? —se mofó Eddie, con la boca llena del pollo frito de Naomi—. ¿Qué te hace pensar que dejarán que un chico pobre como tú sea médico?

David se encontraba al fondo de la mente del muchacho, escuchando la conversación. A esta edad no podía sumergirse más en la fuente, pues temía perturbar la tierna psique del chico.

—Oh, Eddie —dijo Naomi—. Déjale soñar. No cuesta nada.

—Tú mantente apartada de esto —ordenó Eddie, ceñudo—. Es hora de que tu hijo aprenda lo que es la vida. —El fofo hombretón depositó el tenedor sobre la mesa y se inclinó hacia Dave. Cuando habló, su voz contenía odios tan intensos que David empezó a preguntarse qué tipo de traumas infantiles le habían estropeado—. Escúchame. Eres basura, chaval, y siempre serás basura. Así es como son las cosas. Los ricos hijos de puta se lo quedan todo. No dejan que nadie entre en su club. Así que sal de aquí y ponte a trabajar en la cosecha o en los campos de petróleo como el resto de nosotros, y mantén la boca cerrada.

—Puedo ser médico si quiero —dijo Dave con intensidad.

—También puedes hacerme callar —dijo Eddie, poniéndose en pie y apartando la silla de una patada—. Eso si eres lo bastante hombre.

—¡Basta! —gritó Naomi—. El chico sólo está soñando.

—¡No estoy soñando! —le gritó Dave a su vez—. Voy a ir a la universidad. Voy a ir a la facultad de medicina, y seré médico. Puedo hacerlo.

—¡No le grites a tu madre, pequeño gilipollas! —dijo Eddie, dando la vuelta a la mesa y dirigiéndose hacia él.

—¡Déjalo en paz! —gritó Naomi.

Liz empezó a llorar y saltó de la mesa y echó a correr hacia el interior de la pequeña casa. Eddie se detuvo en seco ante Dave y se enfrentó furioso a Naomi.

—¿Qué me has dicho, puta?

—Eddie —gimió ella, con la voz de una niña pequeña—. Lo siento. —Se acercó a él y lo cogió por el brazo—. ¿Por qué no volvemos a la habitación y tomamos un trago y nos relajamos?

—Sí —dijo Eddie, y se volvió para mostrar su superioridad ante Dave—. Volvamos a la habitación.

Eddie extendió una mano carnosa, cogió el pecho derecho de Naomi y lo estrujó a través de la blusa estampada con flores que llevaba. Miró a Dave todo el tiempo.

—¡Eddie! —dijo Naomi, tratando de zafarse de él—. Aquí no.

Él la agarró con fuerza y apretó más. Sonrió lascivamente a Dave.

—Déjala en paz —dijo Dave en voz baja, dando un paso hacia él.

—¡No! —le dijo Naomi—. Está…, está bien. A Eddie le gusta jugar así.

—Eso es —repuso Eddie, soltándole el pecho y colocando la mano en la parte delantera del vestido—. Me gusta jugar…, doctor Wolf.

Empezó a reírse de nuevo. Dave cerró los puños involuntariamente, y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no abalanzarse contra el hombre. En cambio, se dio la vuelta, salió de la casa y se marchó en el Chevy del ’57 que había conseguido en un depósito de chatarra y había restaurado en el garaje.

A David le costó trabajo permanecer en silencio mientras viajaba por la montaña rusa emocional que su yo más joven estaba sufriendo. Las dudas del muchacho eran abrumadoras, y el equipo emocional que usaba para enfrentarse a aquellas dudas resultaba defectuoso y desviado. Era horrible. Quería decirle algo al chico…, pero ¿qué? ¿Que llegaría a ser médico, pero que eso no cambiaría nada? ¿Que viviría una vida de egoísmo y autodestrucción a causa de su educación? De modo que permaneció en silencio, al fondo de su mente.

Dave se dirigió a la piscina de la zona norte, donde trabajaba como salvavidas, y nadó durante treinta minutos tratando de aliviar la frustración en la forma acostumbrada. Pero esta vez no funcionó. Volvió a ponerse las ropas de calle y subió otra vez al coche.

Condujo sin rumbo durante unos treinta minutos, y luego se detuvo en la tienda de Corsin en Western Avenue y le compró cerveza a un amigo que trabajaba allí y no pedía el carnet de identidad. Luego se dirigió al callejón de la bolera entre Villa y la Autopista Noroeste y aparcó al lado, frente a Villa. De esa manera, podía ver de lado la pantalla del autocine al otro lado de la calle sin tener que pagar para entrar.

Dave encendió la radio, ya que no tenía altavoz para oír la película, y escuchó a los Stones cantando Heart of Stone. Empleó el llavero para abrir las Coors, y bebió metódicamente. De todos los problemas en la vida de Dave Wolf que no podía resolver, no había ninguno que no pudiera disolverse durante un ratito. Cuando terminó la tercera cerveza, los había distanciado bastante bien.

Dave necesitaba un amigo con el que hablar, pero evitaba intimar con nadie porque temía que descubrieran su vida familiar. Necesitaba un punto de vista equilibrado, pero no tenía nadie a quien recurrir. Necesitaba amor desesperadamente, pero sólo recibía señales mezcladas y dobleces.

Era el 23 de mayo de 1967. La noche del suicidio de Naomi Wolf.

Mientras Dave bebía y contemplaba la película, Rebelión en Sunset Strip, David esperaba, aprensivo. Había evitado acudir a esta noche durante mucho tiempo, pero sabía que finalmente tendría que afrontarlo. Así que aquí estaba, sufriendo con su joven yo.

En los años venideros, David recordaría muy poco de esta noche, aunque la película de Aldo Ray que estaba viendo se había marcado muy claramente en su mente. Aquí había respuestas —estaba convencido de eso—, pero… ¿quería conocer esas respuestas? El tema no era lo que él quería. Se había sentido atraído hacia esta noche desde que empezó a transitar por las mentes. Esta noche, para bien o para mal, sabría exactamente lo que había sucedido. Esta noche, todas las preguntas serían contestadas.

Dave terminó su paquete de seis latas y empezó con otro. Su cerebro era una cosa negra y retorcida, una masa de odios y culpa que nunca sintetizaba los sentimientos, sino que los compartimentalizaba para proyectarlos simplemente en acciones futuras. El joven Dave estaba muy ocupado convirtiéndose en un neurótico.

Dejó de beber poco antes de que el número de latas alcanzara su edad. Estaba mareado, pues había salido de casa sin comer demasiado, pero no pudo encontrar nada abierto en el camino de regreso. El muchacho aparcó en el camino de acceso, dejando medio coche en el césped, y casi se cayó sobre el cemento cuando trató de salir del auto. Eddie estaba aún allí, ya que su Ford Fairline se hallaba aparcado en la calle.

Caminó tambaleándose hacia la puerta principal, ajeno e inocente, mientras la aprensión de David crecía. Era todo lo que podía hacer para evitar gritarle una advertencia al muchacho. Algo sucedía. Los temores de David habían crecido hasta perder la proporción con los hechos. A un nivel profundo, su mente sabía algo que su cerebro consciente no sabía, e intentaba proteger ese conocimiento a toda costa.

Su bolsillo pareció un agujero sin fondo cuando trató de sacar la llave de la casa. Lo consiguió al fin, y permaneció tanteando durante cinco minutos, incapaz de meterla en la cerradura mientras la mente de David rebullía, llena de temores.

Entonces, de repente, la puerta se abrió, y la madeja empezó a desenrollarse.

Dave pudo oír los llantos en el salón. Su cerebro embriagado trabajó muy despacio, relacionando los sonidos con un ser humano sólo después de escucharlos durante varios minutos.

—Qué demonios…

Atravesó la casa ahora a oscuras, y tropezó con la mesita de café al pasar junto a ella. Los platos de la cena aún estaban en la mesa, la comida sin tocar desde su marcha. Entró en el pasillo. Los sonidos de las bofetadas se mezclaron con las estremecedoras súplicas de su hermana.

—¿Liz? —llamó, recorriendo el oscuro pasillo pegado a la pared—. ¡Liz!

Casi tropezó con una forma oscura acurrucada en el suelo junto a la puerta de Liz. Era Naomi, agazapada como un animal. Ella le miró, y el blanco de sus ojos brilló en la oscuridad.

—Mamá… ¿qué…?

Naomi se puso en pie, bloqueando la puerta cerrada. Al otro lado, Dave pudo oír la perversa risa de Eddie mezclada con los gritos de dolor y humillación de Liz.

—Vete a la cama —dijo Naomi con tono tenso—. Estás borracho. Vete a la cama.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué le está haciendo a Liz?

—Márchate, David —dijo ella, con el mismo tono comercial—. Vete a la cama. Márchate.

Liz gritó más fuerte, dolorida.

—¡No! —dijo Dave, apartando a su madre—. ¡Liz! ¿Qué sucede?

Intentó abrir la puerta. Había algo atravesado al otro lado, bloqueándola.

—¡Liz!

Naomi se arrojó sobre él, tratando de hacerle retroceder. Dave se la quitó de encima. Cayó en un amasijo ante la puerta.

—Le está haciendo algo, ¿verdad?

—Dave, no…

—¿Verdad? ¡Ese jodido de Eddie le está haciendo algo! ¡Liz!

—¡Basta! —siseó Naomi—. Ella está haciendo lo que tiene que hacer. eres el que quiere ir a la facultad de medicina. eres el que quiere todas las ventajas. ¿De dónde demonios crees que conseguiremos el dinero, señor inocente?

—No —dio David, retrocediendo, tropezando ebrio en el pasillo, con las manos en las sienes—. No. Así no. No. ¡Mamá!

—Es por ti, Davy. Es todo por ti.

Retrocedió, llorando ahora, tropezando con los muebles. Naomi le siguió, implacable, atravesando el salón con él.

—Tú quieres cosas, yo las consigo —dijo—. Porque te quiero, Davy. Te quiero.

La mente del muchacho giraba locamente y, de algún modo, consiguió salir de la casa y deambular por el césped, perdido en una bruma. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué?

Trató de regresar a la casa, pero Naomi había echado el cerrojo a la puerta principal. Pudo oír gritos ahogados en el interior, pero ya no pudo recordar de qué se trataba.

Su coche. Se dirigió al Chevy, tropezando varias veces. La puerta del conductor aún estaba abierta. Subió al asiento, a gatas, y buscó las llaves. No pudo encontrarlas o no pudo poner el coche en marcha, porque, después de varios inútiles minutos de buscarse en los bolsillos, simplemente se rindió y se quedó dormido en el asiento, con los pies colgando por fuera de la puerta abierta.

David permaneció en la oscuridad de su propia mente, tratando de calmarse. Ella lo había hecho, le había atado inexorablemente a su propia perversidad, haciendo que cada capa de culpa suya fuera responsabilidad de él. Lo mismo podría haberle clavado un cuchillo.

Por eso había vivido así. Encerrado subconscientemente en la fórmula de su madre, la había seguido a ciegas, mientras su mente se resistía a cualquier intento de indagar sus propias tendencias autodestructivas. La odiaba. Dios, cómo la odiaba. Tanto más porque él era igual que ella.

Permaneció en la mente negra un poco más, pues había otra cosa de la que quería asegurarse. Se quedó allí, esperando. Después de un rato de oscuridad, oyó el sonido de alguien abandonando la casa. Tenía que ser Eddie. Murmuraba entre dientes.

David oyó el Fairlane ponerse en marcha y luego marcharse con un chirrido de neumáticos. Se quedó allí, escuchando. Poco después, lo oyó. Un estampido seco, ahogado por la presencia de la casa, perturbó la noche durante sólo un segundo. David pensó en la pistola que tan estúpidamente terminó con su vida, y cómo cerraba el círculo de la perversión de Naomi.

Maldita fuera.

Entonces se marchó. Viajó de regreso a la Malmaison y a Silv. No necesitaba nuevos recuerdos de lo que venía a continuación. Recordaba con claridad diáfana lo que encontraría Dave Wolf a la mañana siguiente después de despertar, y qué efecto tendría en el resto de su vida.