Aunque un hombre destaque en todo, a menos que haya amado su vida está vacía, y puede ser comparado a una copa enjoyada que no puede contener vino.
—Yoshida Kenko
No somos la misma persona este año que el año pasado; ni lo son aquéllos a los que amamos. Tenemos suerte si, al cambiar, seguimos amando a una persona cambiada.
—W. Somerset Maugham
Las velas ardían cálidamente, iluminando el vino, mientras el sol se ponía fuera de la Malmaison. Era una hora de la noche que David siempre había disfrutado: la oscuridad extendiéndose, la luz todavía incapaz de dispersar la oscuridad, y, aunque la puesta de sol carecía de los hermosos colores filtrados por la polución de la América de finales del siglo XX, seguía siendo espectacular, y la cálida y melancólica sensación de esta hora de la noche era siempre fuerte en él.
David se retardaba en la mesa de Josefina; todavía no habían retirado la comida, y pasaba pensativamente un dedo por el borde de su vaso de borgoña.
¿Nos emborracharemos esta noche?
No, Antoine… creo que no.
Bien. Me has hecho viejo antes de tiempo.
Todos los demás habían entrado en el pequeño palacio, dejándole solo en la mesa. Josefina se preparaba para hacer un viaje a los baños de sal de Plombiéres con la esperanza de que éstos pudieran hacerla fértil y dar así un heredero al Primer Cónsul. Hortense se había marchado con el hermano de Napoleón, Louis, desaparecida rápidamente su ansia por Antoine. Carolina, la hermana de Bonaparte, recorría el laberinto de rosales de Josefina, suspirando por Murat, que se encontraba con su hermano en Italia. Y Silv…, no estaba seguro de dónde estaba Silv.
Hersh había obligado a Napoleón a ir a Italia. David estaba más convencido que nunca de que aquel hombre escapaba de algo mayor que el condicionamiento del Sector. David había decidido no ir a la campaña de Italia. Había pasado tanto tiempo inmerso en los bajos temores y preocupaciones de la humanidad que se sentía él mismo peligrosamente cerca del borde de la locura. Habían pasado tres semanas desde la partida de Hersh, y David no echaba de menos para nada la campaña.
Había pasado ociosamente los días. Antoine trabajaba en una nueva obra que no le interesaba. David simplemente flotaba, y su mente trabajaba por su cuenta tratando de reestructurarse mientras visitaba su infancia cada vez más a menudo. Tal vez era la comodidad de hallarse en un cuerpo que había sido realmente el suyo lo que le atraía, pero probablemente era la habilidad de ver su vida desde un plano separado lo que cautivaba su mente analítica.
—Has estado transitando de nuevo —dijo la voz de Teresa a su lado.
Él se volvió y le sonrió. Ella se había cambiado de ropa, del vestido sencillo que llevaba antes a un vestido blanco de encaje con un corpiño extremadamente bajo. Tenía un aspecto hermosísimo a la media luz, y su cara brillaba angelicalmente con el calor de las velas.
—¿Qué te hace decir eso? —replicó él.
Ella se sentó al otro lado de la mesa, frente a él, y se sirvió medio vaso de vino.
—Tienes esa expresión en la cara. Has estado largo rato pensando. Normalmente, eso significa que has estado transitando.
Él se volvió en su asiento, puso los pies en la silla vacía que tenía al lado y se desabrochó la levita.
—He estado en mi infancia —dijo—, aprendiendo de mí mismo.
—¿Aprendiendo qué? —preguntó ella. Sorbió el vino, y una gota quedó colgando del color borgoña de sus propios labios.
—Sobre la forma en que mi madre me complicó la vida —dijo él—. Sobre cómo empleaba todos los recursos disponibles para atarme a ella y justificar su destructivo estilo de vida.
—Parece que fue una mujer terriblemente asustada.
—Echó a perder mi vida, Silv.
—Estás enojado.
—¡Claro que lo estoy! —dijo él, y terminó su vaso—. Morí de la forma en que viví, solo y sin amor. Fui un retardado emocional abriéndome camino a palos a través de relaciones y responsabilidades.
—Y le echas la culpa a ella.
Él inspiró y trató de calmarse.
—Lo siento —dijo—. Aún pienso mucho en mí mismo, ¿verdad?
—¿Verdad?
—Hablas como un psiquiatra —rió él—. Por cierto, estás preciosa esta noche.
—Gracias, señor —dijo ella, inclinándose un poco—. He estado tratando tanto últimamente con los problemas de Rose, que decidí vestirme, tomar una copa y ocuparme de mí misma para variar.
—¿Qué le pasa?
—Lo de costumbre —dijo Silv, y volvió a beber—. Desde que Hersh regresó de Egipto, su relación se ha enfriado. Teme que, si no puede darle un heredero, encontrará a otra que sí pueda.
—A Bonaparte nunca le gustó. Siempre ha sido más del tipo de Hersh. Y ahora que hay un país por gobernar, Hersh se esconde y Napoleón se encarga de las cosas.
—Entonces, ¿Napoleón ha tomado completamente el control?
David se encogió de hombros.
—¿Qué puedo decir? Napoleón ha sido el anfitrión de Hersh durante muchos años. La separación se hace cada vez más difícil. Freud dijo una vez que el delirio paranoide es una caricatura del sistema filosófico. La filosofía de gobierno de Napoleón es apenas discernible del control behaviorista practicado por el Sector…
—Oh, vamos, David…
Él alzó una mano.
—¡Espera, hagamos la paz! —se rió—. No estoy condenando vuestro sistema. Simplemente estoy diciendo que Napoleón se está aprovechando, probablemente de forma subconsciente, del condicionamiento de Hersh. Por otro lado, me pregunto cuánto de las hazañas de Napoleón en combate son directamente atribuibles a Hersh. Al soñar, la gente es capaz de enormes gestas de arrojo y heroísmo, y Hersh vive en un estado de sueño.
Ella se puso en pie y se acercó a David. Le hizo quitar los pies de la silla y se sentó; los dos permanecieron frente a frente, las rodillas casi tocándose.
—Entonces, ¿la razón de nuestras existencias es convertir a los personajes históricos en lo que son? —preguntó, colocándose las manos recatadamente en las rodillas.
—No creo que tengan un propósito, sino una circularidad. Pero… tienes razón. Hersh es tan Napoleón como el mismo Napoleón. Tal vez todo el mundo viaja en sus sueños. Tal vez todo el mundo ejerce influencia sobre todo. Desde luego, prefiero creer eso que basarme en el estropicio que hice de mi propia vida.
—Lamentas gran parte de ella, ¿verdad?
—¿De mi vida? La lamento entera. Lamento los años locos y malgastados. Lamento todo el dolor que causé a tanta gente. Y ¿qué hay de ti? ¿Hay algo que lamentes de tu vida?
Ella extendió la mano y cogió su vaso.
—Hay cosas que lamento, pero por razones opuestas a las tuyas —dijo. Sostuvo el vaso ante su rostro, hizo girar lentamente el líquido y observó con intensidad el remolino—. Empleé toda mi vida sirviendo a los demás. Fui un dios para ellos y, por tanto, estaba por encima y era intocable. No sé si llegué a realizar un acto egoísta en toda mi vida.
—¿Qué tiene eso de malo?
—Porque la razón es que nunca tuve la oportunidad de ser egoísta. En el Sector, todo está estructurado. Lo mismo pasó con mi vida. Durante ciento cuarenta y siete años hice lo que tenía que hacer.
—Parece muy triste.
Ella bebió y apuró el vaso.
—Me sentí más aturdida que triste. Creo que lo que más lamento es no haber podido tener un hijo. Creo que las personas necesitan a los hijos para sentirse totales y vivas. Veo esa ansia también en Hersh.
Él bajó los ojos.
—Yo… siento lo mismo —dijo, llorando a su pesar—. Odiaba al mundo. Me odiaba a mí mismo. Y por eso ahora he muerto, para vivir sólo como una sombra. ¿Te extraña por qué estoy tan enojado con mi madre?
—No tienes por qué rendirte ante eso.
—Tengo talento para la melancolía. —Se secó los ojos, aunque las lágrimas ya habían desaparecido, originadas en una cisterna vacía—. Sólo desearía que todo tuviera sentido.
Ella dejó el vaso vacío sobre la mesa y le cogió las manos.
—¿Por qué?
David besó sus manos.
—No lo sé. Tal vez, si pudiera comprender por qué… No sé, tal vez sería… más feliz.
—¿Qué diría un psiquiatra sobre eso?
Él volvió a sonreír.
—Diría que la felicidad viene de dentro.
Silv carraspeó nerviosamente y bajó los ojos.
—Tengo algo que decir, y quiero hacerlo lo mejor que pueda, ¿de acuerdo?
—Claro.
—He estado… hablando con Teresa —dijo ella, y volvió a carraspear—. Creo que no es justo por mi parte que siga negando las necesidades de su cuerpo.
David sintió que las manos de ellas sudaban entre las suyas.
—¿Qué quieres decir?
—Ella… te desea…, desea a Antoine. Quiere practicar el sexo con… Antoine. Y voy a dejarla. ¿Quién soy yo para interponerme en su camino?
¡Alabados sean los cielos! Alabada sea la musa de la poesía y todas las cosas brillantes y hermosas. Alabado sea mi celibato y mi inquebrantable amor y respeto. ¡Alabados sean los botones sueltos en mis pantalones!
David le soltó las manos e hizo que le mirara.
—Y tú, Silv. ¿Qué harás mientras Teresa esté haciendo el amor con Antoine?
Su cara se volvió escarlata.
—Yo… me apartaré, desde luego. ¿Tú no?
Ahora le tocó a David el turno de carraspear.
—Bueno…, sí, por supuesto.
Ella suspiró profundamente y se relajó.
—Oh, bien. Ya me lo quité de encima. ¿Cuándo lo harán?
Ahora, ahora, ahora, ahora, ahora, ahora, ahora.
¿Ansioso?
¿Quién…, yo?
—Bueno, hay un refrán en mi tierra —dijo David—. No hay mejor momento que el presente.
Los ojos de Teresa eran cera caliente. Silv la hizo asentir.
—Eso será aceptable. ¿Dónde irán?
—Qué formal —dijo David.
¿Te retirarás de verdad?
No lo sé. ¿Te pondrás celoso?
Soy de mente abierta. A ella le gustamos los dos.
—Bueno, ¿qué te parece la habitación de Antoine? —dijo David, con fingida seriedad—. He oído decir que es así como lo hacen los parisinos.
—No te hagas el gracioso, estoy nerviosa.
David se inclinó hacia delante, la abrazó por las rodillas y la besó profundamente en los labios.
—Se supone que es divertido. No te cortes.
Su cara había vuelto a sonrojarse. David sonrió, sabiendo que Silv no había podido escapar a su beso esta vez. Ella se puso en pie, alisando su blanca falda. Él casi pudo sentir la sexualidad manando de su cuerpo.
—¿Nos vamos? —preguntó ella, con voz ronca.
Él se puso inmediatamente en pie y recogió la botella de vino.
—Por si les entra sed —dijo.
—¿El sexo da sed? —preguntó ella con voz trémula.
—A veces.
David la rodeó por la cintura y ambos salieron del comedor. Los sirvientes iban de un lado a otro por la casa, encendiendo velas y corriendo cortinas; el abultado techo en forma de tienda arrojaba sombras ominosas sobre las paredes empapeladas.
Dejaron atrás la magnífica biblioteca, una de las obsesiones de Napoleón, y empezaron a subir las escaleras. Carolina Bonaparte apareció en la puerta principal y se quedó mirándoles en silencio mientras subían.
—¿Crees que lo sabe? —preguntó Silv cuando llegaron arriba.
—¿Saber el qué?
—Lo que vamos a hacer.
David se echó a reír.
—¿Y qué importa?
Ella se sonrojó.
—Es…, no sé…, embarazoso. Quiero decir…, no estoy segura…
—Es primavera —dijo David, abrazándola—. Estamos en París, somos jóvenes, y estamos enamorados, como todo el mundo. La gente espera que hagamos esto.
—Yo no soy joven, soy…
Él le puso una mano en la boca.
—Esta noche eres lo que quieras ser. Silv está muerta, ¿recuerdas? Ya no existe físicamente. Eres lo que quieras pensar que eres.
Ella le apartó la mano de su boca mientras él la conducía a su habitación y cerraba la puerta tras ellos.
—Tienes razón —dijo—. Si pudiera convencer de eso a mi cerebro…
Se detuvo cuando alcanzó la cama con dosel, los ojos muy abiertos y temerosos.
—David… —dijo, tendiéndole la mano.
Él dejó la botella en el suelo y la abrazó.
—Déjate llevar, o márchate —dijo—. Esta vez va a pasar.
—¿Tú… vas a irte? —preguntó ella tímidamente.
—¿Qué quieres que haga?
Silv le abrazó fieramente.
—Oh, David, estoy tan asustada…
—No lo estés —susurró él—. No te haré daño. Te lo prometo.
Ella le miró a los ojos. Los suyos brillaban de miedo y ansia.
—Confío en ti —dijo.
—Oh, Silv —suspiró él, alzándola en el aire y haciéndola girar—. Esto es lo más hermoso que me han dicho nunca.
Ella se rió mientras giraba, con su temor a caer —temor de anciana— olvidado por completo. Era lo que quisiera ser, y le encantaba.
Él la puso en el suelo, y los dos se echaron a reír. Silv se llevó una mano a la cabeza.
—Oh…, estoy mareada.
—Yo también. Pero no tiene nada que ver con dar vueltas.
Se inclinó y la besó, ansiosamente, y deseó a esta mujer más de lo que había deseado a ninguna mujer en su vida.
Ella correspondió al beso sin vacilación, dejando que la experiencia de Teresa la guiara en aquel territorio inexplorado. Todo pensamiento de huida fue barrido, y gozó sintiendo el contacto de la parte inferior del cuerpo de él apretado contra el suyo, y la humedad entre sus propios muslos.
David compartió con Antoine, cada uno uniendo al acto su propia sensación de espiritualidad. David se sorprendió de sus sentimientos. Para él el sexo había sido siempre tomar, una competición con ganadores y perdedores claramente definidos. Todo lo que quería ahora era compartir. Y, más que nada, mucho más que nada, quería evitar herir a Silv en modo alguno. Su amable naturaleza, su confianza…, quería protegerlas a toda costa. Y casi se echó a reír cuando se dio cuenta de que por una vez estaba pensando en alguien aparte de sí mismo.
Pasó sus fuertes manos por la espalda de ella, abarcando sus nalgas y atrayéndola hacia sí. Ella respondió abriendo ligeramente las piernas y montándose a horcajadas sobre él, meciéndose contra su erección.
Oh, dioses, no sé si voy a poder resistir sin…
Valor, Antoine. ¡Piensa en otra cosa!
Estoy multiplicando por dos, pero no sirve de nada.
¡Entonces piensa que su marido os sorprende!
David llevó las manos hasta los hombros de ella, deshizo con cuidado las cintas de su vestido y empujó hacia abajo. El vestido cayó hasta la cintura, y en sus pechos lechosos, firmes y altos, se marcaron enhiestos los endurecidos pezones. Él los acarició, y luego los besó. Ella gimió con fuerza en sus oídos.
David cayó de rodillas, recorriendo con la lengua el estómago de ella mientras Silv le ayudaba a pasar la lencería blanca deslizándose por sus caderas y hasta el suelo. Enterró la cara en su entrepierna, y las manos de ella se posaron en su nuca para apretarlo contra sí.
—¡David! —gimió Silv—. ¡Es magnífico!
Oh, Silv. Has dicho mi nombre.
Ella le hizo ponerse en pie, con los ojos iluminados por la picardía.
—Hay otra cosa en la que estoy interesada —dijo, y le empujó para hacerle caer sobre la cama.
Riendo, ella le imitó y empezó a desabrocharle los pantalones. Mientras tiraba de los calzones, él se sentó y se quitó la camisa y el chaleco.
Ella le quitó las botas, luego los calzones, y entonces le acarició todo el cuerpo, hasta agarrar la erección de Antoine con las dos manos.
¡Oh, no puedo aguantar más!
¡Sigue contando, sigue contando!
Sesenta y cuatro por dos, ciento veintiocho… ciento veintiocho por dos, doscientos cincuenta y seis…
David la alzó para besarla, notando el cuerpo de ella suave y exquisito contra el suyo. Esto era la vida en toda su complejidad y simplicidad. Amar y compartir…, ¡maldito sea el egoísmo! ¡Hay esperanza!
Se besaron profundamente; las manos de Teresa aún frotaban insistentemente su pene.
—Entra en mí —jadeó ella—. No puedo esperar, no puedo…
Él giró sobre ella, y Silv le acarició amorosamente antes de impulsarle a penetrarla.
Dos mil cuarenta y ocho por dos son cuatro mil noventa y seis…
David se movió en ella lentamente al principio, luego más rápido. La cara de ella cambiaba de forma mientras la observaba, alternando entre la silenciosa pasión llena de práctica de Teresa Tallien y los excitados descubrimientos de Silv.
Y, en cuestión de minutos, acicateado por la excitación de Teresa y la falta de control de Antoine, David sintió las pasiones brotar salvajemente en su interior. Dejó ir su mente, y oyó a Silv gritar de placer desde dentro, no desde fuera. Alcanzaron el clímax con un sacudir de caderas; Teresa saltó de la cama para abrazarse al cuello de Antoine, jadeando cada vez más débilmente mientras él se derrumbaba sobre ella.
Permanecieron tendidos, jadeantes. El cerebro de David, atado al sistema de Antoine, parecía haber estallado hasta hacerse añicos, y David tuvo que retraerse de visiones casi reales de experiencias sexuales primordiales que no eran del todo humanas. Fue un largo camino de vuelta, tanto se había entregado.
Antoine se separó de Teresa y se tendió de espaldas, tratando aún de recuperar el aliento. David le hizo ponerse de lado para mirarla.
—Huau —dijo en voz baja.
—Nunca me había dado cuenta —dijo Teresa, pero él supo que era Silv quien hablaba. Sonrió ampliamente, mostrando sus blancos dientes—. Me mantuvieron apartada de todo un mundo.
David extendió una mano y acarició un pezón erecto.
—Todo un mundo te espera —dijo.
—¡Sí! —Ella lo rodeó exuberantemente con los brazos—. Todo un mundo para nosotros. ¡David, te quiero!
Él se la quedó mirando, contemplando su inocencia. Había aceptado la fe de esta frágil mujer y ahora era su depositario. Una descarga de miedo le atravesó, luego remitió. Ella había dicho que confiaba en él. Y ahora él tenía que ser digno de esa confianza. Podía hacerlo. Lo haría.
—Yo también te quiero —dijo, y en esas palabras estaba la clave de su relación. Libre para amar, era libre para sentir.
Silv se sentó, se llevó las manos al pelo y tiró salvajemente de él.
—¡Soy libre! —gritó, y David advirtió que los dos habían estado encadenados por los mismos miedos. ¿Era así de simple? ¿Era tan fácil la salvación?
Ella se volvió hacia él, con la cara iluminada.
—¡Fue tan… divertido! —dijo en voz alta—. No me extraña que me mantuvieran apartada del sexo en el Sector. No habría hecho otra cosa.
Él reprimió una sonrisa.
—Entonces, ¿debo suponer que te ha gustado?
—¿Gustarme? ¡No puedo creerlo! —ella contempló el cuerpo de Antoine de arriba abajo y frunció el ceño al ver cómo se le había encogido el pene—. ¿Podemos volver a hacerlo pronto? Me encantaría intentarlo de nuevo.
David se colocó las manos tras la cabeza y bostezó.
—Primero deberías dejarme descansar un poquito —dijo tímidamente—. Estas cosas llevan su tiempo.
Ella se volvió para mirarle, y entonces una expresión picara surcó su rostro.
—¿De veras? —dijo, a nadie—. ¿Por qué no?
—¿Qué…? —empezó a decir David, pero Silv ya se había dado la vuelta y bajado los labios hasta su pene. Se lo metió en la boca, y David observó fascinado cómo el joven órgano de Antoine se endurecía rápidamente.
Ah, la exuberancia de la juventud.
Estoy empezando a calentarme, David. Esta vez lo haré sin contar.
Bien, las matemáticas nunca fueron mi asignatura favorita.
Ella chupó durante unos instantes, luego se apartó y contempló triunfal su erección.
—¡Lo conseguí! —chilló, y David empezó a reír; el entusiasmo de Silv era contagioso. Por primera vez en su larga, larguísima vida, ella había aprendido a hacer algo que quería hacer, y ahora las posibilidades no tenían fin.
Excitado nuevamente, David extendió las manos hacia ella y la atrajo hacia sí. Esta vez fueron más despacio, haciendo más tiernos los preliminares, explorándose sensualmente. Y, cuando él se colocó encima de ella, Silv, suavemente pero con firmeza, le tendió de espaldas.
—Déjame encima —dijo, montando sobre él.
—Con mucho gusto —contestó David, observando cómo ella sostenía su pene y se lo introducía.
Silv se meció arriba y abajo lentamente, con los ojos cerrados, gimiendo en voz baja. David contuvo a Antoine, dejando que Silv fijara el ritmo, disfrutando mientras ella saboreaba el momento.
Ella abrió los ojos y le miró.
—Cambia de lugar conmigo —dijo.
—¿Qué?
—Cambia de mente. Me muero por saber cómo es para ti.
—E-espera un momento —dijo David, sintiéndose extraño—. No estoy seguro de que…
—No seas tan tímido —reprendió ella—. Puedes ser todo lo que quieras.
—Dios, he creado un monstruo —dijo él, y entonces acarició la idea—. Puedo hacerlo si tú puedes.
Ella se aplastó contra él, ronroneando.
—Muy bien —dijo, abriendo mucho los ojos—. ¡Hazlo ahora!
David se dejó ir, deslizándose por el placer para alcanzar la corriente temporal. Las imágenes se amontonaron unas sobre otras. Todos los encuentros sexuales que sus genes habían conocido fluyeron hacia atrás en un amasijo confuso, y navegó rápidamente entre ellos buscando a Teresa. En algún momento del tránsito, pasó a Silv que iba en la otra dirección, y sus mentes se fundieron durante un instante como una unidad antes de continuar su camino. Esto era la existencia como David nunca la había conocido. ¿Quién necesitaba la vida? Tenían intelecto y consciencia de ser, humor y comprensión. Eran la esencia del hombre sin sus detrimentos.
De repente, David se encontró mirándose a sí mismo. Al menos, miraba a Antoine, que había sido él con anterioridad. Se aferró a la imagen, sintiendo el pene de Antoine llenándole.
Al principio sintió repulsa: toda una vida de condicionamiento intentó expulsarle como un caballo furioso. Casi se dejó llevar por el pánico, y estuvo a punto de saltar a la corriente.
—¿David? —dijo la voz de Antoine, y David observó el rostro sonriente del hombre.
—Estoy aquí —contestó David, y trató de calmarse—. Esto es muy extraño.
—Recuerda lo que eres —dijo Antoine—. Las inhibiciones no tienen nada que ver contigo.
Hola, David.
Teresa. Puedo sentir tu mente. Eres una buena persona.
Tú también, pero deshazte de tus temores; me estás haciendo perder la sensación.
Lo intentaré.
David hizo un esfuerzo, dejándose llevar del modo que había hecho anteriormente en la psique más familiar de Antoine.
Empezó a aceptar, y luego a disfrutar, de las sensaciones. Era una criatura de entrega que se había abierto de manera literal para tomar la medida de otro cuerpo. Antoine le llenaba, la dulce rendición de su cuerpo al pene del hombre era un ritual de vida tan antiguo como la especie.
Él nunca había comprendido antes lo que siente una mujer, que la pasividad a la intrusión de otro cuerpo era la entrega definitiva. Mientras movía su vagina arriba y abajo por la longitud de aquel magnífico tallo, deteniéndose para hacer contacto clitorial al empujar hacia abajo, sintió la entrega emocional como algo totalmente diferente a las sensaciones sexuales, pero igualmente fuerte. Donde el sexo era conquista y gratificación para el hombre, para la mujer era el ofrecimiento emocional de sí misma a la dominación de otro, su placer no sólo físico, sino atado también al acto primitivo de rendirse a través de la confianza. Comprendió en un instante por qué la violación era un crimen tan horrible. El hecho de que algo tan profundo se arrebatara en vez de ser dado libremente era una negación de todas las cosas humanas, una reafirmación del reverso tenebroso del carácter del hombre.
Sintió la incandescencia extenderse por todo su ser. Como hombre, todo se centraba en el pene como exquisito dolor construido hasta un punto febril. Pero, como mujer, la sensación era total. Todo su cuerpo estaba relacionado, su sistema hervía de excitación.
—Ohhh, David —dijo Silv a través de Antoine—. ¡Ahora comprendo por qué a los hombres les gustan tanto las pistolas!
Antoine bombeaba ahora con fuerza, igualando las sacudidas de Teresa, y, cada vez que sus huesos púbicos se tocaban, un escalofrío recorría la inflamada mente de David. Estaba dando a través del amor, y en la entrega se encontraba la toma.
Era perfecto,
más que perfecto,
total.
El orgasmo le sacudió con oleadas incontrolables. El cuerpo de Teresa se estremeció salvajemente, absorbiendo todo el pene chorreante. David oyó gritar, y se dio cuenta de que el grito brotaba de su boca. Y entonces, a través de destellos blancos, se dio cuenta de que estaba tendido sobre el pecho de Antoine, jadeando entrecortadamente, el pene del hombre encogiéndose lentamente para salir de él centímetro a centímetro.
—Santo Dios Todopoderoso —dijo David en un susurro—. Nunca pensé que pudiera ser así.
—Oh, chico —fue todo lo que Antoine pudo decir—. ¿Cuándo podemos volver a hacerlo?
David se separó de Antoine, empezando a sentirse un poco más consciente.
—Bueno, tú eres quien tiene el aparatito que se levanta —dijo.
Antoine se tendió de lado y se apoyó en un codo.
—¿Cómo te parece que es mejor, estando en un hombre o en una mujer?
—Lo importante es estar vivo —dijo David a través de Teresa—. Todo lo demás es accesorio.