No somos libres de utilizar el hoy, o prometer el mañana, porque ya tenemos hipotecado el ayer.
—Emerson
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Silv, con una mano en la cabeza, sujetando su sombrero nuevo mientras Antoine Arnault tiraba de su brazo libre.
Corrían rápidamente por los amplios rosales de los jardines botánicos, en dirección a los grandes invernaderos que ocupaban la parte occidental de los terrenos, frente al zoo de Geoffroy Saint-Hilaire de la zona este.
—Creo que aquí hay algo que nos ayudará —dijo David, a través de Arnault—. Espera y verás.
El cielo era de un azul brillante, el aire todavía helado de principios de primavera. Rosas blancas y rojas, perfectamente cuidadas y llenas de fragante elegancia, se alzaban por encima de David y, como murallas, definían el camino a los invernaderos. Le recordaron los jardines de Josefina en la Malmaison, donde había magníficos setos de rosas dispuestos a la antigua para formar laberintos.
David estaba hoy de un humor aceptable. El tiempo pasado como niño de tres años había empezado a llenar muchos espacios en blanco en la historia de su vida. Silv le había dicho que la realidad era lo que él quisiera hacer de ella, y hoy hacía algo bueno. Comprender su infancia le ayudaba a comprender su edad adulta, y en eso encontraba esperanza. Si no podía encontrar respuestas para los motivos de las cosas, al menos hacía progresos para comprenderse a sí mismo.
Los invernaderos eran unos grandes edificios con altos tejados de cristal, y tenían un ambiente prístino y tecnocrático. Una manifestación física del pensamiento del siglo dieciocho. David hizo que Silv atravesara la puerta del edificio rotulada tesoros exóticos, y la temperatura en el interior les hizo sudar inmediatamente.
Los olores eran abrumadores. Olores dulces, casi demasiado, parecían fluir por la cerrada habitación en capas invisibles. Plantas en flor dispuestas en grandes maceteros se acumulaban en una confusión aparentemente aleatoria. Pero había una lógica. Las plantas estaban colocadas de forma geográfica, y luego se las refería a plantas de la misma familia general.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Teresa—. No puedo ayudarte hasta que lo sepa.
—Una planta —dijo David, frunciendo el ceño ante la cara risueña de Silv—. Creo que Savigny la hizo traer de Egipto. Apuesto a que está por aquí.
Silv señaló a un hombrecillo vestido con una bata blanca al otro lado del invernadero.
—Tal vez él pueda ayudarnos.
—No —dijo David, y recorrió rápidamente el gran pasillo central, volviendo la cabeza a un lado y a otro mientras caminaba. Silv se apresuró para darle alcance, el rostro sofocado ya, una fina película de transpiración resbalando por su pecho casi desnudo—. Para lo que vamos a hacer, no necesitamos ninguna ayuda. Ah…, ahí está.
Señaló un pasillo que se separaba de la rama principal y se internó en una jungla tropical de mullidas plantas con grandes hojas que se extendían sobre el camino.
La sección egipcia estaba en el fondo de la jungla de plantas caucheras, totalmente oculta al resto del edificio. David la examinó rápidamente, mientras Silv le observaba perpleja. Sonrió al nenúfar azul por el que tanto se había excitado Savigny en El Cairo, y entonces se detuvo y tomó aire.
—Aquí está —dijo en voz baja, y se inclinó ligeramente para estudiar una pequeña hierba de aspecto flacucho que crecía profusamente entre hermosas plantas cubiertas de flores.
Silv se inclinó para estudiarla con él.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Él sonrió.
—Esto debería resultar interesante para un químico. Es un notable ejemplar de lo que llamamos Rauwolfia serpentina.
La cara de ella se iluminó.
—El derivado ataráctico.
—Originariamente procede de la India, pero la expedición la encontró en Egipto —dijo David—. La gente de allí la mastica para tranquilizarse.
—¿Te das cuenta de que es la fuente original para todos los tranquilizantes? —preguntó Silv.
—Apuesta a que sí —dijo David, y arrancó un puñado de la maceta—. De hecho, los franceses inventaron la torazina a causa de esta pequeña planta. Para Savigny, sin embargo, no fue nada comparada con su nenúfar. Sólo la incluyó porque yo se lo comenté.
David arrancó un poco más de hierba del negro suelo y se la metió en el bolsillo de su levita. Se limpió las manos.
—Vámonos de aquí.
Se puso en marcha. Silv le siguió.
—No comprendo. ¿Quieres dársela a Hersh?
—Tonterías —respondió él, por encima del hombro—. Hersh está en tu laboratorio, en el futuro. Quiero dársela a Napoleón para que deje a Hersh a solas el tiempo suficiente como para poder aplicarle una terapia.
Atravesaron rápidamente el invernadero y volvieron a salir al aire helado. El brusco cambio de temperatura hizo tiritar a Teresa, que se apretujó contra Antoine en busca de calor. Él se quitó la levita y se la echó por encima de los hombros; luego la atrajo hacia sí, sujetándola mientras caminaban.
David empezaba a tener dificultades para separar sus sentimientos hacia Silv de los de Antoine hacia Teresa. Sabía dos cosas: se sentía cómodo cerca de la mujer que se apretujaba contra él, y se había sentido ansioso por regresar de sus viajes junto a ella.
Se inclinó y la besó tras la oreja.
—No —susurró ella; su cuerpo se tensó físicamente en su abrazo. David pudo sentir su rechazo y su excitación al mismo tiempo, y le desesperó que siempre fuera así.
—Sólo…
—Por favor, David —dijo ella, con ojos brillantes—. No hablemos de eso ahora.
Se separó de él, más cálida ahora, y al cabo de un instante le devolvió su levita violeta. Caminaron por entre los rosales en medio de un embarazoso silencio. David finalmente lo rompió porque no estaba dispuesto a deprimirse de nuevo.
—Creo que ahora puedo hacer rápidos progresos con Hersh —dijo, y ella se animó, pues tampoco quería que el ambiente entre ellos siguiera siendo sombrío.
—Has cambiado desde que te llevamos anoche a la cama —dijo ella—. ¿Qué ha sucedido?
—Fui hacia atrás, como sugeriste —respondió él, y una pequeña sonrisa asomó entre los labios de ella—. Vi algunos momentos importantes de mi juventud, y mi formación psiquiátrica llenó los espacios en blanco. Considerando las contradicciones que me inculcó mi madre, no es extraño que tratara a las mujeres como lo hice. Se me ha ocurrido que, si pudiéramos hacer lo mismo con Hersh, podríamos superar el condicionamiento negativo de su educación.
Ella se encrespó un poco por el término «condicionamiento negativo», pero lo dejó correr rápidamente.
—Hoy, esto es importante para ti —dijo en cambio.
Era un término que decía mucho más de lo que implicaba.
Habían llegado al zoo, y los sonidos de la gran jaula de aves se hicieron fuertes y broncos. Los olores también cambiaron; el hedor a excrementos de animales gravitaba pesadamente en el aire. David se preguntó si utilizarían los detritos de los animales como fertilizante para los jardines.
Recorrieron los senderos del zoo, donde grandes multitudes de desocupados caminaban lentamente, hablando despacio, observando despacio…, matando el tiempo. El tiempo.
—Puedo ayudar a Hersh —dijo David mientras se detenían a contemplar los leones africanos—. Es mi trabajo, mi vida. Puedo ayudarme a mí mismo; ésa es mi cruzada. Puedo continuar existiendo; ésa es mi maldición. —Se dio la vuelta y la miró—. Puedo buscar la paz mental…, ésa es mi necesidad.
Hubo dolor en el rostro de ella mientras trataba de compartir sus ojos tan profundamente como fuera posible.
—Comprendo —dijo simplemente, y luego lanzó las siguientes palabras—. He recibido una carta de Jean.
Él se sobresaltó.
—¿Tu marido…, ejem, el marido de Teresa?
Ella asintió.
—Entonces, ¿llega correo de Egipto?
—Llegan más cosas, muchas más.
Su voz se apagó, y de pronto se dio la vuelta y empezó a caminar muy rápido. David la observó confuso durante un segundo, y luego sintió el temor de Antoine en su interior. La siguió presuroso, abriéndose camino entre la gente.
La alcanzó cuando subía al carruaje que habían alquilado para que los trajera aquí. Éste se hallaba en una larga fila de carruajes que se extendía sobre el empedrado de la rue de Madeline. La gente merendaba en los terrenos de alrededor; veteranos de guerra pedían limosna en las cercanías. Más allá, la silueta de París se imponía sobre la belleza rústica de los jardines.
Él subió tras ella al carruaje y se sentó en el banco de cuero.
—¿Qué pasa? —preguntó; entonces salió disparado hacia ella cuando el carruaje se puso en marcha con una sacudida.
—Va a regresar —dijo ella, secándose los ojos con un pañuelo de encaje perfumado—. Probablemente dentro de un par de meses.
¡No, esto no es justo!
Antoine, yo…
¡No! No tenéis derecho a mantenernos separados.
—¿Qué vas a hacer?
—No sé lo que voy a hacer —dijo ella, con la voz cargada de frustración—. Creo que no podré esconderme de él. Querrá intimidad. Querrá… sexo. Y, para complicar las cosas, me parece que Teresa no se siente más feliz por todo esto que yo.
—Hay cosas peores en el mundo que el sexo, Silv —dijo David, y se sintió inmediatamente estúpido.
—Mis funciones corporales no te importan —dijo ella, tratando de parecer brusca pero sin dejar de parecer asustada.
—¿Y Teresa no te importa? —oyó David decir a Antoine, cuya furia le permitía escapar momentáneamente de su control.
—¡Eso es! —dijo Teresa, y entonces su mano se dirigió a su boca, y sus ojos se abrieron mucho, asustados. La mujer inclinó la cabeza y se llevó una mano a la sien. Un momento después, miró a David.
—Teresa quiere hablar —dijo Silv.
—Antoine también —replicó David—. Tienen derechos, ya sabes.
Silv asintió.
—Estoy acostumbrada a que las cosas estén en su sitio. Este tipo de cosas…
—Tienen derechos —repitió David—. Me dijiste que vivías dentro de Teresa con su permiso.
—Así es —dijo Teresa—. Me siento bien con Silv. Al estar con ella, comprendo muchas cosas…, pero debe dejar de controlar mi cuerpo.
Su cara quedó en blanco durante un segundo, y luego habló Silv.
—Esto no es justo —dijo—. ¿Hasta qué punto los sentimientos que fluyen entre Antoine y Teresa están causados por nuestra presencia?
—¿Estás diciendo que los sentimientos existen entre tú y yo, y que los otros dos son circunstanciales? —preguntó David.
—No he dicho nada de eso —exclamó Silv.
—Amo a Teresa —dijo Antoine, y David se retiró un poco para dejarle hablar con libertad—. No tenéis derecho a mantenernos separados. Si tanto te molesta, dejadnos a solas. Entonces verás si nos queremos o no.
—No es tan fácil —dijo Silv—. No sabéis qué fuerzas operan en vosotros. ¿No podéis dejar las cosas tal como están por ahora? Os dejaremos pronto.
—¿Cuándo? —preguntó Antoine.
¿Lo dices en serio?
No me presiones, David.
—Bien, sé qué fuerzas operan en mí —dijo Teresa—. Me has mantenido célibe durante muchos meses y me estoy volviendo loca. Mi cuerpo arde. Ya has oído a Antoine. Me ama, y yo le amo a él. Queremos consumar nuestro amor, y no es asunto tuyo.
—Eso sólo complicará más las cosas —dijo Silv.
—No nos importan las complicaciones —dijo Antoine—. Somos humanos. Vivimos de complicaciones.
La observación aguijoneó a David, sus implicaciones cortaron profundamente.
—Esto es una locura —dijo Silv, sacudiendo la cabeza de Teresa—. David, hazles entrar en razón…
—No hay ninguna razón, Silv, y tú lo sabes —replicó David—. No tenemos derecho a controlar sus cuerpos contra su voluntad.
—Pero ¿no puedes explicarles el horrible error que es esto?
David se la quedó mirando, maravillándose del miedo que contorneaba sus rasgos.
—¿Qué es eso tan horrible? —preguntó—. Seré completamente sincero: mis sentimientos también están implicados.
—La química corporal te afecta.
—No —respondió él—. Mi cuerpo ni siquiera está aquí. Tengo sentimientos, Silv. Creo que se refieren a ti. Mi mente, tu mente. Quiero hacer el amor contigo, seas cual seas a quien estoy hablando realmente. Los sentimientos son abrumadores.
—No es cierto —dijo Silv—. Puedes controlarlos.
—¿Por qué?
—Porque no está bien, es…
—¿Es qué, Silv?
David la miró. El carruaje llegaba a las afueras de París. Las chozas y chabolas de los pobres eran un reflejo exterior de las auténticas razones de la Revolución. Continuó:
—Sé que en tu época te has vuelto vieja. Tal vez has dejado que tu mente envejezca también. Por favor, recuerda cuando fuiste joven y el mundo no era para ti más que amor. Tu mente aún puede ser igual de joven; sólo el cuerpo tiene que envejecer. Recuerda cómo es hacer el amor, la última vez que…
—No hubo última vez —dijo Silv en voz baja.
—¿Qué?
Ella miró al suelo, incapaz de alzar la cabeza y enfrentarse a sus ojos.
—Fui elegida como especial por mi pueblo cuando era muy joven. Nunca… nunca…
—Eres virgen —dijo Antoine, y su voz fue apenas un susurro.
—Oh, Silv —dijo David, y le cogió las manos entre las suyas—. Eres tan frágil… —sujetó su barbilla y la obligó a mirarle a los ojos—. Tienes miedo, eso es todo.
—Naturalmente que tengo miedo.
—No tienes por qué. Yo nunca te haría daño.
—Has dicho lo mismo a otras.
Él asintió y se sentó junto a ella.
—Me lo merecía —dijo—. Pero estoy cambiando. Puedo sentirlo. No soy la misma persona que conociste en el hospital aquella noche.
—¿Qué derecho tenemos a hablar de amor, David? Estamos muertos.
Él la rodeó con un brazo.
—Tú eres quien me dijo que estábamos vivos. Si vivimos, tenemos derecho al amor. ¿Me amas?
—Nunca ha habido nada más que el deber antes. No sé lo que siento. Sólo sé que quiero estar contigo.
Él la hizo mirarle; el temor en sus ojos hizo brotar su sentimiento protector. Cogió su cara entre sus manos y acercó a los suyos los temblorosos labios de ella.
—Me has enseñado a no tener miedo. Deja que yo te enseñe.
—Oh, David. Soy una anciana. Me siento tan estúpida, yo…
Él atrajo sus labios hasta los suyos, conteniendo la urgencia que tanto Antoine como Teresa trataban de inyectar. Ella tembló entre sus manos, y el beso se volvió más intenso cuando sus labios se abrieron para aceptar su lengua exploradora. A través de las sensaciones del joven cuerpo de Antoine, David dejó que su propia mente vagara con los sentimientos. Se dejó ir aún más, permitiendo a Antoine tomar control de la situación mientras él simplemente disfrutaba.
Sus brazos la rodearon, atrayéndola más, más, y sus cuerpos se unieron como si fueran uno. La mano de Antoine corrió por su espalda, regocijándose en la plenitud de sus nalgas, y Teresa gimió, apretándose más contra él y abriendo las piernas. La mano de él se dirigió hacia su entrepierna, abriéndose camino entre las faldas, y luego bajo ellas hacia sus muslos enfundados en las medias.
—¡No! —Silv se envaró y se separó de él. Apartó la mano de Teresa del cinturón que desesperadamente trataba de abrir.
David, reluctante, tomó control de Antoine y se apartó de la mujer. Se dirigió al otro asiento. Las manos de ella temblaban cuando se las llevó a la cara y se echó a llorar.
—Y-yo, lo siento —gimió—. Quise hacerlo…, pero n-no pude… —sollozó con más fuerza—. ¡Nunca seré libre, nunca!
—Tu condicionamiento es tan fuerte como el de Hersh —dijo David, obligando a su voz a adoptar una calma que el cuerpo de Antoine no sentía—. No te preocupes por eso, querida Silv… —se inclinó hacia delante y le separó las manos de la cara. Besó cada una de las húmedas palmas—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
—Pero nuestros anfitriones no.
—Está bien —oyó decir David a Antoine, con la voz ahogada por la emoción—. Viviremos día a día.
—Hasta que regrese Jean —dijo Teresa, y suspiró con fuerza.
Napoleón Bonaparte estudió la hierba que David le había colocado en la mano.
—No creo mucho en medicinas —dijo—. El cuerpo es su propio curador, el aire fresco el curativo.
El Primer Cónsul iba vestido para el trabajo con pantalones de cachemira y una camisa de lino, una corbata de muselina y la levita simple de coronel de los Chasseurs, verde oscuro con botones dorados y cuello escarlata.
—Esto no es una medicina —replicó David—. Es un experimento psiquiátrico diseñado para ayudar a la terapia de Hersh.
—Bah, farfullas como Pinel, el médico de los locos de Charenton.
Napoleón y Antoine se hallaban en el estudio del Primer Cónsul en las Tullerías; las ventanas estaban abiertas de par en par, por lo que las cortinas se agitaban con la brisa, que había perdido su frío mañanero. Napoleón caminaba de un lado para otro, dictando a uno de sus secretarios.
—Pinel trata a los locos como pacientes en vez de como a cosas raras —dijo David—. Está considerado el precursor de Freud.
Napoleón frunció el ceño y se dirigió a su escritorio; cogió un ejemplar de un libro que había allí. Regresó junto a David, que se encontraba en el centro de la suite compuesta de ocho habitaciones de oficinas y estancias, y le tendió el libro.
—¿Has visto esto antes? —preguntó.
Antoine leyó el título: De la Literatura considerada en su relación con las Instituciones Sociales. Sonrió.
—El tratado de Madame de Staél que habla sobre la evolución del espíritu humano —dijo—. Lo he leído y me gustó mucho.
—El culto al individuo —escupió Napoleón—. Tonterías inútiles, como tu amigo Pinel, y Burke, y el resto de los ideólogos. Voy a hacer que lo prohíban.
—Pero… ¿por qué? —preguntó David.
Bonaparte le quitó el libro de las manos y se lo arrojó a su secretario, Fain, que lo esquivó y luego lo recogió servilmente, como si debiera haber aceptado el golpe.
—Llévaselo a Fontanes —dijo Napoleón—. Dile que lo condene. —Volvió su atención hacia David mientras el secretario huía con el grueso volumen—. ¿Por qué, preguntas? Porque la gente es la misma, siempre ha sido la misma, y siempre será la misma. Esas teorías sociales son fútiles polémicas que simplemente interfieren con mi política. La gente necesita ser controlada, gobernada. El arte del gobierno es hacer que la gente se sienta razonablemente feliz dándoles lo que quieren y obteniendo de ellos lo que puedas.
—¿Qué hay de la libertad? —preguntó David, atrayéndole a su terreno.
—Es sólo una palabra. Los hombres son como las cifras: adquieren valor por su posición en el número. Mi trabajo es darles a todos una oportunidad de conseguir esa posición para asegurarme de su docilidad. Los hombres se mueven sólo a dos niveles: el miedo y el propio interés.
—¿Quién habla? —preguntó David—. ¿Quién influye a quién? Hersh no ha conocido nada más que el tipo de control skinneriano del que hablas, y sin embargo eso no le ha vuelto «razonablemente feliz».
Napoleón le miró con aspecto sombrío.
—Hersh espera al fondo —dijo—. Soy capaz de mis propios pensamientos. Estoy tratando de construir una nación de la nada, y él sigue obligándome a hacer la guerra en Italia.
—¿Por qué?
—Teme esta parte —dijo Bonaparte—. No sabe nada de construir, sólo de destruir. Mi control le irrita.
—Tal vez yo pueda ayudar —dijo David, y se dirigió a un pequeño diván dispuesto para las visitas. Se sentó—. Háblame, Hersh.
Napoleón se sentó en una silla de respaldo alto cerca de David; sus ojos no perdieron nada de su sombrío poder.
—Me siento perdido —dijo Hersh, con voz más débil, llevándose una mano a la sien—. Vine por el poder, pero ahora sólo estoy confuso. Éste es mi sueño, pero no puedo controlarlo. ¿Qué me pasa?
—Has perdido la visión, Hersh, de quién eres y de lo que eres —dijo David—. Estoy aquí para ayudarte, si quieres.
—¿Cómo lo harás?
David señaló la hierba que Napoleón aún sostenía en su puño.
—Con la ayuda de tu anfitrión y esta hierba, vas a volver a algunas de tus primeras experiencias, y entonces hablaremos de ellas. Se llama «nombrar tus demonios». Cuando podemos comprender por qué hacemos las cosas, hemos dado un gran paso hacia la comprensión y el manejo de nuestros problemas. ¿Estás dispuesto a aprovechar esa oportunidad conmigo?
El hombre se frotó la cara y miró la planta que tenía en la mano.
—Esto será bueno para ambos —dijo David, en beneficio de Napoleón.
—No me gusta comer cosas si no sé lo que son —dijo Napoleón—. ¿Me garantizas resultados si tomo esto?
—No hay garantías en nada —replicó David—. En mi oficio, como en la guerra, las cosas avanzan sobre la marcha. Algunas cosas funcionan, otras no. No hay reglas duras y rápidas. Escribimos el libro mientras avanzamos.
Napoleón estudió la planta con atención, luego la olió.
—¿No me hará daño?
David negó con la cabeza.
—¿Qué crees tú?
En respuesta, Napoleón hizo una mueca y cerró los ojos. Se metió la planta en la boca y masticó tentativamente.
—Es amarga —dijo.
—Eso se supone; come.
David contempló al hombre. La idea de la droga se le había ocurrido porque le resultaba difícil separar las dos personalidades. Hersh vivía una fantasía, así que, cada vez que disputaba el control sobre la personalidad más fuerte, tendía a escabullirse hacia dentro y perderse en Bonaparte, que usaba ese conocimiento para controlar a Hersh de un millar de formas distintas. Suministraba a Hersh información falsa, o pensaba en direcciones absurdas en momentos críticos. Si Hersh debía sobrevivir, tendría que conocer su propia mente, su propia entidad. Y la supervivencia de los náufragos de la corriente temporal se había vuelto muy importante para David. Ya que no tenía nada más, se aferraba a su nueva vida.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Napoleón, con los ojos todavía cerrados, había apoyado la cabeza en la silla. Aún masticaba, pero despacio, pensativamente.
—Tengo la boca entumecida —dijo, soñoliento—, y experimento una especie de sensación flotante…, no del todo desagradable.
—Bien —dijo David, tranquilizándolo—. Relájate y déjate llevar por las sensaciones. Si sientes ansiedad, dímelo y hablaremos, ¿de acuerdo?
—¿Puedo confiar en ti, David Wolf?
—Ya deberías conocerme.
—Conozco a muchos hombres, y tendrían que ser unos pícaros excepcionales para ser tan malos como supongo que son.
—Te estás proyectando —dijo David—. Confía en mí.
—Hasta cierto punto, lo haré.
Permanecieron un momento en silencio; el único sonido eran los papeles de la mesa agitados por la cálida brisa.
—¿Hersh? —preguntó David suavemente.
—Sí —dijo el hombre.
—Tú y yo nunca hemos trabajado bien juntos porque nunca has aceptado el hecho de que tienes un problema —dijo David, sentándose en el borde del sofá e inclinándose hacia delante—. Ahora que quieres ayuda, tú y yo intentaremos y conseguiremos deshacer este lío juntos. Voy a decirte lo que haré y por qué.
»La piedra angular de toda la psiquiatría reside en la comprensión de la conducta adolescente y su proyección sobre los sucesos posteriores. La manera habitual de conseguir este conocimiento es tediosa y laboriosa, y si se consigue es a través de largas horas de pensamiento asociativo.
»Creo que tenemos un modo de evitar esas largas horas. Con la droga de Silv, puedes regresar a tu infancia cuando quieras y estudiar su contenido con la perspectiva de la realidad total. Conmigo para ayudarte a interpretar esos hechos, podemos llegar a la verdad en relativamente poco tiempo. Conseguido eso, entonces podemos esperar averiguar de qué huyes.
—¿Es eso lo que estoy haciendo… huir?
—Es una forma de hablar —dijo David; tuvo la impresión de que Napoleón estaba casi dormido—. Creo que algo dramático en tu vida ha causado tu conducta violenta y tu huida a otra realidad.
—Tú también estás aquí.
—Estoy muerto. No tengo otro sitio donde ir.
—¿Adónde quieres enviarme?
—Antes de que nacieras, Hersh. Quiero que te concentres en tu madre…, en la relación de tu madre con tu padre.
—Pero, yo…
—Es el único medio.
—Sí.
Hubo un segundo de silencio antes de que Hersh gimiera con fuerza; luego se sentó, los ojos fijos y desorbitados. Miró a David. Había algo de otro mundo grabado en su cara.
—¿Qué ha pasado? —preguntó David.
Hersh tomó aliento, con la cara dolorida, y empezó a hablar…
Bert'a se hallaba ante el largo mostrador de acero y trataba de escuchar atentamente las preguntas que le formulaba el hombre de la túnica verde.
—¿…consciente de que, cualquiera que sea el resultado de este acuerdo, será propiedad del Sector?
—Yo… no comprendo —dijo Bert'a.
El hombre suspiró con fuerza y la miró con sus ojos oscuros antes de teclear algo en el ordenador que tenía ante sí.
—Simplemente le estoy diciendo que, si tiene un hijo, no lo conservará. Bien. ¿Comprende y está de acuerdo?
—Sí —dijo Bert'a.
—Bien. ¿Clasificación laboral?
—Marrón-4 —dijo Bert'a.
—¿Estatus actual?
—¿Perdón?
—Dónde trabaja ahora.
—Empleada…, servicios alimenticios.
El hombre asintió, con los ojos fijos en la pantalla. Tenía la capucha baja, dejando al descubierto los enmarañados amasijos de su pelo rojizo.
—Necesito su tarjeta de Clase Vital y su carta basal.
Bert'a colocó su bolsito en el mostrador, rebuscó su tarjeta de Clase y la tendió, orgullosa. Aunque no era más que una Marrón, era una Marrón con capacidad adquisitiva y, además, el Marrón estaba siempre por encima del Púrpura.
El hombre tomó la tarjeta y tecleó algo más.
—Carta basal —dijo.
Ella rebuscó en el bolsito y finalmente sacó el pequeño gráfico de ordenador cuyas líneas interconectadas decían de algún modo que era fértil.
El hombre de verde recogió la información y luego le devolvió el gráfico.
—Debe acudir aquí hoy y los siguientes cuatro días seguidos. ¿Comprende?
—Sí —dijo Bert'a ansiosamente, sintiendo que la entrevista casi había terminado.
El hombre gruñó, le acercó una plantilla a la cabeza y recitó de memoria:
—A cambio de su cooperación en esta empresa, el Sector aceptará toda la responsabilidad de su mantenimiento si queda embarazada. No tendrá que trabajar durante el período de su embarazo, y después, durante trescientos días, recibirá un estipendio mensual que no excederá a su salario mensual actual para que lo use como desee. Si está de acuerdo con los términos y condiciones mencionados, coloque su dedo en la placa.
Bert'a tendió la mano sin vacilar y selló el trato con su huella.
—Hecho —dijo el hombre, y alzó una sección del mostrador para permitirle el paso.
Ella así lo hizo, mirando triunfante a las otras mujeres que aguardaban su turno en la sala de espera. El hombre señaló la puerta que tenía detrás.
—Pase por esa puerta —dijo—, y diríjase a los cubículos abiertos. Escoja los que quiera. En días sucesivos, puede escoger otros. O puede escoger tantos como escoja hoy. —Le tendió un pequeño anillo rojo—. Póngaselo, y la dejaré pasar el resto de la semana.
—Gracias —dijo Bert'a; el hombre se encogió de hombros.
Sintió que se llenaba de excitación cuando dirigió la mano hacia el pomo de la puerta.
—Y, señorita… —dijo el hombre.
Ella se volvió.
—¿Sí?
—No pierda el anillo.
—No, señor.
Bert'a atravesó la puerta con aire de supremacía. Durante toda su vida nadie le había prestado atención porque era una Marrón. Pero aquí…, aquí era especial. Aquí hacía algo importante para el Sector, algo que muy pocas personas podían hacer. No estaba segura de por qué elegían a las Marrones para este trabajo, y tampoco le importaba. Iba a ser mimada, cuidada, como si fuera una Blanca o incluso una Azul. Y todo lo que tenía que hacer era pasárselo bien.
Entró en un oscuro pasillo excavado directamente en la roca, cuyo aire estaba lleno de humo perfumado. Pequeñas grutas parecían haber sido talladas en la superficie de la roca a ambos lados del pasillo; la luz difusa que brotaba de ellas se perdía en el oscuro pasillo
Caminó despacio, dejando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. La primera gruta ante la que pasó tenía una cortina cubriendo la entrada. Pudo oír que del interior brotaban suaves gemidos.
Continuó avanzando y vio la gruta al otro lado. Dentro de la habitación sin rasgos distintivos había una sola cama y una mesita para la vela. Había un hombre desnudo en la cama, haciendo una cesta con un trozo de cáñamo, concentrado en su tarea.
Bert'a se sobresaltó cuando lo vio. Era hermoso: el rostro suave e inocente, el cuerpo esbelto, los músculos tensos. Maylor le había hablado de los hombres, pero de algún modo no esperaba que fueran tan excepcionales.
El hombre se dio cuenta de que Bert'a le miraba y volvió hacia ella sus ojos marrones. Sonrió, luego se cogió el pene con la mano y empezó a masturbarse, sin dejar de mirarla a los ojos. Ella podría haberse decidido a entrar, pero le pareció una tontería. El pasillo era muy largo, y las posibilidades interminables. Sería una estupidez meterse en la primera cama que viera. Además, siempre podía volver.
Se dio la vuelta y continuó andando. Dejó atrás otros diez cubículos antes de reducir el paso. Cada uno de los hombres era tan hermoso como el primero que había visto, todos igual de bien desarrollados y musculosos…, hacer una elección lógica era casi imposible. Podría haber elegido a cualquiera. La siguiente habitación contenía a un hombre rubio de unos veinte años. Tenía los ojos azules, y sus bíceps eran tan sólidos como las paredes de roca que le rodeaban.
Cuando la vio, dijo:
—¿Vienes a mí?
—Sí —respondió ella, y entró en la habitación.
—Hermosa muchacha —dijo él, poniéndose en pie. Cerró la cortina y se volvió hacia Bert'a.
Ella se acercó a él y se encogió de hombros.
—¿Y ahora qué?
Él pareció perplejo.
—Follar —dijo, y extendió la mano para quitarle la túnica marrón pasándosela por encima de la cabeza. Le sonrió, y luego contempló su cuerpo y empezó a masturbarse para conseguir una erección.
Tras cogerla de la mano, la guió a la cama. Su cuerpo era suave y sin cicatriz alguna, excepto una marca de nacimiento en forma de media luna en la parte exterior de su muslo izquierdo.
Se subió a la cama y la tendió junto a él. Inmediatemente, trató de montarse encima.
—Espera un momento —dijo ella, apartándose—. Ni siquiera sé tu nombre.
La cara del hombre adquirió una expresión infantil de dolor, y ella advirtió que era probablemente un Púrpura y al menos parcialmente retardado. Bueno, no importaba.
—Yo soy Bert'a —dijo ella.
Él se señaló a sí mismo.
—Mac. —Luego hizo un gesto expansivo—. Todo el mundo Mac.
—¿C-cómo acabaste aquí?
Mac se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
Oh, bueno, de todas formas ella no había venido aquí para charlar. Dejó que sus ojos recorrieran todo su cuerpo, moviendo la mano a la par. Sus músculos eran sorprendentes. Seguro que tenía que emplear varias horas al día para conservarse en esa forma física.
Contempló su erección, su enorme pene, el glande púrpura agitándose. Extendió una mano y recorrió arriba y abajo el duro tallo. Él se enderezó de un salto y le apartó la mano.
—Fuera no…, debe ser dentro de ti.
Con eso, la tendió en la cama, le colocó las piernas por encima de sus hombros y entró en ella. Bert'a estaba seca, y la penetración la lastimó, pero trató de hacerle cobrar ritmo. Él no tenía conocimiento alguno de los hábitos sexuales. Inmediatamente después de penetrarla, empezó a bombear como una máquina, muy rápidamente, y en cuestión de treinta segundos se vació. Se separó de ella y se tendió de lado. Al momento se quedó dormido, la respiración regular e inocente.
Bert'a se puso en pie y volvió a vestirse, sabiendo de algún modo que ya estaba embarazada. Se acabó. No era extraño que Maylor no hubiera contado maravillas. Bueno, de todas formas, aún tenía nueve meses por delante.
—… nunca volví a ver a mi padre —dijo Hersh, y los rasgos clásicos de Napoleón se entristecieron—. Ella nunca me vio cuando nací. El Sector me tomó y me puso en los túneles de aislamiento.
—De modo que te prepararon para los militares.
—Me prepararon —dijo Hersh—. Qué palabras usas. Fui criado, David, criado. Como una mula de carga, fui el producto de idiotas, y se esperaba que también yo fuera un idiota.
—Querían gente que pudieran seguir órdenes sin hacer preguntas.
Hersh se sentó, envarado, y abrió el puño.
—No sabes cómo es la guerra en los Sectores —dijo—. Querían carne…, carne a la que poder matar y que pudiera morir sin ninguna pérdida para el Sector.
David se arrellanó, pensativo.
—Me intriga tu padre, yo…
—¡No! —dijo Hersh, y se puso en pie bruscamente, los ojos aún pesados por efecto de la droga—. Basta ya. No volveré a pensar en esto. —Cerró los puños, lleno de rabia—. No puedo seguir con esto…, no puedo.
De una patada, Hersh apartó una mesita de su camino y se dirigió a la puerta.
—¿Adónde vas? —preguntó David.
—¡A Italia! —gritó el hombre, y se marchó.
David se incorporó lentamente y se acercó a la ventana. Fuera, los carruajes iban y venían por el amplio patio; los mensajeros corrían o cabalgaban mientras los militares, todos jóvenes, caminaban en pequeños grupos, discutiendo la formación de un nuevo país. Todo esto en reacción a los juegos de poder del hombre más perturbado que David había conocido.
Había perdido a Hersh por ahora. Se entristeció al pensar que tal vez no volvería a recuperarlo.