David manejaba su propio cuerpo de tres años como quería, usando la inocencia de su misma juventud como un trampolín para comprenderse mejor. Ahora no le importaba coger al niño por completo, pues había descubierto, la última vez, que los niños viven de todas formas en un mundo de completa fantasía. La fantasía del conocimiento de David era sólo otro maravilloso misterio para Davy, y la obsesión del niño por la muerte podía haber brotado de ese misterio, haciendo de David Wolf el hombre hecho a sí mismo definitivo.

—Tengo hambre —dijo, mirando a los profundos ojos azules de su madre mientras ella se movía por la cocina, limpiando.

—¿Te gustaría una manzana, Davy? —preguntó ella dulcemente, inclinándose para acariciarle la cara.

—¿Tú… me la cortarás?

—Claro.

La observó coger una manzana del alféizar y lavarla en el fregadero. Hoy le pasaba algo. Sus ojos parecían más profundos, su rostro menos relajado, menos hermoso. David supo que sucedería algo. Ella había hecho un par de visitas al médico de cabecera, dejándole a él en la sala de espera contemplando las caras inexpresivas de las personas que se sentaban en las sillas que rodeaban las paredes de cemento.

Ella había llorado ayer, y discutió con su padre por la noche. Hoy estaba extrañamente silenciosa, y su mente trabajaba laboriosamente a través de alguna especie de proceso de pensamiento. David sentía que algo estaba a punto de ocurrir.

—Una manzana para Davy —dijo, sosteniendo las dos mitades en la palma de la mano.

David intentó coger la manzana, y ella retiró la mano. El juego de costumbre. Lo intentó otra vez, y ella volvió a retirarla. Su madre se arrodilló y le miró a los ojos.

—Mamá quiere mucho a Davy —dijo.

—Tengo hambre, mamá.

—¿Sabe Davy de dónde viene la comida?

—De ti, mamá.

—Eso es. Si yo no te diera la comida, te morirías de hambre. Yo soy la que hace esto por ti. ¿Me quieres?

Él le pasó los bracitos alrededor del cuello.

—Te quiero —dijo.

Ella le besó en la mejilla y lo atrajo hacia sí.

—Yo también te quiero, cariñín.

Él la soltó y ella le dio la manzana.

—No lo olvides nunca —dijo, y se puso en pie.

Los dos se volvieron hacia el salón tras oír la llave en la cerradura. Su madre se envaró y sus músculos faciales se tensaron.

—¡Naomi! —llamó desde la puerta la voz de su padre—. ¡Cariño!

—Tengo que hablar con papá —dijo ella, casi mecánicamente—. Juega como un niño bueno.

Con eso, salió de la cocinita y se dirigió al salón. David corrió al frigorífico y puso allí la manzana.

¡Tengo hambre!

Dentro de un momento, Davy.

Recorrió el pasillo en dirección al dormitorio. Sus padres discutían todas las cosas importantes en el dormitorio, el único lugar en el que Naomi se sentía superior. Se cayó una vez cerca de la puerta, pero consiguió incorporarse y llegar al cuarto antes de que ellos empezaran a recorrer el pasillo.

La puerta corredera del armario estaba parcialmente abierta. Se introdujo dentro y se encogió en el rincón. Olía a humano allí dentro, parcialmente a perfume, parcialmente a sudor. Se estaba cómodo, como en una crisálida o un tanque de aislamiento. David Wolf se sentó más quieto de lo que ningún niño de tres años podría hacerlo, y esperó.

Había esperado dos meses este instante. Lo había sentido crearse silenciosa e intensamente desde hacía tiempo. El Destino de todo aquello era abrumador. Había llegado al punto en que podía experimentar literalmente el Sino en acción y saber cuándo se escapaba de las manos. Esto llevaba meses acumulándose.

Durante los dos meses pasados en el cuerpo del niño, llegó a comprender mucho sobre sí mismo y la fuente de sus problemas. Había llegado a considerar a su padre como un hombre amable y educado, dispuesto a hacer cualquier cosa por la mujer que amaba, pero prisionero de su sexo. Naomi utilizaba el sexo para manipular a todo lo que tenía alrededor, y ridiculizaba constantemente a Sonny acostándose con sus amigos y diciéndoselo luego. Estaba indefenso en sus manos, y la furia que a veces sentía era cambiada fácilmente por Naomi en frenesí sexual cada vez que ella quería. Observar aquello era bastante triste.

Naomi, por su parte, experimentaba la mejor época de su vida. Su libertad sexual era, para ella, un don especial y liberador, uno que la apartaba de todo lo que la rodeaba. No era diferente de las demás personas del planeta porque fornicara, pero ella no lo sabía. A sus ojos, era la sirena de todos los tiempos, el depósito no sólo de la semilla de los hombres, sino también de todo su valor y autoestima. Jodía con frecuencia y bien, intentando siempre encontrar al hombre rico que la cuidara mejor que Sonny. La única razón por la que su marido no se había marchado aún era la naturaleza de su esclavizada devoción. No había encontrado todavía a nadie que la soportara de la forma en que lo hacía Sonny.

David la había observado en el transcurso de las últimas semanas, mientras su relación con el petrolero, Herbert, llegaba a una especie de cima. Ella tenía algo en mente, sí, y David estaba convencido de que hoy sería el día de la revelación.

Los oyó llegar al dormitorio, oyó la voz de Sonny relajada y casual, completamente falto de preparación.

—¿Dónde está Davy? —preguntó—. He vuelto para almorzar…, aunque también me gustaría verlo.

—Le dije que se fuera a jugar —dijo Naomi, con voz tensa—. Tú y yo tenemos que hablar.

David oyó cómo cerraba la puerta del dormitorio y le echaba el pestillo.

—¿Qué pasa?

—Tengo que decirte algo.

David se movió un poco para poder asomarse a la rendija de la puerta y verlos. Sonny estaba sentado al borde de la cama, los vaqueros y la camiseta sucios por su trabajo de albañil. Era delgado y esbelto, la cara todavía infantil, aunque se había vuelto más dura, más angular con la edad. Miró a Naomi como un cachorrito adorador. David sintió lástima por él.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó, y empezó a liar un cigarrillo de una bolsita de Bull Durham.

—Estoy embarazada —dijo ella, sin más florituras.

El cigarrillo a medio liar se le escapó de las manos, y el tabaco se esparció por todas partes cuando él se levantó y la abrazó.

—¡Magnífico! —dijo, pero ella permaneció tensa en sus brazos, sin responder. Sonny se apartó ligeramente—. ¿Qué pasa?

—No es tuyo —mintió Naomi.

Sonny retrocedió, tropezó con la cama y volvió a sentarse.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, y sus ojos mostraron que comprendía más de lo que pretendía.

—Quiero decir que es hijo de otro.

P-pero eso no lo sabes, tú…

—Lo sé, Sonny. Sé de quién es y de quién va a ser.

—Eres mi esposa —dijo él con firmeza, y David pudo ver su penosa mente examinar todas las posibilidades para tratar de averiguar adónde quería ir a parar ella.

Naomi se apartó de él y se plantó cerca de la puerta del armario.

—Estoy enamorada de otro —dijo—, y pretendo vivir con él y criar a su hijo.

—Estás vendiendo la piel del oso antes de cazarlo, ¿no? —dijo él, poniéndose en pie. Empezó metódicamente a tratar de apilar el tabaco caído sobre la cama—. Eres mi esposa y vives aquí conmigo.

—Maldito estúpido —escupió ella—. ¿No te das cuenta cuando se te está echando? No quiero seguir contigo. No quiero verte ni hablarte, y desde luego no volveré a compartir la cama contigo.

Sonny recogió el tabaco en la palma de la mano y trató de volver a meterlo en la bolsita.

—Naomi, yo…

—¿Quieres estarte quieto? —Ella le agarró la mano, y el tabaco volvió a esparcirse por todas partes. Le hizo girarse para mirarla a la cara—. ¡Escúchame! Quiero que te largues, Sonny. Me pones enferma. Cuando me tocas, se me pone la piel de gallina. Y la idea de tu esmirriado pene me hace sentir ganas de vomitar.

Se acercó al armario y metió la mano dentro. Davy tuvo que hacerse rápidamente a un lado para evitarla. Sacó un pequeño maletín y lo llevó a la cama.

—He empaquetado algunas de tus cosas —dijo—. ¡Fuera! Te enviaré el resto.

—Tenías todo esto planeado, ¿verdad?

—Sí, eso es —dijo ella—. Ya no te necesito. Tengo a alguien mejor. Lárgate.

—Ésta es también mi casa. No tengo por qué marcharme.

—Bien, pues entonces nos iremos Davy y yo. Viviremos en el coche y comeremos de las latas de basura mientras tú te quedas con la bonita casa.

—No —dijo Sonny—, no. N-no puedes hacer eso. De acuerdo, me iré, pero… te diré dónde, para que no te preocupes…

—Me importa un bledo si saltas del Puente de Brooklyn, pero lárgate ya.

Salieron del dormitorio, todavía hablando. Davy salió a rastras del armario y los siguió por el pasillo.

—Tengo algunos derechos sobre Davy —dijo Sonny desde la puerta.

—¿Por qué? —replicó Naomi—. Tampoco es tuyo.

Él la abofeteó.

—¡Puta!

Ella se rió con fuerza.

—¡De hecho, creo que podría ser tu hermano!

David se asomó por encima del brazo del ajado sillón de Sonny y vio cómo la cara de su padre se ponía blanca. Ella lo había conseguido esta vez. Notaba que Sonny no creía por completo lo que había dicho ella sobre la paternidad de Davy, pero el hecho de que tuviera que considerarlo era demasiado incluso para él.

—Muy bien —dijo en voz baja—, me voy. Vine a almorzar a casa para decirte que tenía una oferta para trabajar en los campos petrolíferos. Creo que empezaré ahora mismo. Vas a tener lo que quieres, Naomi. Siempre crees que yo soy el tonto, pero tal vez finalmente sea lo bastante listo como para darme cuenta de que necesito alejarme de ti para salvarme. Vive con tus sueños, chica; ya veremos adónde te llevan.

Se dio la vuelta y salió de casa por última vez, según sabía David.

—Maldito estúpido —repitió Naomi, y cerró la puerta de golpe.

Hasta que no le oyó poner el coche en marcha no comprendió que se marchaba. Corrió al exterior, pero él ya se perdía calle abajo.

Volvió a la casa, la cara enrojecida. David salió de detrás del sillón.

—¿Has visto eso? —le preguntó ella—. Ese piojoso hijo de puta se ha llevado mi coche. Imagínate, dejar a una mujer embarazada con un niño pequeño para que cuiden de sí mismos. ¡Maldito idiota! Pagará por esto, seguro que sí…

Pasó junto a Davy en dirección al viejo teléfono negro colocado en su repisa de la pared, un moderno altar.

—Ese hijo de puta me deja y se lleva el coche —dijo furiosamente mientras marcaba un número—. Me encargaré de que…

Dejó de hablar por un instante, se tranquilizó y habló con un dulce tono de adolescente.

—Buenos días. Herbert Jasper, por favor.

Davy recorrió el pasillo y se sentó en el suelo junto a ella. Mordisqueó alegremente la manzana y escuchó.

—¿Yo? Soy…, uh…, Naomi…, uh, Stevens. Con uve. Eso es. Sí…, esperaré.

Golpeó furiosamente el suelo de madera del pasillo con el pie. David se sorprendió de la tensión que brotaba de ella como electricidad.

—Herbert, querido, yo…, sí, sé que prometí no llamarte ahí, pero…, sí, lo siento, pero es una emergencia. Sí, con Sonny. Se lo dije…, sí, no mencioné tu nombre, pero… ¡Herbert, escucha! Se ha ido. Me deshice de él por completo. ¡Sí! ¿No es excitante? Bueno…, le dije que iba a tener tu bebé… ¿Herbert? No tiene nada de gracioso…, voy a ser la madre de tu hijo. Y, querido, no podría sentirme más feliz, yo… Por favor, deja de hablar tan fuerte. ¿No me has oído? Me he quitado a Sonny de encima y así podremos vivir juntos y…, te divorciarás, supongo. Siempre has dicho que ella no… Sé que es repentino, pero… Vas a tener que bajar la voz. Seguro que puede oírte todo el mundo… ¿Qué quieres decir con eso de cómo lo sé? Claro que es tuyo, quién… No tienes derecho a decir eso, Herbert. Tienes responsabilidades conmigo, lo sabes. ¡No! Escúchame, hijo de puta, no… ¿Herbert?… ¿Herbert?

David observó a su madre contemplar aturdida el teléfono durante largo rato antes de colgarlo en silencio. Ella no podía comprender lo que acababa de sucederle, y nunca lo haría. Se dirigió lentamente al dormitorio y se echó en la cama, llorando amargamente, y luego maldijo a Herbert hasta centrar finalmente sus maldiciones sobre Sonny, el hombre que la había abandonado.

Unos minutos después, Davy entró en el dormitorio. David había impedido al niño que lo hiciera durante un rato porque estaba furioso con Naomi por su manipulación y su estupidez. Davy no comprendía nada de eso. Era un compañero de viaje en el dolor y quería intentar aliviar la carga.

—Mamá, estás llorando —dijo el niño.

Se subió a la cama y gateó para colocar suavemente una mano sobre la espalda de su madre. La mujer, con los ojos enrojecidos, atrajo fieramente al niño hacia sí, abrazándole mientras lloraba en su pequeño hombro.

—Ahora sólo somos tú y yo, Davy —dijo—. Sólo tú y yo contra todos ellos.

Para David Wolf fue hora de marcharse.