David contemplaba la cara de un buho, o mejor dicho, el reflejo de su propia cara de buho.
¡David, has vuelto!
Más triste pero más sabio, Antoine. ¿Cómo estás?
Si la adversidad es buena para el alma, entonces estoy bien. Silv languidece por ti.
¿Qué te hace decir eso?
Está preocupada. Teresa me dice que se pasa la mayor parte del tiempo meditando.
Ah, Teresa. ¿Has…, habéis…?
Nuestro amor continúa sin ser expresado. A veces Silv se enfurece tanto que ni siquiera me deja acercarme. ¿No puedes hablar con ella, David? ¿Hacer que nos deje a solas un rato?
Silv tiene mente propia.
Y también Teresa…
Comprendo.
David miró con atención la figura en el espejo. Arnault iba disfrazado de pájaro, con un leotardo negro adornado con plumas. La máscara le encajaba suavemente en la cabeza: la cara del buho, astuto y alerta.
¿Por qué vas disfrazado así?
Hay un baile de máscaras esta noche. Celebramos la inminente victoria en Italia. El Primer Cónsul se marchará dentro de algunos días.
¿Italia?
Los austríacos otra vez…, un asunto molesto.
Le has llamado Primer Cónsul.
Sí. Sieyés y Ducos han sido cesados. Eran una carga, de todas formas.
Entonces, ¿Bonaparte gobierna solo?
Solo no, David. Hay muchos de nosotros para ayudarle.
¿Vives aquí, en las Tullerías?
Napoleón me ha invitado indefinidamente… Creo que supone tu regreso.
¿Y qué hay de ti, amigo escritor? ¿Has temido… o esperado mi regreso?
Esperado y mucho, monsieur. Sólo tú puedes interceder por mí ante Silv.
Se apartaron del espejo. David se sintió complacido de que su regreso pusiera de buen humor a monsieur Arnault. Incluso se sintió contagiado por una brizna de alegría, muy a su pesar.
Le parecía extraño que Silv le hubiera echado de menos. Era una mujer de una fortaleza notable, y parecía más independiente que nadie que él hubiera conocido de la necesidad de compañía. Tal vez Antoine se lo había inventado todo para explicar su amor no consumado por Teresa Tallien…
Arnault se sentó en la gran cama de plumas para calzarse unas ligeras zapatillas con garras pegadas. La habitación era grande y bien adornada, y consistía en realidad de un salón, un baño y el dormitorio. Estaba inmaculadamente limpia y libre de olores de ninguna clase, siguiendo los deseos de Bonaparte, que sentía aversión por los olores desagradables, y no los soportaba en sus alrededores si era posible.
¿Se marchó Talleyrand con los directores?
¿Es un chiste? El obispo está atado al Primer Cónsul como por una cuerda.
No me fío de él.
Nadie lo hace… excepto Napoleón.
Llamaron a la puerta.
—Antoine…, Antoine… —dijo una voz aguda y musical.
—Teresa —susurró Arnault, y prácticamente corrió a la puerta y la abrió de par en par.
La mujer estaba allí, vestida como una ninfa del agua, con túnicas diáfanas y alas frágiles y tintineantes. Tenía el pelo peinado y adornado como un ramo de flores. Llevaba una máscara dorada con varilla, y guantes blancos hasta el codo.
Tanto David como Antoine se quedaron inmóviles en el sitio. Era hermosísima, y su cuerpo ágil y fluido apenas qudaba oculto mientras pasaba junto a él para entrar en el saloncito.
—Vuelve a cerrar la boca y dime qué te parece —quiso saber, volviéndose—. ¿Es demasiado oscuro el lápiz de labios? Me siento pálida como un fantasma.
—Estás increíble —dijo David—. Estás para morirse, Silv.
Ella se detuvo a medio volverse, los ojos desorbitados.
—¿David? —preguntó en voz baja.
—En carne y hueso —replicó él—. Al menos, en la carne y hueso de Antoine.
—¡David! —corrió hacia él y se arrojó en sus brazos. Antoine, alegremente, la atrajo hacia sí—. Estaba tan preocupada. Tenía tanto miedo…
David le acarició el pelo.
—Ahora estoy aquí —dijo, y sintió el cuerpo de Antoine reaccionar a su proximidad—. Creo que ya no soy real, pero aquí estoy, de todas formas.
Teresa sintió la erección de Antoine y se apretó contra él hasta que Silv advirtió lo que sucedía. Se retiró y observó el bulto inconfundible entre los leotardos, y luego taladró a David con ojos acusadores.
—No es culpa mía —dijo David, a la defensiva—. El muchacho ha tomado un voto de castidad hasta que pueda poseer a Teresa. Probablemente se está volviendo loco con todo esto.
¡Eso es! ¡Eso es!
Una expresión de dolor cruzó la cara de ella, luego desapareció.
—Yo… no puedo reaccionar ante esa declaración —dijo, cruzando los brazos sobre el pecho—. No estoy aquí para eso.
¿Ves? Una roca. ¡El corazón de esa mujer está fundido en bronce!
David tomó por completo a Arnault y se acercó a Silv. La cogió por los hombros y miró la laguna insondable de sus ojos.
—He muerto, Silv —dijo—. Mi mente está vagando. No sé cómo puedo continuar.
Ella mantuvo su mirada, soportando el dolor que pasaba entre ellos como impulsado por un fuelle.
—Continuaremos —dijo en voz baja, y volvió a rodearlo con sus brazos y le habló junto al hombro—. No sé cómo expresarlo de otra forma. ¿Qué es lo que nos hace humanos? ¿Qué es lo que nos hace reales? Como tú, mi cuerpo ha muerto… Y, sin embargo, continúo.
—¿Como qué? —preguntó David, y la angustia ahogó sus palabras—. Cogemos cuerpos que no nos pertenecen. Cambiamos sus vidas para servirnos de ellas… pero no somos nosotros. Ya no somos reales.
Ella se separó de él y se dirigió a la chimenea. No había madera en la parrilla. Era una cosa fría y muerta, un agujero de aire al exterior. Se volvió, y sus alas de hada se agitaron con el movimiento.
—Todavía no estoy preparada para… desaparecer —dijo—. Teresa me permite estar con ella. No estaría segura de quedarme si fuera de otro modo. He tratado de aceptar el Destino y dejarme ir…, pero no puedo. No estoy preparada. ¿Y tú?
David miró al suelo, a las ridículas garras de sus pies.
—No.
—Entonces, ¿qué nos espera?
—¿Cuánto tiempo nos tolerarán nuestros anfitriones?
—No eternamente.
—Supongo… que continuaremos, al menos por ahora.
Ella asintió con tristeza.
—No sé qué otra cosa hacer. ¿Somos cobardes por no abrazar a la muerte?
—Actuamos como humanos, eso es todo. Tal vez un día dejemos de hacerlo. Además, ¿qué significa ahora para nosotros la cobardía o el heroísmo? Nada importa.
—Mi autorrespeto me importa, David —dijo ella, y su voz sonó ahora más fuerte—. Algo, incluso en estos momentos, debe de tener sentido. Si así no fuera, seríamos peores que la peor muerte en la que hayamos estado. No puedo aceptar que nuestra esencia no sea noble.
Había una jarra del borgoña corriente que tanto gustaba a Napoleón en el lavamanos situado en un rincón. David se acercó y se sirvió una copa. Alzó el vaso en dirección a Silv, pero ella declinó con un movimiento de cabeza. David bebió, y el calor del vino le reconfortó.
—Supongo que no estoy tan implicado como tú —dijo—. En lo que a mí respecta, por ahora todo es provisional.
—Esa ruta conduce a la locura, David.
Él acabó con su bebida y se sirvió otra.
—Oh, vamos, Silv. ¿Has visto algo en tus viajes que no fuera una locura?
La tristeza volvió a asomar en sus ojos; se acercó a él y apoyó una mano en su brazo.
—No dejes de ser fuerte… Hazlo por mí —dijo, con voz trémula—. No puedo decirte cuánto he dependido de ti.
Él liberó su brazo y acabó el segundo trago.
—Vamos a la fiesta —dijo—. Quiero ver a Hersh.
Ella sonrió.
—Se alegrará de verte. Habla de ti todo el tiempo.
Salieron del apartamento y recorrieron despreocupadamente el suntuoso palacio de Luis XVI. En las paredes colgaban alfombras persas, y las cornisas estaban adornadas con hojas de oro. Y, por todas partes, los granaderos vigilaban, solemnes, las posesiones del amo.
David caminó por los pasillos con un despegue supremo. La marcha de su existencia física le había dejado en un estado de solipsismo avanzado. No podía dejar de pensar que todo era un sueño y, como había dicho Silv, en ese camino se encontraba la locura, el mismo estado ilusorio que controlaba a Hersh.
Bajaron la amplia y serpenteante escalera hasta la planta baja, donde llegaban los invitados en gran número. Los militares estaban bien representados, así como los comerciantes; incluso unos pocos miembros de la antigua aristocracia que habían recibido el favor se mezclaban con los plebeyos en republicana armonía, pues Bonaparte se enogullecía de ser Primer Cónsul de todos los franceses. Los disfraces favorecían en su mayoría al Oriente Medio —un estilo popularizado por las aventuras de Napoleón en Egipto y Siria—, pero había también payasos vestidos de colorines, animales del bosque, piezas de ajedrez, aristócratas sin cabeza, caballeros con armadura, monjes enmascarados, indios americanos, y bastantes togas rojas ridiculizadas, el uniforme oficial del desaparecido y no lamentado Consejo de los Quinientos.
Silv cogió la mano de David y la apretó con fuerza.
—Quédate cerca de mí esta noche —le susurró—. Estoy aquí para ayudarte. Sé por lo que estás pasando.
¡Desearía que supiera por lo que estoy pasando yo!
Ahora no, Antoine.
Entraron en el salón de baile, donde había una multitud que incluía a un hombre con una cabeza de burro. El salón de las Tullerías era una gran obra maestra de cristal y cornisas que podía albergar a miles de personas. Deslumbrantes candelabros colgaban del techo, reflejando sus luces a través de múltiples prismas de delicado cristal. Grandes espejos y cuadros del artista personal de Napoleón, David, colgaban de las paredes, cubriendo los frescos religiosos encargados por María Antonieta.
Ya había varios cientos de personas en la sala, sudando con el calor generado. David se metió la mano por debajo de la máscara, secó la línea de sudor del labio superior de Arnault y añoró el aire acondicionado.
A pesar del calor, una gran chimenea alimentada por troncos enteros ardía al fondo del salón, otra de las preocupaciones de Hersh. David había visto cómo Silv detestaba el frío, y lo comprendió cuando lo vio en Hersh. Mesas llenas de comida estaban alineadas contra las paredes, y la orquesta tocaba «Ah! c'en est fait, je me marie», una balada sentimental muy popular en aquel momento.
Silv divisó a Josefina recibiendo a los invitados en la mesa principal cerca del fuego, y fueron en aquella dirección; David se detuvo a coger más vino. Napoleón no tenía bodega, pues prefería simplemente que le enviaran lo que necesitaba. El borgoña barato parecía ser el soporte de palacio, e incluso Napoleón ordenaba que lo rebajaran con agua. No importaba; David simplemente bebería más, y más rápido.
¿Quieres que mañana me duela la cabeza, David?
Te presento mis disculpas por adelantado, querido amigo.
¿Te quedarás entonces conmigo mientras yo lo sufro?
Tal vez. Tal vez esta vez me quede.
Te lo recordaré mañana, cuando mi interior sea testigo de la luz del día.
¡Poetas!
Josefina no iba disfrazada, sino que llevaba el nuevo estilo de vestido al que ella misma se había comprometido como parte de su trato con Napoleón, cuando volvió a aceptarla tras el asunto con Hippolyte Charles. Hersh había exigido que se acabaran los vestidos escotados y transparentes, y fue recompensado con clasicismo: cintura alta, mangas cortas abombadas, túnica recta, moldeando su figura pero sin acentuarla. Josefina llevaba el pelo corto y adornado con lazos. Parecía elegante y satisfecha. El matrimonio no le iba mal, aunque David dudaba de que el hombre con el que se había casado olvidara jamás su infidelidad.
—Queridísima Rose —dijo Silv, abrazándola—. Pareces una reina esta noche.
Josefina puso los ojos en blanco.
—Cometí una locura al casarme con un campesino —dijo—. Desprecio estas fiestas, y sólo ansío el final de la década y mis jardines en la Malmaison.
—Me temo que te estás volviendo vieja —dijo Silv—. ¿Es ésta mi amiga de los días de la casita en Pompeya, y las fiestas que duraban toda la noche?
Josefina se llevó un dedo a los labios y miró alrededor, sonriendo.
—Vaya, querida madame Tallien. No sé de qué estás hablando.
Arnault besó la mano de Josefina y la miró sonriente.
—¿Y dónde está el poderoso jardinero de la Malmaison?
—Practicando sus jueguecitos. Esta noche ha decidido engañar a todo el mundo en la fiesta, disfrazarse tan bien que nadie sepa quién es.
En ese momento, la orquesta entonó los acordes de La Marsellesa, y todo el mundo empezó a aplaudir con fuerza. En mitad del salón se encontraba Napoleón, vestido con un dominó, calzando aún sus famosos zapatos de hebilla. Había sido descubierto casi de inmediato por toda la compañía.
Alzó las manos en demanda de silencio y luego salió de la habitación.
—Ha hecho que le traigan diez disfraces —dijo Josefina—. Lo intentará hasta que engañe a todo el mundo.
David terminó su vino. Silv y Josefina se sumieron en una conversación privada, así que se marchó en busca de más bebida. La orquesta tocaba otro de los temas favoritos de Napoleón, «Non, non, cela est impossible/D'avoir un plus aimable enfant». Excepto que cuando Napoleón la cantaba en voz alta, desafinando, sustituía la palabra cela por til, un italianismo al que no podía resistirse.
Los héroes de brumario estaban todos presentes, los militares vestidos hasta el último hombre con uniforme formal. Los hermanos Lucien y Joseph estaban allí; Murat departía con Caroline, la hermana de Napoleón. Berthier conversaba con Lefébvre y Lannes. Augereau bebía y discutía con Bourrienne, como de costumbre.
Al cabo de unos minutos, la orquesta volvió a tocar «La Marsellesa» una vez más. Napoleón había sido descubierto de nuevo, esta vez vestido de ciervo, con astas y todo. Furioso, se marchó una vez más del salón.
David se sumergió a fondo en Arnault para experimentar mejor el alcohol. En algún momento perdió la máscara y permaneció tambaleante, medio hombre, medio pájaro. Bebió copiosamente, tratando de aturdirse para no sentir su carga. Nunca funcionaba por completo o durante demasiado tiempo, pero al menos proporcionaba algún consuelo.
—Vuestros ojos parecen tan tristes —dijo una voz junto a él.
Se volvió para ver a la hijastra de Napoleón, Hortense, que se encontraba a su lado con un vestido extremadamente escotado; una máscara negra le cubría los ojos.
—Un poeta debe estar triste, ¿no lo veis? —replicó él, y encontró que su voz era un poco pastosa—. Después de todo, debemos escribir a partir de nuestro dolor.
—Entonces, ¿no queda nada para el placer?
Puso una mano en su brazo y su cuerpo se apretó contra él. ¿Qué estaba haciendo? No podía tener más de quince años. La miró a los ojos, atrevidamente contorneados por la máscara, y vio que era vieja como el pecado.
—Querida niña —respondió—. Sólo soy una voz. Le grito a la civilización desde más allá de ella misma. En el lugar donde resido sólo hay dolor, sólo frustración.
Ella le cogió la mano entre las suyas y la atrajo a su pecho.
—Sentid mi corazón latir, Antoine. Aletea como un pájaro herido en vuestra mano.
A través de la cortina de vino, David pudo sentir el cuerpo de Arnault sacudirse de nuevo.
Antoine, no es más que una niña.
¡Díselo a mi aguijón!
David se soltó la mano y la miró a los ojos.
—Me traéis vuestra inocencia —dijo—, y yo sólo puedo ofreceros corrupción. —Cogió su mano y la colocó firmemente sobre la erección de Antoine, donde la sujetó. Los ojos de ella se llenaron de horror—. Volad, pajarillo. Olvidad vuestras fantasías y protegeos. El mundo es un lugar cruel y odioso.
Le soltó la mano. La cara de ella estaba enrojecida, los ojos anegados de lágrimas.
—Disfrutad de vuestros años tiernos —dijo tristemente David, el vino le provocaba melancolía—. Despertaréis a lo grotesco muy pronto. Encontrad a un hombre simple, uno cuyos ojos vean alegría y maravilla. Yo no soy más que una voz.
Ella miró al suelo durante un momento y luego, incapaz de contener las lágrimas, se dio la vuelta y se perdió entre la multitud.
Y la banda tocó La Marsellesa por tercera vez. Napoleón había sido nuevamente descubierto, disfrazado como uno de sus propios criados, con una librea celeste con lazos plateados. Esta vez se quedó, y explicó a la multitud que la grandeza no podía ser ocultada a pesar de la astucia del disfraz.
—¡Soy prisionero de mí mismo! —declaró, y sólo David comprendió exactamente lo que quería decir con eso.
Se sirvió otro vaso de vino y se acercó al grupito que se había congregado en torno al Primer Cónsul. Napoleón se hallaba junto a una mesa llena de alimentos, comiendo y charlando a la vez, rápidamente, con dos hombres grandes y fornidos que no iban disfrazados.
¿Quiénes son esos tipos con los que está?
El más viejo, el de las alas de paloma en la peluca, es Charles Lebrun, escritor de cierta importancia y mago financiero que ha ayudado a fundar el Banco de Francia. Es Tercer Cónsul. El otro, el remilgado, es Jean Cambacérés, abogado y legislador. Es Segundo Cónsul.
¿Marionetas?
Pero con talento.
David se abrió paso junto a una mujer desnuda de cintura para arriba, controlando la cabeza de Antoine para evitar momentos más embarazosos, y se colocó cerca de Hersh, estudiándole con interés profesional. Casi de inmediato notó que Hersh se había sublimado en Bonaparte.
—¿Qué clase de comida es ésa para el gobernante de Francia? —preguntó Cambacérés, cogiendo una patata y mirándola con disgusto—. Lentejas, habichuelas blancas, bouchée á la reine, vol-au-vent… ¡Tenéis el mejor chef de Francia a vuestro servicio, y le insultáis haciéndole cocinar comida de campesinos!
—Comida común para un hombre del pueblo —corrigió Napoleón, y palpó el generoso estómago del cónsul—. ¿Y dónde os han llevado vuestras ricas salsas, Jean, vuestros patés trufados y soufflés de vainilla, y las perdices asadas y a la plancha? Al mirar vuestro estómago, temo que el poder empiece a corromperse…
Todos rieron, incluido Arnault. David simplemente escuchaba, como si se tratara de una radio. Se sentía inmerso en una extraña pesadilla, donde todos decían tonterías mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor. El alcohol no ayudaba esta noche; le volvía irritable y amargo. Tal vez no debería haber venido aquí. Pero ¿dónde podía ir, si no?
—Fui a una de las cenas de monsieur Cambacérés una vez —dijo Lebrun—. Todo el mundo comía en un silencio mortal. Cuando me propuse romper el ambiente diciendo algo, Jean exclamó: «Ssh. No podemos concentrarnos». Un asunto serio.
—Al menos su comida es comestible —dijo Napoleón, incapaz de dejar que nadie tuviera la última palabra—. Siempre he dicho: para comer rápido, comed conmigo. Para comer bien, con el Segundo Cónsul. Y para comer mal, con el Tercero.
Todos volvieron a reír. David utilizó a Arnault para reírse demasiado fuerte y demasiado estúpidamente, atrayendo la atención hacia sí.
—¿Algo os molesta, joven poeta? —preguntó Cambacérés.
David miró al Primer Cónsul.
—¿Algo me molesta, monsieur Hersh?
Una sonrisa asomó en la cara de Napoleón cuando advirtió que David había regresado.
—Tal vez nuestro amigo ha bebido demasiado vino, ¿eh?
—Es el borgoña barato —dijo Cambacérés con convicción—. Ese vino no hace bien al cuerpo cuando se bebe en cantidad.
Los militares empezaban a acercarse, pues nunca se hallaban demasiado lejos de su comandante. David sabía que debía mantener la boca cerrada. Le habían dado más de una paliza en sus años jóvenes porque no podía controlar la boca cuando bebía. Pero eso no parecía tener ya ninguna importancia.
—¿No somos un puñado de tipos nobles y simpáticos? —dijo David, acercándose para pasar un brazo por los hombros de Hersh—. Aquí está vuestro Primer Cónsul, el héroe de Egipto. Pero no es lo que creéis que es…
—David —susurró una voz al borde de la multitud, y éste se volvió para ver a Silv, que le observaba tristemente.
La señaló.
—Ni ella. Ni yo tampoco. Todos somos impostores.
¡Monsieur!
Calla.
Todos rieron.
—¡Un poema! —gritó Murat—. ¡Escucharemos un poema del sabio beodo!
—Un poema sobre Francia —dijo David, y estuvo a punto de tropezar. Alzó el vaso bien alto—. Los franceses son una raza curiosa. Luchan con los pies y joden con la cara.
Hubo una risa nerviosa y unos cuantos murmullos. David estaba totalmente fuera de control.
—Háblales de nosotros —dijo Hersh, de un modo odioso—. Cuéntales toda la verdad.
David se apartó de él. El cuerpo de Antoine respondió pobremente, tambaleándose. Había ido demasiado lejos esta vez, y lo sabía. Pero continuó.
—Somos espíritus —dijo, mirando lentamente al círculo de personas disfrazadas que se había congregado a su alrededor—. Somos los espíritus rotos y sin dios de gente inútil y sin dios. Somos los que toman la Tierra y no le dan nada a cambio. Somos vosotros, todos vosotros. Somos el futuro de vuestras manos ansiosas y vuestros falos viscosos y vuestras mentirosas palabras. Somos los hijos que traéis al mundo para ayudaros a destruirlo y a vosotros con él. Somos el dolor que infligís en nombre de Francia, en nombre de Dios, en nombre de la avaricia, en nombre de la santidad, en nombre de la eficacia…, en nombre de la jodida lujuria carnal. Somos parásitos que hemos invadido vuestros cuerpos con los ojos de la eternidad. Podemos ver las ansias y temores que rigen vuestras insignificantes vidas.
Su cerebro ardía, y las palabras escapaban sin pensarlas. Toda la frustración, todo el desgaste, toda la ceguera escapaba por la boca del pobre Arnault. Sintió la mano de Silv en su manga y se zafó. Tenía que hablar.
—Podemos ver el desgaste de vuestras vidas, y sentimos los fútiles intentos de vuestras manos ansiosas, y sabemos, sabemos que todo es para nada. Pues somos espíritus malditos, malditos con el conocimiento de la muerte, el conocimiento del que pasáis la vida escondiéndoos. Os vemos deambular y usar vuestras hermosas ropas y edificar vuestras vidas y casas de piedra.
»Y os conocemos, porque somos igual que vosotros. Practicamos nuestras “ciencias” y las usamos para amurallarnos contra las lecciones de la naturaleza. Hablamos con palabras rebuscadas que no significan nada. Invocamos a nuestros dioses para que nos salven y nos protejan… pero nada puede protegernos de nosotros mismos. ¡He visto al enemigo, y somos nosotros mismos! Oh, mis queridos amigos, cómo nos lastimamos mutuamente. Vivimos, todos, para causar sufrimiento. Si no a nosotros mismos, entonces a las otras criaturas que habitan este planeta, y finalmente al planeta mismo.
El vaso se le escapó de la mano. Lo oyó romperse muy, muy lejos. Cerró el puño y lo agitó ante ellos; las plumas se sacudieron.
—Dejadme que os cuente un secreto. Dejadme que os cuente el secreto de la vida. No tiene sentido… No, peor que eso, es maligna. ¡Palabras, palabras, palabras! ¿Quién las inventó? ¡No son más que mentiras!
Se llevó las manos a la cara cuando asomaron las lágrimas.
—Todo es tan triste… ¿Por qué no podéis comprender lo triste que es? Mis palabras son tan vacías. Ninguna palabra puede expresar la tristeza que siento. ¿Por qué me maldijeron con esta visión? ¿Por qué?
Las lágrimas resbalaron libremente por las mejillas de Arnault.
—Si pudiera ver lo que vosotros veis —susurró—. Si mi mundo fueran hermosos edificios y uniformes nuevos, en vez de horrores y decadencia…
Entonces se desmoronó, la cabeza colgando, las manos cubiertas de plumas tirando de su pelo.
—Dios, si pudieran lobotomizarme y… acabar esta… pesadilla.
Se tambaleó una vez más hacia la mesa, sintiéndose mareado, y entonces la habitación empezó a girar. Cayó al suelo. Se estrelló contra la mesa llena de comida, echó un vistazo de cerca al parquet de Luis XVI, y entonces la visión de Antoine se ennegreció.
Cumpliendo su maldición, la de David no. A través de la cueva sin luz de la mente de Arnault, pudo oír a Hersh riéndose y luego aplaudiendo.
—Por la nueva obra de Antoine —dijo, y todos los demás empezaron a reír también y a aplaudir.
—El mejor actor borracho que he visto jamás —dijo Berthier en voz alta, y el aplauso creció en intensidad.
Y todas las palabras de David, todos sus sentimientos, fueron como hojas muertas girando en el viento de otoño.
Oyó voces a su alrededor, y entonces sintió que el cuerpo anfitrión se movía. Oyó la voz de Hersh diciendo que lo llevaran a sus aposentos, y luego los sonidos del baile se desvanecieron.
Pudo haber huido a otro cuerpo, pero no lo hizo. Prefirió quedarse un rato en la oscuridad de Antoine y morar allí.
—Oh, David —dijo la triste voz de Silv, y él se alegró de que estuviera con él.
—David —dijo Hersh a la oscuridad—. Sé que puedes oírme. ¡Qué espectáculo! ¡Qué actuación! Le ha encantado a todo el mundo…, podrías convertirlo en una obra, ¿sabes?…, cobrar entrada por tus sentimientos. Es maravilloso que hayas vuelto para quedarte. Con tu ayuda conseguiremos lo que nos propongamos, estoy seguro. Pero tienes que ayudarme, tienes…
—Tal vez éste no sea el mejor momento —dijo la voz de Silv.
—Tonterías. Es el momento perfecto. Escucha… —Sus labios se acercaron al oído de Arnault y susurró con fuerza—. Soy un soldado. Es todo lo que sé. Tienes que ayudarme a apartar mi mente de pensar que sólo puedo hacer la guerra. Desde el brumario he tenido miedo de hacer nada. Sé que me pasa algo. Sólo tú puedes ayudarme.
Entonces la voz de Hersh pareció sonar desde la distancia.
—Esto funcionará. Sé que así será. Entre los dos le demostraremos al mundo entero lo que es un buen gobierno republicano. Duerme. Ya hablaremos más tarde.
Y se marchó.
Hubo un momento de silencio. David creyó que estaba solo. Entonces sintió unos suaves dedos en la cara de Antoine.
—Pobre David —dijo Silv en voz baja—. Incluso en su miseria, se espera que sea un profesional.
Sintió los suaves labios rozar la mejilla de Arnault, e incluso Antoine, inconsciente, se agitó un poco bajo la caricia.
—La realidad es sólo lo fea que tú la hagas —dijo ella—. Ver algo y ver a través de algo son dos cosas diferentes. ¿Es el corazón del mundo lo que condenas, o tu propio corazón? Eres un hombre roto. Debes reconciliarte contigo mismo. No sé cuál es nuestra vida aquí…, pero sé que es vida, y la quiero.
Entonces pudo oírla llorar en voz baja, gimiendo lo más silenciosamente que podía. Y luego sintió sus lágrimas en el rostro de Arnault.
—Y quiero que la compartas conmigo —dijo ella suavemente. Luego, sus manos le acariciaron la cara una vez más y se marchó.
David se quedó tendido en la oscuridad durante largo rato, tratando de comprender exactamente qué había querido decir ella. Reconcíliate contigo mismo, había dicho. Médico, cúrate. El punto de vista lo es todo. Pensó en su madre y en la vida que había llevado. Pensó en la muerte de ella y en la suya propia, y luego sus pensamientos se dispersaron cuando Antoine se sumió en sus sueños.
David se encontró de pie en mitad de una habitación en las Tullerías que olía a rancio por la edad y apestaba a sudor. Era una habitación polvorienta, no utilizada, y pesadas cortinas púrpura colgaban de las altas ventanas, bloqueando la luz. Una gran vela ardía en un rincón.
De repente, la habitación se llenó de gente con rostros desconocidos, aunque David, a través de Antoine, supo exactamente quiénes eran.
Talleyrand yacía desnudo en la cama, con una enorme erección. Debía tener al menos treinta centímetros, y permanecía erguida como un poste de teléfonos. Varias mujeres bailaban alrededor del enorme pene como si fuera el poste de una fiesta de mayo. Las mujeres estaban también desnudas y eran indistintas, sus formas a veces masculinas, a veces femeninas, aunque David supo que todas eran muchachas.
Reconoció a la madre de Arnault y a la hermana de ésta. Había una prima tercera llamada Jeanette, y dos muchachas con las que él había asistido al colegio. Estaba una prostituta callejera de París cuyo nombre ninguno de los dos conocía y, finalmente, Teresa Tallien. Teresa era la más clara, y la más enamorada de los genitales de Talleyrand.
David se acercó a la puerta del sueño y la abrió, sólo para encontrarse con el propio Antoine. El hombre se hallaba en un estado increíble de excitación sexual, y la sensación se transfirió a David.
Antoine pasó junto a él, vestido de bailarina de ballet, y David trató de salir de la habitación, pero los pasillos estaban llenos de demonios que comían perros vivos, así que regresó al interior.
Antoine intentaba apartar a Teresa del monstruoso pene de Talleyrand mientras se esforzaba al mismo tiempo por quitarse el tutu. Cayeron juntos al suelo mientras Talleyrand se reía. Teresa empezó a gemir en el suelo, extendiendo las manos hacia Antoine.
David se acercó a la ventana y abrió las cortinas. Contempló un llano paisaje que se extendía interminable hasta el horizonte. La tierra era yerma a excepción de enormes letras y palabras cinceladas en roca y que aparecían acá y allá. David soltó la cortina.
Las otras mujeres le quitaron la ropa a Antoine y éste agarró a Teresa y se montó sobre ella. Pero entonces Teresa empezó a reírse. Todos se rieron. Arnault no tenía genitales. Era completamente liso.
Y la mujer se convirtió en los mismos perros que los demonios comían en el pasillo. Pero sus dientes eran grandes y afilados como cuchillas. Babeando copiosamente, empezaron a mordisquear a Antoine.
David no pudo soportarlo más…