David se concentró en la biblioteca y el emblema del Porsche y se encontró apoyándose, mareado, contra la capota del coche, los brazos estirados, mientras Liz, de pie a su lado, colocaba una mano sobre su hombro.
—¿David? —preguntó ella.
Se enderezó y se volvió hacia ella. La realidad se desvanecía y se curvaba, como una página de cómics convertida en agua.
—Liz…, ¿eres…, eres tú?
—Hasta ahora.
—Rápido, el antídoto.
—En el coche —dijo ella, y le ayudó a pasar al asiento del pasajero.
Se sentó allí, los músculos tensos, la concentración fija en el emblema, mientras ella corría al asiento del conductor.
—Muy bien —dijo Liz, rebuscando en su bolso—. ¿La roja?
—Sí. Por favor, deprisa.
Se volvió y observó mientras ella preparaba la aguja; su mente volvió a la infancia y a la primera inyección que le pusieron. Era sólo un bebé, la cabecita ladeada, la mente llena de confianza. Y allí estaba aquel brillante instrumento, tan hermoso, la cara seria del médico que no respondía a sus vibraciones amorosas. ¡Y, entonces, el dolor! Dolor a cambio de amor…, dolor a cambio de amor…
Se debatió, vio a Liz inclinada sobre él.
—¡Rápido!
—¿Dónde… la pongo?
David extendió una temblorosa mano, buscó el pulso en su cuello, y su mente regresó a la primera vez que aprendió a tomar el pulso en la facultad de medicina.
—¡Aquí…, donde tengo el dedo…, rápido!
Ella le pinchó como la aficionada que era, y el dolor se convirtió en todo el dolor del mundo mientras el caliente fluido barría su sistema y pudo sentirse a sí mismo desenrollarse lentamente, los sueños desvanecerse, dejándole súbitamente solo, como una casa familiar después de que los muebles han sido mudados a otro sitio. Se sentía estúpido, incapaz de aferrar siquiera las más simples nociones de la memoria.
Se arrellanó, dejando que la realidad calara en él, y advirtió que no quería que sucediera.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Liz.
Se volvió hacia ella, sonrió.
—Son términos relativos, hermanita —dijo, y la abrazó. Se sentía aislado: un espíritu vagabundo encerrado en una sola célula, apreciando de primera mano la soledad y el aislamiento con que todos los humanos deben vivir siempre. Había pasado mucho tiempo.
—¿Dónde has estado desde la última vez que te vi? —preguntó ella.
—Derrocando al Directorio —replicó él, indiferente—. ¿Qué has estado haciendo tú?
Ella le devolvió la sonrisa, un poco escéptica.
—Bueno, hace medio minuto estaba en la biblioteca contigo. No ha pasado mucho desde entonces. Hace unos segundos he notado una carrera en mi media.
Los dos se echaron a reír. David se alegraba de estar en familia, aunque, en un sentido muy real, nunca había estado demasiado apartado de ella.
—¿Qué hacemos ahora? ¿Has terminado de viajar? —preguntó ella.
—Necesito ir a casa —respondió él—. Hay cosas que tengo que hacer. Y no, no creo que haya terminado de viajar. Puede que nunca termine de hacerlo.
—¿Te encuentras lo bastante bien como para conducir?
Él miró a su alrededor, a las cosas que parecían extrañas y distantes.
—Conduce tú —dijo—. Ni siquiera estoy seguro de poder hallar el camino. Han pasado años.
Liz puso el coche en marcha, y se dirigieron hacia las zonas residenciales.
—Todo esto es tan extraño —dijo ella, después de unos embarazosos minutos de silencio por parte de David—. Viajar en el tiempo…, ¿cómo es Napoleón?
—Fuerte —respondió David—. Frágil. Capaz de grandeza y mezquindad. Un individuo completamente único, con una visión grandiosa y las agallas para convertirla en realidad…, al menos cuando no está combatiendo al psicópata que vive dentro de él. —Se frotó los ojos, notó que su cuerpo estaba cansado y que no podía eludir la sensación—. No sé. A veces creo que la psicosis de Hersh es la chispa que da rienda suelta a la grandeza que hay en él.
—¿Quieres decir que, si Hersh no estuviera dentro de él, Napoleón nunca habría sido grande?
—Una especulación extraña en esos momentos, ¿verdad? —David vio frenar al coche de delante—. ¡Cuidado! —exclamó, agarrando el salpicadero con las dos manos.
Liz redujo fácilmente la velocidad y se volvió hacia él con el ceño fruncido.
—¿Qué te pasa?
David se arrellanó, resoplando.
—Huau. Supongo que estar en mi propio cuerpo me da un poco de miedo. Podría suceder cualquier cosa…, en cualquier momento. Un coche no frena y…, ¡bam! —dio una palmada—. Se acabó.
—Bueno, no pierdas el sueño por eso —dijo ella animosamente, y él deseó poder estar con Silv y Hersh. Sólo ellos podían comprender como él el miedo a la negrura.
La miró durante un instante, contemplando cómo conducía como si fuera la única cosa en el mundo.
—¿Sabes lo mío? —preguntó en voz baja—. ¿Lo que… me pasará?
Ella deglutió con fuerza, pero no volvió la cabeza.
—Un poco —contestó, casi en un susurro—. No pude evitar ver un poco, aunque Silv trató de mantenerme fuera. La verdad es que me alegro.
—Una vez, un cuerpo anfitrión en el que estaba se volvió loco —replicó David—. Quería saberlo desesperadamente, así que le mostré su muerte. Se volvió loco de preocupación.
—¡Qué horrible!
—Sí —dijo él, sintiendo que la culpa no era menor ahora que cuando había sucedido—. ¿Sabes lo de mi muerte?
Ella asintió, pero no habló.
—Cuéntame todo lo que sepas.
Liz inspiró profundamente, con los ojos nublados por las lágrimas. Había intentado mantenerse apartada de los recuerdos, pero ahora éstos se desencadenaban.
—Sucederá pronto —dijo—. Creo que pasado mañana.
—¿A qué hora?
—Tarde, creo, por la noche. En tu salón.
—¿Qué más?
—Bailey te disparará con la pistola de mamá, ya sabes, la que…, la que…
—Bien —dijo David—. Así que fue Bailey.
—Tal vez ella y ese profesor de literatura con el que la vimos en la cocina anoche.
—Anoche —repitió David, y trató de recordar de qué estaba hablando ella—. Oh, aquella fiesta. Ya recuerdo. Bailey se tiró a ese tipo en el garaje.
Ella le miró extrañada.
—Ésa, sí —replicó, meneando la cabeza.
Llegaron al barrio. Liz alcanzó el camino principal y empezó la serpenteante escalada hacia la cima de la colina, con los sicomoros y los álamos flanqueando las calles con sus ramas entrelazadas.
—Te disparó —continuó Liz, y sus labios temblaron levemente—. Luego se marchó del país la misma noche…, hacia algún país sudamericano donde no hay extradición —le miró, con las mejillas húmedas—. Oh, David, ¿no podemos hacer nada?
Él extendió la mano y le palmeó la pierna.
—Voy a intentarlo —dijo—. Tengo unas cuantas ideas sobre ese tema.
Liz llegó a la casa y aparcó en el gran camino circular, justo ante la puerta.
—No puedo creer que vayas a morir, David —dijo, después de detener el coche—. No puedo creerlo…, no quiero creer que no somos dueños de nuestro futuro. No quiero que te vayas. Eres… todo lo que me queda.
Él sonrió y tomó su mano. Parecía tan pequeña dentro de la suya, tan menuda…
—Te quiero, Liz —dijo, ahogado por la emoción.
Las compuertas se abrieron de par en par y Liz cayó en sus brazos.
—Oh, David —lloró en voz alta—. ¡Por favor, no te mueras…, por favor!
Y él lloró con ella. Ambos purgaron su miedo con lágrimas saladas.
—Has sido una buena hermana… —empezó a decir él, pero ella le hizo callar poniéndole una mano en la boca.
—No hables así —dijo roncamente, apartándose de él—. ¡Muévete, escóndete, haz algo!
David salió del coche.
—Eso pretendo —dijo; dio la vuelta hacia el lado del conductor y se agachó mientras ella abría la ventanilla—. Tengo que hacer un montón de preparativos. Pero después, cuando esté absolutamente seguro de que estoy a salvo, te llamaré y lo celebraremos y nos reiremos de nuestra estupidez.
Ella volvió a sonreír y se secó los ojos.
—Acabo de pensar una tontería —dijo—. Ahora que te he traído a casa, ¿cómo vuelvo a mi coche?
Él se enderezó, sonriendo.
—Te gusta éste, ¿no?
—Claro, pero…
—Es tuyo, cógelo. Haré que mi secretaria te pase los papeles.
—¿Qué?
—Dinero, posesiones… No significan nada. Puedo vivir en hombres ricos y hombres pobres, lo que quiera. Cuando estoy transitando, nada material importa. Ni siquiera pienso ya en esas cosas. Quiero que te quedes con el coche. Espero que lo disfrutes.
—¿Qué conducirás tú?
—Estoy seguro de que hay algo en el garaje —sonrió él—. No te preocupes.
Ella se encogió de hombros, la cara brillante como una vela ardiendo.
—Gracias —dijo.
—No es nada —replicó él, y lo sentía de veras—. No es nada en absoluto. Ahora será mejor que te marches. Tengo muchas cosas que hacer, y muy poco tiempo.
Ella puso el coche en marcha, sonriendo mientras miraba su interior. Entonces se volvió hacia él y sacó una mano por la ventanilla.
—Por favor, ten cuidado. Me gusta tenerte cerca.
Él le cogió la mano y la apretó con fuerza.
—Te llamaré —dijo, y luego se volvió deliberadamente y caminó hacia la casa.
No estaba tan seguro como Liz de que pudiera controlar este asunto. Hersh pensaba que lo controlaba todo, y en efecto parecía controlarlo, pero no era así. Sin embargo, esto parecía diferente. Esto no era el pasado; era su futuro. Por supuesto que tenía libertad para controlar su propio destino.
Se agachó y cogió la llave de repuesto de la casa de debajo de la estera y la insertó en la cerradura. Accidentalmente, le había dado a Liz la llave de su casa junto con las del coche.
El fallo en su argumento sobre el control era que su muerte no era parte de su pasado, pero sí lo era del de Silv. Para ella existía tan sólidamente como Bonaparte existía para él.
Cruzó la puerta. La casa parecía extraña, como un paisaje en una pesadilla recurrente. Debería ser diferente, pero no lo era. David no pertenecía a este lugar. Era una parte de su existencia que se había relegado al status de un mal recuerdo. Pero aquí estaba, aún sólida, aún atrayéndole…
… a su muerte.
Suponía que podía intentarlo y olvidar esta parte de sí mismo y sobrevivir en la corriente temporal en su parte de la eternidad…, pero no podía. Había sido humano durante treinta y seis años. Renunciar a su forma corpórea no era una idea que pudiera comprender objetivamente. Era una entidad que vivía y respiraba y pretendía quedarse así, aunque cada vez le resultara más claro que regresaría al pasado. Algún día, esperaba, podría aprender a vivir consigo mismo, y quizá volver a su presente y terminar su lapso temporal de una forma natural. Silv era la muerta viviente. Él no quería serlo.
Pero, al decidirlo así, se encontró embarcado en un viaje peligroso. Había llegado a este punto de su vida, a días de su propia muerte, presentándose por así decirlo en la escena del crimen. Al venir así, corría peligro a cada momento. El hecho no se le pasaba por alto. Estaba mortalmente asustado.
Los riesgos eran altos, pues conocía la muerte sólo como una oscuridad perpetua. Tal vez cambiaba una infinidad de momentos por la negrura de una noche sin luna. Un movimiento desesperado por salvar su vida.
La pistola.
Atravesó corriendo el salón y subió los escalones de dos en dos. La casa era exactamente como la recordaba, aunque parecía extraña, un lugar al que no pertenecía. Hasta que no llegó a su oficina no empezó a sentirse cómodo.
Entró y se dirigió a la gran mesa, cuya superficie estaba aún desordenada por haber dormido allí la noche antes. Abrió el cajón. La pistola aún estaba donde la había dejado.
No advirtió lo aliviado que se sentía hasta que la encontró. Una pieza clave en el rompecabezas de su vida estaba ahora en su poder. Si le iban a disparar con esta pistola, entonces simplemente el que no pudiera disparar acabaría con el arma del crimen.
Liberó el cargador de la culata y lo sostuvo en la mano. Fue así de simple. Se metió el cargador en el bolsillo, luego se dirigió al sofá y escondió la pistola bajo un cojín.
¿Era posible? Estaba libre. Se palpó el bolsillo.
—Vas a quedarte conmigo —le dijo al cargador.
¿Y ahora qué?
Se dirigió al pequeño bar junto a la puerta. Frunció el ceño ante la botella de escocés vacía que había acabado la noche anterior, hacía tanto tiempo. En vez de buscar otra, se sirvió un vaso de bourbon y se sentó a pensar tras el escritorio.
Supuso que podía haber algún error respecto al arma. Tal vez Liz sólo creía que era el arma de Naomi. La mayoría de las pistolas pequeñas se parecían. Pensar que se había salvado con eso era un paraíso de locos.
Pensó en Bailey. Ella no estaba aquí. ¿Dónde estaba? Trató de recordar su cara, pero no tuvo mucho éxito. En esta situación, no albergaba ningún sentimiento hacia ella, ni de uno ni de otro modo. Después de años de viajar de un cuerpo a otro, ella parecía sólo otra piojosa parte de su piojoso pasado. No había amor perdido entre ellos, sólo emoción.
¿Qué podía querer ella? ¿Libertad para casarse con Jeffery? ¿Dinero? Podía darle fácilmente ambas cosas, pero iba a tener que encontrarla primero.
Su contestador automático se hallaba frente a él, sobre la mesa. La luz roja de «Mensaje» destellaba. Sonrió y atrajo hacia sí el aparato para estudiar sus contornos. Había olvidado cómo funcionaba.
Después de varios intentos sin éxito, finalmente consiguió ponerlo en marcha. Reprodujo la cinta llena de mensajes…, todos menos uno eran de Mo Frankel. Su voz sonaba asustada y desesperada. David no estaba seguro de qué hacer con Mo. Había enviado alocadamente al hombre al pasado, y ahora tenía que atenerse a las consecuencias.
Por fin encontró una llamada que no era de Mo. Era de Bailey, dándole un número de mensáfono para que la llamara. Un mensáfono, por el amor de Dios. ¿Para qué podía querer Bailey un mensáfono?
Acercó el teléfono e inspiró profundamente. Tenía que manejar bien esta situación. Marcó el número y escuchó el tono al otro lado de la línea. Le costó trabajo mantener la voz bajo control mientras hablaba.
—Bailey —dijo, sombrío—. Estoy en casa. Llama.
Cuando colgó, le temblaban las manos. Se rió, nervioso.
—Esto es una estupidez. No sucederá hasta pasado mañana.
La racionalización no servía de nada. Acabó el bourbon, se levantó y se sirvió otro. Las viejas pautas de conducta, los viejos recuerdos, volvían fácilmente.
Se dirigió a la estantería y contempló su fascinación por la muerte. Volumen tras volumen sobre los procesos de la muerte y el morir. Sin embargo, Elizabeth Kübler-Ross nunca había tenido un problema como el suyo. Brindó con la estantería, y se preguntó si sus obsesiones de toda la vida habrían sido una especie de conocimiento precognitivo de sus problemas posteriores.
El teléfono sonó.
Se dio la vuelta y lo miró. Había algo frío en ese invento. Era mejor en persona, o a través de una carta sobre la que se podía reflexionar. Pero los teléfonos…, el poder de ser algo que no eras; la habilidad de negar más tarde lo que has jurado…, un mal invento. Apuró el segundo vaso y descolgó.
—¿Bailey?
—Bien, no empieces.
—No voy a empezar. Por favor, simplemente hablemos.
—No hay nada de que hablar.
—Hay mucho de qué hablar.
—Se acabó. No voy a volver contigo…
—Bailey…
—¡Déjame terminar, maldita sea!
—No estoy intentando…
—¡Gilipollas! ¡Déjame terminar!
David cerró los ojos; el corazón le latía frenéticamente.
—Termina —dijo en voz baja, y regresó llevando el teléfono hacia el bar, donde se sirvió otra bebida.
—Hemos acabado —dijo ella, con la voz ahogada por la furia—. Me voy a vivir con Jeffery, y no hay nada que puedas hacer. Probablemente querrás emplear a Charles como abogado, pero te digo ahora mismo que voy a intentar recuperar, y lo haré, todo lo que me has robado. Tengo mi propio abogado, y dice que es un buen caso.
—Bien —dijo él, en voz baja.
—¿Qué?
—No te lo reprocho. De hecho, estoy de acuerdo contigo.
—¿Qué tipo de juego es éste?
—No es ningún juego. Quiero hablar con Jeffery y contigo.
—Claro que sí.
—Te lo prometo, nada de escenas. De hecho, te garantizo que te sentirás feliz con la conversación.
—No me fío de ti, David.
—Por favor. —Mantuvo la voz calmada y firme, aunque su interior ardía—. Diez minutos de tu tiempo en un lugar público. Nada de escenas, todo en público.
—¿Por qué?
—Tenemos asuntos importantes que discutir; supondrá…
—Ajá.
—Supondrá un montón de dinero para Jeffery y para ti.
—Esto es una especie de trampa.
—Te lo prometo. No soy el mismo hombre que era… ayer.
—Espera.
Se puso en pie. Bebió un sorbo mientras escuchaba el silencioso teléfono, preguntándose si al otro lado se estaban fraguando planes de asesinato. De pronto, la voz de Jeffery ocupó la línea.
—¿Cree que somos estúpidos, Wolf?
—Diez minutos de vuestro tiempo —dijo David tranquilamente—. En un sitio público. Lo garantizo, no habrá problemas.
—Estamos en la universidad, en el edificio de Artes Liberales —dijo Jeffery después de un breve silencio—. Pero, si esto es una especie de truco, le prometo que lo haré pedazos.
—Nada de trucos. Estaré allí dentro de veinte minutos.
David tardó casi cuarenta minutos en llegar a la Universidad Central. Sacó el viejo Cadillac del garaje y condujo casi a la mitad del límite de velocidad, tanto le asustaba la posibilidad de una colisión.
Tras llegar a la universidad, encontró fácilmente el despacho de Jeffery en el departamento de inglés. La puerta estaba abierta, y varios estudiantes se agrupaban adoradores en torno a la mesa del escritor, compartiendo las perlas de sabiduría que dispensaba tan fácilmente como la mayoría de la gente expulsa sus gases. Bailey estaba sentada en un rincón, apretando el bolso contra su estómago, la cara contraída por la preocupación. David hizo todo lo posible por ahuyentar sus propios miedos. Se consoló palpando las jeringuillas en su bolsillo trasero y entró en el mäelstrom.
Bailey le vio primero, y se envaró en la silla. David sonrió de una manera que confiaba no fuera amenazadora, sorprendido por su reacción al verla. Incluso en la misma sala, era como si ella fuera una desconocida que había conocido hacía muchísimo tiempo. Su matrimonio no era para él más que un borrón difuso. No había atracción, ni lazos intactos.
Jeffery advirtió la reacción de Bailey y volvió la cabeza para mirar fríamente a David. Éste había estado entre soldados el tiempo suficiente como para saber que este hombre podía ser peligroso cuando se le presionaba.
Mientras los ojos de Jeffery lo contemplaban, airados, una sonrisa iluminó su cara.
—Damas y caballeros —le dijo a los estudiantes—, tengo una cita importante. —Se levantó y rodeó la mesa—. Tendrán que excusarme.
David observó salir a la tropa, todos los niños que creían ser adultos, y advirtió qué máquina del tiempo debía ser la enseñanza. El mundo del maestro estaba siempre poblado de caras de la misma edad mientras él se hacía viejo —las mismas edades, las mismas charlas—, el único punto fijo en un universo siempre cambiante. No era extraño que la facultad pareciera un mundo en sí mismo y los profesores tuvieran tanta dificultad para aclimatarse a la realidad del mundo exterior.
El despacho era pequeño, apenas el espacio suficiente para una mesa y un par de sillas. Las paredes estaban cubiertas de estanterías donde destacaba prominentemente el libro del detective estigmatizado de Jeffery.
Sin apartar los ojos de David, Jeffery se adelantó para cerrar la puerta.
—Déjela abierta —dijo David.
—¿Qué?
—Que por qué no la deja abierta. Así no habrá ninguna tentación de que las cosas se… escapen de las manos.
Jeffery compartió una mirada con Bailey, luego volvió a sentarse tras el escritorio. La otra única silla del despacho estaba junto a Bailey. Bailey la arrastró por el suelo y la situó junto a la puerta abierta por si tenía que escapar a toda prisa.
—Bien, tú eres quien quería hablar —dijo Bailey—. Acabemos de una vez.
David la miró. Era hermosa, y su pelo rubio, levemente ondulado, le caía casi hasta los hombros. Parecía tan joven como los estudiantes. Sin embargo, no era rival para Teresa Tallien. En absoluto.
—Esto no tardará mucho —dijo David, y tuvo que aclararse dos veces la garganta antes de poder continuar—. Primero, lamento profundamente lo que os hice. Fue imperdonable.
—Ahórrese las disculpas —dijo Jeffery—. No se burle de nosotros.
David se quedó perplejo. La sinceridad no parecía tener mucha fuerza.
—Muy bien. Me equivoqué. He estado cogiendo dinero de Bailey durante los años que hemos compartido y lo he escondido en todos los lugares que he podido. Quiero enmendarlo.
—¿Por qué? —preguntó Jeffery, y encendió un cigarrillo.
—Porque es lo justo —dijo David.
Bailey y Jeffery se rieron en voz alta. Jeffery expulsó humo blanco-gris y se arrellanó en su asiento, colocando los pies sobre la mesa. Llevaba zapatillas de tenis.
—¿Y cómo pretende enmendarlo?
—Como vosotros digáis —replicó David.
—Muy bien —replicó Jeffery—. Jugaré yo. Haga una declaración pública de todas sus pertenencias y abra sus libros para que podamos analizarlos.
—Puedo hacer algo mejor —dijo David—. Puedo liquidar mis pertenencias y dároslas en efectivo.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Jeffery.
—Ya no las quiero. Escuchen… sé que esto parece extraño, pero he echado un buen vistazo a mi interior y no me gusta lo que he visto. Quiero aclararlo todo, enmendar las cosas malas y empezar desde cero.
—Estás borracho —dijo Bailey, y luego se volvió a Jeffery—. Está borracho.
Jeffery se puso en pie y dio la vuelta a la mesa para estudiar a David. El cigarrillo le colgaba de la comisura de la boca y se movía mientras hablaba, igual que David recordaba a James Dean fumando.
—Diane y yo vamos a vivir juntos, Wolf —dijo, con ojos duros—. Vamos a compartir una casa… y una cama. Voy a follármela todo el tiempo…, ¿no le molesta?
David negó con la cabeza.
—No especialmente. La gente se empareja por razones diversas, y la más importante es que comparten visiones similares de la vida y quieren apoyarse emocionalmente unos en otros. Si esa situación existe entre vosotros dos, os deseo lo mejor y os doy todas las bendiciones del mundo.
Jeffery le echó el humo a la cara.
—Seguro que está jugando a algo raro, amigo.
—¿Le parece lo bastante sincero quince millones de dólares depositados en una cuenta a su nombre en Suiza?
Jeffery se volvió hacia Bailey. La cara de ella se había puesto pálida. Sacudió la cabeza y se encogió de hombros. Bailey se volvió a girar.
—¿Cuál es el truco? —preguntó.
—Tengo algunas estipulaciones que hacer —replicó David—. Primero, quiero conservar la casa en la que vivo. Segundo, esto tiene que hacerse con rapidez, mañana a más tardar. Tercero, quiero darle un millón de dólares a Liz. Cuarto, creo que vosotros deberíais hacer un viaje juntos, un crucero o algo, que salga dentro de los dos próximos días.
Bailey se puso en pie de un salto; el bolso cayó a sus pies.
—¿Cómo lo sabías? —exclamó.
—¿Saber qué? —preguntó David, mirando hacia la puerta.
Jeffery estaba horriblemente cerca. ¿Podría escapar si lo necesitaba?
—¡Sobre el viaje! —dijo Bailey, nerviosa.
—Basta —le ordenó Jeffery.
—¿Ya habéis planeado un viaje? —preguntó David, con la boca repentinamente seca.
Jeffery apretó los labios y luego habló, reluctante.
—Me han ofrecido un puesto en la Universidad Diplomática Americana en Río de Janeiro. Voy a echarle un vistazo, y Diane va a venir conmigo.
—¿Cuándo os marcháis?
—Pasado mañana.
David inspiró profundamente. Podrían asesinarle y marcharse sin problemas a Río. Se obligó a conservar la calma.
—Creo que puedo dejar listo el dinero para entonces.
—¿Exactamente de cuánto estamos hablando? —quiso saber Jeffery, y David se preguntó si Bailey ya se estaba preparando para repetir su propia historia.
—No estoy seguro —dijo David—. Liquidar rápido costará dinero. Pero serán varios millones, limpios y en efectivo. ¿Qué más queréis? Si fuéramos a los tribunales, creedme, perderíais. Tengo otras dos exesposas que pueden asegurarlo.
—¿Por qué hace esto? —preguntó Jeffery por tercera vez.
—Ya lo he dicho.
—Está borracho —dijo Bailey.
David se puso en pie.
—Estoy lo bastante sobrio como para reconocer a una pareja de idiotas cuando los veo —dijo, exasperado.
—Pues haga que le creamos —dijo Jeffery.
David le miró directamente a los ojos. Luego le quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer al suelo.
—Os diré cómo abrir la cuenta en Suiza —dijo—. Haré que transfieran la liquidación. No hay forma de que yo pueda tocar el dinero una vez esté allí. Lo veréis con vuestros propios ojos.
Jeffery se dio la vuelta y se acercó a Bailey. Se inclinó para susurrarle algo al oído.
—¿Está dispuesto a firmar un papel que confirme todo esto, algo que podamos mostrar a los abogados y demás?
Ahora le tocó a David el turno de reírse.
—¿Quiere decir algo donde admita mi culpa y os lo deje todo a vosotros?
—Algo así.
—Claro —dijo David tranquilamente—. De hecho, firmaré casi cualquier cosa que me pongáis por delante.
La expresión de Bailey siguió sin cambiar. No le creía. Pero desde el principio David había contado con el bueno de Jeffery. El hombre estaba obviamente maldito con los estigmas de la avaricia terrena, y dispuesto a aprovechar la oportunidad.
—Lo pensaremos esta noche —dijo Jeffery—, y se lo haremos saber por la mañana.
—Bien —repuso David—. Si se os ocurre algo que yo pueda hacer para ayudaros en vuestra decisión, hacédmelo saber.
—Muy amable por su parte —dijo Jeffery.
David se encogió de hombros.
—Quiero veros a los dos felices juntos.
Bailey puso los ojos en blanco. No era tan cínica cuando David la conoció.
—Tendré que ir a casa y recoger unas cuantas cosas —dijo.
—Claro, lo que quieras. Voy a pasar un par de días en un hotel, así que considérate libre de pasarte cuando quieras.
—¿Por qué un hotel? —preguntó Jeffery.
—Nueva vida, nuevo entorno —dijo David, y sonrió.
David estaba sentado, desnudo, en el sofá floreado de la suite del Marriott, con los pies en la mesilla de café y el auricular del teléfono apoyado en el hombro. Curiosamente, el mobiliario era estilo provincial francés, y los adornitos en las pulidas mesas eran falsas antigüedades que estaban pegadas a ellas para evitar que las robaran. El progreso. Todas las luces de la suite estaban encendidas.
—No tengo tiempo, Charlie —le decía al auricular—. Si tuviera tiempo para reunirme contigo mañana en tu oficina, no te necesitaría para lo que te necesito.
—Eso no tiene sentido, David —dijo Charles Kornfeld—. ¿Y qué estás haciendo en un hotel? ¿Te echó Diane de casa? ¿Nos veremos en otro divorcio?
—Sí, pero eso no es lo importante…
—¡Que no es lo importante! Claro que es lo importante. Sigue acumulando divorcios poco claros, y los jueces empezarán a creer las alegaciones de fraude a las que son tan aficionadas las mujeres de tu vida.
—Todo eso ha quedado atrás, Charlie.
—Oh, claro…
—Te lo juro por Dios. Ya no me importan las cosas materiales. No significan nada para mí.
Kornfeld se echó a reír.
—Si hablas así te tomarán por loco —dijo—. Aunque, ahora que lo pienso, podría ser una buena defensa.
—¿La pobreza de espíritu?
—No. La locura cuando te echen encima las acusaciones de fraude.
—Reúnete conmigo en la cafetería mañana, ¿quieres?
—¿A qué hora?
—¿Qué te parece las seis de la mañana?
—Cuando recibimos la toga, los abogados tenemos que jurar que nunca nos levantaremos tan temprano.
—Haz una excepción —dijo David suavemente—. Esto es verdaderamente importante.
—De acuerdo. Hasta la vista, siempre y cuando no decidas cambiar de opinión.
—Tal vez deberías venir disfrazado. Adiós, Charlie.
—Sí. David… Como abogado tuyo, te aconsejo que renuncies a las mujeres: te vuelven loco.
David colgó el teléfono y miró a la mesa. Dos preciadas posesiones se hallaban sobre su brillante superficie de nogal, dos incongruencias que ahora mismo controlaban la dirección de su vida: la bolsa que contenía las jeringuillas y el cargador con las balas que proporcionarían la oscuridad interminable.
Se puso en pie y se acercó a las puertas dobles de la suite, asegurándose, por tercera vez, de que los cerrojos estaban echados. Se había registrado a nombre de Arpi Lamell, un viejo amigo del Instituto, por si Jeffery venía a buscarle. Creía que el escritor era el que tenía auténtico instinto asesino, y era a él a quien más temía. Había sido un idiota al mencionar que iba a alojarse en un hotel. Aunque Bailey fuera a apretar el gatillo, sería porque Jeffery la impulsaría a hacerlo.
Había un bar al fondo de la habitación, con toda una gama de licores en la alacena de detrás. David se dirigió a él y se sirvió un escocés con hielo. Luego se acercó al balcón.
La puerta corredera se abrió fácilmente y David salió al porche de cemento. El mundo nocturno se extendía dieciséis pisos más abajo. El viento de Oklahoma era fuerte y le revolvió el pelo mientras contemplaba el llano paisaje que se extendía hasta el horizonte. Pudo distinguir la ciudad de Moore y, más allá, las luces de Norman, Oklahoma. Estaba a veinticinco kilómetros de distancia y todavía podía verla.
Se sentía como Dios, y a veces era Dios. Pero ahora no era más que fragilidad y soledad… y miedo. Volvió a pensar en el hombre de Egipto, en su llamada suicida a la oscuridad que David temía y ansiaba a la vez.
David siempre había sido ateo, no creyente en casi nada. No era una elección intelectual, algo sobre lo que tuviera control. Era lo contrario, justamente lo contrario. Le resultaba difícil creer. Creer en un universo ordenado y un ser que lo controlara todo estaba simplemente más allá de su capacidad. Ningún argumento teísta que hubiera oído jamás tenía sentido para él. No intentaba hacer activamente que fuera así; simplemente era así, y hacía mucho tiempo que había llegado a aceptarse a sí mismo como alguien que nunca compartiría los enormes beneficios emocionales que produce la religión. Sus descubrimientos sobre la historia simplemente le confundían aún más.
Si hubiera orden en el entramado de la historia —un orden inteligente—, entonces, ¿qué clase de mente concebía el horror que la vida en el planeta Tierra suponía para la mayor parte de la gente? Lo había visto repetido una y otra vez, ciclos de represión y violencia y degradación, una y otra y otra vez. Dios debía ser un sádico.
O un comediante.
El cuerpo anfitrión estaba exhausto, y esta vez no había nada que pudiera hacer al respecto. Regresó al interior de la suite, se detuvo a recoger las jeringuillas y el cargador, y luego se dirigió al dormitorio, donde sus ropas yacían esparcidas por todo el suelo. Entre las ropas se encontraba su cartera, sus tarjetas de crédito y su dinero, dispersos por la habitación.
Era como un yogui en su reverencia por los objetos que llevaba, como un fanático religioso con sus reliquias. Las miró, siguió sus contornos, luego las deslizó bajo la almohada de la enorme cama. Sólo entonces, cuando estuvieron a salvo y a mano, pudo tenderse sobre el colchón, mortalmente cansado.
El sueño le asustaba más que nada. El sueño era vulnerabilidad y su propia clase de oscuridad. Hacía años que había dejado de residir en sus cuerpos anfitriones cuando dormían, pues prefería trasladarse a los cerebros conscientes de humanos activos. El hecho de que tuviera que rendirse a la inevitabilidad de la inconsciencia era una idea horrible.
David miró el menú. Estaba lleno de helados y bebidas dulces y frías y patatas fritas y hamburguesas con todo…, cosas que no comía desde hacía años. Su propio cuerpo, su anfitrión, estaba hambriento. Estaba tan acostumbrado a no pensar en la comida que había olvidado alimentarlo. Sentía el estómago como si hubieran excavado un agujero que necesitara rellenar.
Varias veces se había olvidado de la situación y había intentado sin éxito retirarse del cuerpo anfitrión para evitar los retortijones del hambre. Sabía que tarde o temprano volvería a aclimatarse a ser humano. El problema era que no quería serlo.
—Espero que estés bien —dijo una voz junto a él.
Se volvió para ver a Charles, completo con nariz postiza y gafas con bigote incluido. Venía disfrazado.
—Charlie —dijo afectuosamente, y se levantó para estrechar la mano del hombre—. Nunca has tenido mejor aspecto.
—¿Sí? —dijo Charlie, tomando asiento—. Esto es lo que llevo por las noches cuando merodeo por el barrio robando bragas de señora de los tendederos.
David extendió la mano por encima de la mesa y le quitó la nariz, llevándose consigo todo lo demás.
—Tienes complejo de Edipo, amigo. Pídeme una cita y ven a verme.
—No puedo permitírmelo. Además, en mi barrio, si cuelgas ropas en un cordel violas los convenios de la Asociación de Vecinos. Sé bien de lo que hablo: los redacté yo.
Le agradó ver a Charles. Aunque su relación era simplemente de negocios, era cálida y honesta y había sobrevivido muchos años. Charlie Kornfeld era un hombre pequeño con taladrantes ojos marrones y barba canosa y rala. Era leal y directo, relajado de la forma en que puede permitírselo la gente cuando no siente que tiene que demostrar nada.
—¿Tienes hambre? —preguntó David.
Charles miró su reloj.
—Mi estómago ni siquiera se despertará hasta dentro de tres horas. Venga, dame una pista de por qué me querías aquí tan temprano.
Pero David ya había llamado a la camarera y ésta se dirigía hacia ellos a través de las plantas de plástico y las brillantes paredes amarillas hechas para que la sala pareciera un jardín en primavera.
—David… —dijo Charles.
—Un momento.
La camarera llevaba un uniforme marrón, un delantal cruzado blanco y rojo y un sombrerito. Ni joven ni vieja, estaba simplemente cansada y viva. Llevaba una cafetera en una mano, y les hizo la pregunta obvia.
—¿Café?
—Por favor —dijo Charles, volviendo hacia arriba su taza.
—Yo quiero un batido —dijo David.
Ella le miró durante un instante, pero no anotó nada en su libreta.
—¿Necesita unos minutos para…?
—Estamos listos para pedir ya —dijo David.
Ella suspiró resignada, colocó la cafetera en la mesa y se dispuso a escribir.
—¿Charles? —invitó David.
—Tomaré un panecillo inglés y un poco de melón.
—¿Y usted, señor? —preguntó la camarera.
—Muy bien —dijo David, excitado—. Empezaré con una hamburguesa doble con queso…
—Lo siento, señor, pero sólo servimos el menú del desayuno.
David le sonrió, se metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de billetes. Rescató dos de cien dólares y se los entregó a la mujer, que tenía los ojos desorbitados.
—Uno para usted y otro para el cocinero —dijo.
Ella se metió el dinero en el bolsillo del delantal.
—Una hamburguesa doble con queso —dijo, anotando—. Y un batido. ¿De qué sabor?
—Fresa. Y quiero patatas fritas y cebolla, y un trozo de pastel de queso con cerezas, y un helado de chocolate, y… sopa de almejas. Y dese prisa.
—¿Es todo? —preguntó la mujer, con la cara muy seria.
David la miró, luego volvió al menú.
—Y tráigame un poco de ketchup para las patatas.
—Sí, señor —dijo ella animosamente, y se marchó.
David miró a Charles, que le miraba a su vez con la boca abierta.
—Estás drogado —dijo.
—Bailey cree que es la bebida —replicó David—. Ya sabes, el dinero es lo más sorprendente que existe. La verdad es que no lo advertí antes. Se lo das a la gente y hace todo tipo de cosas por ti.
—Tal vez te has vuelto loco de veras —dijo Charles—. ¿Ha sucedido algo?
David pensó en decírselo, pero le pareció que no serviría de nada.
—Tengo un gran trabajo para ti.
—Acabas de gastarte doscientos dólares en el desayuno —dijo Charles.
—Es sólo dinero.
—Voy a tener que pedirte una cita con mi médico.
—Yo soy médico, ¿no? —replicó David—. Bien, ¿quieres que te cuente por qué estás aquí o no?
Charles se arrellanó en la silla y asintió con la cabeza.
—Adelante —dijo, cruzándose de brazos—. Tengo la sensación de que no estaré preparado.
—Quiero que liquides todas mis posesiones —dijo David.
—¿Por qué?
—Quiero deshacerme de todo —replicó David—. Quiero que se lo des a Bailey.
Charles se puso en pie, se dirigió a David y le puso una mano en la frente.
—¿De qué estás hablando, David? ¿Has tomado drogas, valium o algo parecido? No soy ningún experto, pero…
—Siéntate, Charlie —rió David—. Estoy perfectamente bien.
Charles regresó a su asiento, profundamente preocupado.
—¿Cómo puedo creer eso cuando estás diciendo las mayores locuras que he oído en mi vida?
—Mira, no estoy enfermo ni loco. Tengo mis propias razones para hacer esto y no quiero hablar sobre ello. Necesito hacerlo. ¿Quieres liquidar mis pertenencias por mí?
—Si quieres que lo haga, lo haré. Pero no estás siendo racional.
—Ten paciencia conmigo. Necesito quitármelo todo de encima… para mañana.
Charles se puso en pie de un salto.
—¡Mañana! Es una locura, yo…
—Charles —dijo David con severidad—. Siéntate y escúchame. —Charles se sentó—. Sé que no será fácil, pero lo que estoy intentando hacer es liquidarlo todo y meter todo el dinero resultante en una cuenta numerada en Suiza, a nombre de Bailey.
—Si hablas en serio, vamos a tener algunos problemas —dijo Charles, saboreando su café; volvió a servirse azúcar—. Podríamos conseguir dinero en efectivo por algunas cosas, pero hay mucho patrimonio inmobiliario, bonos municipales y acciones, por amor de Dios. Demonios, eres dueño de una flota de barcos que pescan langostinos en Galveston. ¿Y qué hay del rancho de caballos árabes de Tishomingo?
—No hablo de recuperar el valor en dólares —dijo David, mientras la camarera le colocaba delante el helado de chocolate—. Hablo de tirar por la borda toda esta mierda. Estoy hablando de coger lo que pueda. Si no puedes a otro precio, me basta con diez centavos por dólar. Quiero liquidar a toda costa.
—¡Perderás millones, David, millones!
—No me importa —dijo David, y tomó una cucharada de helado. Era increíble, el chocolate le atravesó como una cálida brisa a través de un prado. Pensó en Hersh y la regaliz que siempre llevaba consigo.
—¿Me estás escuchando, David?
David observó a la camarera depositar sobre la mesa la sopa de almejas y el pastel de queso.
—Estoy decidido —dijo—. Me dices que es imposible, pero sé que no. Si el precio es adecuado, cualquier cosa es posible. ¿Te gusta el rancho? Te lo doy por diez mil dólares en efectivo.
—Pero si vale…
—Sé lo que vale —replicó David—. Sólo te estoy demostrando mis motivos.
—Tienes una fortuna de treinta millones de dólares. Si hago lo que dices, tendrás suerte si consigues la tercera parte. No puedo hacerte eso…
—Déjame que lo exprese de otra forma —dijo David, hundiendo la cuchara en la sopa de almejas—. Si te encargas de esto por mí, y desde luego espero que lo hagas, además de tus honorarios regulares te daré una bonificación de… digamos cien mil dólares, en efectivo, bajo mano si quieres. Por otro lado, si no quieres ayudarme, tendré que despedirte ahora mismo y encontrar a alguien que lo haga.
Llegaron las patatas y la hamburguesa con queso. Charles observó, asombrado, cómo David atacaba la hamburguesa como si hubiera esperado años para comer una.
—Bueno —dijo Charles, después de un minuto—. Mi madre siempre me dijo que los abogados eran los segundos después del primero, pero esto es ridículo.
—¿Lo harás? —preguntó David, y bebió el batido recién llegado. Un bigote pálido marcó sus labios cuando retiró el vaso.
—Sólo porque probablemente pueda conseguirte más que nadie. —Charles miró su tajada de melón y su panecillo, los retiró y acabó su café—. ¿Sabes?, si más tarde te declaran incompetente, algo podrá recuperarse.
—No habrá ningún problema —dijo David, llevándose una mano al estómago—, excepto una indigestión, tal vez.
Permanecieron sentados durante algunos minutos mientras Charles observaba comer a David. Luego el hombre se levantó y se marchó. David sintió de pronto la preocupación de que pudiera hacer algo, llamar a alguien para que se lo llevaran. Palpó el bolsillo de su chaqueta deportiva, se consoló con el tacto de las jeringuillas. Entonces sintió miedo de que pudieran inmovilizarle antes de que usara la droga.
Dejó un billete de cincuenta sobre la mesa y se marchó del restaurante en dirección a la recepción al otro lado del amplio vestíbulo. Charles sabía dónde estaba, y eso era peligroso. Liquidó su cuenta y se dirigió a la puerta del aparcamiento. El Hilton estaba en la misma calle. Se alojaría allí. Esta vez, mantendría su paradero en secreto para todo el mundo.
Tenía que hacerlo con rapidez, antes de que cambiara de opinión. Las cuatro jeringuillas que quedaban, llenas con la droga y el antídoto, se habían convertido en las cosas más importantes que David había poseído jamás. Mientras entraba en el Estatal, no dejaba de palparlas en el bolsillo de su chaqueta. Pensaba en ellas todo el tiempo, y ocasionalmente se llevaba la mano al bolsillo del pecho si había pasado mucho tiempo sin pensar en ellas. Tenía miedo a los ladrones. Sólo pensar en los carteristas le hacía sudar frío. Descubrió que miraba con recelo a todo el mundo, por miedo a que le asaltaran y le quitaran sus jeringuillas o, aún peor, las rompieran accidentalmente.
El hospital era igual a como lo recordaba. El olor estéril del alcohol le pareció confortable y tranquilizador. Mientras recorría el frío y sucio pasillo en dirección al ascensor, tuvo que esforzarse por recordar en qué planta estaba el pabellón psiquiátrico.
Cogió el ascensor y contempló las paredes pasar ante él a través de la puerta en acordeón. Palpó dos veces el bolsillo con las jeringuillas mientras subía.
Christine, la enfermera jefe, estaba en su puesto. Hablaba con Mo Frankel. David había esperado no tener que encontrarse con Mo mientras estuviera allí, pero obviamente el Destino trabajaba contra él en este asunto. Tal vez era mejor enfrentarse al hombre y salir de eso.
—Buenos días a todos —dijo, tratando de mantener su voz a un nivel que consideraran normal.
—Gracias a Dios —dijo Mo—. He estado intentando ponerme en contacto contigo desde ayer por la tarde.
David se encogió de hombros.
—Aquí estoy —dijo, y luego se sintió estúpido por decirlo. Mo tenía un aspecto terrible. Estaba claro que el hombre no había dormido la noche anterior. Miró a Christine—. ¿Dónde está Sara?
—La han trasladado a planta —dijo ella fríamente—, para que muera.
—¿En qué habitación?
—Tenemos que hablar —dijo Mo—. He estado despierto toda la noche, pensando. Es absolutamente imperioso que vuelvas a enviarme.
El hombre agarró la manga de David con su mano enguantada de blanco y le sujetó con fuerza.
—Ahora no, Mo. Por favor. Tengo muchas cosas en la cabeza. ¿En qué habitación, Chris?
La mujer le miró; en torno a sus apretados labios se formaron arrugas.
—Cuatrocientos diecisiete —dijo—. Pero no hay nada que pueda usted hacer por ella.
David le devolvió la mirada.
—Déjeme ser juez de eso, enfermera Beckman.
—¿Para qué quieres a Sara? —preguntó Mo, su mano tensa sobre la manga de David—. ¿Qué crees que vas a hacer?
—Voy a enderezar las cosas —dijo David, soltándose de la mano de Mo—. Por favor. Hablaremos más tarde.
—¡David! ¡Espera! —llamó Mo, apresurándose tras él para darle alcance, aunque su cuerpo viejo y demacrado no era competidor para el paso del joven.
David se giró una vez y miró a sus espaldas. Christine también le seguía, cojeando para alcanzar a Frankel. Los dos formaban una extraña pareja. Christine había sido enfermera para los nazis durante la guerra, y su cojera era producto de una bala rusa cuando el ejército rojo entró en Alemania.
David llegó al ascensor antes que ellos y cerró la puerta.
—¡David, espera! —gritó Mo, pero la puerta se cerró y ahogó todo lo demás.
David llegó a la planta cuarta y corrió a la habitación 417. Abrió las pesadas puertas de madera y se encontró frente a una oscuridad casi total. El único sonido era el siseo del oxígeno, y la única iluminación el pálido brillo verde de las luces de control del equipo que mantenía a la mujer con vida.
David se acercó a la cama. Sara yacía inmóvil, tendida de espaldas. Tenía la cara contraída, preocupada, y él supo que el terror inundaba sus sueños. No podía dejarla de esta forma. Simplemente, no podía.
Rebuscó torpemente en el bolsillo del pecho y sacó la funda.
—No te preocupes —le dijo a la forma dormida—. Te sacaremos de ahí en un momento.
Abrió la cremallera de la bolsa, sacó dos jeringuillas, una roja, una clara, dejando una de cada en la funda, que volvió a guardarse en el bolsillo.
Las jeringuillas prácticamente le quemaban la mano, y tuvo que volver la cabeza para no mirarlas y continuar con su plan. Tuvo la sensación de que se estaba preparando para dar su propia sangre.
Retiró el obturador de la aguja clara y apretó un poco para asegurarse de que no había burbujas de aire.
La puerta se abrió y Mo golpeó el interruptor, que llenó la habitación de luz. Christine estaba a su lado, con el rostro confuso y preocupado.
—Te lo suplico, no lo hagas —gimió Mo—. Es demasiado preciosa para ser utilizada de esta forma.
—¿Más preciosa que la vida de esta mujer? —dijo David—. No puedo vivir con esa responsabilidad. Yo la puse en este estado. Tengo que hacerla volver.
—Hay más cosas en juego que su vida —dijo Mo, acercándose a David.
—¿Qué pasa? —preguntó Christine—. ¿Qué medicación le está dando?
—No tiene nombre —dijo David, e inyectó a Sara en la carótida.
—¡No! —gritó Frankel con fuerza, un alarido lastimero—. ¡Ribbono Shel Olom!
El hombre se dobló como un papel arrugado por el fuego y se desplomó en el suelo.
—¡Doctor Frankel! —gritó la enfermera, y se agachó junto al hombre.
David los ignoró y retiró el obturador del líquido rojo.
—¿Qué está haciendo? —le gritó Christine a David—. ¡Ayúdeme!
David buscó en el cuello de la mujer y pellizcó la piel.
—¡Doctor Wolf! —dijo la enfermera Beckman, con el acento lleno de autoridad germana—. Tiene que ayudarme ahora. No sé qué clase de experimento está haciendo, pero me encargaré de que nunca vuelva a practicar la medicina en este estado.
David insertó la aguja e inyectó el fluido a la mujer, con la esperanza de que el viaje a la memoria pudiera restaurar alguna semblanza en su mente. Apenas terminó, retiró la aguja y se inclinó para ayudar a Mo.
El hombre sufría un síncope. David acercó la oreja a la boca de Mo y oyó su respiración débil y rasposa; el frágil pecho subía y bajaba levemente. El aire pasaba con claridad.
—Sales —le dijo a Christine, mientras colocaba un índice en el cuello de Mo. El pulso era firme.
Sin decir una sola palabra, Christine se puso en pie y salió corriendo de la habitación. David aflojó la corbata de Mo y le abrió la camisa de un tirón; los botones cliquetearon por el suelo de linóleo.
—¡Mo! —gritó, sacudiendo levemente al hombre—. ¡Vamos! ¡Mo!
Christine volvió a la habitación.
—Tengo… —empezó a decir, y entonces gritó y dejó caer las sales al suelo.
David la miró y encontró una cara anonadada y una boca abierta. Sus ojos estaban clavados más allá de él.
Se volvió y vio a Sara sentada en la cama. Una leve sonrisa bien conocida asomaba en sus labios.
—¿Dónde demonios estoy? —preguntó.
La puerta se abrió de golpe, y un enfermero introdujo una camilla en la abarrotada habitación. David levantó a Mo, acunándolo como a un niño, y lo tendió, semiinconsciente ahora, en la camilla.
—Llévelo arriba, a mi despacho —dijo, y se inclinó al oído del anciano—. Te pondrás bien. Subiré en unos minutos y hablaremos.
El hombre trató de decir algo, pero sus palabras fueron un murmullo ininteligible. David se enderezó y asintió al enfermero, que sacó la camilla de la habitación.
Christine se encontraba de pie junto a Sara, con los ojos llenos de lágrimas. David avanzó hacia la mujer y le quitó las intravenosas de los brazos.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Me siento muy bien —dijo Sara—. He estado viajando, visitando a mi familia.
—Lo sé —dijo David; se sacó un estetoscopio del bolsillo y se lo pasó alrededor del cuello—. Bien, esto es el Hospital Estatal en Oklahoma City, Oklahoma, en los Estados Unidos de América.
—¿Qué año? —preguntó Sara.
—¿Qué es todo esto? —inquirió Christine, y se quitó las gafas para secarse los ojos.
—Bueno —dijo David, sonriendo y palmeando a Sara en la pierna—. Nuestra paciente ha estado fuera mucho tiempo, pero ahora ha vuelto, para quedarse, según creo. —La auscultó, la hizo respirar y toser—. ¿Sabes tu nombre? —le preguntó a Sara.
Ella asintió y sonrió ampliamente.
—Soy Molly Barlow —dijo—. Creo que recuerdo este sitio. Mi madre me puso aquí. Pensaba que era demasiado rebelde. ¿Tendré que quedarme?
—No —dijo David—. De hecho, apuesto a que, cuando te acostumbres a las cosas, podrás marcharte y vivir como quieras. ¿Te gustaría eso?
—¡Oh, sí, doctor!
David guardó el estetoscopio y extendió la mano para acariciar el pelo de la mujer. Se sentía bien, limpio.
—Ahora tengo que irme —dijo—, pero nos encargaremos de que te trasladen a otra habitación, y veremos cómo podemos prepararte para un mundo extraño.
—Gracias, doctor —dijo la mujer, con voz débil.
David empezó a marcharse, luego se dio la vuelta y la abrazó con todas sus fuerzas.
—No —dijo, con los ojos también nublados—. Gracias a ti, Molly Barlow.
Entonces se marchó. Christine le siguió al pasillo. David dejó de andar y se volvió hacia ella.
—Creo que ahora estará bien —dijo—. Háganle pruebas, y si parece positiva, busquen qué clase de rehabilitación se le puede aplicar. Gran parte de su vida ha desaparecido, pero tal vez pueda vivir libre lo que le queda.
—¿Qué le ha dado? —preguntó Christine—. En nombre de Dios, ¿qué hizo?
—Dios no ha tenido nada que ver con eso —dijo David, y se dio la vuelta y se dirigió a los ascensores y a una confrontación que no deseaba con Mo Frankel.
El hombre estaba sentado en la camilla cuando David llegó a la oficina; parecía un personaje salido de un congreso médico, con la camisa blanca abierta, la corbata aflojada aún al cuello. Su escaso pelo estaba enmarañado y sobresalía de su cabeza en extraños ángulos.
Cuando vio a David entrar en la oficina, se bajó de la camilla y se tambaleó hacia él.
—¿Comprendes? —dijo, cogiendo a David por los brazos, los ojos alarmados—. Hicimos que sucediera. ¡Nosotros!
—Cálmate —aconsejó David, asustado por la proximidad de Mo a las jeringuillas y sus intenciones. Se separó de él, poniendo un poco de distancia entre ambos—. Ahora explícame de qué estás hablando.
Frankel miró huecamente a David durante varios segundos, luego se acercó a la ventana.
—He estado pensando desde que volví, investigando —le dijo a la ventana, de espaldas a David—. Me siento como un idiota.
Entonces se volvió y alzó los puños ante él.
—Los judíos son eruditos innatos —dijo—. Tener tiempo para estudiar los libros sagrados a placer es nuestra mayor aspiración. Así que, cuando volví, estudié, observé… —se dio la vuelta y apartó la camilla para poder sentarse en el sofá de David—. Acepté mi condición y me regocijé en las oportunidades…, pero nunca pensé, nunca pensé en los problemas que podría implicar mi presencia en esos climas.
—Creo que sé lo que…
—Déjame terminar. Sólo puedo esperar hablar para expiar la culpa de dos mil años. —Mo se inclinó hacia delante, enterró el rostro en sus enguantadas manos y gimió quedamente—. ¿Cómo iba yo a saberlo? ¿Cómo iba yo a saberlo?
Alzó la cabeza, con los ojos enrojecidos, y David contempló a un hombre roto, un hombre aterrado, un hombre sin dignidad.
—Cuando le di el sueño a Simón Pedro —dijo, en un susurro—, destruí a mi pueblo.
—¿Te refieres al episodio en casa de Simón el curtidor?
—Sssí —siseó—. He estado estudiando la historia cristiana y los libros que llamáis el Nuevo Testamento. He estado indagando. Escucha. Cuando Jesús murió, sus seguidores, todos judíos, se encargaron de tratar de convencer al resto del mundo judío de que el Mesías que estaban esperando ya había venido. El éxito de una empresa así estaba condenado desde un principio: Jesús no había hecho ninguna de las cosas que se esperaban del Mesías. Los judíos nunca le aceptarían. Su movimiento posiblemente se habría venido abajo y habría muerto por sí solo en aquellos primeros años, si no…
El hombre se levantó, conteniendo sus palabras, y recorrió nervioso la habitación, como si sus propias arpías personales le persiguieran de un lado para otro. David miró su reloj. Quería marcharse de allí en cuanto pudiera. Todavía necesitaba cerrar su consulta. Siguió de pie, dividido entre la desesperada necesidad que Mo sentía hacia él y sus propias prioridades.
Mo, esforzándose por conservar la racionalidad, formó cuidadosamente sus palabras.
—Cuando Pedro fue a la casa de Simón el curtidor, experimentaba una crisis de conciencia. Notaba que su movimiento fracasaba, podía sentirlo como el hambre en su propio estómago. Pero el sueño…, para él fue una visión. Para aceptar el sueño de la comida, para actuar de forma inocente con respecto a su propia hambre y pese a ello comer lo que estaba prohibido, su mente le obligó a aceptar el sueño como algo inspirado por medios divinos. Aquello le estaba diciendo algo. Le estaba diciendo que tratara de convertir a los judíos y llevara su religión a los gentiles.
»Lo que viene a continuación es increíble. Pedro y los otros, principalmente Juan, empezaron a reformar su culto religioso con respecto al patrón romano. Lo adaptaron para las grandes clases pobres romanas, ofreciendo recompensas eternas para los mansos, para los pobres. Ya que ahora se dirigían a los romanos, tuvieron que cambiar la historia de Jesús en ciertos aspectos fundamentales; y, así, el gobierno romano, que fue responsable de su muerte, tuvo que ser declarado inocente de la acusación. Por tanto, la culpa fue cambiada simbólicamente, con el gesto de lavarse las manos por parte de Poncio Pilatos, a los mismos judíos, los fariseos. Y así empezó una larga historia de odio y persecución a los judíos por los cristianos, por el crimen de “matar a Jesús”, lo cual no es más que un enmascaramiento del hecho de que los cristianos están tratando de demostrar que son buenos y los judíos malos de la forma más honorable…, matándolos.
—El miedo a la muerte —dijo David.
Mo se retorcía las manos; el horror en sus ojos sombríos era un dolor mucho más profundo que nada físico.
—Todo empezó esa noche, David, con aquel estúpido sueño…, mi egocéntrica idea psiquiátrica de que podía arreglarlo todo subconscientemente. Provocó el dolor de siglos…, los incontables pogroms, las cruzadas y las inquisiciones que han llenado la historia judía, culminando con la muerte de millones en el Holocausto y la revolución cultural de Stalin. Y todo es culpa mía.
El hombre sollozó y regresó al sofá. Se tumbó en él como si su admisión hubiera sacado todo su interior, dejando un caparazón vacío.
—No es culpa tuya, Mo —dijo David—. Cada ser humano toma sus decisiones por sí mismo. Escogemos diariamente entre el bien y el mal.
—Si yo no hubiera dado a Pedro aquel sueño, el movimiento cristiano habría muerto allí, en Jaffa. Yo lo causé. ¡Yo! Por el amor de Dios, David, ¿no puedes ver lo que he hecho?
David empezó a acercarse a él, con intención de rodearlo con sus brazos, pero temió acercase demasiado con las jeringuillas.
—He descubierto en mis viajes —dijo— que los momentos están estructurados de esta forma. Lo que sucedió contigo tenía que suceder. Estaba destinado a suceder.
—¿Estás intentando decirme que Dios ha querido que tantos judíos sufran, y que me eligió a mí como instrumento de ese sufrimiento?
—No puedo hablar por Dios. Sólo sé que las cosas son como son, y que no podemos cambiarlas.
—¡Me niego a creerlo! —dijo Mo en voz alta—. Puedes decírmelo durante todo el día, y seguiré sin creerte. Ni tú lo harías, si estuvieras en mi lugar.
David pensó en sus propios intentos de controlar un futuro predestinado.
—¿Qué quieres de mí, Mo?
—¿Qué clase de pregunta es ésta? —dijo Mo; su cuerpo empezó a animarse. Se puso en pie y caminó hacia David, que se apartó de él y se sentó tras el escritorio. Mo se apoyó en la mesa para hablar—. Quiero que vuelvas a enviarme. Quiero tener otra oportunidad en este asunto con Pedro. Esta vez no le daré el sueño.
—No funcionará. Puedes volver una segunda vez, pero simplemente te verás allí y serás incapaz de cambiar nada. Ya lo he intentado.
Mo se tiró del pelo.
—Entonces, envíame en busca de Hitler. ¡Lo mataré y salvaré sólo seis millones de vidas!
—Ya ha sucedido. No cambiará.
—¡No te creo!
David temblaba por dentro. Siguió mirando la puerta, dispuesto a saltar si Mo se ponía demasiado irascible. No se podía argumentar con aquel hombre.
—Cálmate un poco y hablaremos de esto…
—¿Cuántas? —preguntó Mo.
—¿Qué?
—¿Cuántas jeringuillas te quedan?
—No sé de qué…
—¡Cuántas!
—Una de cada —dijo David.
—Y las quieres para ti, ¿no?
David no le respondió. Simplemente, permaneció sentado.
—Claro, de eso se trata —dijo Mo, apartándose de la mesa. Volvió a caminar de un lado a otro—. Quieres esa última jeringuilla para que te ayude a escapar de este mundo, y no quieres oír nada más sobre el tema.
—Creo que deberías irte ahora —dijo David.
Se puso en pie y se dirigió a la puerta.
El hombre se volvió y le miró desde el otro lado de la habitación, pequeño e infantil. Cuando David lo había levantado del suelo, fue como recoger un saco lleno de huesos viejos. El tormento llenaba el espacio entre ellos, una electricidad que se alimentaba de uno a otro, adelante y atrás, en corriente alterna.
—Analicémosla —dijo Mo en voz baja—. La enviaremos al laboratorio, la descompondremos, y así podremos tener un poco para cada uno. Es bastante simple.
David deglutió con fuerza.
—Yo… no puedo.
—¿Por qué no?
David abrió la puerta y se quedó inmóvil junto a ella. Mo Frankel no hizo ningún ademán de marcharse.
—Piénsalo —dijo David—. Si lo que dices es verdad, entonces crear más cantidad de esta substancia simplemente creará más problemas.
—Pero si lo que tú crees es cierto —replicó Mo—, entonces no importa lo que hagamos.
—No ha causado más que infelicidad —dijo David, intranquilo—. No tiene que seguir existiendo.
—Entonces, destruye la última ampolla aquí mismo, delante mío.
La mano de David se dirigió por reflejo a su pecho, en un gesto protector.
—La tienes ahí —dijo Mo, avanzando un paso hacia él—. Y la quieres para ti.
David extendió una mano ante él mientras Mo seguía acercándose.
—No intentes nada —dijo.
El anciano se quitó la corbata, la enrolló y se la metió en el bolsillo de su bata de laboratorio.
—Lo siento por ti —dijo, pasándose las manos por el pelo para intentar ponerlo en su sitio—. Tan capturado en ti mismo, tan adicto.
—¿Y tú no? —preguntó David—. ¿No quieres salir desesperadamente de la prisión vieja y rota a la que llamas cuerpo y ser libre otra vez? ¿Hasta qué punto quieres de verdad ayudar a la gente?
—¿Cómo te atreves? —susurró Mo, y recompuso su camisa y su dignidad lo mejor que pudo—. Soportaré mi pena, mi responsabilidad, porque sé que he hecho todo lo posible. Pero tú, amigo mío, ¿cómo vivirás contigo mismo por lo que estás haciendo?
—Tengo derecho a la vida —dijo David.
—¿A qué precio? —preguntó Mo. Pasó junto a David y salió por la puerta—. ¿Cuánto autorrespeto estás dispuesto a dejar de lado?
—Voy a morir —dijo David, mientras el anciano se tambaleaba hacia la puerta de la sala de espera.
Mo empujó las puertas basculantes y empezó a cruzarlas antes de volverse.
—¿Y quién no? —preguntó, y entonces se marchó.
Las puertas continuaron moviéndose adelante y atrás en una mortecina oscilación antes de cerrarse con un susurro.
David corrió a la puerta. La abrió lo suficiente para asomarse y ver a Mo, tan pequeño, encaminándose hacia el ascensor. En cuanto desapareció en uno, David corrió a las escaleras al otro lado del pasillo.
Las bajó corriendo. Sus pulmones, en baja forma, parecían a punto de estallar cuando llegó a la planta baja y se asomó al vestíbulo. Estaba desierto. Jadeando, lo cruzó rápidamente, y no se relajó hasta encontrarse en el coche de regreso a la Calle Trece.
No sabía cuánta verdad podía haber en las palabras de Mo. La droga era una responsabilidad horrible y su creación, había decidido ya, era algo que estaba más allá de la habilidad de los seres humanos. Era un monstruo hecho para destruir la vida, en retrospectiva. De ningún modo crearía más. Como el horror de Mo con respecto a su creación de la cristiandad, David temía la existencia continuada de la droga. ¿Por qué, entonces, no había destruido la última jeringuilla?
Apretó contra su pecho la bolsa. Porque estaba enganchado, por eso; enganchado a la más poderosa sustancia alteradora de la mente jamás concebida. Mo estaba enganchado también. Estaba convencido de ello. Mo estaba tan enganchado que ni siquiera sabía que lo estaba.
David se dirigió a su consulta privada, donde Nancy, su secretaria, aún trataba de contactar con todos sus pacientes para decirles que estaba enfermo. Le dio a la mujer una bonificación de diez mil dólares en efectivo y le dijo que llamara a los pacientes y les dijera que iba a cerrar la consulta definitivamente. No le preocupaba la falta de atención médica de sus pacientes; podrían encontrar algún otro mercenario con quien aliviar su culpa por el precio adecuado.
Luego se dirigió al Hilton en la Autopista Noroeste. Se había registrado por la mañana bajo el nombre de Sid Howard. Ahora venía lo peor…, la espera.
¿Qué había de malo en él? ¿Por qué eran armarios, siempre armarios?
David Wolf permanecía en silencio en el armario de su despacho, escuchando a Bailey y su escritor deambular por la casa. Transitar de cuerpo en cuerpo era la forma máxima de voyeurismo inocente, y le parecía algo tan natural que ahora tuvo que obligarse a detenerse y advertir lo estúpida que era su posición.
Pero… ¿qué otra cosa podía hacer?
Permaneció completamente inmóvil, notando el sudor resbalar denso por su cuello y humedecer su camisa. Se acumulaba en sus sobacos y en su esternón y en el hueco de su espalda. Tenía la mano izquierda en el bolsillo de sus pantalones, y agarraba con fuerza el frío rectángulo de acero que representaba la oscuridad. Su mano derecha palpaba el bolsillo del pecho de la chaqueta deportiva y las jeringuillas que había allí. La eternidad en una mano, la muerte en la otra.
Ésta era la noche de su supuesta muerte, y aquí estaba, donde se suponía que debía estar, con el instrumento de su destrucción a mano. No había pretendido que fuera así.
Después de cerrar su consulta el día anterior, fue directamente al Hilton y se encerró en su habitación con comida. Bloqueó la puerta con una silla y simplemente esperó.
Esperó, completamente despierto, durante toda la noche. El teléfono no llegó a sonar nunca, aunque no habría contestado si lo hubiera hecho. Cuando las doncellas llegaron por la mañana para limpiar la habitación, las despidió, diciéndoles que no había dormido en la cama y que las toallas estaban todavía sin usar. Después de eso, se dio cuenta de que estaba sucio y tomó una ducha, mojando todo el suelo porque no corrió la cortina para poder vigilar constantemente la puerta.
Llamó a Charles a última hora de la tarde, y el hombre le comunicó que había podido hacer lo que le pedía. La liquidación alcanzaba casi los diez millones en efectivo, que ya habían sido depositados en una cuenta suiza a nombre de Bailey. La cantidad incluía el precio que David había ofrecido a Charles por el rancho de los caballos árabes.
Después de eso, vinieron los problemas. Consiguió localizar a Bailey en su mensáfono y le dio la buena noticia. Se vio obligado a volverla a llamar al mismo mensáfono un poco después de que ella lo verificara todo, pues ambos tenían miedo de dar más detalles de dónde podían ser localizados.
Cuando hablaron por segunda vez, Bailey expresó algo de gratitud y un poco de sorpresa. Aparte eso, no fue de ninguna ayuda. ¿Se marchaban hoy como habían planeado? Sí. ¿A qué hora? No puedo decírtelo. ¿Podía llevarlos al aeropuerto? No. Sólo déjalo así, así, así. Entonces ella colgó, tras decirle que iba a desconectar el mensáfono.
A David no le gustó. Había hecho todo por ellos, y ahora le evitaban por completo. Llamó a las líneas aéreas, pero no consiguió ninguna lista de vuelo con sus nombres. ¿Se habían registrado bajo nombres falsos? ¿Por qué?
Los oyó recorrer el pasillo de la casa, riendo, probablemente besándose. Sus voces sonaban arriba y abajo mientras sacaban las cosas que Bailey quería. A David no podía importarle menos. La masa de la que estaba hecha la vida tenía poco que ver con su sustancia material.
La charla se hizo más fuerte. David se tensó. ¡Estaban justo delante de la puerta de su despacho!
Había venido a la casa sólo para comprobar. Había decidido que pasaría esta noche en cualquier parte, menos en la casa. Pero, cuando llegó el momento, tuvo que comprobar. Tuvo que examinar el lugar y ver si Bailey se había llevado realmente sus cosas. Era la única forma en que podía saber si se marchaba de verdad.
La casa le había atraído como el queso a una rata. La gran dicotomía de la vida, el único lugar donde se encontraban las respuestas; el único lugar al que no debería ir. Su miedo le había impulsado a este lugar para ver los resultados finales de ese mismo miedo en acción.
Aparcó calle abajo y entró en la casa por la puerta trasera, para así poder comprobar que el coche de ella no estaba en el garaje. Apenas cinco minutos después, mientras examinaba los dormitorios del piso de arriba, la oyó hurgar en la cerradura de la puerta principal.
Se quedó petrificado; su mente se retorció a través del oscuro laberinto donde la acción clara se mezclaba con un millón de otros conceptos y moría. Pudo poner sus piernas ciegamente en marcha hasta su despacho y el armario que le esperaba allí. Los viejos hábitos de conducta nunca mueren.
Ellos se detuvieron justo ante la puerta del armario. Los músculos de David estaban tensos, tiritando. El sudor le corría por los ojos y la boca, y pudo saborear la cálida sal en sus labios y lengua.
—De modo que éste es su despacho —dijo Jeffery.
—Su bebedero, más bien.
—Es un hombre que lee mucho, tu marido.
—Es un capullo, Jeffery. Incluso los capullos leen a veces.
—Pero qué lecturas. Mira, tiene el Libro Tibetano de los Muertos.
—Está deprimido la mayor parte del tiempo. ¿Qué otra cosa podría leer?
—¿Qué estamos haciendo aquí, de todas formas?
—Estoy buscando algo.
A David le ardían los ojos por efecto del sudor. Parpadeó, pero no sirvió de nada. Podía escucharles examinar su escritorio. La voz de Bailey mostró irritación.
—Guardaba… una pistola por aquí.
—¿Qué diferencia…?
—Se ha vuelto loco, Jeffery, por si no te has dado cuenta. Prefiero tener esa pistola en mi poder en vez de que la tenga él. ¡Maldición! ¡No puedo encontrarla!
—Vámonos —dijo él—. El avión despega dentro de hora y media.
—Sí…, bueno.
—Vamos.
Salieron del despacho y recorrieron el pasillo de regreso a las escaleras. David respiró pesadamente y se secó la frente y la cara con la camisa. Ella había buscado el arma y había fallado. ¿Qué significaba aquello?
Oyó cerrarse de golpe la puerta principal. Abrió con cuidado la puerta del armario y escuchó. La casa estaba en silencio. Corrió por el pasillo y llegó al cuarto de baño de invitados, donde se subió a la bañera para mirar por la ventana. Ellos salían con el coche por el camino de acceso; la grava chirriaba con fuerza bajo los neumáticos del Cadillac de Bailey. ¡Se marchaban!
Su corazón dio un brinco. Se bajó de la bañera y corrió al despacho. Quitó los cojines del sofá. La pequeña pistola estaba aún allí, donde la había puesto.
Los pensamientos se arremolinaban en su cabeza. Cálmate. ¿Ahora qué? ¿Qué? Tenía que cerciorarse de que se marchaban realmente; eso significaba que tenía que ir al aeropuerto.
Bajó rápidamente las escaleras, salió por la puerta principal y cruzó el césped. Corrió, riéndose como un niño, sorteando y saltando por encima de los setos. Subió al coche.
Éste se puso en marcha con facilidad. La pura exuberancia le hizo apretar el acelerador casi hasta el límite de velocidad. Se rió. ¡Esta noche arrojaba la precaución al viento!
El tráfico de primera hora de la noche era escaso, y llegó al aeropuerto en cuestión de minutos. Se llamaba Aeropuerto Internacional Will Rogers, pero los únicos lugares del mundo donde sus aviones parecían ir sin conexiones eran Dallas, Chicago y St. Louis.
Aparcó ante la puerta automática y cogió un ticket de la máquina; dejó el coche en la zona cubierta del nivel inferior. Puso el ticket en el salpicadero y cruzó la calle y se dirigió al aeropuerto propiamente dicho.
Entró en la zona de equipajes, luego tomó las escaleras mecánicas hasta los expendedores de billetes justo a tiempo para ver a Bailey y Jeffery registrar su equipaje en un vuelo local de Oklahoma a Dallas. No era extraño que no hubiera podido localizarles. Tal vez harían trasbordo en Dallas. Tenía sentido.
Los observó desde el otro lado de la amplia sala mientras retiraban sus billetes y se dirigían a la sala de espera; los siguió unos minutos después de comprobar el número de la puerta en el tablero.
Fueron fáciles de encontrar, pues estaban justo donde se suponía que debían de estar. Sin embargo, David no podía acercarse demasiado. Bailey miraba continuamente a su alrededor, con los ojos entornados, buscando… ¿Buscándolo a él? ¿Por qué? No lo sabía con seguridad. Todo lo que sabía era que estaban aquí cuando se suponía que iban a matarle. Estaban en el aeropuerto, y sin el arma homicida, dispuestos a marcharse del país.
Encontró un pequeño bar no muy lejos de la sala de espera. Tuvo tiempo de tomar tres copas antes de oír por los altavoces que su vuelo estaba por embarcar.
Se apostó cerca de la puerta y vio cómo su esposa subía al avión con Jeffery. No sintió remordimientos al verla marcharse, ninguna sensación de pérdida o de dolor. Sólo sintió el alivio inherente de haberse encargado de un problema difícil, como cuando se liquidan impuestos atrasados.
No obstante, el trabajo no quedaría completo hasta que el avión despegara. Esperó pacientemente, con el corazón latiendo de expectación. El avión despegó con unos minutos de retraso, pero despegó al fin y, a menos que hubieran ideado un nuevo medio para salir de él, Bailey y Jeffery también habían despegado.
—¡Lo conseguí! —gritó, y todo el mundo se volvió a mirarle. Les saludó con la mano y prácticamente salió bailando del aeropuerto.
El trayecto de regreso a casa fue difuso. Como tras la recuperación de una enfermedad reciente, estaba cansado pero nuevamente bien, y pudo reflexionar sobre todo lo que había conseguido en dos días. Había conseguido que los que le amenazaban salieran del país, liquidado toda una vida de trabajo y esfuerzo, enmendado muchos desatinos, salvado la vida de una mujer y su futuro, y derrotado al Destino en su propio juego.
Aparcó en el camino de acceso de la única posesión que le quedaba y entró en la casa. Ésta sería su base de operaciones para su viaje en el tiempo. Podría volver aquí cuando necesitara un respiro, o cuando estuviera preparado para vivir su vida. Era su casa «segura».
Se detuvo en el bar del salón y se sirvió un escocés para que hiciera compañía a los otros escoceses que había tomado en el aeropuerto. Luego subió al piso de arriba y cogió la pistola del sofá.
Llevó la pistola y la bebida a la mesa y cogió el teléfono. Marcó el número de Liz. La voz de ella sonó tensa y aguda.
—Hermanita…
—Oh, gracias a Dios —dijo Liz—. ¿Estás bien?
—Acabo de romper el maleficio.
—¡Bien!
—¿Qué vas a hacer ahora mismo?
—Estaba esperando noticias tuyas.
—Bien, sube a ese pequeño coche deportivo tuyo y vente para aquí. ¡Vamos a celebrarlo!
—Me parece magnífico. Quiero que sepas que, si quieres el Porsche ahora mismo…
—¡A la mierda el Porsche! ¡Vente para acá!
Colgó y bebió profusamente. Ahora sabía cómo se sentía la gente condenada a muerte en la penitenciaría, y sabía lo que era una suspensión de la sentencia y un perdón.
Cogió la pistola y la bebida y bajó al salón. Notó que su mente trabajaba ahora en otros canales. Pensó en Silv y Hersh, y se preguntó cómo les iría. Ahora que había salvado su propio futuro, estaba ansioso por volver y ayudarles con lo suyo. Y cuanto antes mejor.
Acabó la bebida y se preparó otra. Pensó en Bailey y en lo idiota que había sido ella al no fiarse de él. No había bajado la guardia en el aeropuerto ni un instante. Demonios, David no la había tratado tan mal… Había sido mucho peor con Jeri, su primera esposa.
Antes de convertirse en una escritora casi famosa, Bailey era una escultora casi famosa; los frutos de su trabajo, en formas y curvas abstractas, estaban colocados en pedestales por toda la habitación. Súbitamente, David tuvo una idea.
Se quitó la chaqueta y la colocó sobre el sofá de pana anaranjada. Luego se sentó y atrajo un poco hacia sí la mesita de café. Bebió un sorbo de escocés y colocó la pistola y el cargador sobre la mesa.
Insertó el cargador en la culata del arma. Junto al bar había una Madonna con Niño abstracta, en negro. David apuntó con cuidado y apretó el gatillo, pero no sucedió nada. Miró la pistola, y vio que aún tenía el seguro puesto. Lo quitó y disparó a la estatua. La pistola retrocedió levemente en su mano. Su ruido fue un fuerte craquido.
La estatua se partió en dos, y la informe cabeza y hombros de la mujer cayeron al suelo y volvieron a romperse. David se echó a reír. ¡Qué divertido!
Escogió un Prometeo Encadenado y disparó. Falló la primera vez, pero lo hizo trizas con el segundo disparo.
Entonces lo vio, en un rinconcito tras el bar. A Bailey no le había gustado cómo le había quedado pero, con la vanidad del artista amateur, no pudo destruirlo. Así que simplemente lo había colocado fuera de la vista. Un busto de Napoleón.
Apuntó a la cara ligeramente regordeta que no captaba nada del carisma y el aspecto del hombre al que conocía. Era simplemente un bloque de yeso endurecido esperando un donante, una fuerza vital que lo animara. David volvería junto a Hersh, tal vez esta misma noche. Iría donde se le necesitaba.
Apretó el gatillo. El sonido reverberó en su cabeza y la bala penetró en la cara de Napoleón, pero no la rompió.
Sonó el timbre, dos veces, en rápida sucesión, antes siquiera de que pudiera levantarse del sofá. Liz.
Se puso en pie de un salto y se encaminó hacia la puerta; entonces advirtió que aún tenía la pistola en la mano. La colocó en el bar y corrió hacia la puerta. El timbre seguía sonando. Abrió la puerta.
—Liz, yo…
Se encontró ante la crispada cara de Mo Frankel.
—Sabía que acabarías por volver aquí —dijo Mo, y pasó junto a él hacia el salón; miró a su alrededor, desdeñoso—. Bonita casa.
—Tengo una cita —dijo David—. Mi hermana Liz. ¿Te acuerdas de Liz?
—No tardaré mucho.
—Hablemos mañana —dijo David—. Tengo cosas que hacer esta noche, pero mañana será un buen día. ¿Qué te parece?
—Me parece que estás tan confiado del mañana que pretendes marcharte esta noche.
El hombre siguió avanzando hacia el interior de la casa.
—No tengo nada que decirte.
—Pero yo tengo muchas cosas que decirte a ti, David Wolf —murmuró Mo, con la voz cargada de dolor—. Mírame. Mi remordimiento me está haciendo pedazos.
David había oído antes el término «muerto ambulante». No se trabaja en un hospital sin reconocer a uno en seguida. Al mirar los ojos hundidos y los labios sin sangre de Mo comprendió que nunca antes había apreciado el concepto. Mo tenía el aspecto que debió tener en el campo de concentración.
¿Qué podía decir?
—Siento lo que ha sucedido, Mo, pero…
—¡Tú lo sientes! —gritó el hombre—. ¡El horror, el dolor…, el sufrimiento de siglos está en mis manos, y tú me dices que lo sientes!
—¿Qué más quieres de mí?
—Vas a darme la última jeringuilla, David —dijo Mo en voz muy baja—. El mal que hay en ti y me la aparta no me detendrá esta vez. Vengo a salvar un pueblo. ¿Dónde está? ¿Dónde? Antes la tenías en la chaqueta…
El hombre empezó a buscar por la habitación. David miró rápidamente la chaqueta, que se hallaba a tres metros de él, sobre el sofá.
—¡Ah! —dijo Mo, señalándola; pero David ya se dirigía hacia ella. La cogió y se volvió triunfante hacia Mo.
Pero el viejo no le miraba. Se dirigía al bar y la pistola que se encontraba sobre él.
—¿Qué estás haciendo? —dijo David, siguiéndole.
Mo se volvió hacia él, ahora con la pistola en la mano. David se detuvo y retrocedió lentamente.
—Quieto —dijo Mo; la pistola temblaba salvajemente—. Por favor…, dame la jeringuilla.
—No —respondió David. Sacó la bolsa del bolsillo y descorrió la cremallera mientras la chaqueta caía al suelo—. Baja esa pistola. No es tu estilo.
—No me obligues, David —dijo Mo, cegado por las lágrimas—. Te dispararé, Dios me ayude. Debo salvar a mi pueblo…, el sufrimiento…, el sufrimiento…
David temió la falta de equilibrio de Mo. Cualquier cosa podía suceder con la pistola en su mano. También advirtió que tenía una ampolla llena con el antídoto que quedaba y que cualquiera podría usarlo para hacerle volver cuando se hubiera marchado.
—Toma —dijo, sacando el antídoto de la bolsa—. Aquí está.
Cuando Mo avanzó hacia él, relajado, David giró y lanzó la jeringuilla contra la pared, donde se estrelló y se rompió. El líquido corrió hacia el suelo en un largo reguero y mojó la alfombra.
David esperaba poder volverse entonces contra el anciano, pero Mo retrocedió con demasiada rapidez y se detuvo en seco.
—Dame la jeringuilla auténtica —dijo.
No estaba a más de dos metros de distancia. Se miraron a los ojos, y David vio la expresión de locura en su antiguo mentor. Vio un dolor tan profundo que el pozo más hondo no podría contenerlo. Vio la absoluta determinación que guiaba las acciones del hombre.
—Mi angustia y mi dolor son profundos; tú eres el hijo que nunca tuve. Por favor, dame la jeringuilla.
—No —dijo David, acercando lentamente la aguja a su cuello. No podía entregársela. No importaba cuáles fueran las consecuencias, no podía entregársela.
—¡David…, no!
—No te la daré —dijo, mientras acercaba más la jeringuilla.
—¡Quieto! ¡David, quieto!
El anciano chillaba, temblando, vibrando de la cabeza a los pies, pero David siguió dirigiendo la aguja a su cuello.
—Esto es una locura —dijo David—. Somos amigos, colaboradores. Somos médicos, no asesinos.
—La gente ha matado por un montón de razones peores —replicó Mo, con los labios retorcidos—. Si supieras…
—He visto la muerte, Mo. Suelta esa pistola. Hablaremos.
—No podemos hablar —dijo Mo, sosteniendo la pistola con las dos manos—. No tengo otra posibilidad. Eres el mal. Dame la jeringuilla ahora.
La situación llegó a un punto culminante, y David no pudo echarse atrás. Insertó la aguja, oyó por un instante el disparo, y al siguiente se dio cuenta de que estaba en el suelo. La sangre le manaba de una herida en el pecho y Mo caminaba hacia él. Siguió inyectando el líquido en su cuello mientras observaba la sangre borbotear en su pecho como el agua que gorgoteaba en la fuente del Memorial Park cuando era niño.
Mo se hallaba junto a él. Sacó la aguja de su cuello y la tiró a un lado. No tenía la pistola en las manos, y estaba inclinado sobre David, llorando; sus lágrimas caían sobre el creciente charco de sangre.
—Esto es… tan estúpido —dijo David, ahogándose con su propia sangre—. Me has matado, Mo.
Mo se le quedó mirando; su cara ya no era una cara humana. Había hecho la única cosa en su vida con la que no podría vivir. Y aunque aún se movía, aún gemía, aún respiraba, estaba tan muerto como David, que se sentía girar hacia la negrura en ese mismo instante, sólo para ser rescatado de ella por el recuerdo del único momento en su vida que había salido de caza y cómo lloró por el conejo que había matado tan inútilmente.
Maurice Frankel se apartó lentamente del cuerpo de David Wolf, el hombre al que acababa de matar. En ese momento su mente era muy aguda, muy intensamente concentrada, aunque se movía por los bajíos rocosos de la consciencia que la mayoría de la gente evita a toda costa.
Sus inmaculados guantes blancos estaban ahora manchados de rojo con sangre inocente. Su pecado en el campo de exterminio se había completado, su propia capacidad para el mal era una profecía autocumplida. Se quitó los guantes, dejando al descubierto la mano llena de cicatrices. Deambuló por la casa de David hasta que encontró el escritorio que buscaba.
Se sentó ante la mesa de la cocina y escribió una breve carta a sí mismo, escribió su dirección en un sobre y le puso un sello. Luego se levantó y salió de la casa. Subió a su viejo Ford y se marchó.
Se detuvo en la esquina para echar la carta al buzón. Mientras se asomaba a la ventanilla para echar el alargado sobre, vio pasar un Porsche blanco que le recordó el coche de David.
Entonces se marchó. Se dirigió al lago Hefner, que suministraba el agua a Oklahoma City. Subió la alta carretera que definía la presa y contempló las oscuras aguas que se rizaban salvajemente con el viento.
Empezaba a oscurecer, y desde algún lugar al otro lado del lago ululaba una sirena. Mo flotaba en una nube de recuerdos infantiles en Varsovia, pensando en el horno común donde todo el barrio horneaba challah para los Shabbos…, en los olores, en los ojos risueños de su madre y la gran barba de su padre y los payos temblando cuando cantaba zemiros en la mesa del Shabbos.
Y entonces, simplemente, no tomó la curva cuando la carretera giró. Voló durante un segundo, sin perder nunca los recuerdos, y se hundió en las aguas oscuras, deslizándose silenciosamente, como había sido su naturaleza, bajo las olas sacudidas por el viento.
Nadie le vio.
Nadie le encontró.
Descansaría allí durante varias generaciones, hasta que unos ingenieros, al secar el lago para edificar casas en su lecho seco, encontraran su esqueleto todavía tras el volante, todavía recordando.