He descubierto que podemos ser, en cierto grado, todo lo que queramos ser. Además, la práctica forma a un hombre en cualquier cosa.
—James Boswell
El día estaba gris y nublado cuando David, en el cuerpo de Antoine Arnault, bajó del carruaje ante el número 6 de la rue de la Victoire, la mañana del 10 de noviembre de 1799…, el día que el Consejo Revolucionario llamó 19 brumario.
Se arrebujó en su abrigo para protegerse del gélido aire mientras bajaba, con el cuerpo afectado aún por una leve resaca, y le pagó al cochero con cónsules del gobierno que habían aumentado de valor sólo el día antes, cuando Bonaparte fue puesto al mando de la guarnición de París.
Por una vez, las bebidas de la noche anterior habían sido más una celebración que un escape a la depresión. David Wolf se había decidido, y eso parecía tranquilizarle de algún modo.
Cruzó la calle pavimentada y luego la verja que conducía a la casa de Bonaparte. El jardín estaba ahora repleto de personal militar. Éste era el día en que Hersh pretendía iniciar su reinado singular sobre Francia, aunque los directores Sieyés y Ducos no tenían aún la menor idea de que no participaban en el programa. Hoy, Napoleón se enfrentaba al Consejo de los Quinientos para exigir una nueva Constitución.
Había poco que David pudiera hacer por Hersh, excepto tratar de mantener el enlace. El hombre estaba tan consumido por sus delirios como durante la campaña siria, y alcanzarle en un nivel significativo era casi imposible. Aunque David no se preocupaba mucho; sabía que Napoleón se haría con el poder —aunque no estaba seguro de cómo—, y que, tal vez, sería un loco quien gobernaría.
Tal vez los locos gobiernan siempre. Tal vez sea eso todo lo que hay.
David se abrió paso entre la gente y llegó hasta la gran puerta, donde utilizó la aldaba dorada en forma de abeja para anunciar su presencia.
Había pasado el último mes en el cuerpo de Arnault, un cuerpo que resultó ser verdaderamente compatible, y con el que había disfrutado charlando y bebiendo. De hecho, fue Arnault quien resultó ser el catalizador a través del cual David tomó por fin su decisión, aunque secretamente sabía que Antoine tenía otros motivos para su consejo.
Arnault se había enamorado de Teresa Tallien y, sospechaba David, ella también se había enamorado de él. La atracción natural había resultado demasiado para ambos, ya que se veían forzados a pasar mucho tiempo juntos a causa de Silv y David. Éste no sabía qué pensar de la situación, y no sabía qué pensar de sus propios sentimientos en el asunto. ¿Era una persona o una no entidad, un espíritu?
Los sentimientos eran fuertes en Antoine, y también en David cuando se permitía sumergirse demasiado en el cuerpo del joven. El asunto amoroso, a causa de la gazmoñería de Silv, había quedado sin consumar, y por ello Arnault había jurado castidad personal hasta que pudiera consumar su relación con Teresa. Todo era demasiado confuso para David, que mantenía sus sentimientos personales al margen, ya que no pensaba que fuera lo suficientemente «real» como para tener sentimientos.
Y eso fue lo que formó el punto de partida de su decisión. Arnault y él habían hablado durante toda la noche anterior, de mente a mente. David abrió su alma al joven, quien respondió que la única manera por la que David podría encontrar cualquier felicidad personal sería regresar a su propia vida y tratar de enderezarla. Para David, aquello tenía sentido. Si era real, lo era en su propio mundo, en el que había nacido. Tal vez, si pudiera volver y desenmarañar la madeja de su propia vida, sería libre de explorar otras posibilidades. Pero, tal como estaban las cosas, nunca tendría paz mientras su propia realidad se tambaleara.
Merecía la pena intentarlo y, de hecho, la idea de atreverse a habitar de nuevo un caparazón frágil, siempre separado de la muerte por un simple error, era excitante. La idea de tener que vivir con las decisiones que tomara daba a la idea de vivir una inmediatez que había perdido hacía mucho tiempo.
También había otra razón. En alguna parte, en algún oscuro y aterrador rincón de su mente, temía estar enamorándose. ¿Era Teresa quién le atraía… o la mujer que tiraba de los hilos, su propia descendiente, al menos la descendiente de su sangre? ¿Tenía derecho a intervenir en las reacciones biológicas del cuerpo de Arnault, o Arnault estaba simplemente interviniendo en sus propios sentimientos? De todas formas, era el cuerpo de Arnault el que vibraba en presencia de Teresa Tallien, y David se sentía sucio, de algún modo, por espiar. El sexo en la mente de los otros nunca le había molestado antes, pero esto era diferente, puesto que le implicaba de un modo muy personal.
¿Cómo se separa el cuerpo del alma que lo habita? ¿Qué increíble combinación de urgencias naturales y bioquímicas, más emergencias mentales y emocionales se combinan en la reacción llamada amor?
Ciertamente, Teresa había sido buena para Silv, y David había observado que Silv la había escogido como cuerpo anfitrión por diversas y buenas razones. El exotismo de la mujer encubría una astuta mente política que había jugado un gran papel entre bastidores en la formación y gobierno de Francia bajo el Directorio. Silv respondía abriéndose un poco, aflojando las tensas riendas que habían restringido tanto sus actitudes. David descubrió que disfrutaba enormemente de su compañía, aunque… ¿habría sido así si aún estuviera en el cuerpo de Gérard Cuvier? No podía responder a la pregunta, así que prefería ignorarla.
David iba a volver a casa. Allí, había significado una sensación de enderezar asuntos sin acabar, una sensación de lugar y, sí, de tiempo. Lo necesitaba ahora mismo. Cuando volviera a marcharse, si lo hacía, empezaría desde cero, contemplando los tránsitos en el tiempo con una nueva luz. Pero todavía no. Había visto funcionar las maniobras políticas y militares del general durante el último mes. Tenía que estar presente para el resultado final, sólo para ver.
Hortense, la hija de Josefina, abrió la puerta, sonriendo, y luego se sonrojó mientras conducía a Arnault al estudio.
—¿Cuánto tiempo me tendréis esperándoos, dulzura mía? —dijo Arnault, sabiendo que aquello gustaba a la muchacha—. ¿Cuándo os escaparéis para casaros conmigo?
—Por favor, señor —dijo ella, cubriéndose las mejillas escarlata con las manos—. Mi padrastro nunca lo permitiría.
—¡Ja! ¡Lo retaré a duelo por vuestra mano! —dijo él galantemente—. ¡Le venceré por amor!
Ella le miró, con la cabeza un poco ladeada.
—Siempre he oído que la pluma es más poderosa que la espada —dijo con voz frágil.
—Un poema, entonces —rectificó Arnault, sonriendo y abrazándola cálidamente—. ¿Os gustaría que os escribiera un poema?
—¡Oh, sí! —repuso ella, feliz—. Nadie me ha escrito un poema antes.
Llegaron al estudio. Arnault se inclinó con una reverencia.
—Entonces tendré el honor de ser el primero —dijo; luego se enderezó y se quitó el abrigo—. ¿Cómo ha ido hoy?
Hortense recogió el abrigo y se encogió de hombros.
—Llevan toda la mañana discutiendo —murmuró.
David asintió, le hizo un guiño y entró en la gran habitación. Napoleón se hallaba de pie, con el ceño fruncido y las manos a la espalda. Un círculo de hombres le mantenía apartado del resto de la habitación, que estaba literalmente repleta de conspiradores civiles y militares. En el círculo estaban Murat y Berthier, leales mariscales de las guerras egipcias; su hermano Lucien, presidente del Consejo de los Quinientos; Sieyés y Ducos, dispuestos a jugar su parte; y el general Lefébvre, que, como un viejo coronel impecablemente honesto prestando su imagen a un documento ilegítimo, estaba siempre a mano para dar aspecto de legitimidad a los delirios de Hersh.
—Los diputados no se ablandarán por vuestra retórica —estaba diciendo Sieyés, agitando los brazos desesperado—. Incluso ahora, los miembros jacobinos se unen contra nosotros. Captan que hay algo en el aire.
—He librado muchas batallas —dijo Hersh, sacudiendo la cabeza, el ceño fruncido—. Usaré las palabras como uso mi espada y los abatiré.
—Esto no es el campo de batalla —dijo Ducos.
—Pero podría serlo —intervino el atrevido Murat; su pelo largo y salvaje le caía casi hasta los gruesos galones de su uniforme—. Somos soldados, mi general. Debemos enfrentarnos a esto como soldados. Llevemos las tropas a Saint-Cloud y obliguémosles a escuchar la razón a punta de espada.
—¡No! —gritó Hersh, la cara enrojecida—. ¡No, no, no! Éste es mi sueño, y se desarrollará como yo lo ordene. Llegaré constitucionalmente al poder, por aclamación. No necesito alzar mi espada contra mis compatriotas. Me explicaré ante ellos, y me comprenderán.
—Bien dicho —replicó Lefébvre—. Sigue siendo nuestro gobierno. Debemos respetarlo.
—Vamos a derrocar al gobierno —dijo Sieyés—, y las palabras y pensamientos de los soldados dicen muy poco a esos hombres cuyas vidas están acostumbradas a dar la vuelta a las palabras para sus propios fines. Por favor, preparad vuestras tropas, pero dejad la charla a los profesionales. Nosotros nos encargaremos de ello.
Hersh extendió las manos y cogió al hombre por las solapas.
—Queríais mi espada, y ahora la tenéis. Y, junto con ella, van mi corazón y mi cerebro. Me invitasteis y ahora estoy aquí, y si no os gusta, dejaré que habléis a la espada que tanto ansiabais.
—Caballeros —dijo Lucien, el novelista, soltando sutilmente la mano de su hermano de la casaca del director—. Dejad que me encargue yo de esto. Estaré a cargo de la reunión, y puedo dirigirla con cuidado hacia nuestros fines.
—Yo hablaré, Lucien —dijo Hersh—. Ninguno cree que pueda manejar a unos cuantos civiles. Habláis de mi capacidad de liderazgo, de mi heroísmo, de mi suerte, y sin embargo pensáis que no podré hacer que un puñado de hombres vestidos con togas se pliegue a mi voluntad. Goberné Italia, caballeros. Goberné Egipto. ¡Haré esto! No tengo ni idea de qué falta de fe os ha llevado a esta situación, ¡pero comprended que haré lo que digo!
—Esto es diferente… —empezó a decir Sieyés.
—¡Silencio! —gritó Hersh, agitando los puños en el aire—. ¡No escucharé nada más!
David deambuló por la habitación. Divisó a Silv en un rincón, junto a la chimenea. Iba modestamente vestida, con pesadas lanas, el rostro serio mientras escuchaba la discusión.
Se abrió paso hasta la mujer. Cogió una silla y se sentó junto a ella.
—Parece que tienes frío —dijo.
Ella sonrió.
—Bajo tierra siempre hace la misma temperatura —dijo—. No estoy acostumbrada al frío.
—Retírate un poco de tu cuerpo anfitrión —sugirió él.
—No puedo. Este anfitrión está demasiado interesado en tu anfitrión. No necesitamos eso hoy.
—Dejemos que al menos se saluden —dijo él.
Ella le sonrió con los ojos, asintió amablemente, y David se retiró un poco. Arnault cogió las manos de Teresa entre las suyas y se las llevó a los labios.
—Mi amor —dijo roncamente.
—Dulce Antoine —susurró ella, y le pasó una mano por la cara—. Vuestros ojos parecen tan melancólicos.
—Maldecid al Destino que nos mantiene separados —dijo Arnault—. Preferiría quedar ciego antes que poder veros y no teneros junto a mí.
—Pronto… —dijo la mujer, y sus ojos se endurecieron.
David regresó.
—¿Pronto? —preguntó.
—Le he dicho que no la poseeré eternamente —dijo Silv.
—Muy amable de tu parte —replicó David.
Silv estuvo a punto de irritarse, pero se lo pensó mejor.
—Ha estado fatal toda la mañana —dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección al hosco Bonaparte.
David contempló al hombre, sus erráticos movimientos.
—Está angustiado. Me pregunto cómo se está tomando Napoleón todo esto.
—Bastante bien —replicó ella—. Es un hombre lo bastante listo como para adaptarse a las cosas según vengan.
—¿Cuándo irán a Saint-Cloud?
—Pronto. Esperamos noticias de Talleyrand sobre el manejo de los otros directores.
En ese mismo instante, Talleyrand, magnífico con su chaqueta de piel de gamo y su corbata dorada de estilo inglés, entró en la habitación con los brazos extendidos.
—¡Lo conseguimos! —gritó.
Todo movimiento cesó, y todo el mundo se volvió hacia el hombre.
—¡Las noticias! —gritó Hersh—. ¡Oigamos las noticias!
Talleyrand prácticamente irradiaba, y David, no por primera vez, se preguntó hasta qué punto había sido un instrumento en la concepción de la idea.
—Me encontré con el director Barras cuando salía del baño —dijo, sonriendo ampliamente—. Y le convencí de que su dimisión valía para nosotros medio millón de francos, pero que sus complots con los Borbones sólo valían su cabeza.
—¡Aceptó el dinero! —gritó Berthier.
—¡Antes de que lo pudiera sacar del bolsillo! —rió Talleyrand.
—¿Y qué hay de los otros? —preguntó Hersh—. ¿Gothier y el general Moulins?
—Un poco más difíciles de convencer —dijo Talleyrand—. Están detenidos en Luxemburgo. Sucumbirán, de un modo u otro.
—¡No me importa de qué forma! —exclamó Murat, desenvainando la espada, y toda la habitación se echó a reír y aplaudió.
—¿Dónde está Roederer? —preguntó Hersh—. ¿Dónde está mi periodista?
—Me encontré con él al entrar —dijo Talleyrand—. Ha ido a repartir vuestras diligencias.
Hersh se dirigió al centro de la habitación. Alzó las manos en demanda de silencio.
—Entonces, todo está dispuesto —dijo en voz baja—. Ha llegado el momento de pasar a la acción. ¡Vino para todos!
Se repartieron rápidamente vasos de vino. David cogió el suyo con una sensación de tensa excitación. A pesar del conocimiento de que esta escena se representaba en su cerebro, a pesar de sus temores hacia su paciente, a pesar de sus obvias razones para sentirse apartado de todo el asunto, estaba atrapado en los movimientos de la historia. Contemplaba la creación de un cambio importante.
—¡Por los sueños! —dijo Hersh, su brindis personal, alzando el vaso en alto. Luego recorrió la habitación con la mirada hasta que encontró a David y Silv, y tendió el vaso ante ellos—. Y los soñadores.
—¡Por los sueños! —corearon todos, y bebieron.
David apuró su vaso de un trago, brindando con los demás. Descubrió que quería que Hersh tuviera éxito.
—Todo el mundo sabe lo que ha de hacer —dijo Hersh, todavía en el centro de la habitación—. Ahora marchemos hacia Saint-Cloud. Regresaremos, victoriosos, por la tarde.
Todo el mundo se puso de inmediato en movimiento, con una confusión de hombres y casacas y órdenes a gritos mientras la gente dejaba la casa de la conspiración para cosechar el árbol de sus deseos. La excitación era algo físico, algo que flotaba en el aire como el humo de un cigarro. El poder. Su liberación. Su risa a la cara de sus propios temores…, de la muerte.
David y Silv se abrieron camino entre la confusión para encontrar a Hersh despidiéndose de Josefina, quien, al menos durante un mes, había cumplido la palabra de fidelidad dada cuando el general volvió a aceptarla.
Hersh abrazó cálidamente a su esposa, aunque al separarse quedó claro que no todo era como debería. Josefina, al ver a Teresa, rompió el abrazo y la miró.
—¿Vais a Saint-Cloud?
—Necesito su consejo —dijo Hersh, y miró a David—. Vendréis los dos en mi carruaje.
—Esperaba que me lo pidieras —dijo David.
—Su esposo es uno de los Quinientos —dijo Josefina, con los rizos de su pelo castaño enmarcando su rostro envejecido.
Hersh se dio la vuelta y besó rutinariamente a su esposa en la mejilla.
—Su marido está aún con mis tropas en Egipto. Esto apenas le afectará a ningún nivel.
—Observaré —dijo Teresa—. Te lo contaré todo esta noche.
Josefina sonrió, pero sólo a medias. Asintió.
—Tened cuidado —dijo, y depositó la mano sobre la manga entorchada de Bonaparte, sólo un instante, antes de darse la vuelta y salir de habitación.
—¿Qué le pasa? —preguntó Silv.
—Nada —replicó Hersh—. Vamos.
El carruaje les esperaba en la puerta. Napoleón se echó un grueso abrigo por encima del uniforme. David se encontró deseando una buena estufa, ya que estaba completamente inmerso en el cuerpo anfitrión, y Silv, por su parte, se apretaba contra él en busca de calor.
Ah, esto es el cielo. ¡Ojalá el frío permaneciera con nosotros eternamente!
Ahora no, Antoine.
Partieron, rodeados por una escolta militar del regimiento de Murat. Lefébvre viajaba en lo alto del carruaje, ladrando continuamente órdenes al cochero, que no necesitaba ninguna.
—Todo será mío después de hoy —dijo Hersh.
—Será mejor que alguien se lo diga a Sieyés —replicó Silv.
David disfrutaba de su proximidad.
—Lo apartaré como al polvo de mi chaqueta —respondió Hersh—. No tiene sentido del destino.
—Ésa es una palabra que no querías usar la semana pasada —dijo David.
—Sí, pero yo conozco mi destino —dijo Hersh—. Soy Dios, lo controlo. Obsérvame. No fallaré en esto.
—No olvides qué te trajo hasta aquí —observó Silv.
—Eres igual que los demás —dijo Hersh, irritado—. Y sabes quién soy.
—Y sé que no controlas esto como crees que lo haces.
Hersh la miró con unos ojos más fríos que el mismo día.
—No me presiones, vieja. Tu presencia es prescindible.
—Tengo que hacer un anuncio —dijo David, para romper la tensión.
Los dos le miraron. Silv se separó levemente de él para observarle.
—Después de hoy, me marcharé.
—¿Qué? —dijo Silv.
—¿Adónde? —preguntó Hersh.
—A casa —dijo David—. A mi propio tiempo.
—No puedes —dijo Silv.
—¿Por qué no?
Ella le miró, los ojos llenos de miedo.
—Allí no hay nada para ti. ¿Por qué torturarte a ti mismo? Quédate con nosotros. Crea una nueva vida.
—¿En el cuerpo de otra persona? —preguntó David—. ¿Cómo podría hacerlo? Ésta no es ni mi época ni mi lugar. ¿No vas a volver nunca a casa, Silv?
La mujer se apartó de él y volvió la cabeza para contemplar la ciudad gris que despertaba con reluctancia.
—¿Silv?
—No lo hagas, David —dijo ella en voz baja.
—¿Por qué? —preguntó él en voz alta—. Desde que te conozco has tratado de impedir que regrese, y a la vez intentas que te ayude a hacer volver a Hersh. ¿No seré tan peligroso como Hersh si me quedo en un lugar y tiempo equivocados?
—Está tratando de salvarte, David —dijo Hersh desdeñosamente—. Eres condenadamente listo, pero no eres capaz de ver nada.
—¿Salvarme de qué?
—Cuéntaselo, vieja —desafió Hersh—. Cuéntale de qué va todo esto.
Silv no respondió. Siguió mirando por la ventana.
David la sacudió.
—¡Cuéntame! —exigió, pero ella le ignoró. David miró a Hersh—. Que me lo diga alguien.
Hersh sonrió levemente, con el rostro ceñudo.
—Es simple —dijo—. Apenas tardé nada en averiguarlo.
—¿Averiguar qué?
—Estás muerto, David. Ya no vives, y no puedes eludirlo. Si vuelves, tendrás que pasar por eso.
David suspiró y se echó hacia atrás en el asiento.
—¿Y dices que lo averiguaste? —sonrió—. ¿Y cómo llegaste a esa conclusión?
—Bueno, para empezar, Silv está muerta. Lo sé bien. Yo mismo la maté.
David sintió una puñalada atravesar su cerebro mientras el cuerpo de Arnault se envaraba involuntariamente. Se sentó en el borde del asiento.
—Continúa —dijo.
—La maté en el Sector cuando me di cuenta de que nunca me dejaría quedarme en mis sueños si no lo hacía. Ha escapado del fin a través de la droga, pero nunca podrá regresar o morirá. Supongo que contigo pasa lo mismo.
David miró a Hersh, observándole hasta asegurarse de que el hombre decía la verdad. Agarró a Silv por los hombros y la hizo volverse.
—¿Es cierto? —preguntó, con voz ronca.
Ella le miró confusa durante varios segundos, luego cerró los ojos y asintió levemente.
—¿Cómo? —preguntó él.
—No conozco todos los detalles —dijo ella—. Los descubrí mientras transitaba por el futuro de tu hermana. Tu esposa te disparará con tu propia pistola, y luego huirá del país antes de que puedan detenerla.
—¿B-Bailey? —tartamudeó él, con la boca seca—. No lo creo.
Ella se encogió de hombros, y sus ojos reflejaron un dolor tan profundo, una negrura tan inconmensurable, que él supo que su pesar y tristeza no eran sólo por él, sino por ambos…, y le creyó.
—Muerto —susurró—. ¿Cuándo…?
Ella cogió sus manos entre las suyas. Arnault, independiente de la voluntad de David, abrazó fieramente a la mujer, lleno de tristeza y ofreciendo su consuelo.
—No más de dos o tres días después de nuestro viaje a la biblioteca —le dijo al oído.
David sollozó en voz alta, apenas capaz de comprender la revelación a ningún nivel. Era como ir al médico y oírle decir que tenía un cáncer terminal devorándolo. Su vida en su propio tiempo no había sido gran cosa, cierto, pero era la única vida real que tenía. ¿Cómo lo había expresado antes?… ¿Un error le separaba de la muerte? Al parecer, había cometido ese error.
Rompió el abrazo y cogió el rostro de Teresa con las manos.
—Te lo guardaste todo el tiempo.
Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.
—Pretendía ahorrarte el dolor que he vivido por esto, esperando, supongo, que te quedaras por propia voluntad.
—Por propia voluntad —repitió él en voz baja, y besó a la mujer en la boca—. Gracias por intentarlo. Entonces, ¿siempre has sabido cómo funcionaba la dilación?
Ella se apartó un poco de él; el pálido rostro de Teresa se volvió más pálido todavía.
—No estuve segura hasta que fui a la biblioteca —dijo—, pero creo que lo sospeché desde el principio.
—¿Por qué? —preguntó él—. ¿Por qué haces esto por mí?
Ella simplemente le miró, mientras Napoleón se reía en su asiento frente a ellos. Los ojos de ella eran como el más diminuto trozo de prístino cristal, delicado y frágil, dispuesto a romperse de una mirada en un millón de fragmentos. David dejó la pregunta en el aire.
Hicieron en silencio el resto del viaje, David y Silv perdidos en sus propios pensamientos, mientras Napoleón cantaba estrofas de su canción favorita: Ecoutez, honorable assistance.
David contempló con pesar su propio fin, y la pena no era por sí mismo, sino por la forma en que había malgastado sus días y el dolor que había causado a los que estaban cerca de él. Su vida no había sido algo de lo que enorgullecerse. Tal como se había desarrollado, había sido peor que inútil por el hecho de que había provocado más dolor del que había aliviado. Consideró interesante que el tema del dolor causado fuera tan alto en su lista de prioridades; sin embargo, advirtió que no era tan extraño. Había viajado a través de los siglos y la faz del globo, y había encontrado dolor…, dolor causado por ignorancia y premeditación, dolor causado estúpidamente porque la gente lo esparcía en vez de enfrentarse a la muerte que vive dentro de todos. Y, cuando todo está dicho y hecho, cuando todo está acabado…, la muerte espera de todas formas.
Un rato después, oyeron la voz de Lefébvre desde el pescante.
—¡Saint-Cloud a la vista!
Murat, sobre un magnífico semental árabe, se acercó al carruaje y se inclinó para asomarse dentro.
—Estaremos listos para asistiros cuando nos necesitéis —dijo, mientras se sujetaba el sombrero.
—No os necesitaré —respondió Hersh, confiado, y David supo en ese momento que el hombre iba a enfrentarse muy pronto a una crisis personal. Su extrema confianza ante la razón iba a lastimarle, y con fuerza.
David se asomó a la ventanilla mientras se acercaban a la Orangerie. Saint-Cloud era un palacio alto y pesado, con columnas en la fachada principal y tejado con un extraño alero. Los hombres de Bonaparte ya estaban allí, con las tiendas emplazadas en el camino de acceso. Pudo ver algunos fieros granaderos, pero la inmensa mayoría de los soldados eran plácidos veteranos cuyo trabajo era actuar como guardia parlamentaria. Formaban pequeños grupos, hablando y fumando. Una sola pipa pasaba de mano en mano, la última indignidad para unos hombres a quienes no se les pagaba desde hacía meses.
El carruaje se detuvo, y Sieyés se acercó para ver a Napoleón.
—¿Está todo listo? —preguntó Hersh.
Los ojos de Sieyés parecían asustados.
—Nada está listo —dijo—. Los representantes todavía están preparándose para reunirse.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Hersh.
El hombre se encogió tristemente de hombros y se marchó.
—No importa —murmuró Hersh para sí—. No importa.
Bajaron del carruaje y esperaron. David contempló distraído los preparativos y la llegada de los Decanos y los Quinientos, con la mente perdida en el desván saturado de su propia confusión.
Pasaron las horas, y Hersh se fue poniendo cada vez más frenético. Como general, estaba acostumbrado a controlar totalmente la fantasía. Como político, tenía que aprender la humildad de la espera.
David y Silv ocuparon el tiempo paseando por el palacio, observando primero la construcción del Consejo (bancos, sillas, tapices, pabellones y tribunas decorados con Minerva), advirtiendo lo engreídos que se habían vuelto los Quinientos. Para entonces, Napoleón se había reunido con Sieyés en un estudio de la planta baja, preparándose, a su pesar, para una larga espera.
David recorrió los grandes salones, admirando los ricos frescos de Mignard celebrando al dios Sol e, indirectamente, al Rey Sol. Llegó la orquesta del consejo, y tocó «La Marsellesa» como primer número. David observó a Silv con su fortaleza y su tristeza, todavía sin recibir respuesta a su pregunta de por qué le había traído con ella al pasado. Y otra pregunta empezó a formarse en su psique. Tenía que ver con la mutabilidad del destino y con la posibilidad de salvarse a sí mismo.
Mediada la tarde, la tensión había empezado a acumularse. Cuando el Consejo de Decanos convocó finalmente su reunión a las tres y media, David y Silv se apresuraron a reunirse con Hersh en su estudio. Éste esperaba allí con aquéllos en quienes podía confiar: Murat, Berthier y Lefébvre. Sieyés había acudido a la reunión del Consejo.
—He oído hablar de cincuenta planes diferentes en la última hora —les dijo Hersh mientras entraba—. Son los malditos representantes. ¿Por qué tardaron tanto? Esos idiotas con sus togas podrían acabar con cualquier plan si se les diera tiempo.
—Consolidad vuestras pérdidas —dijo Lefébvre—. Reforzad vuestro apoyo a la Constitución. No es demasiado tarde para salvaros.
—No —dijo Hersh rápidamente—. Puedo vencerlos a todos.
—Mis hombres aún están preparados —dijo Murat en voz baja—. Es hora de acciones arriesgadas.
La puerta del estudio se abrió de golpe, y Sieyés entró en la habitación.
—¡Todo está perdido! —gimió.
—¿Qué estáis diciendo? —replicó Hersh; corrió hacia el hombre y lo sujetó por los hombros.
Sieyés sudaba profusamente y se secaba con un pañuelo de encaje.
—Los decanos, tras enterarse de que los directores han dimitido, simplemente descartaron el tema de una nueva Constitución y votaron por nombrar directores nuevos.
—¿Y luego qué?
—Luego nada —dijo Sieyés en voz alta—. Votaron, y después suspendieron el resto de la reunión.
—¿Se les habló de un complot?
—Sospechaban un complot, ciertamente —dijo el director, apartándose de Napoleón y apoyando sus envarados brazos sobre una mesa. Inspiró profundamente, tratando de calmarse—. ¡Sospechan de nosotros! Esto no acabará bien.
—¡Políticos! —gritó Hersh—. No tengo intención de que los políticos tiren de las cuerdas de mi vida. ¡Os digo que quiero hablar!
—Es demasiado tarde —dijo Sieyés—. Es demasiado tarde.
—¡Al diablo! —replicó Hersh—. Voy a arreglar esto ahora mismo.
—¡Rendíos! —aconsejó Lefébvre, pero sus palabras se perdieron en el aire.
Hersh salió en tromba de la habitación. David y Silv se apresuraron a seguirle. David, divorciado de su propio sentido de la vida, se encontró atrapado en la pugna de Hersh.
Recorrieron los resplandecientes salones. Mientras avanzaban, se encontraron con el general Augereau, uno de los aliados de Hersh.
—¿Están aún en el gran salón? —le preguntó Hersh al hombre.
—Sí —dijo el general, con ojos endurecidos mientras buscaba su propia salvación en aquel desastre—. Y estáis metido en un buen lío.
—Tonterías —dijo Hersh, apresurándose—. Fue mucho peor en Arcóle.
Berthier los alcanzó, decidido a compartir el destino de Hersh, mientras Murat corría fuera junto a sus tropas. Llegaron a las altas puertas, las abrieron, y entraron en el Consejo de Decanos. David y Silv les siguieron para escuchar.
La gran sala estaba llena de hombres con togas rojas y tocas escarlata. Hersh se llevó las manos a las caderas y avanzó resuelto, intentando desesperadamente aferrarse a su fantasía.
—¡Representantes del pueblo! —gritó—. Esta situación no es normal. Estáis al borde de un volcán. Permitidme que os hable con la franqueza de un soldado. Juro que la patrie no tiene un defensor más celoso que yo…, estoy enteramente a vuestras órdenes…
Los decanos murmuraron en voz alta, los rostros endurecidos. Hersh se atascaba, y David advirtió que los discursos que impulsaban a los soldados al saqueo no iban a conseguir nada entre estos fornicadores del lenguaje.
Hersh continuó, a ciegas:
—¡Salvemos a toda costa las dos cosas por las que hemos sacrificado tanto, la libertad y la igualdad!
—¿Y la Constitución? —gritó alguien.
Hersh agitó los brazos.
—¡La Constitución ya no se respeta…, ya no es garantía para el pueblo!
Los decanos empezaron a gritarle a Hersh. David se le acercó y apoyó una mano en su brazo, mostrándole su apoyo.
—¡Se fraguan conspiraciones en nombre de la Constitución! —gritó Hersh.
—¿Qué peligros?
—¡Nombrad a los conspiradores!
—¡Barras y Moulins! —dijo él, extendiendo los brazos—. ¡Quieren deponer al pueblo, quieren deponer este cuerpo augusto!
Ahora apenas se le podía oír, tan fuertes eran las objeciones de los Decanos, que se le acercaban, amenazantes. Hersh odiaba los espacios cerrados, eso lo había observado David hacía mucho tiempo. Aquello lo acercaba demasiado a la realidad de su propio pasado.
—Os protegeré del peligro —dijo, mirando hacia atrás la puerta abierta y la seguridad—, rodeado por mis camaradas de armas.
Los granaderos, al oír la conmoción, entraron en el salón. Nadie podía estar seguro de su lealtad.
—¡Granaderos! —gritó Hersh—. ¡Veo vuestros morriones y vuestras bayonetas…, con ellas he fundado repúblicas!
Aquello fue suficiente para los decanos. Empezaron a cercar a Hersh, que estaba fuera de control.
—¡Si algún orador a sueldo de una potencia extranjera propusiera proscribirme, que el rayo de la guerra lo aplaste instantáneamente! ¡Si propusiera proscribirme, os llamaría, mis bravos compañeros de armas! ¡Recordad que marcho acompañado del dios de la victoria y el dios de la fortuna!
Los decanos gritaban, exigiendo que Napoleón saliera de la sala. Se habían enfurecido.
David agarró a Hersh por el brazo y empezó a sacarlo de la sala; el hombre farfullaba algo acerca de «formar comités» mientras se lo llevaba.
Salieron del salón, y los granaderos los siguieron por costumbre, mientras gritos furiosos acompañaban a Hersh a lo largo del pasillo.
—¿Por qué me sacaste de ahí? —le preguntó, furioso, a David—. No había acabado todavía. Aún tenía cosas… que decir… que explicar.
David le pasó un brazo por el hombro.
—Ahora no. Todavía no.
Sentía pena por Hersh. Se debería permitir que algunos sueños se cumplieran.
—El Consejo de Diputados —dijo Hersh—. Tengo otra oportunidad con ellos. También tendrán que votar. Les hablaré.
—Creo que ya habéis hablado suficiente por hoy —dijo Berthier.
—¡No! ¡El Consejo de Diputados espera!
Se zafó de David y corrió al estudio. Cuando le alcanzaron, escribía furiosamente en una hoja de papel.
—Encargaos de que esto llegue a Josefina —dijo, tendiendo el papel a Lefébvre—. Estará preocupada porque no he vuelto a casa todavía.
Lefébvre miró intrigado el papel, luego se lo dio a uno de los granaderos.
—Voy a la Orangerie —dijo Hersh, colocándose una fusta plateada bajo el brazo—. Hablaré con los diputados. Lucien es su presidente. Abogará por mí.
Con eso, salió de la habitación y recorrió de nuevo el pasillo hacia la sala donde se reunía el segundo cuerpo consular. David se situó a un lado, Silv al otro, y los militares se pusieron detrás.
—Esto no puede hacerte ningún bien, Hersh —dijo él—. Esto no es tu sueño y no lo estás controlando. Por favor, detente antes de que te hagas daño.
—¡Eres un idiota! —dijo Hersh—. Claro que me saldré con la mía. ¡Tiene que ser así! ¡Es mi sueño!
—¡No es un sueño, maldición! Es un delirio. Por favor, sálvate.
Hersh dejó de andar y miró a David, airado.
—A veces hay que creer en algo, no importa lo que el Destino tenga preparado. Estabas muerto por dentro, David, mucho antes de que muriera tu cuerpo físico. —Señaló el pasillo—. Yo voy a la Gloria. Esta noche, gobernaré este país o habré muerto por él.
Recorrió el salón. David, que no quería dejarlo solo, entró con él en una Orangerie vuelta ya un remolino. La noticia se había extendido rápidamente.
Unas burdas manos agarraron al general en cuanto entró en el salón.
—¡Cómo os atrevéis! —gritó un jacobino—. ¡Estáis violando el santuario de la ley!
Se dirigieron contra él, empujando también a David; el cuerpo de Arnault temblaba de miedo.
—¡Proscribid al dictador!
Los gritos eran abrumadores. Los hombres cogieron al héroe de Italia y Egipto. Lo acorralaron, con miedo en los ojos mientras Lucien gritaba desde el estrado para que dejaran hablar a su hermano.
David se abrió paso a través de la airada multitud, agarró a su amigo y trató de sacarlo de allí. Pero fue imposible. Hersh, pequeño y asustado, había caído al suelo, y gemía tenuemente mientras los golpes caían sobre David y sobre él.
David le cayó encima, cubriéndolo con su propio cuerpo, decidido a salvar a su paciente a costa de su vida. Entonces una mano le alzó. Berthier estaba allí, rodeado por los soldados que habían repelido a los diputados.
—¡Salid… ahora! —susurró urgentemente, mientras David ayudaba a Hersh a incorporarse.
El hombre temblaba y de su cara manaba sangre, debido a los cortes y arañazos. Los gritos los siguieron hasta la puerta. Los civiles, exaltados, estaban dispuestos a mostrarle su valor al soldado. Silv los esperaba en el pasillo cuando Napoleón fue expulsado del edificio.
—Hijos de puta —dijo Hersh, con la voz temblando de emoción—. ¡Hijos de puta, los mataré!
Llegaron al exterior. Hersh era una figura penosa, sanguinolenta y asustada, mientras los diputados aún le gritaban a través de las ventanas, señalándole.
—¡Proscrito! ¡Proscrito!
—Se acabó —murmuró un Hersh roto—. Estoy acabado.
—Jamás —dijo David entre dientes, mientras los soldados se congregaban a su alrededor, inseguros de lo que estaba sucediendo.
—¡Proscrito! ¡Proscrito!
Hersh se puso en pie y cogió a David por las solapas, suplicando.
—¿Qué hago? —preguntó, y sus ojos claros escrutaron la cara de David—. Por favor, ¿qué hago?
—Llama a Murat —dijo David, todavía lleno de furia—. Llama a las tropas.
Hersh le miró durante un instante, como dejando que el concepto se infiltrara en él. Luego su rostro se ensombreció.
—Las tropas —dijo.
—No —repuso Lefébvre—. Esto no está bien. No es el modo.
—¡Las tropas! —gritó Hersh con fuerza.
Lucien salió corriendo del edificio y llamó a las tropas.
—¡Soldados leales! —exclamó—. Los Quinientos están siendo aterrorizados por miembros armados. ¡Mirad a mi hermano! ¡Mirad lo que le han hecho!
Los soldados hablaban entre sí, varios cientos de ellos, mientras los diputados aún gritaban dentro.
—¡Debéis entrar en la sala y restaurar la mayoría! —gritó Lucien, mientras Murat se acercaba cabalgando en su magnífico caballo, con una mueca mortal en el rostro.
Hersh se enderezó, dejando que la sangre corriera por su cara.
—¡Soldados! —gritó—. Os guié a la victoria, ¿puedo contar con vosotros? Cuatro veces arriesgué mi vida por la República…, en Toulon…, en Italia…, en Egipto…, y en el traicionero viaje de regreso a casa…, sólo para encontrar peores peligros en una asamblea de asesinos. ¿Estáis conmigo?
Se produjeron algunos gritos de «¡Larga vida a Bonaparte!», pero aún hubo vacilaciones, y David notó que el apoyo se desintegraba a su alrededor. Finalmente, Lucien desenvainó la espada y la colocó sobre el pecho de su hermano.
—¡Juro que yo mismo acabaré con mi hermano si alguna vez se interfiere en la libertad de los franceses! —exclamó.
El gesto emocional conmovió a los hombres, que gritaron al unísono, agitando sus fusiles por encima de la cabeza. Murat se acercó a Napoleón y se inclinó.
—¿Órdenes? —dijo, sonriente.
—Expulsadlos —dijo Hersh, con el temor de su cara suplantado por una oleada de oscuridad.
—¡Sí, señor! —repuso Murat, y se enderezó en su caballo—. ¡Que suenen los tambores!
Los tambores empezaron a redoblar, mientras los granaderos se reunían y formaban para marchar lentamente hacia el palacio.
David se volvió buscando a Silv. Ella se encontraba en la periferia.
—Voy a entrar —dijo—. ¿Te importa venir conmigo?
Ella le miró durante un instante, luego sonrió.
—¿Por qué no?
Tomaron los cuerpos de dos granaderos, con fuerza y rapidez, mientras recorrían los largos pasillos. Dentro de la Orangerie pudieron oír los gritos de los diputados:
—¡Dejadnos morir por la libertad!
Pero, cuando las puertas se abrieron, nadie pensó en la muerte, y los miembros empezaron a huir, a quitarse las túnicas rojas y a saltar por las ventanas. Pero muchos se quedaron, dispuestos a aguantar a pie firme.
—¡Ciudadanos! —gritó Murat—. Estáis depuestos.
Los diputados restantes cargaron contra los granaderos. Lefébvre, que había hablado contra la intervención, se puso lívido cuando uno de los diputados rasgó la manga de un granadero.
—¡Acabad con la escoria! —gritó, y saltó a la refriega.
David se internó en la multitud, con todos los pensamientos perdidos excepto la descarga de sus frustraciones. Los mantuvo a raya, usando la culata de su fusil. Los diputados empezaron a desmoronarse bajo el asalto, a saltar por las ventanas y a perderse en el anochecer de noviembre.
Todo acabó en cuestión de minutos; el salón se despejó a la fuerza, el filo de las bayonetas rompió el pergamino de la Constitución. David encontró a Silv y pasó un brazo por encima de su, una vez más, camarada masculino.
—¿Qué te ha parecido? —se rió, aún presa de la excitación.
—¡Me encantó! —replicó ella—. He estado intentando acumular valor para hacer una cosa así desde hace mucho tiempo.
Él la miró intrigado, luego dejó pasar la observación mientras regresaban a los cuerpos de Arnault y Tallien.
La siguiente etapa fue anodina, mientras David y Silv esperaban en el gran estudio y las tropas rodeaban a una mayoría de los diputados para que votaran favorablemente a las propuestas de Napoleón. Toda pretensión de legalidad había sido olvidada. Murat había tenido razón desde el principio.
A medida que se extendía la noche el estudio se despejó, y todos los conspiradores se trasladaron al salón para oír la votación. Cuando se quedaron solos, David se acercó a Silv, que se encontraba sola junto al fuego, como siempre.
—¿A qué te referías antes cuando dijiste que habías intentado acumular valor para vivir la vida de otra persona durante mucho tiempo?
Ella le miró y sonrió levemente.
—Estoy muerta, David —dijo—. Mi cuerpo murió y estoy atrapada en la dilación antes de que se produzca la muerte cerebral. He estado viviendo como una sombra, incapaz de tomar control real sobre los cuerpos anfitriones en los que he estado.
—¿Por qué?
—Porque nuestros pasados son muy difíciles de superar. —Extendió una mano y le tocó la cara—. Nada de esto tiene sentido. Creo que puedo verte, David Wolf, no importa qué cuerpo habites. Tienes una forma de mirar…, hay una sombra en tus ojos…
Él le cogió la mano y le besó los dedos.
—¿Qué estás tratando de decir?
—Simplemente que tengo miedo. Allá de donde vengo, soy una anciana pequeña y asustada que vive en una silla de ruedas porque su cuerpo ya no puede mantenerla.
Él se echó a reír.
—Es difícil imaginarte como una anciana.
—Ciento cuarenta y siete años —dijo ella.
Él la atrajo hacia sí, la sujetó con fuerza entre sus brazos.
—No pareces una anciana —dijo, y la besó fieramente en los labios—. No besas como una anciana. En este punto, puedes ser lo que quieras ser. ¿No es eso lo que querías decirme?
—Sí —dijo ella con pasión—. He tenido tanto… miedo durante tantos años… Ha sido un hábito difícil de romper.
Él la abrazó de nuevo.
—¿Por qué quisiste salvarme? —preguntó.
Ella se apartó de él para contemplar el fuego, tan magnífico en su propia destrucción singular.
—Te he observado toda la vida —dijo—. Te observé tratar galantemente con el dolor con el que tuviste que vivir. Me sentía responsable de ti y… me preocupé por ti. No pude dejarte morir sin intentarlo.
—¿Te preocupaste por mí? —preguntó él, uniéndose a ella para sentir el calor liberado mientras la madera se consumía.
Ella volvió a mirarle.
—Más de lo que nunca me he preocupado por nada.
La puerta se abrió y entró Hersh, la cara laxa, sin que apareciera por ninguna parte el cansino de Napoleón.
—Está hecho —dijo—. El gobierno es mío.
—¡Enhorabuena! —dijo David, acercándose para estrecharle la mano.
—¡Bah! —comentó Hersh, negándose al apretón—. Me salvé por suerte, nada más. Hoy no he sido más que un niño en sus manos.
—Bienvenido al mundo real —dijo David.
El hombre le miró. Sus ojos eran lagunas oscuras que reflejaban la eternidad.
—Antes de que vengan los otros, quiero deciros algo —indicó David.
—Me lo temía —dijo Silv, apartándose del fuego para acercarse a él.
—Voy a regresar de todas formas —dijo David rápidamente—. Creo… No, quiero intentarlo y detener lo que se supone que va a sucederme.
—Es imposible —repuso Silv—. Lo sabes.
—Pero tengo que intentarlo —replicó David—. ¿Lo comprendes? No puedo dejar que mi vida, mi vida real, se pierda sin intentar hacer algo al respecto.
—Si quedas atrapado, morirás —dijo Hersh.
—Lo sé. Pero tengo que intentarlo de todas formas. Por favor, no hagáis nada para intentar detenerme.
Silv agitó tristemente la cabeza, llorando de nuevo.
—Nadie te detendrá, David. Esta decisión es completamente tuya.
David asintió.
—No sé si volveré a veros alguna vez —dijo, y vaciló por un instante—. Pero si no…
Silv sollozó con fuerza y salió corriendo de la habitación, cubriéndose la cara con las manos.
—Mujeres —dijo Napoleón.
David asintió tristemente. Dejar a Silv era lo más duro que había hecho jamás.
—Tengo que intentarlo —explicó.
Esta vez, Hersh le estrechó la mano.
—Lo sé —dijo—. Y, David, si alguna vez regresas…, quiero…, quiero… trabajar contigo sobre mi… problema con la realidad. No puedo ignorarlo más. Lo que ha sucedido hoy lo demuestra.
David le abrazó, cegado por las lágrimas.
—Esa admisión es la parte más difícil del problema —dijo—. Trabaja con Silv. Ella puede ayudar.
Se retiró. Los dos hombres se apreciaban mutuamente, y David se preguntó de pronto qué aspecto tendría realmente Hersh. Empezó a decir algo más, lo pensó mejor, y entonces saltó a la corriente temporal.