David Wolf, habitando la mente del joven y avispado dramaturgo Antoine Arnault, se encontraba de pie en el patio del número 6 de la rue de la Victoire, rebautizada recientemente con su antiguo nombre de rue Chantereine, y escuchaba cantar a las vendedoras de flores de la esquina.

—¡Cinco por un luis! ¡Cinco por un luis!

Era su pequeño chiste sobre los cinco miembros del Directorio y el movimiento Borbón para poner en el trono a Luis XVIII, pero las raíces de la historia eran mortalmente serias. Enfrentada a problemas internos y externos, Francia se encontraba en un estado terrible. La economía era un desastre. Siete octavas partes de los artesanos parisinos carecían de empleo, y los funcionarios llevaban mucho tiempo sin cobrar, aunque la inflación era tan galopante que los que tenían dinero lo encontraban sin valor. Los caminos estaban repletos de bandidos que robaban a los viajeros y se robaban unos a otros. El gobierno en sí se había vuelto un mal chiste, y el Directorio suspendía la Constitución a voluntad cada vez que temían ser derrotados por el Consejo de los Quinientos.

El pueblo sentía un cambio en el aire, y David observaba asombrado la increíble habilidad de Napoleón para estar en el lugar adecuado en el momento oportuno. Quería el poder, y la historia se lo ponía a su alcance.

La casa de Hersh era pequeña pero elegante, y daba a una plácida calle empedrada de la zona oeste. Estaba rodeada por una verja de hierro, y un jardín estrecho pero largo corría tras la verja, un jardín que ahora estaba lleno de generales que caminaban nerviosos de un lado para otro, con sus espadas chasqueando contra sus costados mientras iban y venían. Para los soldados, nunca era cuestión del deber en sí; la dificultad estribaba en determinar, en tiempos de agitación, cuál era ese deber.

El general Lefébre era el premio. Un hombre grande y fornido, de pie en silencio, mirando a la nada. Como gobernador militar de París, se arriesgaba mucho estando en la casa de Napoleón en un día como éste. Antiguo sargento mayor, su lealtad y sentido del honor eran sus características más valiosas…, su honor era algo que incluso ahora trataba de alinear con la verdad.

David no creía mucho en la verdad. Había regresado a París porque era allí donde Silv había querido que se reunieran para discutir sus futuros, o tal vez sus pasados. Había escogido el cuerpo de Arnault como anfitrión porque apreciaba la inteligencia y sensibilidad artística del hombre. Aunque echaba de menos la indiferente aceptación que había recibido de Jon Valance, era una bendición haber salido de los cuerpos de los soldados. Arnault le aceptaba filosóficamente, y él respondía proporcionando al hombre su cabeza a cambio de cooperación. De hecho, disfrutaba de la compañía del joven. Era la primera vez que habitaba de forma continuada un cerebro más ingenioso y rápido que el suyo propio.

Llevaba dos días en París, y había visto a Hersh tras su llegada. Todavía no se había encontrado con Silv, y empezaba a preguntarse dónde se habría metido. No podía esperarla eternamente, pero había llegado a apreciar que el tiempo es la más plástica de todas las realidades y por consiguiente la más maleable. Y tal vez ella le dejaba solo a propósito, dándole tiempo para pensar, para planear su vida desde este punto.

David no estaba seguro sobre el estado de Hersh, aunque se hallaba absolutamente convencido de que el largo viaje por mar sin ayuda médica no podía haber sido más que dañino. Sentía que dentro del cuerpo de Napoleón había una guerra, y no estaba seguro de que su interferencia en este momento fuera conveniente. El general tenía una fuerte personalidad; tal vez podría manejar a Hersh por su cuenta… aunque David se preocupaba por la vida de su paciente si Napoleón conseguía desalojarle.

Josefina no se había reunido con Hersh tras su regreso a Francia, un hecho que parecía insuflar combustible al fuego psicológico que ardía dentro del cuerpo de Napoleón, casi como si la guerra librada tuviera como centro a la mujer. Napoleón clamaba alternativamente por el divorcio y quitársela de encima, o lloraba por el amor perdido de su «queridísima Josefina», quien, hasta el momento de su matrimonio, fue conocida por todos como Rose. A Napoleón le había parecido un nombre demasiado vulgar y lo había trocado en Josefina mientras trataba al mismo tiempo de cambiar la cuestionable imagen del pasado de la mujer. ¿Más delirios de Hersh desarrollándose?

Finalmente, Josefina había acudido a la casa una hora antes, con un pequeño séquito, diciendo que venía a ver a su marido, pero de paso. Napoleón se negó a verla y le cerró la puerta de su estudio, dando origen a una campaña de lágrimas y súplicas femeninas que acabaron por hacer que David saliera de la casa.

Los gritos y reprimendas de los despechados amantes sólo hacían que David se volviera más irritable. Ser el psiquiatra de Hersh era una tarea imposible, un signo más del fracaso de David como médico y ser humano. No tenía ni idea de dónde quería ir a partir de aquí. Cuando había pensado que podía estar salvando la historia, sus hechos tenían en su propia mente una dimensión heroica, pero cuando se dio cuenta de que, no importaba lo que hiciera, la historia seguiría igual de todas formas, se vio una vez más enfrentado a la inutilidad de su propia vida.

¿Debería olvidar toda esta locura y volver a casa? La idea aún le asustaba. No sólo no tenía nada allí, sino que la perspectiva de estar atrapado en un solo cuerpo, en una sola vida, era casi imposible de aceptar después de ver las posibilidades. Pero ¿dónde podía ir?

No tenía ni el valor para abrazar su propia muerte ni la estupidez de pensar que su vida tenía significado. Era un animal que pensaba y sentía enfrentado consigo mismo. Comprendía que tenía la desafortunada maldición de ver claramente el hecho de que los seres humanos llevaban vidas breves y sin significado bajo la ilusión de la libertad y el sentido. Si simplemente tuviera las agallas de acabar de una vez con todo…

Por favor, monsieur… ¡Con mi cuerpo no!

No te preocupes, Antoine. No lastimaré a nadie más que a mí mismo.

Como siempre, ¿eh?

Métete en tus asuntos.

Pensó en el egipcio de El Cairo, en el suicidio del que había sido testigo. Recordaba aquella feliz succión que atraía a Ibrahim hacia la muerte, y lo adecuado de todo aquello. Aunque él mismo había sentido esa atracción de vez en cuando, nunca había dejado que se apoderara de él por completo. Tal vez el Destino no había terminado de ponerle en ridículo.

Monsieur Arnault —dijo una voz a sus espaldas.

Sorprendido, se volvió para ver a Teresa Tallien a su lado. Amiga íntima de Josefina, Madame Tallien había vuelto con ella de lugares desconocidos aquella mañana y había intentado, sin éxito, interceder entre el general y su apenada esposa.

David saludó a la mujer.

Madame —dijo, haciendo una leve inclinación con la cabeza.

—Parece que he molestado vuestro retiro.

—No, en absoluto. Simplemente me habéis rescatado de la oscura alma del poeta.

—Entonces, ciertamente he hecho mucho —replicó ella, sonriendo con los ojos y con su roja boca.

Era una mujer hermosa, de pelo muy negro, que había sobrevivido a la prisión bajo el Terror para casarse con el hombre que había hecho más que nadie por acabar con Robespierre y poner fin al reino fantasmal. Era famosa en París por sus vestidos transparentes y su vena escandalosa. Hoy llevaba un peinado a la guillotina, con el pelo corto y rizado dejándole el cuello al descubierto, que rodeaba un estrecho lazo de seda roja. Sus pechos, apenas ocultos por el amplio escote, estilo popular griego, dieron tanto a Arnault como a David pausa para reflexionar.

—Estáis realmente encantadora hoy —dijo Arnault, inclinándose para besarle la mano.

Ella le dio un leve golpecito en la mano con su abanico cuando él no le soltó la suya, y David se enderezó, mientras los ojos de la mujer le miraban atrevidamente.

—Vi vuestra obra Oscar, monsieur.

—Antoine, por favor.

—Me pareció bastante buena…, Antoine. He oído decir que os ha hecho millonario.

David sonrió.

—Después de sólo doce representaciones —replicó—. Una buena medida de lo pobres que son realmente los parisinos.

—¿Cederá el general, Antoine, y perdonará a su dolorida esposa?

Arnault volvió a inclinarse.

—Sólo el Destino puede responder a esa pregunta, madame —dijo.

La mujer entornó los ojos.

—¿David? —preguntó.

Él sonrió ampliamente.

—¿Silv? Me preguntaba dónde estarías.

La conducta afectada de ella desapareció, bajados todos sus sistemas de defensa.

—He estado viajando con Josefina, abriéndome camino hacia la casa de esa forma.

Él la observó azarado, desacostumbrado al envoltorio que ahora albergaba a Silv. El hecho de que se sintiera atraído físicamente hacia ella sólo empeoraba las cosas.

—Has escogido un cuerpo extraño para volver —dijo, aunque aquello no expresaba lo que sentía realmente.

—¿Cómo es eso? —preguntó ella, incapaz de aceptar las palabras de él sólo por su valor externo—. Teresa es una mujer inteligente, sincera, sana; una elección de primera para actuar de anfitrión.

David no supo qué decir.

—Eras…, bueno, antes escogiste a un hombre. Supongo que pensé que podías continuar siguiendo la situación de esa forma.

—Me fue conveniente ser un hombre antes. Ahora me conviene no serlo.

Él empezó a darse cuenta de que Silv estaba mintiendo, a él o a sí misma.

—Pero no es sólo una mujer, Silv. Se trata de una de las mujeres más hermosas y deseables de París.

—Supongo que debería agradecerte el cumplido.

Él la miró, sonriendo, y finalmente empleó su cerebro médico para adivinar sus intenciones.

—Estás empezando a aflojar —dijo, dejando que sus ojos se relamieran en su belleza sin disimulo—. Eres una mujer, y quieres ser una mujer ahora, y eso no tiene nada que ver con Napoleón. Quieres divertirte un poco.

—¡Te pido perdón! —replicó ella, fríamente—. Y te agradecería que no me miraras de esa forma.

—Puedes con David Wolf y con Antoine Arnault, madame —dijo él, inclinándose—. Nuestro apasionamiento nos hace perder el control.

Ella le abofeteó con fuerza, con el ceño tenso y fruncido.

—¡Basta! Soy yo la que está aquí dentro, David. Nada es diferente, excepto el cuerpo anfitrión. Trátame como lo has hecho siempre.

—No puedo. Escogiste un cuerpo que sabías deseable, y estoy respondiendo. Si quieres que te trate como lo hacía cuando eras Gérard Cuvier, entonces vuelve a transferirte a un soldado.

—No tengo por qué —dijo ella, y abrió su abanico, que acercó para cubrir su pecho que subía y bajaba—. Merezco respeto por mi mera existencia; el envoltorio no tiene nada que ver.

—A pesar de lo que dijera María Antonieta, no puedes tener el pastel y comértelo. —Le retiró el abanico y lo cerró para colocarlo en su escote—. Admítelo. Disfrutas de la atención. Te gusta volver a ser una mujer. No hay nada de malo en ello.

Ella sacó el abanico de su escote y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los había visto.

—Tengo un trabajo que hacer aquí.

Él se volvió y miró a la calle a través de los barrotes de la verja, a los mendigos y vendedores harapientos que pasaban.

—No tienes nada que hacer. Ninguno de los dos lo tiene.

Ella se le acercó y se apoyó contra los barrotes para mirarle a la cara.

—No vi nada que cambiara mi sentido del deber —dijo.

David se volvió, furioso.

—Deja de mentirme —dijo, con los dientes apretados—. Nada de lo que hagamos creará ninguna diferencia. Si te pusiera una pistola en la cabeza y apretara el gatillo, sería porque así tendría que ser.

No, monsieur… ¡Una cabeza tan encantadora no!

Sólo hablo en sentido figurado, Antoine.

—No me refiero a eso —dijo ella—. Tenía un deber que cumplir, y sigo teniéndolo. Cuando pueda hacer regresar a Hersh, entonces todo quedará tal como estaba.

—¿Y qué hay de mí? Yo no voy a regresar.

—Tal vez tu deber sea quedarte aquí.

Ella le sonrió, y en la sonrisa asomó una promesa. Esto era algo totalmente nuevo. ¡Era casi como si le estuviera seduciendo!

Él la sujetó por los brazos, temblando levemente.

—¿Qué estás tratando de hacer? —preguntó.

—La gente nos mira —susurró ella roncamente—. Suéltame.

Él así lo hizo. Se volvió hacia los generales, que habían dejado de deambular para observar el altercado.

—Lo siento. Estoy muy confuso.

—Muy bien —dijo ella en voz baja—. Seamos sinceros. Tal vez las cosas hayan cambiado, en cierto modo. No estoy segura de lo que ha pasado exactamente, pero me siento más cómoda aquí, haciendo esto, que en ningún otro sitio. He hecho algunos viajes desde la última vez que te vi, y ahora mismo me siento más… cómoda con mi deber mientras trato de decidir qué hacer. Tal vez a ti también te pase lo mismo.

—¿Por qué es importante para ti?

—¿Por qué dices que lo es?

—Porque no quisiste hacerme volver, en mi tiempo, como si tuvieras miedo de que me quedara allí.

—No quería malgastar una buena dosis cuando suponía que regresaríamos de todas formas —dijo ella, y luego trató sin éxito de ser sutil para cambiar de tema—. ¿Cómo está nuestro paciente?

Sucedía algo. David estaba convencido de ello ahora. Decidió seguir la corriente y ver qué podía averiguar por su cuenta. Había un banco de cemento en el jardín. Se acercó a él y se sentó. Palmeó el lugar para que Silv lo hiciera a su lado.

—Es difícil de saber —dijo, sintiendo que el cuerpo de Arnault se rebullía cuando ella se sentó a su lado, con sus caderas rozándose—. Está librando algunas batallas internas con Napoleón que le han replegado aún más hacia su interior. Pero sugeriría que no le contáramos nuestro descubrimiento. Podría confundir aún más las cosas.

—No estoy de acuerdo —dijo ella rápidamente. Arnault movió su pierna levemente contra la de madame Tallien, y ella respondió igualmente—. Cuanto más pronto sepa la verdad, mejor. Tal vez le devuelva la cordura.

—La enfermedad emocional no es un dolor de cabeza que se pueda curar con aspirinas —replicó él; la mano de Arnault descansó sobre su muslo, y dos de sus dedos rozaron el muslo de Teresa—. Las revelaciones tienen que ser acompañadas de la correspondiente aceptación de responsabilidad. Hersh no está en condiciones de tratar con nada por el estilo en su estado actual. No somos magos de tercera con trucos baratos, Silv.

Ella bajó la mirada, molesta, al ver que la mano de Arnault se había posado sobre su pierna. Se retiró al otro extremo del banco. David se rió por dentro. No podía reprender al pobre tipo por intentarlo.

—En los últimos meses he llegado a respetar tu profesión —dijo ella, abriendo de nuevo el abanico y agitándolo nerviosamente—. Comprendo la meticulosa reconstrucción de personalidad que es necesaria para tener éxito en la rehabilitación. Pero, en este caso, creo que te equivocas. Tal vez una dosis de verdad absoluta le haga despertar. Después de todo, su creencia en la realidad de su sueño es lo que le catapultó a sus delirios.

—No lo creas —dijo David—. Los problemas de Hersh están profundamente arraigados, y…

Ella le dio un rápido golpecito en la pierna para advertirle que Hersh había salido al jardín. Parecía agotado, abatido por sus batallas emocionales. Iba vestido con el uniforme completo: calzones blancos, guerrera azul con solapas bordadas en oro, un fajín rojo, blanco y azul en la cintura, y la espada que había llevado durante la campaña siria y la batalla de Aboukir.

Se dirigió inmediatamente al general Lefébre, que se encontraba junto a un seto lleno de rosas rojas en flor. Los dos hombres se apreciaban mutuamente, Lefébre grande e imponente, Napoleón como un muelle tenso dispuesto a estallar.

David y Silv se esforzaron en escuchar las palabras.

—Sentía resquemor a venir aquí, general —dijo Lefébre, con su rápido acento alsaciano.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Hersh.

Los dos hombres se miraron letalmente a los ojos.

—Pensé que en este lugar podían estar desarrollándose intrigas —replicó el hombre de una forma directa—, que en esta atmósfera podía haber conspiraciones.

—Conspiración es una palabra con muchas formas y gradaciones —respondió Hersh.

Lefébre resopló y adelantó su larga barbilla.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

—La salvación de Francia —respondió Hersh—. Vuestra lealtad y vuestra espada son ahora más necesarias que en ninguna batalla en la que hayáis combatido. Busco preservar la República por la que tanto hemos luchado. Procedéis de la tropa, amigo mío. ¿Queréis volver a ella? Los Borbones quieren el trono, y si nosotros, soldados leales, no hacemos algo por detenerlos, nuestro país estará perdido, junto con nuestras cabezas.

—¿Qué hay del Directorio, y de los Quinientos del Consejo?

Hersh le miró, y a continuación desenvainó la espada y se la tendió.

—Somos soldados —dijo—. Cumpliremos con nuestro deber para con nuestros compatriotas y nosotros mismos. Aquí está la espada que llevé en la Batalla de las Pirámides. Os la doy como muestra de mi estima y confianza.

El hombre miró el arma, respetando el valor de un regalo tan personal, pero valorando más la confianza de un soldado en otro.

—La guarnición de París está a vuestras órdenes —dijo al cabo de un momento—. Estoy dispuesto a arrojar al río a esos abogados afeminados.

—Bien —dijo Hersh—. Volved a vuestra guarnición. Me pondré en contacto.

Lefébre saludó:

—Mi general —dijo, y se dirigió a la calle, pasando junto a la verja donde se hallaban David y Silv.

David sacudió la cabeza, asombrado, como de costumbre, por el hombre que tan desesperadamente necesitaba su ayuda, el hombre que podía hablar de revoluciones como otros hablaban del tiempo.

Hersh se volvió hacia ellos, comprendiendo de inmediato su relación y conociendo sus razones. Se plantó ante ellos, con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Vaya —dijo—. Los pollitos han regresado al gallinero.

—¿Cómo estás, Hersh? —preguntó Silv suavemente.

—Olvidando atareadamente el pasado hasta que vinierais —dijo Hersh—. Me siento maravillosamente. He decidido que gobernaré este país antes de que acabe el año.

—Suprimir el pasado no es forma de prepararse para el futuro, Hersh —dijo David—. Los seres humanos son la suma de lo que ha sucedido antes. La comprensión es la clave.

—Siempre husmeando, ¿eh, David? —preguntó Hersh—. Siempre tratando de cogerme desprevenido. Bueno, pues me siento bien. Me siento como un hombre nuevo.

—¿Volverás a aceptar a Josefina? —quiso saber Silv.

Los ojos de Hersh destellaron, luego se relajaron.

—No me hables de ella —dijo fríamente.

David le observó con atención. Su personalidad estaba lastimada, intentando desesperadamente enmendarse incluso mientras llevaba adelante sus sueños de poder, los sueños de ser el plano de intersección entre las dos mitades del general.

—Tenemos algo importante que decirte —repuso Silv, y David gruñó.

Hersh sacó un reloj de bolsillo de su guerrera.

—Pasemos adentro, entonces. Tomaremos el té y charlaremos mientras espero a Talleyrand.

—¿Va a venir aquí? —preguntó David.

—Con una sorpresa. —Hersh hizo un guiño y luego se inclinó para revolverle el pelo a David—. Alegra esa cara. El mundo es nuestro.

Entraron a la casa y se dirigieron al estudio donde Napoleón conducía todos sus asuntos. La habitación era grande, y la pared estaba llena de estanterías desde el suelo hasta el techo. Había ganado mucho dinero mientras conquistaba Italia, y había invertido casi todo en la casa. Un gran fuego ardía en la chimenea en un rincón, conteniendo el frío de principios de otoño.

Había sillones de alto respaldo dispuestos en círculo alrededor del centro de la habitación. Napoleón se tumbó en uno, apoyando una pierna en el brazo del sillón para tenderse de lado. David se dirigió a una mesita donde había comida servida, cogió unas pastas y se sirvió una taza de té. Silv simplemente se sentó. Teresa probablemente la había convencido de que picar algo no sería bueno para su figura.

Azúcar, por favor; dos cucharadas.

¿En el té? ¡Oh, vamos!

No puedo beberlo sin azúcar.

A regañadientes, David sirvió dos cucharadas de azúcar en el té y lo movió. Se sentó junto a Silv, pues Arnault quería estar cerca de Teresa Tallien.

Hersh los miró; el sonido apagado de los sollozos les llegaba a través de una puerta cerrada.

—¿Tenéis algo que decirme? —le preguntó a Silv, con expresión seria.

Ella miró brevemente a David, que sacudió la cabeza indicando que no. Ella le ignoró.

—David y yo volvimos hasta la época de él —dijo.

—Cuánto me alegro por vosotros —replicó Hersh.

—Buscamos en los libros de historia, y descubrimos que todo lo que ha sucedido es como debería suceder.

Intrigado, el hombre se enderezó en su silla.

—¿Qué quieres decir?

—Yo temía que pudieras cambiar la historia —explicó Silv—, pero no lo hiciste. Eres parte de la historia, tu viaje en el tiempo fue… lo que tenía que ser.

El rostro de Hersh se ensombreció.

—Yo…, no comprendo.

—Todo esto está sucediendo porque tenía que suceder —dijo David, notando cómo una expresión de dolor cruzaba por la cara del hombre.

—No, no —dijo Hersh, sonriendo—. No va a funcionar. Esto es mi sueño. Lo controlo como quiero.

Silv sacudió la cabeza.

—Te equivocas. Eres una parte del todo, no una entidad libre.

—¡No! —gritó él—. ¡No pienso oírte!

Silv miró a David con cara asustada.

—No te preocupes ahora, Hersh —dijo él—. No hay por qué preocuparse de eso en este momento.

Hersh se puso en pie, con las manos a la espalda. Caminó de un lado para otro, nervioso.

—Mis acciones son libres, lo sé —dijo, con todo su cuerpo vibrando salvajemente—. Si eso no fuera cierto…, yo no sería real. Y por supuesto que lo soy. Yo elijo ser real.

Llamaron a la puerta exterior, y los criados se apresuraron a abrirla. En ese momento entró un muchachito vestido de violeta…, Eugéne, el hijo del matrimonio anterior de Josefina.

Napoleón lo vio, lo atrajo hacia sí y le tiró de las orejas antes de estrecharle la mano.

—Éste es mi chico —dijo—. ¿Me echaste de menos mientras estaba fuera luchando contra los bárbaros?

Eugéne sonrió.

—Vengo con una misión que me temo no será de tu agrado —dijo, tirándose del cuello de su traje—. Perdona a mi madre. Promete no volver a ver al tío Charles.

—¡Tío Charles! —gritó Hersh con fuerza—. ¿Es así como llamas a su joven húsar?

La voz de Josefina gritó tras la puerta:

—¿Y qué hay de madame Fourés, tu Cleopatra en Egipto?

—¡Mi venganza, puta! —Hersh volvió a tumbarse en el sillón—. Los guerreros de Egipto son como los de Troya. Sus esposas han sido igualmente fieles.

—Iba realmente a reunirse contigo —dijo Silv—. Tomó la ruta de Borgoña…

—Y yo la de Nevers —terminó él, el rostro más tranquilo. Entonces volvió a endurecerse, y se dirigió a Eugéne—. Dile a tu madre que se busque un abogado.

El muchacho asintió y salió dignamente de la habitación, pasando junto a tres hombres que entraban. Talleyrand era el primero, David lo reconoció de inmediato. Era alto y apuesto, con los aires típicos de un dandy. Sin embargo, tenía una cierta presencia que atraía hacia él todas las miradas, incluida la de Napoleón. A continuación entraron caras familiares para Arnault: Emmanuel Sieyés y Pierre-Roger Ducos, ambos miembros del Directorio.

—Sentaos, caballeros —dijo Hersh, poniéndose en pie e inclinándose—. Por favor, aceptad mi hospitalidad. Comed algo.

Los tres hombres se dirigieron a la mesa. Talleyrand miró a Silv. Algo parecido a los celos atravesó la mente de David.

¡Esto es una locura!

Sieyés era un hombrecillo extraño, con una cabeza redonda y rasgos encogidos y claramente definidos. Ducos, por otro lado, era totalmente indescriptible, un hombre silencioso con ropa normal, reputado por su mente profunda y experimentadora.

—¡Bien! —dijo Hersh, con voz demasiado alta—. Veo que os habéis dejado los sombreros en casa. ¡Los de las plumas de tres palmos!

—Ésos son sólo para ocasiones oficiales —dijo Sieyés, frunciendo el ceño ante el insulto.

—¿Y es cierto que ahora los Quinientos llevan túnicas griegas?

—Así es —dijo Talleyrand, mientras se disponía a sentarse junto a Silv.

—¡Qué disparate! —exclamó Hersh, y luego inclinó la cabeza hacia la puerta que impedía el acceso a Josefina—. ¡Qué disparate!

David acabó rápidamente sus pastas y se levantó, ansioso por apartar a Silv de Talleyrand, hacia quien ya sentía una fuerte aversión.

—Tal vez deberíamos dejaros para que discutáis vuestros asuntos, señores —dijo—. Madame Tallien y yo nos retiraremos hasta más tarde.

—Tonterías —dijo Hersh; también él hablaba demasiado fuerte, demasiado irritado—. Quedaos. Tal vez mis colegas en el gobierno puedan ayudarnos en nuestra discusión.

—Desde luego —dijo Talleyrand, sin dejar de mirar a Silv—. La presencia de madame Tallien ciertamente anima nuestras discusiones.

Le besó la mano, sus ojos fijos en los de ella.

—No, no podemos… —empezó a objetar David.

—Claro que sí —dijo Hersh, y luego miró a los demás—. Arnault, madame Tallien y yo discutíamos sobre el destino, caballeros. Ciertamente, es un buen tema para hoy.

—Tenemos asuntos delicados que discutir —indicó Sieyés; su desagrado hacia Napoleón era obvio.

—Se quedarán —dijo Hersh; se volvió hacia Talleyrand—. Barras está trabajando para hacer volver a Luis. Ayer me ofreció un puesto en su golpe de estado.

—Todas las líneas se mezclan —dijo Talleyrand—. Barras se mueve por el dinero.

—¿Y vosotros, caballeros? —preguntó Hersh a los dos directores—. ¿Qué motiva vuestras vidas?

—Buscamos la estabilidad de Francia —dijo Sieyés—. Buscamos su salvación en un orden nuevo.

—En otras palabras, queréis el poder —replicó Hersh—, y necesitáis una mano armada que os respalde.

—No hay motivos para esta falta de delicadeza —dijo Ducos.

—Mi amigo Arnault y madame Tallien me dicen que nuestras vidas son guiadas simplemente por el destino —dijo Hersh, poniéndose nuevamente en pie, agitado—. Que no tenemos libre albedrío per se.

—¿La mano de Dios, entonces? —preguntó Talleyrand directamente a Silv—. Una filosofía poco común en estos tiempos modernos. De hecho, una filosofía oficialmente censurada.

A David le desagradaba realmente este hombre. Nunca parecía decir lo que estaba pensando.

—No he mencionado a Dios para nada —dijo Silv—. Eso sugiere orden.

—¿Qué es el destino sino orden? —preguntó Talleyrand.

Sieyés casi se bebió toda su taza de té de un sorbo, y luego se dirigió a Napoleón.

—Vuestro regreso a Francia en un momento tan insospechado y oportuno parece ciertamente sugerir la intrusión del destino… o de una suerte tremenda.

—¿Es la suerte lo que hizo grandes a los hombres? —preguntó Napoleón—. No; pero siendo grandes, fueron capaces de dominar la suerte.

—La grandeza de esa naturaleza es lo que expulsó a los Borbones del poder —dijo Sieyés, mirándole fijamente.

Napoleón le devolvió la mirada.

—Entonces, tal vez malinterpreto vuestros motivos para estar aquí, monsieur.

—El Destino podría ser simplemente la aceptación del tiempo como realidad existente —le dijo Silv a Talleyrand—. El tiempo existiendo, como las rocas, con plena seguridad.

—No os he otorgado crédito suficiente —replicó el hombre—. Vuestra metafísica está profundamente meditada.

Tallien se sonrojó.

—Gracias —dijo dulcemente.

—¿Caos predestinado? —indicó David—. Eso no tiene sentido.

—El orden y el caos no son más que palabras, David —apuntó Silv en voz baja—. Las inventamos para tratar de explicar nuestras vidas.

—Pero el tiempo es la prueba del orden, ¿no? —preguntó Talleyrand—. El universo, como los relojes de nuestros aliados suizos, cada segundo, cada instante, se extiende en simetría lineal, impulsando gloriosamente al mundo hacia adelante.

—Eso tampoco es cierto —dijo David—. El tiempo es también una invención. La única constante es la velocidad de la luz.

—¡La velocidad de la luz! —exclamó Ducos—. Oh, cielos, temo que nuestro joven poeta habla en metáforas que están más allá de mi comprensión.

—No es ninguna metáfora… —empezó a decir David.

—¿Qué estáis haciendo exactamente hoy aquí? —interrumpió Hersh, plantándose ante Sieyés.

El miembro del Directorio respondió sin vacilar:

—Estamos aquí buscando a un hombre que no tema enfrentarse al cambio.

—¡Ja! —exclamó Hersh—. ¿Enfrentarse al cambio? Yo soy el cambio. Mis sueños van más allá de los pequeños murmullos de los hipócritas miopes. Y os diré algo más: no actúo por amor al poder, sino porque soy más educado, más perceptivo, más clarividente, y estoy mejor calificado que nadie más.

—¿Qué estáis diciendo, general? —preguntó Ducos.

—No estoy acostumbrado a los juegos de los políticos. Hablo con franqueza. Estáis buscando una espada, y yo soy vuestro instrumento…, pero también soy más que eso.

Sieyés frunció el ceño mientras daba un bocado a una pasta.

—Palabras osadas para un hombre que se enfrenta al arresto como traidor por desertar de sus tropas sin órdenes.

—En el camino de París fui recibido con júbilo por todas partes —dijo Hersh con las manos en las caderas, mirando fijamente a Sieyés—. Aclamaban al héroe de Aboukir, al vencedor de los turcos. El Directorio no se atrevería a arrestarme, y lo sabéis. Además, me abandonaron en Egipto…, ¿no es cierto, Charles?

Napoleón se volvió hacia Talleyrand y lo apuntó con un dedo.

—¿Por qué no hicisteis la paz con los turcos? —dijo en voz alta—. ¿Dónde estabais cuando os necesitaba?

Talleyrand sonrió y se llevó una mano al pecho, sin dejarse cohibir.

—Mi querido general —dijo—. El hecho de que trabajara para el Ministerio de Asuntos Exteriores no significa que yo tomara todas las decisiones. Quise acudir desesperadamente, pero me contuvieron y no pude. Me han despedido del cargo desde entonces. ¿No es eso prueba suficiente de mi sinceridad y mi falta de control sobre esos temas? Si hubiera sido culpable de lo que se me acusa, ¿habría venido aquí hoy para ayudar a que esta alianza dé fruto?

David empezaba a comprender la fatal atracción que Napoleón sentía por Talleyrand. El hombre era como un niño precoz, molesto pero infinitamente encantador. Napoleón, que apreciaba la inteligencia y la previsión por encima de todo, se sentía absolutamente atraído hacia Talleyrand a pesar del oportunismo y la deslealtad del otro hombre.

Una muchachita adolescente entró en la habitación ataviada con un vestido de guinga y un chal alrededor de los hombros. Hortense, la hija de Josefina.

Hersh se volvió hacia la entrada y se apresuró a abrazarla.

—Florecilla —gimió—. Deja que tu padrastro te abrace.

La muchacha permaneció rígida, con su repulsión hacia su padrastro obvia para todos menos para el propio Napoleón; Hersh aún vivía la fantasía.

—Por favor, señor —dijo con voz trémula cuando se separaron—. Por favor, terminad con la angustia de mi madre y perdonadla. Está verdaderamente arrepentida.

—¡La zorra envía a sus hijos para interceder por su causa! —gritó Hersh—. ¡La mujer que me dejó con menos de cien luises en mi cuenta bancaria!

—Oh, señor —suplicó Hortense—. Mi madre sólo quería que la casa estuviera hermosa para vuestro regreso. Hizo falta dinero para redecorarla.

—¡Y para vivir bien! —gritó Hersh.

Los llantos se hicieron más fuertes al otro lado de la puerta.

—Oh, por favor —lloriqueó Hortense—. ¡Tememos que enferme por todos sus sufrimientos emocionales!

—¡Y yo temo, como cornudo de Europa, que nunca volverán a tomarme en serio!

—¡Lo siento! —gimió Josefina tras la puerta—. ¡Si no me aceptas, moriré de pena!

Los ojos de Napoleón se suavizaron durante un segundo, luego volvieron a solidificarse. Los gemidos se convirtieron en sollozos.

—Tal vez deberíamos irnos —dijo Ducos; se puso en pie y colocó su platillo en el suelo, junto a la silla.

—¡No! —gritó Hersh, y le obligó a sentarse de nuevo con una dura mirada—. No hemos terminado nuestro asunto.

—Tenéis problemas domésticos —dijo Sieyés, tensos los músculos de la mandíbula—. Tal vez los asuntos del Estado tengan menos importancia para vos que los asuntos del corazón.

—Estamos hablando del destino, ¿recordáis? —dijo Hersh fríamente—. Y yo veo el destino como una expresión del libre albedrío —alzó una cerrada mano—. Como hombres de libre albedrío, tenemos en nuestro puño el destino de Francia… sólo si vosotros, caballeros, tenéis el valor de cumplir vuestras propias expectativas.

Sieyés se levantó y miró a Bonaparte.

—El valor no es sólo propio del soldado —dijo—. Proponemos un plan atrevido. Tal vez sea vuestro temple lo que ponemos a prueba.

—Vuestro plan, entonces —dijo Hersh casi en un susurro, y de repente la habitación quedó en silencio, a excepción de los gemidos de Josefina en la habitación de al lado.

—El Directorio puede ser nuestro fácilmente —dijo Sieyés.

—¿Cómo? —preguntó Hersh.

Sieyés se volvió hacia David y Silv y los señaló con la mano.

—No estarían aquí si no pudiera confiar en ellos, monsieur —dijo Hersh, ahora casi nariz con nariz con Sieyés—. Si tenéis algo que decirme, dejad de contenerlo.

Talleyrand se puso en pie y se interpuso entre los dos hombres.

—Mi general —dijo—. Barras ha demostrado que se le puede comprar con facilidad, así que no es problema. Tenéis dos directores ante vos. Si podéis convencer a los Quinientos que les amenaza un golpe militar, podemos hacer que el héroe de Aboukir sea instalado como comandante del distrito de París…

—Siete mil hombres —dijo Hersh.

—Suficientes —indicó Sieyés.

—Entonces —continuó Talleyrand—, podemos convencerles de que retengan el Consejo en Saint-Cloud para su propia protección, apartando por tanto el gobierno de París. Nos aseguraremos de la dimisión de los directores, con el Consejo fuera; luego, usando vuestras tropas como presión, convenceremos al Consejo para que instale a Ducos y Sieyés como líderes, haciendo todos los cambios que necesitemos para gobernar adecuadamente el país.

Hersh se rió.

—¿Y qué se supone que hará eso por mí?

—Tendréis buenas razones para apoyarnos —dijo Sieyés—. Primero, haréis un gran servicio a la República. Segundo, ganaréis indudablemente una buena cantidad de dinero. Tercero, podréis pedir cualquier puesto que deseéis dentro del gobierno.

—Bien —dijo Hersh—. Entonces, quiero ser director junto con ustedes, caballeros.

Ducos también se puso en pie, y los cuatro hombres formaron un círculo.

—Pero eso es imposible —dijo—. La Constitución deja bien claro que hay que tener al menos cuarenta años para ser director.

Hersh sonrió de oreja a oreja.

—Entonces debemos tener una nueva Constitución —dijo—. Pensadlo. No tenemos gobierno porque no tenemos Constitución, al menos no del tipo que necesitamos. Vuestro genio será el encargado de producir una. Una vez cumplido eso, nada será más fácil que gobernar. Por tanto, propongo que continuemos con nuestro plan con algunas excepciones menores.

»Conseguiremos con toda seguridad que todos los directores dimitan en Saint-Cloud, incluyéndoos a vosotros. Luego, nombraremos un comité de tres para que se encargue de redactar una nueva Constitución. Nosotros, caballeros, seremos esos tres. Nuestra nueva Constitución, naturalmente, nos dejará en el poder cuando la terminemos. Iguales riesgos, iguales recompensas.

—Descabellado —dijo Ducos.

—Pero no tan descabellado como el que yo arriesgue mi cargo y mi cuello a cambio de ninguna recompensa, ¿no? —dijo Hersh.

Sieyés meneó la cabeza y habló lentamente.

—De todos los militares que he conocido, sois el más parecido a un civil.

Hersh hizo una reverencia.

—Lo aceptaré como un cumplido.

—Meditaremos vuestra propuesta, general Buonaparte —dijo Sieyés.

—Es Bonaparte —corrigió Hersh.

—Por supuesto.

Hubo un golpe sordo en la puerta de Josefina, y la oscuridad surcó la cara de Hersh.

—¡Qué! —gritó, y luego corrió hacia la puerta, derribando dos sillas en su prisa. Se plantó ante la puerta, con los puños cerrados—. ¡Qué!

—Estoy golpeando mi cabeza con tu puerta —dijo Josefina—. Destruiré mi estúpido cerebro.

—No te hagas daño —dijo Hersh, conciliador.

—No merezco vivir —dijo la mujer, y empezó a golpear de nuevo.

David intentó incorporarse, preocupado, pero Silv sujetó su brazo, sonriendo.

—Rose tiene habilidad para lo dramático —le susurró.

Talleyrand se acercó a Silv y se inclinó para coger su mano; su camisa olía a perfume.

—Ahora debemos irnos —dijo en voz baja—. Es mi mayor deseo que volvamos a vernos bajo circunstancias más… relajadas.

—Pero, mi señor —dijo Silv dulcemente—. ¿No sois clérigo?

—Soy republicano —dijo Talleyrand, con ojos reveladores—. Y vuestro.

Teresa bajó los ojos.

—Me sonroja vuestra atención —murmuró.

David sintió que se le revolvía el estómago.

—¡Por favor! —gritó Hersh—. ¡Por favor, detente!

—¡La tumba me llama! —gimió Josefina.

—¡No!

—Enviaré un lacayo a vuestra casa con un mensaje, madame —dijo Talleyrand.

—Discreción, mi señor. Soy una mujer casada.

—¿Te apartarás de ese bastardo de Charles? —aulló Hersh.

—¡Sí, mi amor, sí! ¡Lo que tú quieras!

—Ahora me marcho —dijo Talleyrand, besándole la mano—. Estaréis en mis sueños esta noche.

—Espero que sean… sueños agradables —dijo Silv, agitando el abanico en la dirección del hombre.

Talleyrand le envió un beso por el aire y se marchó con los directores.

—¿Por qué has coqueteado con ese idiota? —preguntó David.

—Fue muy agradable —dijo Silv.

—¿Intentarás no gastar mi dinero tan libremente? —gritó Hersh.

—¡Llevaría harapos por estar cerca de ti!

Hersh se retiró de la puerta, su cara convertida en una guerra de emociones en conflicto. Parecía que iba a darse la vuelta y marcharse cuando, literalmente, saltó hacia la puerta y la abrió de par en par.

Josefina se encontraba en el umbral, la cara bañada en lágrimas, su vestido nuevo roto en varios lugares allá donde se había castigado. Ella y Hersh se abrazaron, ambos llorando, apasionadamente.

—Hersh ha ganado —dijo David.

—Pero… ¿a qué precio? —replicó Silv—. Lamento haberle comunicado nuestra noticia. Parece tan…

—¿Fuera de control? —terminó David, y asintió, encogiéndose de hombros—. Tienes razón. Lo está. Un psicópata paranoico está a punto de tomar el control del gobierno francés.