No debéis confiar demasiado en vuestra realidad tal como la sentís hoy, porque, al igual que la de ayer, puede resultaros una ilusión mañana.
—Luigi Pirandello
David estaba sentado al volante de su Chevy del ’57 bajo el destello de las brillantes luces de neón del Sonic Drive-in, y contemplaba a Mary Ann Boyd pasar patinando para retirar la bandeja enganchada a la ventanilla de la furgoneta situada junto a él. Se maravilló de la redondez de sus caderas bajo la estrecha falda del uniforme que llevaba, y de cómo su trasero parecía serpentear sobre un engrasado cojinete a bolas con cada movimiento que hacía. Sintió el estómago ligero y revuelto, como cuando la gripe se preparaba para asaltarle.
Si tan sólo…
No. No es esto. Sigue adelante.
El gran asiento delantero del Chevy desapareció a su alrededor, fundiéndose en cuestión de segundos, reformándose y tensándose en el Porsche blanco desde el que había dejado este mundo hacía tanto tiempo.
Se volvió levemente y vio que Liz le miraba desde el asiento de al lado. Su cara se convirtió una vez en la de Linda Griggs, una novia del bachillerato, antes de solidificarse de nuevo y convertirse en la de su hermana.
—¡Liz! —dijo David, y extendió la mano para tocarla—. Dios, qué alegría verte.
La abrazó con fuerza. Después de los años que había pasado transitando en el pasado, Liz era la única persona de la que lamentaba haber estado separado. Tenía un aspecto magnífico. Los años no la habían cambiado.
Ella se separó de él. Parecía asustada.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz alta—. ¿Qué va mal?
Él se rió, advirtiendo que para ella no había transcurrido tiempo alguno. Los años que él había pasado preocupándose por sus problemas, y esperando que le fuera bien, simplemente no habían pasado para ella.
—Nada —dijo, y la besó rápidamente en la mejilla—. No pretendía asustarte.
No podía retener la cara de ella. Alternativamente se convertía en las caras de muchas mujeres en su vida; los árboles tras ella, fuera de la ventanilla, en la distancia, seguían creciendo y encogiéndose, secándose y muriendo, incluso mientras observaba, incluso mientras los coches aparcados junto a ellos seguían fundiéndose y reformándose… Studebakers y grandes Plymouths con amplias aletas y Chevys del ’65 descapotables.
Se palpó los bolsillos, buscando las jeringuillas, y advirtió que Silv las había cogido.
—Las agujas, Liz. Necesito las jeringuillas.
Ella entornó la mirada y sujetó el bolso que tenía sobre el regazo. La realidad presente era casi imposible de asir bajo los efectos de la droga. Siendo un continuo y no un recuerdo inducido, la realidad seguía queriendo deslizarse hacia otra parte, habitar en los restos de lo pasado y hecho.
Liz estaba metiendo la mano en el bolso cuando hizo una mueca de dolor, echó la cabeza hacia atrás en el asiento y le miró segundos después con una practicada reserva.
—Silv, ¿eres tú? —preguntó él.
—¿Esperabas a alguien más? —replicó ella, y David se rió, más por la sorpresa ante el hecho de que Silv hubiera hecho un chiste que por el chiste en sí.
—Rápido —dijo él—. Inyéctame antes de que la pierda.
—¿Por qué malgastarla? —preguntó ella—. No vamos a quedarnos aquí de todas formas. No hay razón para volver del todo.
—Deja de bromear —dijo él—. Tengo problemas.
La cara de Liz que escondía a Silv se convirtió en la cara de Jeanne Maxwell, la primera chica con la que había hecho el amor, y su mente siguió deseando revivir aquella noche, el Sonic intentaba convertirse en las aguas rizadas del lago Hefner, cuando en el asiento trasero ella se había desabrochado lentamente el jersey, y el olor de su perfume, un shock que le perseguiría durante años, los viejos nervios despertando cada vez que olía el mismo perfume en la tienda o…
No. Vuelve…, vuelve.
—No hay motivo —dijo Silv—. Hagamos lo que tenemos que hacer y continuemos.
David trató de coger el bolso, pero cuando su mano tocó la pierna de su hermana volvió inmediatamente a aquella noche en 1966, sudando en aquel asiento trasero, todos los segundos pasados trayendo revelaciones secretas y prohibidas, la apertura de un mundo de sensaciones nuevo e increíble.
Se obligó a volver, increíblemente caliente ahora, con el ansia adolescente del sexo latiendo como fuego en sus venas, la necesidad en sí lo suficientemente fuerte como para hacerle volver. Concentró su mente vagabunda con un tremendo esfuerzo de voluntad en un sólo punto, y volvió a capturar el presente.
—… y continuemos —decía Silv—. No hay razón para entretenernos aquí.
—Para ti esto es sólo un recuerdo —dijo él—. No estás experimentando lo que yo.
—Ni voy a hacerlo, David. Hagamos algunas comprobaciones y vayamos a otro sitio para hablar.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—Ésa no es respuesta.
Liz/Silv se había convertido en su madre, y le decía que tenía que comerse la hamburguesa entera antes de poder comerse el caramelo de menta que había en la bandeja.
¿Por qué?
Porque sí, por eso.
—No voy a poder conducir en este estado —dijo él.
Ella ya había abierto la portezuela de su lado.
—Cambiémonos —indicó.
Dio la vuelta al coche y le abrió la suya. David salió del coche, temblando, y ella le ayudó a pasar al asiento del pasajero. La camarera corrió a su encuentro.
—¿Pasa algo? —preguntó, y se convirtió en Mary Ann Boyd mientras él la contemplaba.
—No —dijo Silv—. Mi… hermano se ha mareado un poco, eso es todo.
—¿Quiere que me lleve la bandeja?
—Por favor.
Era 1968 y Dave Wolf estaba borracho, y su amigo Georgie le ayudaba a pasar al otro asiento, para así poder llevar a Dave al dormitorio estudiantil, al tiempo que trataba de impedir que le metiera mano a las camareras que pasaban junto a ellos.
Silv lo metió en el coche y lo sujetó con el cinturón de seguridad.
—Lo intentaremos en una biblioteca. Tu hermana sabe dónde hay una.
—Bien —dijo él, con los efectos aún de la náusea del borracho de 1968, aunque el recuerdo había pasado.
Silv se puso al volante.
—No estoy completamente segura de cómo se hace.
—Retírate y deja que Liz se encargue —replicó David.
—Prométeme que no intentarás coger las jeringuillas —dijo Silv.
—¿Por qué es tan condenadamente importante?
—Prométemelo.
—De acuerdo…, de acuerdo.
Liz puso el coche en marcha y salió a Meridian Avenue.
—¿Estás bien? —preguntó, con voz preocupada.
—Sí —replicó él, y descubrió que podía mantener una semblanza del presente mirando el logotipo del Porsche en la palanca de cambios, una nueva imagen para su léxico mental—. Estoy bajo la influencia de la droga y es difícil aferrarse al presente.
—¿Funciona, entonces?
—Oh, querida, no quieras saber cómo.
Liz giró hacia la Autopista Noroeste, en dirección a la sucursal de la biblioteca de Warr Acres. Cada vez que David apartaba los ojos de la palanca de cambios veía los edificios brotar de entre los campos sólo para desmoronarse en la nada, como flores abriéndose y cerrándose al sol. Pudo observar el vasto remiendo del progreso llenando un cuadrado cada vez, nunca mejor, simplemente distinto, cerrando los capítulos del libro de su juventud, poniendo punto final a su vida como si nunca hubiera existido. La interminable naturaleza del cambio nunca le había parecido tan evidente.
—Has estado viajando mucho tiempo —dijo ella—. Lo sé por la mente de Silv. Me parece casi increíble.
—Es cierto. ¿Sabes lo que estamos buscando?
—Información sobre Bonaparte. ¿Es muy importante?
—Para mí lo es. Para ti…, ¿quién sabe?
—Ya casi hemos llegado. Aguanta.
David pensó en Liz y en la última conversación que habían tenido, muchísimos años antes.
—Quiero que sepas que lamento no haber podido hablar contigo sobre mamá. Para mí es un tema difícil.
Ella le miró, sorprendida.
—Viniendo de ti, es toda una admisión —dijo.
—He estado pensando un poco —replicó él, y su realidad saltó a su primer amor, a la vez que, estando sentada con él en su coche, le dijo que no quería volver a verla nunca más.
He estado pensando un poco…
Volvió al logotipo.
—También he… visto algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—Ahora no —dijo él, demasiado rápidamente—. No…, sólo quiero que sepas que creo que has hecho bien yendo a ver al psiquiatra, eso es todo. Puede ayudarte.
Ella extendió la mano y la apoyó en su brazo, y su mano se convirtió en la de Jeanne cuando le suplicó que no la dejara, que le había arruinado la vida. David combatió la angustia, la de ella y la de él.
—Ya hemos llegado —dijo Liz, aparcando en la pequeña sucursal—. Por cierto, ya puedo conducir este trasto en cualquier momento.
David se volvió hacia ella y pudo sentir físicamente a Silv zambulléndose en su hermana, tomando su cuerpo.
—Adiós, Liz —dijo, y, antes de terminar de pronunciar las palabras, ella desapareció.
Silv salió del coche y dio la vuelta para ayudarle, y se convirtió en su madre, que le llevaba a la biblioteca cuando era pequeño para trabajar en su primer tema de geografía cuando estaba en la escuela D. D. Kirkland.
Dejó que Naomi le abriera la puerta y le pasara una mano por encima del hombro para guiarle a través de la entrada y hacerle entrar en el frío vestíbulo del silencioso edificio.
Se dirigieron a la zona de los ficheros, pero ahora la información estaba computerizada y eso le devolvió al presente. David no tenía idea de cómo manejar los ordenadores, pues había pasado mucho tiempo desde que vino por última vez a la biblioteca, pero Silv se desenvolvió con facilidad y él supo que era su conocimiento, no el de Liz, el que trabajaba aquí.
Ella sacó varias cabeceras de la pantalla con el título de Bonaparte, N., y le guió a los estantes.
—Es increíble —susurró Silv—. Nunca había visto tantos libros en mi vida.
—Esto es sólo una sucursal pequeña —dijo él, sintiéndose crecer y empequeñecer mientras recorrían los pasillos—. La biblioteca principal y las universitarias tienen muchos más.
Ella sacudió la cabeza.
—Tantos árboles —murmuró.
Se detuvo delante de una sección y rápidamente escrutó los números decimales Dewey con los ojos de Liz, y sacó un volumen que tenía un retrato de Hersh en la cubierta.
La biblioteca tenía una pequeña sala de lectura en el centro. Silv guió a David a una de las mesas y se sentaron a ojear la vida de Napoleón hasta que llegaron a la sección de Egipto.
Leyeron juntos, con incredulidad creciente. David advirtió pequeñas discrepancias entre los detalles del libro y los del Napoleón que conocía, pero éstos parecían deberse más a imprecisiones históricas achacables al paso del tiempo, y eran fácilmente perdonables. Pero, en su mayor parte, la historia era clara como el cristal, y los hechos tan poderosos que hicieron que David volviera a ellos.
Estaba allí, todo… La campaña de Siria, los científicos civiles, la ejecución de los prisioneros, la pérdida de Acre…, igual que Silv y él lo recordaban.
Ella cerró el libro de golpe y le miró.
—¿Qué significa? —preguntó él.
—No lo sé. Tal vez Hersh tiene menos control sobre Napoleón de lo que pensábamos. Tal vez se creó una realidad completamente nueva y ha cambiado todo lo que recordábamos.
—Hay otra posibilidad —dijo David, y sintió un escalofrío sólo con pensarlo—. Tal vez somos, y siempre hemos sido, parte de la historia pasada. Tal vez siempre hemos ido atrás en el tiempo y siempre hemos afectado los hechos que conformaron la historia. Tal vez la libertad de nuestros… momentos, no es en absoluto libre.
—¿El destino? —dijo Silv en voz baja.
—Con D mayúscula —replicó David—. El futuro y el pasado, uno y lo mismo, un rompecabezas gigantesco donde encajan todas las piezas.