La eternidad es una idea terrible. Quiero decir… ¿dónde se acaba?
—Tom Stoppard
David se había entretenido transitando de mente en mente cuando Hersh anunció que planeaba una salida a Alejandría, algo cuyo propósito era un misterio. Como no quería invertir tiempo en el viaje, le dijo al general que se reuniría con su grupo para la cena del 12 de agosto de 1799. Hersh prometió que para entonces tendría algo de tremenda importancia que contarles tanto a Silv como a él.
Desde el regreso de Siria en junio, Silv había estado haciendo algunos intentos por romper su concha, lo cual había resultado ser un alivio no sólo para David, sino también para Hersh. Ella había empezado a darse cuenta de que, en sí misma, era un eslabón valioso en la cadena de la psique de Bonaparte, puesto que podía hablar con Hersh sobre su propio tiempo de una forma que nunca David podría hacer. Cuando comprendió el asunto, se dedicó ello, empleando una notable cantidad de energía en su intento por ayudar a la rehabilitación del general.
Así, David descubrió que tenía más tiempo en sus manos, porque trabajando en equipo con Silv podía apartarse de Hersh y realizar sus propias aventuras en la atemporalidad, o en lo que empezaba a llamar «la mente sin peso». Había enviado un cuerpo con el grupo, en la forma de Jon Valance, que había resultado ser su anfitrión más compatible, e hizo algunas exploraciones que se convirtieron en una odisea que duró varios años.
Descubrió que la dilatación tenía su propio sentido interno de consistencia. Si dejaba el cuerpo anfitrión que habitaba y viajaba a cualquier otro lugar durante el mismo marco temporal, entonces el tiempo pasaba normalmente. En otras palabras, si dejaba a Valance y viajaba, por ejemplo, a América en la forma de un indio sioux durante dos horas, entonces habrían pasado dos horas para Jon Valance cuando regresaba. Pero si viajaba hacia atrás en el tiempo y vivía durante un minuto, un día, un año, lo que fuera, podía regresar en el minuto exacto en el que había dejado al anfitrión.
David tenía cuidado —y Silv confiaba en que así fuera— en no interactuar mucho con los cuerpos que habitaba para no provocar cambios en la perspectiva histórica. Esto añadía una dimensión a la técnica del tránsito, ya que no podía sentirse responsable de las acciones del cuerpo anfitrión… y sentía una obligación moral, de hecho, hacia la no intervención. Así, cuando habitó durante un mes en el cerebro del vicioso emperador Calígula, pudo sentirse moralmente enfurecido por la conducta excesiva del hombre, mientras disfrutaba subrepticiamente de ella al mismo tiempo. Se le podía llamar pervertido por ésa y otras opciones similares de anfitriones, pero David sentía que lo que hacía estaba más allá de toda moralidad.
Recordaba los temores de Mo Frankel sobre el «demonio» que residía en su interior. Aunque sentía adecuada la justificación moral, empezó a sentir también que cualquier ser humano era capaz de conductas moralmente injustificables del tipo más vil…, y todo era una farsa ante el rostro de la muerte. Esas observaciones habían comenzado a hacerle insensible hacia lo que consideraba la desesperanza de la vida.
Del mismo modo, nunca había viajado hacia delante más allá de la época de Napoleón, hasta la visita accidental a su propio yo de tres años. Le gustaba decirse que no había hecho el viaje porque Silv le había dicho que no lo hiciera, pero sabía que ése no era el caso. Tenía miedo, miedo de que ella tuviera razón y que pudiera estar saltando a una negrura profunda y sin fondo de la que nunca más pudiera volver. Era una idea aterradora. Su repulsión/fascinación por la muerte era devoradora, pero no estaba dispuesto a probar las oscuras aguas en sí mismo.
Pero todo eso se había anulado ahora. Había viajado hacia delante de forma involuntaria, y había un futuro allí, y no parecía haber cambiado, al menos en los niveles básicos. Estaba ansioso por compartir esa revelación con Silv.
Uno de los descubrimientos más interesantes que había hecho en sus viajes era que podía visitar y afectar un marco temporal diferente sólo una vez. Si vivía algo en su memoria, siempre podía regresar a ello, pero entonces quedaba capturado en sus propios pensamientos de la visita previa, como una memoria actual, y no podía hacer nada más que seguir la corriente, como si viera una película. Las alternativas eran ilimitadas, pero las opciones no.
Y buscaba siempre…, un significado, la felicidad, fuera lo que fuese aquella chispa de la que carecía. Podía compartirla con otros, o rechazarla si quería; pero nunca podía agarrarla para sí. El mundo era un caleidoscopio, siempre girando, siempre cambiando, y él no era más que el ojo que lo observaba desde la distancia. En sus peores momentos, se odiaba a sí mismo; en los mejores, odiaba a todos los demás. Sabía una cosa: la mera experiencia no era la respuesta. La experiencia podía llenar sus horas, pero no su corazón, y la atemporalidad podía no ser más que una larga sentencia al infierno.
Otros ríos fluyen de norte a sur, pero no el Nilo. Éste fluye hacia el norte desde el Lago Victoria en las montañas de Uganda, atravesando el Sudán y dividiendo Egipto en dos para desembocar en el Mediterráneo. Cuando David tomó la mente de Jon Valance, lo primero que vio fue la desembocadura del poderoso río confluyendo en el mar.
Eran, quizás, las once de la noche. Estaba de pie en una gran gabarra de madera anclada cerca de la costa y supo, por la mente de Jon, que estaban en algún lugar entre Alejandría y Aboukir, donde Hersh había librado una batalla salvaje y victoriosa contra los turcos, empujándolos hacia el mar, con lo que consiguió salvar gran parte de su autorrespeto hacia la campaña de Egipto. Se encontraba apoyado contra una burda barandilla, oteando la costa. Un pequeño fuego definía los parámetros del campamento, y David se sorprendió al ver lo pequeño que era el grupo: seis tiendas asomaban entre las dunas. Pudo distinguir a Berthier junto al fuego. Había algunos pocos más. Roustam, el criado mameluco de Napoleón, atendía el fuego. Esta zona era peligrosa, pues merodeaban los beduinos. No tenía sentido estar allí fuera, al descubierto y sin escolta.
Hola, Jon.
Me están esperando para cenar, y tengo hambre.
Hizo volverse el cuerpo de Jon y vio a Napoleón y a Gérard Cuvier compartiendo un vaso de vino ante una mesita. Tras ellos, ancladas a un centenar de metros, las siluetas de dos fragatas se mecían suavemente en las cálidas aguas; eran los restos de la flota de Hersh.
David se zambulló cómodamente en Jon y se dirigió a la mesa; el estómago enfermo del hombre se quejaba amargamente.
Napoleón le miró con ojos bailarines.
—Has venido —dijo simplemente—. Siéntate. Únete a nosotros.
David obedeció. Apartó una urna adornada y cubierta que había ante él. Compartió una mirada con Silv.
—Has estado transitando —dijo ella—. Se nota.
—He estado viajando un poco —contestó David—, por valor de varios años. Casi me había olvidado de nuestra cena.
—Ah, amigo mío, pero no lo hiciste —dijo Napoleón; el general se volvió hacia la costa e hizo bocina con las manos—. ¡Roustam! ¡Monsieur Roustam! ¡Traiga la cena!
El joven turco se incorporó de un salto y empezó a reunir cosas para la gabarra.
—¿Aprendiste algo de tus viajes? —preguntó Silv, y bebió de un sorbo la mitad de su vino—. ¿Algo… valioso?
—Sólo que todos podemos confiar en hacer cumplir nuestros deseos más bajos —respondió David, y se enfadó consigo mismo por su pesimismo.
No había visto a Hersh y Silv desde hacía mucho tiempo, y notó que los había echado de menos. Napoleón sirvió a David un vaso de vino de la botella traída de Europa.
—Un regalo de Sidney Smith —dijo—. Pero no bebas todavía; primero tengo una sorpresa para ti y el sargento Valance. Monsieur Roustam. ¡Rápido!
Roustam reunió una gran bandeja llena de comida y se la puso en lo alto de la cabeza. Se internó en el agua y caminó hacia la barcaza, sumergido hasta la cintura.
—Berthier no parece muy feliz de haberse quedado en tierra —dijo David—. ¿No deberíamos invitarle a bordo?
—No —dijo Hersh rápidamente—. Esta noche es para nosotros solos.
Roustam llegó a la gabarra y depositó la bandeja en su suelo. Luego se trepó a cubierta y, chorreando agua por los pantalones azules y el rojo turbante, procedió a servirles una cena de pollo asado, arroz y sandía. Entonces colocaron ante David su sorpresa: un gran vaso de leche de cabra.
—Es para proteger el estómago de Valance —dijo Hersh—, para hacerte la noche un poco más agradable.
—Gracias, señor —dijo Jon.
Napoleón no le dio importancia.
—Yo también sufro de vez en cuando de ardores de estómago. Esto te ayudará, al menos por esta noche.
A David no le gustaba la leche, y mucho menos la de cabra, así que se abstrajo mientras Valance la bebía agradecido, y luego regresó para encontrarse con una disposición bastante mejor. Entonces se dedicó al vino.
Para Bonaparte, comer era una desagradable necesidad de la vida, algo que había que hacer rápidamente, como la extracción de un diente, para así poder quitarlo de en medio y hacer que la vida volviera a la realidad. Como era su costumbre, comieron en cinco o seis minutos, y en silencio, como para concentrarse en la tarea a mano. Napoleón terminó primero y ordenó a Roustam que retirara los platos, aunque Cuvier y Valance estaban aún comiendo.
—¿Para qué es la urna? —preguntó David, chupándose los dedos para eliminar la grasa del pollo.
—Es un relicario —dijo Silv.
David entornó los ojos.
—El corazón de Max Cafferilli —contestó Hersh tristemente—. Hice que lo embalsamaran, y siempre viajará conmigo.
David pensó en el general Cafferilli. Como el soldado absolutamente intrépido y leal que había sido, Napoleón había valorado altamente su amistad, sobre todo desde que su distanciamiento con Josefina lo había amargado en los asuntos amorosos. Muerto en el asedio de Acre, Cafferilli había vivido muchas batallas anteriores con el general, pese a su pata de palo, un defecto que había hecho decir a las tropas, ansiosas de volver a casa: «No hay que preocuparse por Cafferilli. Ya tiene un pie en Francia».
—En su lecho de muerte —dijo Hersh—, pidió que le leyeran el prefacio de Voltaire al Espíritu de las luces de Montesquieu. —El hombre sacudió la cabeza—. Ansiaba tanto leer ese prefacio… pero nunca vivió según él.
—También puede aplicarse a ti, ¿no? —preguntó David tranquilamente, y dio un sorbo a su vino.
—¿La fragilidad? —dijo Hersh—. Vida huidiza y transitoria. Las lealtades mienten. Vienen y van como las olas. No son reales, no como las rocas. Max era una roca. Yo podía atarme a él y creer en algo sólido y real.
En alguna parte a bordo de una de las distantes fragatas, un marinero había empezado a tocar una concertina, y su sonido hueco y lastimero llegó hasta ellos arrastrado por los suaves vientos y la resonancia del agua.
—En el Sector —dijo Silv, con la voz de Currier un poco pastosa por efecto del vino—, adorábamos al río, su libertad, su pureza.
—La vida frágil busca la rapidez del movimiento —dijo Hersh, con los ojos fijos en el relicario—. Es un escape. Una forma de no aceptar la verdad de la materia. Pero hemos perdido eso, ¿no? Podemos ver la verdad, lo queramos o no. Estamos aquí sentados, unidos a las olas mientras pasan. No somos parte de esto.
—Al ser permanentes —dijo David—, buscamos la permanencia a nuestro alrededor, pero ésta no existe.
—Sólo somos permanentes mientras queramos serlo, David —le recordó Silv—. Siempre podemos volver a lo que fuimos.
—Pero ¿sería lo mismo después de lo que sabemos? —replicó David, advirtiendo que empezaba a parecerse a Hersh.
—¿Saber qué? —inquirió Hersh.
—Lo inútil que es todo. La forma tan breve y ausente que tienen las llamas de arder, y lo rápido que se apagan para siempre.
—¿Para siempre? —dijo Silv—. Los genes siguen viviendo, ¿no? Somos prueba de ello. En sí mismo, eso es una especie de permanencia. Tenemos nuestro deber. Eso nos da estabilidad y fuerza.
—Sólo palabras —repuso David—. Acabo de pasar varios años viajando con el ejército de Alejandro Magno mientras conquistaba gran parte del mismo territorio donde nos hallamos esta noche, todo bajo el disfraz de pacificar a los «bárbaros» de la frontera. Fue una excusa para desatar una masacre tras otra, mientras Alejandro hacía que le declararan dios y sólo detuvo su salvaje expansión cuando su ejército se negó a continuar siguiéndolo.
—Tal vez sea otro viajero como nosotros —dijo Hersh, sonriendo.
—No tiene gracia —replicó David, y vio cómo Silv apuraba otro vaso de vino. Nunca la había visto beber antes—. No veo más que dolor y miseria a mi alrededor, y no veo razón para ella…, ningún sentido.
—¿Por qué debe haberlo? —preguntó Hersh, incorporándose. Se retiró de la mesa y escrutó las aguas oscuras, como si buscara la fuente de la música. Habló de espaldas a ellos—. Lo que importa son los momentos, y dentro de ellos se encuentra el significado. Hablabas de Alejandro y el dolor que causó. Sin embargo, su mandato provocó un renacimiento de la cultura helénica en el mundo antiguo, algo que continúa hasta hoy. Y mucho dolor se evitó más tarde, con los estudios más grandes y civilizados de Aristóteles y Plutarco que proporcionaron sus «masacres». Los griegos propiciaron la educación de las masas y, con ella, se evitó ese dolor.
Se volvió bruscamente, señaló a David, y fue Bonaparte quien habló:
—¿Soy tan diferente a Alejandro? —preguntó, con una extraña sonrisa—. Alejandro se vistió con atuendos orientales, como hice yo, aunque brevemente. Viajó con educación y ciencia, como yo he hecho, tratando de difundir ideas más humanas mientras avanzaba, ideas que tal vez nunca se habrían difundido de otro modo. Incluso conquistó el mismo territorio.
Regresó a su silla, con la cara llena de determinación.
—He librado muchas campañas, campañas repletas de gloria y de infamia. He conocido conquistas y derrotas, y he visto tanto a la muerte que pareció que no había nada más ante mí. Y os diré algo: las auténticas conquistas, las únicas que no dejan ninguna lamentación, son aquéllas que se arrancan a la ignorancia. Ahí se encuentra el propósito y el significado. ¿Cómo te atreves a decir que no hay sentido? Siempre avanzamos hacia nuestra nobleza; el que no tengamos éxito no significa que la búsqueda sea inútil. Simplemente la hace más difícil.
—No me lo trago —dijo David.
—Entonces lo siento por ti —replicó Napoleón—. Ya estás entre los muertos.
—Si cada vida es preciosa —dijo David—, entonces ninguno de nosotros tiene derecho a quitársela a nadie, no importa lo puros que sean nuestros motivos.
—Debes dejar de pensar en términos de vida y muerte y tratar sólo con los momentos —dijo Hersh, regresando.
—A menos que se trate de tu vida —dijo Silv—. Acabas de conseguir justificar tu egoísmo asesino.
—Si, como dice David, la vida carece de significado, entonces, ¿qué importa vivir o morir? Tú diseñas drogas para hacer que la gente haga lo que tú quieres, Silv. ¿No es eso una especie de muerte?
Silv le miró a través de la mesa, de una forma no inocente, y sabiéndolo. Las teorías de Hersh podían no ser ciertas, pero le hacían seguir avanzando.
—Quiero un hijo —dijo Hersh—. Quiero ver mi vida en la cara de un bebé, y saber que le estoy proporcionando el mejor mundo que puedo crear. Ésa es la auténtica inmortalidad.
—Me hicieron la vasectomía —dijo David—, para no tener que traer ningún hijo a este podrido mundo.
—Podrías hacerlo ahora, en otro cuerpo —propuso Hersh.
—Pero no en otro mundo —replicó David, y miró a Silv. Gérard Cuvier se secaba lágrimas de los ojos.
—Os dejo esta noche —dijo Hersh, al final de un incómodo silencio—. Me marcho.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Silv.
—El bloqueo inglés nos ha mantenido apartados y sin noticias mucho tiempo —dijo Hersh—. Pero cuando Sidney Smith y yo negociamos un intercambio de prisioneros después de la batalla contra los turcos en Aboukir, me dio muchos periódicos europeos, junto con el vino que estamos bebiendo.
»Francia es un hervidero. Inglaterra, Turquía, Nápoles, Austria y Rusia nos han declarado la guerra. Los ingleses y los rusos han desembarcado en Holanda; Suiza corre peligro de caer, y Corfú ya ha caído —les miró, angustiado—. Todos mis éxitos en Italia han sido deshechos por los malditos austríacos. Han desmantelado mi República Cisalpina. La realeza nos odia por dar el poder a las clases trabajadoras, y se unen contra nosotros en todas partes. Incluso los Borbones planean hacerse con el poder en París. No puedo seguir esperando aquí. Debo volver y ofrecer mi ayuda.
—¿Te han ordenado que regreses? —preguntó Silv.
Hersh hizo un gesto despectivo.
—Sólo es cuestión de tiempo. Lo anticipo, y por eso me voy ahora.
David y Silv intercambiaron una mirada. La vida se había apaciguado en Egipto y se habían sentido libres para trabajar con Hersh allí, lejos de la política europea. Esto cambiaba considerablemente las cosas. Habían hecho pequeños avances con el hombre, pero las circunstancias podrían deshacer rápidamente la madeja.
—Deberías esperar órdenes —dijo David.
—La decisión está tomada —respondió Hersh—. Me marcho esta noche, dentro de una hora. Burlaremos el bloqueo de noche. Dejo una carta para Kleber; ahora está al mando.
—Parecerá que huyes de tus derrotas —dijo Silv—. Y que al mismo tiempo abandonas a tu ejército.
—Ya me han criticado antes.
—Nosotros, por supuesto, iremos contigo —dijo Silv.
El hombre negó con la cabeza.
—Esta vez no. He escogido a mi tripulación entre los de mi propio linaje. He tardado un mes en encontrarlos, pero esta vez no podréis viajar conmigo.
A David no le gustaba nada aquello. Sabía lo que quería conseguir el hombre.
—¿Por qué te tomas la molestia? Podemos saltar a París y encontrar allí a gente que esté cerca de ti. No puedes escapar de nosotros.
No había velas en la mesa, sólo la luz de la luna y las estrellas, y por eso no podían ver los ojos de Hersh. Era un niño, desde luego, de apenas treinta años, con la cara infantil pero inspirada. Llevaba su uniforme como si hubiera nacido con él. Su sombrero, con la tricolor, yacía sobre su regazo.
—Puedo mantenerme apartado de vosotros durante una temporada —dijo—. Un par de meses por mar. He disfrutado de la relación y los consejos, pero debo concentrarme en mi lugar en el esquema de las cosas sin interferencia.
—Pero ¿qué hay de nuestras charlas, de nuestro contacto contigo? —preguntó Silv.
—Va a buscar poder, Silv —dijo David—. Tiene miedo de que podamos detenerlo.
La sonrisa infantil asomó en los labios del general.
—Pero has dicho que me podéis alcanzar en París.
—¿A cuál de vosotros dos se le ha ocurrido esto? —preguntó David—. Escúchame, Hersh. Si fue idea del general, fue porque cree que puede absorberte en su personalidad en el viaje de vuelta.
—Vete al infierno, David —dijo Napoleón.
—General, escúchame —insistió David—. Esto no funcionará. Puede controlarte cada vez que quiera. Eres demasiado inteligente para querer que un loco gobierne tu vida.
—Has fracasado con tus «charlas», ¿verdad? —dijo Bonaparte suavemente—. Lo intentaremos solos durante una temporada.
—¿Qué hay de Josefina? —preguntó Silv.
—El tablero de ajedrez está ante ella, vieja —dijo Napoleón—. Es ella quien tiene que mover ahora las piezas.
—¿Y Talleyrand? —preguntó David.
—Es mi puente al poder de la iglesia y la aristocracia. Encontraré un medio de controlarle.
El general se levantó y se puso el sombrero. Al parecer era una especie de señal, porque un pequeño bote se hizo a la mar en la playa y se dirigió a la barcaza, con el séquito de Bonaparte a bordo.
—Me gustaría proponer un brindis —dijo Hersh, alzando su vaso.
David y Silv se pusieron también en pie y cogieron sus vasos.
—Por la profusión de momentos —dijo Hersh—, y por su claridad.
—Por el dolor —añadió David.
—Y el deber —añadió Silv.
Bebieron, los tres lados del triángulo, todos queriendo desesperadamente rectificar los ángulos de su intersección.
Hersh depositó su vaso sobre la mesa y recogió el relicario.
—No seáis tan tontos de intentar detenerme —dijo—. Sería peor que inútil. Vamos, Max.
—Si tienes que hacer esto, Hersh —dijo David—, recuerda que tú, tú mismo, eres un ser humano que merece la pena. Conserva tu individualidad y el autorrespeto. Nos reuniremos contigo en París.
—Ya tienes conocimiento de mi futuro, David Wolf —dijo Napoleón—. Espero que ese conocimiento cuadre con mis expectativas.
—Me temo que así es —replicó David.
Napoleón les saludó rápidamente y luego subió al bote de remos, con el corazón de Cafferilli junto al suyo. Silv y David se acercaron a la barandilla y los observaron deslizarse silenciosamente en la oscuridad.
—¿Y ahora qué? —dijo Silv.
—Por esta vez, nos ha derrotado —replicó David, poniendo una mano sobre el hombro de Cuvier—. Todo lo que podemos hacer es ver cómo se deshace nuestro trabajo.
—Has cambiado, David —dijo Silv—. Tu piel se ha vuelto más gruesa.
—He estado transitando varios años. He visto muchas cosas.
—Tal vez las cosas equivocadas, ¿eh?
David se volvió hacia Cuvier, usando la mano de su hombre para hacer que éste también se volviera.
—Fui accidentalmente al futuro —dijo, luego se encogió de hombros—. Está allí.
Silv asintió, al parecer tristemente.
—¿Y el futuro sobrevive?
—Tal vez sea hora de ir allí juntos y ver qué hemos hecho.
Con aire de resignación, Silv regresó a la mesa y llenó los vasos con el poco vino que quedaba en la botella. Se sentó y alzó el suyo.
—Hemos vivido en el futuro. No es todo lo que hay que hacer.
David se acercó y se sentó a la mesa con ella.
—Allí están nuestras respuestas —dijo.
—Así es.
David cogió su vino y dio un sorbo, preguntándose qué le pasaba a Silv. Pronto, el bote de Bonaparte desapareció en la sombra de las fragatas, y se quedaron sólo con la triste música de la concertina para interrumpir sus pensamientos.
Poco después, también eso desapareció.