Las lenguas de los moribundos dan fuerza a la atención como una profunda armonía.
—Shakespeare
Ibrahim Khit estaba sentado en su casa, ante su pequeña mesa de madera, y planeaba el final de su propia vida. Era noche profunda en El Cairo, y el cielo sin luna era un espejo de su corazón.
Había construido su casa con sus propias manos, lo había hecho varias veces con barro del Nilo, cada vez que el río se desbordaba, dejando un rico aluvión para las cosechas… y falta de casas y disentería para la ciudad.
La noche era tan oscura que la única vela que ardía en el centro de la mesa proyectaba una pálida semiluz a la morada de una sola habitación, haciendo que el cuerpo de Reena, su esposa, no fuera más que la sombra que ahora era. La mujer yacía en un rincón, envuelta en una sábana blanca; el pequeño altar de flores y ascuas anaranjadas del pebetero no brillaba, pues empleaba su única vela en la mesa.
Con el rostro dolorido, dejando escapar un sollozo, se puso bruscamente en pie. Derribo la silla. Se dirigió a la ventana y contempló la oscuridad, continua hasta el infinito incluso con una sola luz. Observó las casas de sus vecinos, masas oscuras salpicando la falda de la colina hasta la sombra imponente del palacio del sultán El Kebir, que había regresado recientemente de Siria precedido por bandas y proclamas y banderas capturadas ondeando. El gran Napoleón también había traído un regalo a los egipcios a su regreso de Siria; cabalgaba un caballo oscuro y sólo hablaba en términos de finalidad: la muerte negra.
Primero se llevó al pequeño Abba, cuyos suaves ojos negros nunca llegaron a ver las cosechas de su segundo año de vida, y cuya tumba era tan pequeña que podría haber sido la de un gato. Mientras yacía moribundo, aquellos ojos miraron suplicantes a Ibrahim, en busca de comprensión y ayuda, ojos acusadores que aumentaron su culpa hasta el punto de que la muerte del bebé no fue más que un alivio.
Tani cayó a continuación. Tani, con diez años y su carita risueña, cayó y murió en una noche, y su muerte fue tan repentina que Ibrahim tardó una semana en darse cuenta de que ya no estaba allí. ¡Oh, Dios, tus caminos del dolor son tan intensos y completos!
El Corán ordena vivir en el mundo como si ya se estuviera muerto. Reena cayó por la pena, muerta en vida, hasta que su cuerpo aceptó finalmente lo que había dictado el corazón. Ibrahim le había cavado una tumba con sus propias manos, pero no pudo soportar cogerla en brazos el tiempo suficiente para entregarla al suelo. No podía. Simplemente, no podía hacerlo.
La oscuridad ayudaba. Su función era encubrir hechos sombríos. Ibrahim regresó a la mesa y se sentó, recogió el cuchillo. Su hoja parecía fuego bailando a la luz de la vela. Lo había afilado en la rueda hasta hacerlo tan filoso que era indoloro.
No puedes hacerlo.
¿Quién eres para decirme eso? ¿Dios?
No. La vida es para vivirla. El dolor pasará.
¡Ja! No, no eres Dios. Eres tonto.
Puedo coger tu cuerpo y detenerte.
Pero no eternamente.
No.
Entonces se cumplirá mi voluntad.
David tenía olfato para la muerte. Se sentía atraído irresistible, casi sexualmente, por ella. No sabía qué dolor había extendido su tentáculo para atraerlo a este hombre desgraciado, y qué hacer ahora que estaba aquí era incluso un problema mayor. Podía impedirlo, pero… ¿tenía derecho?
¿No quieres volver a considerarlo?
Concédeme mi dignidad final, por favor. No puedo soportar más dolor. Busco la noche.
David retrocedió, infeliz, observando a través de los ojos del hombre mientras éste se arremangaba la túnica y dejaba al descubierto la oscura muñeca, donde sobresalían gruesas venas azules. La mente del hombre permaneció tranquila y serena cuando alzó la hoja. Los músculos de las mejillas esbozaron una sonrisa mientras llenaba su mente con su familia, los momentos felices, los momentos de amor y pasión, los momentos celestiales dignos de cualquier dios. En el último segundo, David pensó en intervenir, pero algo le detuvo. La atracción que arrastraba al hombre hacia la muerte era la más fuerte que había visto en ninguna persona viva. Tenía el regusto de una especie de feliz inevitabilidad.
Contempló la muñeca y la hoja apoyada sobre ella. Ibrahim sabía lo que tenía que hacer. Hundió profundamente el cuchillo, haciendo correr la hoja brazo arriba. Al principio, durante unos segundos, no hubo nada. Como si fuera un chiste monstruoso y el hombre no fuera un hombre en absoluto, la arteria permaneció abierta y seca…, ese segundo de comprensión en que uno se hace daño y espera que golpee el dolor.
Entonces apareció la sangre. Sus borbotones oscuros y densos manaron de la arteria e inundaron el brazo, y algo…, algo se apoderó de David, arrastrándolo. Un recuerdo, una comprensión, lo controló en su debilidad y lo atrajo a
a
a
A Davy Wolf no le gustaba nada Herbert, que venía a casa cuando papá se iba a trabajar y no le llamaba muchachote ni jugaba con él. Siempre quería que mamá se «deshiciera del crío» o le «encerrara en el armario».
A Davy no le gustaba estar en el armario. Allí dentro estaba oscuro, tanto, que a veces pensaba que podía haber algo allí con él.
Pero a Herbert le gustaba mucho mamá, y ella se sentaba en su regazo y se reía cuando él le ponía la cara en el cuello. Sin embargo, esta vez, Davy tenía una pelota nueva que podía hacer botar más alto que ninguna otra cosa, e incluso al viejo Herbert le gustaría eso.
Se le acercó mientras estaba sentado en el sofá con su traje color chocolate y mamá se «arreglaba la cara» en el cuarto de baño. Davy hizo botar la pelota junto a él una o dos veces para que se hiciera a la idea, pero Herbert siguió allí sentado, mirando su reloj y las paredes. Así que Davy corrió hacia él y se sentó en su regazo como hacía con papá.
—¿Me tiras la pelota? —dijo—. La pelota.
Herbert frunció el ceño y miró a Davy con mala cara. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó una brillante moneda de un cuarto de dólar.
—Toma, chaval —dijo—. Coge esto y vete a jugar. Si te portas bien y estás calladito, te daré otra cuando me marche.
Davy le miró, sin poder creérselo. Nunca había tenido un cuarto de dólar antes. Le dio la vuelta en su mano, miró la imagen del hombre con el pelo gracioso que había estampada en ella.
David se encontraba en lo más profundo de su mente de tres años, sin comprender nada al principio. Cuando se dio cuenta de que se trataba de su propia infancia, decidió permanecer a la expectativa, especialmente porque no quería que ningún niño quedara expuesto al albañal de su cerebro adulto.
No recordaba a Herbert, ni este incidente. El porqué estaba allí era un misterio total.
—Bueno, ¿ves? No he tardado tanto, ¿no? —dijo Naomi al entrar en el salón.
Davy no comprendió. Mamá estaba vestida para irse a la cama, aunque era de día, pero tenía la cara toda pintada como si fuera a salir.
—Estás magnífica, cariño —dijo Herbert—. Como una muñeca. Como una muñequita de la feria.
Herbert se levantó del sofá y se acercó a ella con los brazos extendidos. La agarró y ella soltó una risita, pero lo apartó a un lado cuando él intentó besarla.
—Con Davy aquí no —dijo.
—Está bien —dijo el hombre, llevándosela por el pasillo—. Vamos a la habitación.
—Espera. —Naomi se volvió hacia Davy. El niño permaneció de pie, mirándoles, grandes como gigantes—. Es hora de ir a jugar al armario un ratito, cariñín.
El miedo le barrió como una ola fría y terrible, y David no pudo más que compartir aquel terror con el niño.
—¡El armario no, mamá! —gritó—. No, mamá… ¡Mamá! ¡Mamá!
—No pasa nada, Naomi —dijo Herbert, acercándose a Davy; en sus dedos regordetes brillaban varios diamantes—. Se portará bien. Él y yo hemos hecho un trato, ¿verdad, chaval?
La cara de Davy se iluminó, y abrió la sudada mano para revelar el dinero.
—Me dio un cuarto de dólar, mamá.
Naomi se rió y le dio un golpecito juguetón a Herbert en el pecho.
—Capitalista.
—En el negocio del petróleo lo llamamos engrasar la maquinaria, encanto —dijo Herbert, y cogió a Naomi por la mano y recorrió una vez más el pasillo.
Entró en el dormitorio. Naomi se quedó retrasada junto a la puerta.
—Ahora pórtate bien, Davy. No crees problemas y sé el niño grande de mamá.
—Sí, mamá —dijo Davy, mientras Naomi desaparecía en el dormitorio y cerraba la puerta tras ella.
Davy deambuló por la casa. Parecía muy grande y vacía, silenciosa, sin nadie con quien jugar. Pero estaba decidido a jugar y ser un niño grande, como le había pedido mamá, y así no tendría que volver al armario.
El niño se dirigió al sofá, se subió a él, y luego se pasó al brazo del sillón de papá y volvió a bajarse. Jugaba inocentemente, con la mente despejada, pero David reflexionaba sobre el hombre que estaba con su madre. Su padre vivía con ellos en esa época —eso estaba muy claro en la mente del niño—, pero desde luego Naomi y Herbert no estaban jugando a las cartas en el dormitorio.
Recorrió la casa con el niño, maravillándose de lo pequeña que parecía en contraste con sus recuerdos de ella. Davy se cansó pronto de hacer todas las cosas que mamá le dejaba hacer siempre, y empezó a concentrarse en las cosas que no podía hacer nunca.
Desenchufó los cables eléctricos. Se metió en el compartimiento bajo el fregadero donde no podía entrar, y con cuidado puso en fila todas las botellas de extraños y fuertes olores que mamá usaba para limpiar. Fundió un lápiz de cera en el suelo de la caldera, y luego perdió su moneda nueva al meterla por la rejilla del horno para ver cómo sonaba. David estuvo al borde del pánico cada vez que Davy jugueteaba inocentemente.
Luego el niño decidió que tenía hambre. David sabía que el hambre, y tal vez todo lo demás, estaba motivado por el temor de Davy a verse apartado de Naomi; Davy simplemente sabía que quería lo que él llamaba «sirial».
Recorrió el pasillo, tropezó y se cayó una vez, luego se dirigió a la puerta de la habitación de su madre para pedir comida.
—¿Mamá? —dijo en voz baja, pero nadie le contestó.
En cambio, extraños ruidos animalescos brotaban del otro lado de la puerta, y Davy se dio cuenta de que mamá y Herbert estaban saltando en la cama de la forma que papá y ella hacían a veces, algo que podían hacer los adultos y los niños no.
—¿Mamá? —repitió, sin conseguir nada.
Abatido, regresó al salón, llorando en voz baja. Cogió su pelota nueva y se sentó en el suelo, agarrándola con fuerza y sintiéndose muy solo. Pero entonces recordó que se suponía que era un niño grande, y sabía que los niños grandes podían coger su comida. Así que se marchó a la cocina.
El sirial fue bastante fácil de coger. Había una gran caja de Trix en el estante inferior de la alacena, y el familiar conejito de la caja le sonreía, tranquilizador. El cuenco fue un poco más difícil. Tuvo que subirse a una silla para alcanzar los cajones superiores, y con una gran sensación de triunfo bajó el gran cuenco con las flores pintadas en el reborde.
Sólo derramó un poco de sirial al echarlo en el cuenco. David se relajó por fin y disfrutó de sus primeros esfuerzos culinarios, esfuerzos que no se habían vuelto mucho más sofisticados después de crecer. Entonces Davy fue a por la leche.
La botella era de cristal y estaba llena. El lechero acababa de pasar esa mañana, y la botella estaba resbaladiza. Davy la agarró con las dos manos, pero apenas la había sacado del estante del frigorífico cuando se le escapó.
La botella golpeó el suelo de linóleo con un sordo plop, y la leche se esparció por todas partes. Si hubiera habido alguna advertencia, David podría haber intervenido, pero la mente del niño se movía con agilidad y rapidez…, sintiendo un problema en el momento en que se producía, apresurándose luego para evitarlo.
Extendió la manecita para coger el cristal. Cuando la retiró, se sorprendió al ver que tenía el brazo mojado y rojo. Se lo quedó mirando, sin comprender. David se sentía ya frenético en este punto, completamente perdido sobre qué hacer. Su visión fue la misma que en Egipto: un brazo, sangre manando.
¡Recuerdo! Tengo una cicatriz. Siempre me han contado que me sucedió cuando era muy pequeño.
El niño, tambaleándose, se sentó en el suelo, mirando todavía la sangre que manaba de su brazo y creaba pequeños remolinos viscosos en la leche blanca. La sorpresa se convirtió en comprensión, luego en dolor, finalmente en pánico.
—¡Mamá! —gritó, perdido todo el control…, de nuevo el temor a la muerte, tan fuerte, más aún en los niños—. ¡Mamá!
Entonces emitió un sonido, algo primario y atávico. Ningún oído humano podía escucharlo sin reaccionar.
Naomi estaba allí, con una bata puesta apresuradamente. Le envolvió en un cálido abrazo, y el pánico del niño se volvió suyo cuando se relajó con el contacto de alguien que haría que todo fuera bien.
—¡Oh, chiquillo! —gimió ella—. Oh, Davy, lo siento tanto, tanto…
La sangre los cubría ya a los dos, y Naomi advirtió que tenía que hacer algo. Le hizo extender el brazo, y supo de inmediato que era más de lo que ella podía manejar.
Herbert estaba allí también, vestido sólo con sus pantalones color chocolate, su enorme panza rebosando por encima del cinturón.
—¡Oh, mierda! —dijo, irritado—. ¡Mierda!
Naomi atrajo al niño hacia sí.
—¡Llama a un médico, por favor! —le dijo a Herbert—. Le llevaremos a la consulta.
—No sé el número —dijo Herbert—. Hazlo tú.
Naomi miró al hombre, sorprendida, pero pasiva.
—Vuelvo ahora mismo, Davy —dijo, volviéndolo a poner en el suelo. Entonces se puso en pie de un salto y apartó a Herbert de su camino—. Vístete —dijo por encima del hombro, y corrió hacia el teléfono.
El hombre contempló a Davy, una pequeña pelota de dolor y miedo tendida en el suelo, lleno de lágrimas densas como aceite de castor. Extendió la manita hacia el hombre, asustado, implorando.
—¿Mi moneda?
—¡Pequeño bastardo! —susurró Herbert—. Debería darte fuerte en el culo por lo que has hecho.
David no pudo soportarlo. Se apoderó del niño, sólo durante un segundo.
—Ponme un dedo encima, maldito hijo de puta, y te mataré —dijo el niño.
El hombre retrocedió, con los ojos desorbitados y una muda pregunta en los labios.