Nos han dicho que hay un «mundo presente» y un «mundo por venir». Debemos creer que hay un «mundo por venir», pues ésa es nuestra fe. Y tal vez en alguna parte haya un «mundo presente»…, aunque estoy seguro de que no puede ser este infierno en el que vivimos ahora.
—Rabino Nachman de Bratislava
El ciudadano soldado Joseph Gouraud hizo su último asalto con el 69. Bonaparte se hallaba de pie en lo alto de la muralla, gritando, urgiéndoles a avanzar mientras cruzaban las trincheras llenas de los cadáveres podridos de seis semanas y muchos asaltos previos. Las murallas de la ciudadela se alzaban enormes ante él, con su gruesa piedra blanca y sus cañones rugientes, muchos de ellos de fabricación francesa. La ciudad quedaba protegida por el mar por tres partes. Éste era el único camino de entrada.
Los turcos, los feos turcos, conservaban Acre…, sus negros dientes asomaban risueños mientras los franceses huían de sus brillantes cimitarras con las que decapitaban a los prisioneros apenas capturarlos. Los ingleses a las órdenes de Sidney Smith los apoyaban en la fortaleza que habían conservado desde que Ricardo Corazón de León la arrebatara a Saladino ochocientos años antes.
Gouraud cargó hacia la ciudadela de piedra a través del humo y el fuego de los doscientos cañones que descargaban contra ellos desde las murallas. Se movía sin pensar mientras su interior arrinconaba el miedo y el ansia de huir. El sol ardía tanto como los cañones, y el sabor de su propio sudor era tan agrio como la fétida bruma del sucio polvo. Los hombres caían a su alrededor, gritando en busca de ayuda, y los enfermeros corrían por el campo, ignorando a los heridos y recogiendo las balas de cañón dispersas para nutrir a la escasa artillería francesa.
—¡Cerrad las filas! —gritó el general, y Gouraud continuó ciegamente mientras las puertas del patio de la ciudadela se acercaban.
En las últimas semanas habían rebasado cuatro veces esas puertas, sólo para verse obligados a retroceder por la furia insana de los turcos y su destellante acero. Pero ésta era la última carga y todo el mundo, excepto Napoleón tal vez, lo sabía. Los refuerzos ingleses habían llegado a la bahía y, si no tomaban Acre ahora, ahora mismo, nunca tendrían otra oportunidad… Siria, y posiblemente Egipto, se perderían.
Almenas de piedra salpicaban el campo. Gouraud cargó conteniendo la respiración a través de la última zanja cubierta de cadáveres. Llegó a una serie de murallas a su izquierda…, sólo un segundo de descanso, un instante de seguridad, antes de acumular valor para dirigirse a las puertas.
¡No!, dijo una voz en su interior, pero ya era demasiado tarde.
Llegó jadeando a la muralla, y sintió su segundo de seguridad antes de que una cabeza con un turbante rojo asomara del otro lado del parapeto de piedra, riéndose, y descargara su brillante hoja.
Gouraud la observó avanzar lentamente mientras trazaba una difusa estela hacia su cara. La sintió penetrar en su cabeza sin dificultad, y la pesada hoja se hundió profundamente. Entonces se deslizó lentamente bajo la mortaja de la noche, con la vida escapándosele como el agua por un sumidero. No expresó furia ni resignación. Simplemente murió.
David Wolf se apartó instintivamente de la mente mientras notaba que ésta se hundía en el olvido. Había sentido esa atracción antes, esas irresistibles arenas movedizas que sorbían el espíritu hacia un oscuro calor. La había sentido en otras mentes, la había sentido, extrañamente, en su propia vida. Lo único que no había superado o explorado en el marco temporal era la muerte. Era la única barrera que no podía cruzar y de la que no podía volver; de ahí su fascinación. Había realizado innumerables cargas en cientos de mentes desde su llegada a Siria, había sentido la muerte cebarse muchas veces, no muy distinta de la oscuridad del sueño sin imágenes, y había escapado de ella con la misma frecuencia. No era capaz de imaginar qué sucedería si decidía no abandonar la mente muerta. Pero el miedo le mantenía apartado.
Recorrió la corriente temporal a ciegas, deslizándose a través de realidades, rozando levemente, como una piedra rebotando en un lago, hasta que pudo recomponer lo suficiente sus pensamientos como para buscar la luz de la batalla de Acre.
Regresó suavemente, tocando muchas mentes. En lo que quedaba del ejército de Hersh aún tenía más de dos mil posibilidades ancestrales; dos mil oportunidades de gloria o muerte. Estaba furioso consigo mismo y furioso con Gouraud. El hombre tenía toda una vida por delante y era un excelente compañero de mente. David se había mantenido en segundo plano durante la mayor parte del tiempo, dejándole decidir casi todo, incluidas las cuestiones del campo de batalla; pero ¿por qué se había olvidado de los turcos en las murallas?
Un gazapo estúpido, un error mental, y se perdía una vida…, ¿para qué? Para que Hersh pudiera mantener vivos sus delirios de conquista y gloria.
David había desarrollado una extraña actitud en lo referente a la vida y la muerte durante la campaña siria. Después de mirarla desde el exterior, desde más allá de la experiencia, sentía una especie de triste codicia. Los humanos eran como las flores que crecían al calor de un manantial falso antes del final del invierno. Trataban de vivir desesperadamente, soportar los asaltos de la naturaleza, y sin embargo están condenados por su propia naturaleza. Tan hermosos. Tan frágiles. Tan condenados. La gente se apresura tratando de dar significado a sus pocos momentos, y sin embargo todo el apresuramiento les priva del tiempo contemplativo que necesitan para apreciar verdaderamente lo que tienen.
David había descubierto que ser un dios era, en efecto, una experiencia adictiva. No quería volver a ser humano. La idea le asustaba. Era mucho mejor usar esas flores, cortarlas y ponerlas en un jarrón para proporcionar belleza mientras vivían. Pensar en ellos con más profundidad le deprimía.
Escogió a un soldado llamado Duprée para regresar, un joven de diecisiete años y poco más de tres meses. Bonaparte lo había elegido para enviar despachos entre él y Kebler, que defendía su flanco, y el muchacho se encontraba junto a él ahora, con su uniforme tan desolado como su visión de la vida.
Bonaparte se hallaba en lo alto del parapeto, pegado al telescopio, la cara ceñuda. David tomó rápidamente al joven anfitrión, contra su regla habitual cuando entraba en un cuerpo nuevo, y miró a Napoleón.
—Me temo que estamos viendo los momentos finales de esta aventura —dijo, sorprendido por lo agudo de su voz.
Hersh le miró, primero con sorpresa, luego divertido.
—Debes ser tú, David. Silv nunca se acercaría tanto a la batalla.
—Lo has perdido casi todo, Hersh —dijo David—. Lo que no han destruido los turcos lo ha hecho la peste. Tienes que marcharte con lo que queda y dejar este maldito lugar antes de que tú te pierdas también.
—Estás loco —dijo Hersh, señalando hacia la ciudadela a un centenar de metros—. ¡Mira! ¡Han franqueado las puertas! ¡La victoria es nuestra! —Saltó de la muralla a la protección del parapeto y miró a Duprée—. Ahora verás. Privaremos al maldito Nelson de su mejor puerto y abriremos un canal despejado hasta Constantinopla. ¡El mundo es nuestro!
—¿Y los refuerzos de Smith?
—¿No tienes fe, hombre? Tengo el ejército más leal y mejor entrenado de la Tierra. Los ingleses no supondrán ningún obstáculo para nosotros. Ahora le enseñaremos al viejo Djezzar algunas lecciones en francés.
Los dos se volvieron y contemplaron las puertas. David intentó ignorar el remolino que hervía dentro de Duprée por su intrusión. La batalla continuó, puntuada por los cañonazos. David supo que contemplaba la culminación de los ocho meses que había pasado tratando de ser amigo y médico de Hersh.
La marcha a través del Sinaí había sido mortal. Hersh había disminuido las fuerzas de la tropa cansándola aún más. Sin comida ni agua, los soldados se vieron obligados a comerse sus propios animales de carga; David agradeció poder abstraerse y no sentir hambre ni sed. Con el ejército en horas bajas, sin oportunidad de recibir refuerzos, fueron necesarios todos los delirios de Hersh para continuar: su confianza aumentaba a medida que sus hombres se iban reduciendo y las perspectivas contra él aumentaban.
Sorprendentemente, lo primero que encontraron en Siria fue la victoria. La fortaleza de la antigua ciudad de Jaffa cayó en tres días. Pero la alegría duró poco. Después de dejar un destacamento en Jaffa, Hersh continuó por la costa hacia Acre, esperando tomar la ciudadela y privar de su mejor puerto a Nelson, que le había estado mortificando desde que salieron de París. Pero las cosas no fueron así. El asedio se prolongó semana tras semana, asalto tras asalto, sin llegar a conseguir nunca la victoria, y los cadáveres de las zanjas seguían apilándose, desprendiendo un hedor que podía olerse desde una distancia de kilómetros. Y, ahora, diecisiete barcos llenos de turcos desembarcaban para reforzar la guarnición. El sueño se había hecho trizas. Incluso Hersh tendría que enfrentarse a sus delirios…, y David se sentía preocupado por ello.
El resultado de esta carga estaba cantado. Los franceses se retiraron lentamente, tratando de conservar su posición contra el asalto de los infantes ingleses y los marineros regulares frescos para la batalla. Pero no sirvió de nada. Como un solo hombre, se dieron la vuelta y corrieron, rompiendo filas mientras los mosquetes ingleses abrían un oscuro tributo en su huida. Los infantes fluyeron de las murallas, sus casacas rojas convertidas en una extensa laguna de sangre, seguidos por los marineros descalzos, con sus camisas a franjas blancas y negras y sus coletas rebotando en sus espaldas hasta la cintura.
—¡Retaguardia! —gritó Napoleón, tomando el control—. ¡Cubrid la retirada!
—Cuando desembarque el resto de la flota inglesa —dijo David—, atacarán en bloque. Tendrás que salir de aquí.
—Esos cobardes —dijo Hersh, sin piedad—. Niños pequeños huyendo de sus mamás. Todo es culpa suya.
—Los superan en número. Han hecho lo mejor que pudieron.
—¡Cobardes! —gritó Hersh, y avanzó en la misma dirección que su retirada.
David se apresuró a seguirle por entre los miles de hombres que se movían a través del humo a su alrededor. Pasaban como en un sueño, espectros apareciendo sólo para desvanecerse en la bruma segundos después. Encontró a Hersh justo cuando éste alcanzaba a los supervivientes del 69 reagrupándose tras los parapetos.
—¡Os vestiré con faldas! —gritó Hersh a los hombres heridos y derrotados que yacían en el suelo, jadeando y sangrando—. ¡Quitaos los calzones! Tenéis coños entre las piernas, no carajos. ¡Quitad los pantalones a estos mariconazos!
David corrió hacia él, tratando de calmarle, pero sin lograrlo. Berthier se unió a él. Cogieron a Napoleón por los brazos y lo retiraron del desventurado 69.
—Tenemos que pensar en marcharnos de este maldito lugar —dijo Berthier—. Si queremos sobrevivir, por el bien de la República, tenemos que olvidar Siria y volver a Egipto.
—No me he rendido en una pelea desde Maddelena —dijo Napoleón, el pelo aplastado contra su cabeza por el sudor—. No me rendiré ahora. Nos reagruparemos en Jaffa y lo intentaremos de nuevo.
—No podemos —dijo Berthier, con voz pastosa—. Hay informes de nuevos brotes de peste. Jaffa está repleta.
—No es peste —dijo Hersh.
—Pero señor, yo…
—No es más que fiebre con erupciones —repuso Hersh con firmeza—. Y no quiero oír más sobre el asunto. Esos bebés tendrán que aceptarlo y encararlo como hombres.
—Sí, señor —dijo Berthier.
Cruzaron los restos del campo de batalla hacia el campamento tras las líneas. David contempló tristemente los cadáveres —flores aplastadas— que cubrían el terreno. Las mentes absorbidas en aquel vacío negro…, desaparecidas. Un aguador los alcanzó, cargando un cubo con las dos manos, y todos bebieron para recuperar lo que habían perdido con el calor y la batalla.
Hersh guardó silencio, rumiando, y caminó rápidamente con las manos tras la espalda.
David le observó, odiándole y respetándole al mismo tiempo. Había gobernado Egipto con brillantez y estupidez. Aislado de su tierra por Nelson, había gobernado un país sin recursos ni dinero, soportando penalidades que habrían hecho huir a hombres ordinarios, y sin embargo había escrito al Directorio: «No nos falta de nada. Rebosamos de fuerza, buena salud y ánimos». Era auténtico heroísmo o locura absoluta. Conociendo a ambos habitantes del cuerpo del general Bonaparte, David sabía que ambas indicaciones estaban presentes en igual medida. Sin embargo, no sabía con seguridad dónde acababa la psicosis paranoide de Hersh y dónde empezaba el heroísmo de Napoleón. Aquí se estaban forjando leyendas.
Silv esperaba en la tienda de Hersh, habitando todavía silenciosamente el cuerpo de Gérard Cuvier. Los contempló ceñuda, con ojos acusadores, como siempre, sin ceder una pulgada. Guardaba su propio cuerpo como a un altar, sin dejarlo acercarse a la batalla, vigilando siempre a Hersh.
Bonaparte se detuvo delante de la tienda y guardó silencio durante unos embarazosos instantes. Luego sacudió la cabeza, como si saliera de un sueño, y se volvió hacia Berthier.
—Congrega a los oficiales —dijo—. Me reuniré con ellos dentro de quince minutos.
Berthier asintió cansado y se marchó. Hersh volvió su atención a Duprée.
—David —dijo—. Entra, quiero hablar contigo. —Miró a Silv—. A solas.
Hizo a un lado la lona y entró en la oscuridad de la tienda. David le siguió. Un leve gemido llenaba la habitación. Napoleón encendió una vela, y su brillo iluminó a Gaspard Monge, que yacía delirante en un jergón.
—Pobre tipo —dijo Napoleón—. Su disentería era tan mala que hice que lo trasladaran aquí para poder cuidar yo mismo de él.
David se acercó al hombre e hizo un rápido examen, conteniendo el aliento para protegerse del olor. El hombre estaba comatoso, con los brazos aferrados al estómago, lleno de dolor. En su tiempo, estuviera donde estuviera y cuando fuese, David le habría hospitalizado y le habría suministrado antibióticos, pero aquí no había nada.
Se enderezó.
—Sigue dándole líquido. Una mezcla de agua hervida, sal y azúcar servirá para rehidratarle —dijo.
Napoleón asintió vagamente, sin escucharle en realidad. Estaba sentado ante la mesa donde se habían originado tantas proclamas en Egipto. David acercó una silla y se sentó en silencio, esperando.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Hersh, la confusión evidente en sus rasgos—. Estaba allí, allí mismo. —Extendió una palma abierta, luego la convirtió airadamente en un puño—. Es esa maldita chusma que se consideran soldados… —Se golpeó con fuerza la rodilla—. Es culpa suya. Debería eliminarlos a todos…
—No todo en la vida puede salir como queremos que salga, Hersh —dijo David en voz baja, extendiendo una mano para coger el puño cerrado del hombre—. Hiciste lo que pudiste en una mala situación. Lo hiciste mejor que nadie, mejor de lo que podrías haber esperado. Eres un hombre, y ser hombre es fracasar algunas veces.
—¡No soy un hombre! —aulló Hersh—. Soy un soñador. ¡Esto es mi sueño!
—Eres un soldado del Sector —dijo David. Hersh retiró la mano—. Eres un visitante en otra época, pero no eres de este tiempo. El que puedas controlar a este hombre no significa que puedas controlarlo todo.
—¡Sí puedo!
—No puedes controlarme a mí. No puedes controlar a Silv. Ni siquiera puedes controlar a Talleyrand.
El hombre le miró con ojos conocedores y profundos. Pero dejó pasar la observación.
—Un imperio asiático podría haber sido mío —dijo suavemente al cabo de unos pocos minutos, y David empezó a pensar que Hersh se había retirado totalmente y dejado salir a Bonaparte—. Podríamos habernos dirigido a la India y habérsela arrebatado a los ingleses. El dinero del imperio del comercio podría habernos puesto en una nueva ruta.
—¿Está Hersh ahí dentro? —preguntó David.
—Está enfurruñado —respondió Napoleón.
—Hersh —dijo David—. Lo has hecho todo lo bien que podía esperarse. No tienes nada de qué avergonzarte. Los logros han sido todos tuyos, los problemas imprevisibles. ¿Por qué no dejas atrás este lío? Vuelve con Silv. Ha prometido que no te pasará nada. No quiere que esto trascienda.
Napoleón sacudió la cabeza.
—Está abstraído. No te escucha. La verdad es que no puedo imaginarlo en París en su estado.
—Ahora tenemos que preocuparnos del presente —dijo David.
Bonaparte sonrió. Extendió la mano y jugueteó con las orejas de David.
—Siempre tan pragmático —sonrió—. Sí. Tenemos problemas en el presente. —Se volvió y empezó a escribir—. Voy a ordenar la evacuación de Siria.
—Quizá «retirada estratégica» sería un término mejor —dijo David.
—Sí, excelente.
Escribió durante varios minutos. Luego garabateó su nombre y lo rubricó. Dobló la orden, sellándola con su símbolo personal, la abeja, en vez del sello oficial de la República.
—Berthier probablemente se sentirá feliz con esto —dijo, y ató una cinta en torno a la orden—. Esto lo acercará a su ángel amado.
—Berthier es un soldado bueno y leal —dijo David, y se puso en pie.
—Es un bastardo egoísta —murmuró el hombre, y David notó el regreso de Hersh—. Pero me divierte. Ven, comuniquemos la noticia antes de que cambie de opinión. Esta noche regresaremos a Jaffa.
Salieron de la tienda. Napoleón se apresuró a reunirse con los oficiales, caminando con la cabeza alta. Era difícil no admirarle.
David se reunió con Silv.
—Otro cuerpo nuevo —dijo ella, con una crítica implícita.
David ignoró su reproche y la condujo a los establos. Pasaron por entre las filas de tiendas sucias, con ropa lavada colgando de los vientos. En los ochos meses que llevaban juntos, David y Silv nunca habían encontrado un terreno común para reunirse e intercambiar ideas. Era como si los tres fueran una especie de maquinaria monstruosa, donde Hersh y Silv eran los extremos opuestos y David una aguja fluctuando salvajemente entre los dos. A David no le gustaba el cuerpo que ella habitaba, eso lo sabía, pero no estaba seguro de si aquello se aplicaba también a la propia Silv. ¿Hasta qué punto están condicionados nuestros sentimientos hacia la gente por su aspecto?
Todo el campamento olía a muerte y descomposición. El gran plan no era más que muchas piezas rotas en el suelo. Era hora de pensar en regresar a casa. David lo notó en los soldados, pero la melancolía también se extendió a él. Temeroso como estaba de la fragilidad de una vida, ¿podía existir realmente como un espectro? Pensaba mucho en Sara y en la realidad en la que estaba atrapada en el Hospital Estatal.
Pasaron junto a Louis Cuvier mientras éste cojeaba con su nueva pata de palo, llevando agua. Vio, pero no reconoció, a su primo Gérard y el nuevo cuerpo anfitrión que caminaba con él. Sus ojos tenían una cierta ansia que hizo que David se sintiera culpable, pues compartir mentes funcionaba en ambos sentidos.
—Hemos terminado aquí —le dijo a Gérard—. Hersh vuelve a Egipto. Tal vez ya ha tenido demasiado.
—Pero no lo crees.
—No —respondió él—. De hecho, ahora tenemos que vigilarle más de cerca. No estoy seguro de cómo manejará un colapso de su sueño.
—¿Podría renunciar a los sueños por completo?
—Probablemente no. Tiene otros a quienes echar la culpa. Si sale de esta depresión, probablemente reajustará el sueño.
—Una palabra interesante —dijo Silv en voz baja.
—¿Cuál?
—Si.
Llegaron al pequeño establo en la parte ocupada de la ciudad, donde no había más que treinta caballos para los oficiales confinados en un pequeño granero. No había caballería en esta expedición.
El centinela los dejó pasar al reconocer a Cuvier. Ya que Hersh no podía hacer nada con ellos, había decidido dejarles hacer lo que quisieran.
Aprestaron un par de yeguas árabes y las sacaron del establo a la luz del sol poniente.
—Mejor que estemos preparados —dijo David—. En cuanto decide algo, no le gusta esperar. Mira.
Señaló. El corso, seguido por Berthier y varios oficiales, se dirigía rápidamente al establo.
—¡Te me has anticipado, David! —gritó desde lejos, y luego redobló el paso hasta alcanzar a Silv y David. Sus oficiales se vieron obligados a seguirle con pasos rápidos y medidos sobre el terreno cubierto de guijarros, sujetando con fuerza los sables contra sus costados.
—Vamos a coger nuestras pertenencias —dijo David.
—Bien —replicó Hersh—. Tomaremos un destacamento de tropas de refresco y nos marcharemos inmediatamente. El resto del ejército nos seguirá y cubrirá nuestra retaguardia.
Se pusieron en marcha en una hora, dirigiéndose hacia el sur bajo los cielos oscuros. Hersh ya había vuelto a hacerse cargo, tras explicar su derrota, y estaba atareado soñando nuevas conquistas. Reía y bromeaba con sus oficiales, mientras Silv y David cabalgaban detrás. Pero David se preguntaba si era Hersh, o Napoleón, quien dirigía ahora el ejército. Temía que Hersh estuviera aún replegado, rumiando.
Una larga fila doble, azul, se estiraba tras ellos sobre el camino de tierra, levantando nubes de polvo que se agarraban al aire como si fueran niebla. Campos de hierba y sembrados se extendían a cada lado.
Y entonces llegó el humo.
—¿Qué es eso? —preguntó Silv.
—Está quemando los campos —respondió David, apoyándose en el pomo de su silla y dándose la vuelta para mirar atrás. En la distancia, la oscuridad empezaba a teñirse de rojo en una línea continua en el horizonte.
—¿Por qué?
David se volvió, sintiendo ya el trasero dolorido. Este cuerpo no estaba acostumbrado a montar a caballo.
—Probablemente para que los turcos se desanimen e impedir que nos sigan.
—¿Y ahora qué?
David la miró. La cara demacrada de Gérard fluctuaba con la luz difusa. Se preguntó qué aspecto tendría la cara del cuerpo que habitaba. Ni siquiera había tenido oportunidad de mirarse en un espejo.
—¿Y a mí me preguntas? Hasta ahora he hecho todo lo que me has pedido. He pasado aquí ocho meses de mi vida…
—No —corrigió ella—. Ocho meses de la vida de otras personas.
—Muy bien. Hersh ha sido mi paciente durante ocho meses, y creo que, dadas las circunstancias, he hecho un trabajo bastante bueno al establecer una relación con él. Ha sido una experiencia interesante.
—Pero crees que, si fuera a cambiar la historia, ya habría sucedido. —Ella cogió una cantimplora de su silla y bebió un largo trago; luego, se la tendió—. He pensado lo mismo. Si mi teoría es correcta, puede que ya hayamos perdido el futuro.
David quitó el tapón de la cantimplora.
—¿Y si tu teoría no es correcta?
—Nos preocuparemos de eso después de que hayamos terminado con Hersh —dijo ella—. Mientras tanto, sigue trabajando en él.
—No me has contratado como criado —dijo él. Bebió, y luego se mojó la cara con un poco de agua—. Puede que tarde toda una vida en encontrar una salida con Hersh. Su delirio es tan conveniente que no hay razón para que lo rechace.
—Entonces, dale una razón.
David notó que se irritaba. Siempre pasaba lo mismo con Silv.
—No es tan fácil —dijo, demasiado alto, exasperado—. Ahora mismo tiene todo lo que un hombre podría querer. ¿Qué podría motivarle para regresar a ese agujero de ratas que llamas hogar?
—En el Sector, simplemente ajustaríamos su conducta con las drogas adecuadas —dijo ella, retorciéndose el bigote.
—Lo meteríais en una caja de Skinner si pudierais.
—¿Skinner? —dijo ella, alegrándose—. La filosofía de Skinner forma la piedra angular de nuestra sociedad.
Él asintió. Todo el cielo tras de ellos era de un rojo brillante y doloroso.
—Probablemente eso forme parte del problema de Hersh. El control ambiental no permite un impulso genético. Es un gran medio de crear una sociedad llena de lunáticos reprimidos.
Silv se echó a reír.
—Naturalmente, eso es lo que diría un psiquiatra. No tendrías forma de ganarte la vida en mi mundo. El reajuste por medio de drogas consigue aquello por lo que a ti te pagan una fortuna. En mi mundo, el control ambiental es absolutamente esencial para mantener el orden y la cordura. En un espacio tan cerrado, lo necesitamos para sobrevivir.
—¿Cómo fue exactamente la educación de Hersh?
Ella se encogió de hombros.
—¿Cómo puedo saberlo? Era un soldado, vengan de donde demonios vengan. Me parece que los producen.
—¿Los producen? —murmuró David, apartando su caballo de la carretera—. Tengo que pensar en esto durante un rato.
Silv, divertida, se dirigió a la zona de hierba junto a la carretera. Las tropas continuaron pasando, arrastrándose, andando como sonámbulas en una fila interminable.
David se bajó del caballo y se frotó las posaderas con las dos manos.
—Algo en el pasado de Hersh es la causa de sus delirios, algo de lo que huye. Puede ser un solo suceso. Puede ser la suma de toda su formación. Era violento en el Sector, incluso a pesar de vuestras drogas. Sea lo que sea, está recluido en un lugar donde no nos permitirá alcanzarlo. Supongo que estabas bromeando cuando hablaste de producir a los soldados, ¿no?
—El problema con los humanos —dijo Silv— es que siempre han ido en contra de la evolución y la selección natural enviando a sus mejores y más brillantes miembros a que los maten en las guerras. En el sector, producimos seres para los trabajos menores y peligrosos, asegurando así un futuro para nuestros mejores cerebros, mientras construimos una fuerza de lucha y trabajo que acepta órdenes y no piensa independientemente.
—Eso es inhumano.
Ella se bajó del caballo y lo guió de las riendas para caminar delante de él.
—¿Qué podría ser más inhumano que la locura total que hemos visto hasta el momento? —preguntó con voz dolorida. La cara de Gérard enrojeció con la furia de Silv—. Deja de festejarle las gracias, David. ¿Eres su médico o su colaborador? Le vimos ejecutar a tres mil prisioneros en la playa de Jaffa, incluyendo a los niños que se abrazaban a sus padres en la muerte.
—No podía alimentarlos —dijo David, a la defensiva, y su propia culpa enterrada volvió a brotar con las acusaciones de Silv—. Su propio ejército padecía hambre. Si los hubiera liberado, habrían vuelto con su gente a reforzar la tropa.
—¡Escúchate! —gritó ella, y las venas se marcaron en el cuello de Gérard—. ¡Estás justificando sus acciones! —Le agarró por la parte delantera del uniforme; varios botones saltaron—. ¿No ves lo que está pasando aquí? ¡Eres igual que él! ¡También has caído!
—¡No! —gritó David, lleno de furia y vergüenza mientras apartaba a Silv y la derribaba al suelo—. ¡Te equivocas! ¡No soy como él, no lo soy!
—Por eso no le has ayudado todavía —siseó Silv desde el suelo—. No quieres hacerlo.
David temblaba. Sus palabras cortaron como un cuchillo:
—¡Zorra! ¡Jodida zorra!
Gérard se puso en pie de un salto y cargó contra Duprée, golpeándole con fuerza en el pecho. Los dos cayeron. Rodaron por el suelo, arañándose la cara, tratando de hacer salir al descubierto el yo interior mientras el cielo ardía sobre ellos, devolviendo la oscuridad a los niveles inferiores del infierno.
David aprovechó su cuerpo, más joven y más fuerte, para liberarse de una patada y golpear a Silv en la espalda, por lo que Gérard perdió el aliento. Con el rostro contraído en una mueca, cerró el puño, deseando aplastar aquella maldita cara roja, hacerla callar de una vez por todas.
Se detuvo y contuvo el puño con un esfuerzo terrible.
—¿Qué estoy haciendo? —dijo. Se desembarazó de Silv y se sentó en el suelo.
Silv se puso de rodillas con dificultad, jadeando, buscando aire. Él la miró, al cuerpo que habitaba.
—Sé que tengo problemas —dijo, con los labios temblando—. Sé que soy débil. Pero maldita sea, Silv, te juro que estoy haciendo lo que puedo… —sintió las lágrimas picotear en los jóvenes ojos, y advirtió que Duprée lloraba por él—. Todo es tan condenadamente solitario y confuso. Me siento como una sombra… No soy real, pero estoy atado a la realidad. Hersh tiene sus sueños. Tú tienes tu fuerza. Yo no pertenezco aquí, pero no tengo nada a lo que regresar. Ya nada tiene significado para mí, y ni siquiera tengo el sueño para escapar.
Se puso en pie, sacudiéndose el polvo, mientras Silv le miraba intensamente desde el suelo.
—Está la experiencia, sí…, pero sin un significado, sin un… sentido, es algo vacío. —La miró y sacudió la cabeza—. Supongo que no puedo verle el sentido. Estoy perdido, Silv, a la deriva, y no me has ayudado en nada. ¿Por qué no pudiste darme un poco de tu fuerza en vez de reprenderme por mi trabajo, lo único en lo que aún tengo fe?
—Eres un profesional —dijo ella, cortante—. Un poco de estímulo debería sacar lo mejor de ti.
—¿Un poco de estímulo? —replicó él—. No estamos en una clase. Estas condiciones apenas son clínicas. Soy un ser humano capturado en una situación más allá de mi comprensión o control, y estoy asustado. Tal vez tienes razón, y la adicción también se ha apoderado de mí. Dios sabe que me gustaría que me barriera algo ahora mismo.
Hizo un gesto a su alrededor y ejecutó un amplio círculo.
—Todo es un lío. Hersh es Dios. Controla la fantasía, y sería mejor que te acostumbraras.
Se apartó de ella y recuperó el gran caballo negro, que se había alejado y resoplaba y golpeaba el suelo con una pata, pues la proximidad del fuego le asustaba. David recogió las riendas del suelo y lo trajo de regreso. Ella se puso en pie, con una cara extraña.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó.
Él miró al suelo.
—Me marcho. Ya he tenido suficiente. Ve a buscarte otro idiota.
—¡David! —ella le sujetó por los brazos y le obligó a mirarla a los ojos. Había urgencia en ellos—. ¿Adónde vas?
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Temo volver a David Wolf. Creo que ya no lo conozco. Tal vez deambule durante una temporada…
—No —dijo ella con voz débil, las manos cerradas sobre él como tornillos—. Por favor, no me dejes. Te lo suplico.
—No hay nada más que pueda hacer aquí —dijo él, sorprendido por su propia vulnerabilidad—. Esta situación está más allá de mi control.
—Espera —dijo ella, y ahora fue su turno de mirar al suelo—. Yo… te agradezco todo lo que has hecho. Sé que no lo expreso muy bien, pero… —le miró—. He estado sola durante mucho tiempo y he olvidado las cortesías, los protocolos de la vida.
—Estás tan asustada como yo —dijo él, sorprendido por el hecho de estar sorprendido.
—Por eso actúo de esta manera —respondió ella—. Mi retraimiento siempre ha sido una muralla para mí, una forma de mantener a la gente a distancia. Es la única protección que tengo. Siempre he dependido de tu fuerza. Por favor, no me la quites. No sé qué decir. No tengo idea de cómo manejar esto.
David miró a Gérard y sintió asomar en él la sinceridad de Silv, casi como un niño mirando a un desconocido tras los pantalones de su padre.
—Hay muchas cosas de las que podemos hablar —dijo—. No soy tan malo.
Silv asintió, se retorció el bigote. David extendió la mano. Silv la miró y luego, lentamente, hizo lo mismo con la suya. Se las estrecharon.
—Encantado de conocerte —dijo David.
—Por favor, no me hagas daño —replicó Silv, sonriendo tentativamente.
—No nos hagamos daño el uno al otro —dijo David.
Montaron a caballo y volvieron a unirse a la columna. David no estaba seguro de si debería haberse marchado o no. Por leve que fuera su lazo con la realidad, estaba directamente atado a su trabajo con Hersh. Temía la pérdida total, la caída libre al vacío de la vida que era tan parecida a la atracción de la muerte. Algo tenía que importar y, hasta que apareciera una cosa mejor, eso era su relación con Hersh.
En cuanto a sus posibilidades de tener éxito con él, no albergaba muchas esperanzas. Las revelaciones de Silv respecto a Skinner acababan de rematarlo todo. Como científico conductista, Skinner creía que los conceptos de libertad y dignidad eran mitos metafísicos que no tenían significado real, y que el gobierno y la civilización necesitaban control ambiental sobre los seres humanos para ayudarlos a vivir en armonía. Si Hersh, un reo violento incluso en una sociedad cerrada, fuera liberado de esa clase de control, su mente no podría evitar volverse loca. Pero el condicionamiento tenía su reacción. Hersh trataba de controlar el mundo porque se sentía inferior a él, y todo era un producto de su condicionamiento; y cada vuelta atrás, cada pérdida, lo hundía más hacia dentro… el último lugar donde necesitaba estar.
Cabalgaron durante toda la noche. David dividió su tiempo entre calmar el cuerpo que habitaba y tratar de entablar conversación con Silv durante el camino. Hersh no quería hablar con él, y eso le molestaba. Significaba que tenía en mente algo que no sería agradable, y temía que David le hiciera hablar de ello.
La amistad de Hersh con David era la única nota de esperanza en todo el asunto. En algún lugar de su interior, Hersh sabía que David pretendía ayudarle, y tal vez quería esa ayuda. No era mucho, pero era todo lo que tenían.
Llegaron a Jaffa a media mañana. El general se encaminó directamente a la mezquita que su cirujano jefe, Desgenettes, había convertido en hospital.
La ciudad era antigua, incluso para la época de Napoleón. Emplazada en una colina que se asomaba a las aguas verdiazules del Mediterráneo, había visto imperios alzarse y caer durante miles de años. Los cruzados la habían mantenido en su poder durante mucho tiempo, fortificándola con el estilo medieval, y siglos más tarde volvió a ser fortificada por los turcos. David sonrió al pensar en Mo Frankel. Ésta era la misma ciudad que Mo había visitado casi dos mil años antes, bajo la personalidad de Simón Pedro el pescador.
Hersh había tomado la ciudad seis semanas antes; la primera parada de David tras entrar en ella fue en la casa de Simón el curtidor, donde Mo le había dado a Pedro su visión.
Las calles de Jaffa no estaban hechas para los caballos. David ató el suyo ante las puertas y entró a pie. Había hombres muertos en las puertas —soldados franceses—, y hordas de moscas negras atacaban los cadáveres. El olor le dijo más de lo que podría haber hecho una mirada. Las bubas. Peste negra.
Silv se quedó a las puertas, dejando a David entrar solo. Las estrechas callejas de piedra apenas permitían el paso a un hombre. Llenas de escalones, se retorcían y giraban a propósito en callejones sin salida para confundir a los ejércitos invasores. Funcionaron bien con David.
Unos ojos le observaban a través de oscuras rendijas mientras caminaba, ojos que miraban la sombra de la muerte al pasar junto a su puerta. En el mundo de David había tratamientos para las infecciones de la Pasteurella pestis. Aquí, sólo un frío invierno o el desgaste total podía salvarlos.
Después de dar varios giros equivocados, David se dio cuenta de que estaba perdido sin esperanzas. Contempló los grandes edificios de piedra que se alzaban al cielo, y las escaleras descubiertas que rodeaban torretas hasta las puertas situadas a la mitad de las torres. Entonces se le ocurrió una idea. Cerró los ojos y siguió el olor.
Encontró el hospital en diez minutos. Berthier, con los oscuros y brillantes ojos, se encontraba fuera de la mezquita. El joven Murat, el favorito de Napoleón, charlaba con él.
David se les acercó.
—¿Dónde está?
Los dos hombres le miraron. No le conocían. Pero la mayoría de los oficiales se habían acostumbrado a la reciente fascinación y amistad de Napoleón con los hombres de la tropa.
—Ahí dentro, muchacho —dijo Berthier, pasándose una mano por el pelo—. Sácalo si puedes.
David asintió, tomó un pañuelo del bolsillo y lo anudó alrededor de la cara de Duprée. Se acercó a las puertas adornadas con baldosas y entró en la estructura.
Se atragantó al entrar, porque el hedor era casi insoportable. Varios cientos de hombres yacían tendidos en jergones sobre los hermosos suelos de baldosas; columnas como cuerdas retorcidas se alzaban al área de adoración abierta para sostener los altos techos. La mayoría de los hombres estaban desnudos, feos furúnculos negros diezmaban sus cuerpos…, en la zona genital, bajo el sobaco, finalmente en la garganta; después de aquello, la muerte era una bendición. Los hombres tosían sangre y mucosidades, y sus gemidos eran un bajo murmullo que llenaba continuamente la amplia sala como una especie de máquina. La tristeza de la vida que escapaba, de trocitos de algo único perdiéndose del mundo, casi abrumó a David. Podía sentir la vida escapando, y su formación médica resultaba inútil en esta tierra de muertos. ¿Para qué servía?
En este punto, el pánico de Duprée era consumidor, a pesar de los intentos de David por tranquilizarlo. Tuvo que tomar el control total del cuerpo para mantenerlo allí, lo cual significaba que quedó expuesto a la experiencia total, incluidos los olores, incluida la tristeza.
Médicos con gruesas batas y rostros cubiertos recorrían la habitación de la muerte, haciendo lo que podían, que era exactamente nada. Su función principal era localizar a los muertos y hacer que los retiraran para cremarlos.
Divisó a Napoleón al fondo de la sala, caminando por entre los enfermos, inspeccionándolos. Desgenettes, vestido de uniforme y cubriéndose la nariz y la boca con un pañuelo, le acompañaba, hablando en voz alta por encima de los gemidos.
David caminó con cuidado por entre los enfermos y moribundos para alcanzar al general, que discutía con su cirujano jefe.
—Ciudadano general —decía Desgenettes, con la voz ahogada a través del pañuelo, su postura rígida por el miedo—, debéis marcharos de este lugar. La peste es altamente contagiosa.
—Tonterías —dijo Hersh—. Esto no es la plaga.
Un asistente intentaba arrastrar a una víctima viva al jergón que acababa de dejar vacante un soldado que había muerto. Hersh se apresuró a ayudarlo, cogiendo al pobre hombre por los hombros mientras el asistente lo hacía por los pies.
—Por favor, general —imploró Desgenettes—. Os suplico…
—¡Basta! —ordenó Hersh—. Os aseguro que estos hombres no tienen la peste. Nos marcharemos de aquí pronto. ¿Cuánto tiempo tardaréis en prepararlos para el viaje?
—No pueden viajar —dijo Desgenettes—. No pueden ponerse en pie, y mucho menos marchar.
—¿Qué sugerís? —preguntó Hersh, con las manos en las caderas—. ¿Dejarlos para los turcos?
—Sólo puedo deciros, ciudadano, que estos hombres no pueden andar.
Hersh se dio la vuelta, sus ojos se enfocaron en David.
—¿Tienes alguna sugerencia?
David asintió.
—Sí. Sal de aquí ahora mismo a menos que quieras que el gran cerebro del que hablas muera de peste.
—¡No es la peste! —dijo Hersh en voz alta.
—No sólo es eso —dijo David—, sino que además lo sabes.
El hombre inspiró profundamente, con el rostro petrificado por la concentración. Entonces la rompió, como si despertara de un sueño, y se volvió a Desgenettes.
—Deben ponerse en marcha o se quedarán para los turcos. Tenemos que replegarnos inmediatamente.
—No pueden marchar —dijo Desgenettes.
—Hay aquí drogas para el dolor, ¿no? —preguntó Hersh.
Desgenettes lo miró con recelo.
—Tenemos láudano —dijo en voz baja—, una tintura de opio.
—¿Qué harían grandes dosis de láudano?
Desgenettes se quitó el pañuelo, revelando la boca contraída en una mueca.
—El láudano es fatal en grandes dosis —dijo.
Hersh asintió. Se volvió para mirar a David, a la puerta lejana.
—Los que no puedan andar recibirán láudano en dosis fatales —dijo simplemente.
—¡General Bonaparte! —dijo Desgenettes—. Soy médico, no puedo…
—Haréis lo que yo os diga —ordenó Hersh—. No dejaré a mis hombres a merced de los turcos.
—Eso es impensable —dijo David, horrorizado.
—Me resisto a la idea —dijo Desgenettes, y David reconoció en él a un buen médico—. No desgraciaré a mi país o a mi profesión asesinando a los míos.
—Entonces, me encargaré de que alguien lo haga —replicó Hersh, y empezó a caminar hacia la puerta—. Y consideraos arrestado por no cumplir una orden directa.
Desgenettes se quedó allí, los ojos desorbitados, la boca abierta, mientras David se apresuraba en pos de Napoleón. Lo alcanzó cuando el hombre cruzaba ya el amplio umbral. Cogió a Bonaparte por el brazo.
—No puedes hacer esto —dijo—. No puedes.
Hersh liberó el brazo y continuó su marcha, uniéndose a Murat y Berthier junto al pozo del patio. David le siguió rápidamente.
—Se administrará láudano en dosis fatales a aquéllos que no puedan caminar —estaba diciendo Hersh a Berthier—. Encargaos de que se cumpla la orden.
—No —dijo Berthier—. Eso es impensable. Yo nunca…
—¡Obedeceréis una orden directa en el campo de batalla! —chilló Hersh, infantilmente—. ¡O haré que os arresten también!
Se dio la vuelta y se marchó. Sus oficiales se le quedaron mirando.
David le alcanzó.
—Has ido demasiado lejos, Hersh —dijo, corriendo por las estrechas calles para seguir el paso del hombre—. Un comandante que mata a sus propias tropas no puede vivir mucho tiempo.
—Los turcos declararían una fiesta para decidir qué hacer con esos hombres de ahí dentro —replicó Hersh—. Créeme, la muerte que les ofrezco es preferible.
—Tonterías. No puedes hablar por los turcos, sólo por ti mismo. Y creo que tienes motivos que no tienen nada que ver con la situación actual para explicar tu conducta.
—Tú tienes un motivo para todo, ¿verdad? Estoy empezando a cansarme de tus razonamientos y tus constantes argumentos. Déjame. Coge a la vieja y perdeos de mi vista. Si no lo hacéis, os mataré en cualquier encarnación en la que elijáis volver.
Se acercaban a las puertas por una estrecha calle que descendía serpenteante hacia el mar. El antiguo puerto se encontraba a una treintena de metros debajo de ellos.
—Te diré por qué entraste en ese hospital —dijo David—. Lo hiciste porque querías contagiarte.
Hersh se echó a reír. Llegaron a las puertas y las cruzaron. Los cadáveres que David había visto al entrar ya habían sido retirados para tirarlos al mar.
Hersh se dirigió a su caballo y lo desató del poste de hierro en los muros exteriores. Silv estaba un poco más lejos, sentada a la sombra de una higuera. Se incorporó cuando los vio llegar, pero David le hizo un gesto para que volviera a sentarse.
—¿Por qué querría exponerme a la peste? —preguntó Hersh, guiando su caballo a un abrevadero cercano.
—Porque te odias, Hersh. Tienes la sensación de ser un fracasado en un mundo irreal, el Rey de la Nada.
—¿Cómo puedes esperar saber lo que siento? —dijo Hersh vehementemente, con la cara llena de ira.
David le miró a los ojos y sostuvo su mirada.
—Porque no eres el primero en sentirte así —dijo en voz baja—. Lo haces y nos condenas a ambos. Sé de lo que hablo.
—¡No sabes nada! —gritó Hersh.
—Sé por qué has sentenciado a muerte a esos hombres —dijo David.
—¡Déjame en paz! —exclamó el hombre. Retiró la cabeza de su yegua del abrevadero y se la llevó.
—¡Es tu propio deseo de muerte! —gritó David tras él—. ¡Tratas de disponerlo todo para que puedan hacértelo también a ti!
Hersh dejó de andar, aún dándole la espalda a David. Se dio la vuelta lentamente, y sus ojos asustados le miraron. David se le acercó y le sujetó por los hombros.
—Piénsalo —susurró roncamente—. Por favor. Piénsalo antes de que sea demasiado tarde.
Hersh, el hombrecillo asustado que era Hersh, miró pesarosamente a David, con ojos distantes, tratando de hacerle frente. David aumentó la presión sobre sus hombros, esperando que el calor y la confianza de su realidad pudieran, de algún modo, ayudarle.
Bruscamente, Hersh dio un leve respingo, como si hubiera recibido una descarga. Miró a David con los ojos húmedos.
—Dios mío —susurró—. ¿Qué he hecho?
David suspiró.
—Has dado el primer paso para ayudarte a ti mismo —dijo, sonriendo.
—Ve a ver a Berthier —dijo Hersh—, dile que detenga el envenenamiento. Y que luego reúna a todos los caballos, mulas, carros que puedan ser tirados o empujados. Los que no puedan caminar, cabalgarán. Nos iremos todos juntos.
—Eso es hablar —dijo David, con la sonrisa consumiéndole la cara.
El general miró a su propio caballo, a las riendas que sujetaba tensamente. Las tendió a David.
—Empieza con este caballo.
David recogió el animal y se dio la vuelta para guiarlo.
—Y, David… —dijo Hersh—. Gracias.
—Ya te enviaré la factura.