El tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de los individuos.

—William Faulkner

David salió tambaleándose, desnudo, al magnífico balcón de su suite en el palacio mameluco. El Cairo entero se extendía ante él como un elaborado belén, y las azules aguas del Nilo trazaban un brillante surco a través de la decadencia de la ciudad. Una neblina rosada gravitaba en el aire, disipándose con el sol de la mañana que destellaba en las cúpulas doradas y los minaretes de las tres exquisitas mezquitas que se alzaban sobre las chozas que componían la capital de Egipto.

La escena era como una postal, frágil y prístina, delicada a los ojos. David inspiró una bocanada de frío aire matutino, luego se inclinó sobre el balcón y vomitó.

Había vuelto a hacerlo, había dejado que el cuerpo que habitaba bebiera demasiado y quedara incapacitado. Había sido un buen cuerpo, de veinte años, esbelto y hermoso. La noche anterior, había utilizado sus propias y considerables tretas, junto con el encanto natural del cuerpo anfitrión, para seducir a una de las costureras europeas que había acompañado a la expedición a Egipto, pues su marido, un soldado, se encontraba recaudando impuestos en las provincias. La diversión había resultado bastante agradable, especialmente cuando David descubrió que podía controlar y seguir usando el cuerpo anfitrión incluso después de que su mente se embriagara hasta conseguir la coherencia de la melaza. Pero, desgraciadamente, era hora de recoger las cosas y marcharse.

Sintió revolverse el estómago, aunque no quedaba nada en él, y se retiró mientras el cuerpo volvía a vomitar. Esto no iba a funcionar. No estaba dispuesto a pasar un día entero recuperándose de la resaca de otra persona, aunque hubiera sido su propia insistencia la que hubiera hecho correr el vino.

El anfitrión se apartó de la barandilla, de vuelta al gran dormitorio y al salón decorado con finas gasas de tonos celestes y amarillos. Las paredes estaban enlosadas, y la cama era tan grande como su oficina en el Estatal. Josef, su nombre era Josef, caminaba con rumbo errático, y tropezó contra un inciensario, al que derribó. Dulces ascuas de jazmín brillaron mientras las pisaba con los pies descalzos, pero estaba tan ebrio que ni siquiera se dio cuenta. David se sintió disgustado con el anfitrión, y su posición como controlador exterior se aclimató rápidamente a la postura adecuada.

Josef volvió a tropezar y medio cayó sobre la cama. La parte superior de su cuerpo se hundió en la perfumada suavidad de los almohadones. Junto a él, la mujer…, un nombre que empezaba por F…, Fanny…, yacía de espaldas, su cuerpo desnudo rico como crema contra las sábanas completamente blancas. Su pecho subía y bajaba mientras dormía, su peluca blanca le cubría a medias la cara, el maquillaje emborronaba sus mejillas. Josef echó un vistazo, y su interior se revolvió a pesar de su estado. Trató de levantarse, luego se desmoronó definitivamente. La mente descansó, cayendo en la negra noche vacía que precedía a la arremetida del sueño.

David había esperado muchas veces fuera de la oscura eternidad hasta la llegada del sueño, encontrando en las imágenes en movimiento del cerebro soñador todos los demonios psicológicos jamás imaginados incluso por el cirujano mental más imaginativo. Los miedos sexuales lo dominaban todo, como había predicho Freud, pero había algo más que se introducía en cada cerebro, algo insidioso que coloreaba cada pensamiento, cada acción a nivel subconsciente, incluso, y especialmente, en la sexualidad: el miedo a la muerte.

El miedo a la muerte formaba el núcleo del id. Era la razón para cada aspiración humana y cada obscena inhumanidad. La incapacidad del cerebro pensante de tratar con su propia muerte dominaba subconscientemente toda acción humana hasta el punto en que lo controlaba todo, convirtiendo al ser humano en una mera extensión de sus propios temores. Los franceses tenían una expresión que lo resumía perfectamente: raison d'étre, la razón de la existencia de una cosa. Los humanos existían para morir. En el teatro de la mente subconsciente, todo el mundo comprendía esto; pero cada pensamiento y acción consciente formaba una negativa desesperada de la creencia absoluta. La extensión en términos psiquiátricos era fascinante. Negar la creencia básica y escapar a la fantasía llamada realidad significaba que todos y cada uno de los seres humanos eran víctimas de su propia psicosis. Aristóteles habría expresado silogísticamente la proposición: «La psicosis es insania; todos los humanos son psicópatas; luego, todos los humanos son insanos». El concepto era simple y directo. Lo explicaba todo, incluso cómo podía viajar en el tiempo: la realidad, toda realidad, es un invento del cerebro consciente; por tanto, nada es real.

Se retiró de Josef, vagando en busca de otra mente. A lo largo de los últimos meses había aprendido lentamente los trucos del sistema, buscando sólo la luz adecuada para posarse en ella. Lo practicaba a menudo, tomando mente tras mente, a veces aposentándose como una nube de polvo en el fondo, dejando correr las cosas y observándolas como en una película. Otras veces tomaba el control, usando el cuerpo anfitrión para sus propios fines, dejándolo más tarde. Hersh tenía razón. Eran dioses. Libre del horrible poder y la responsabilidad de la muerte, David deambulaba como un vampiro metafísico, buscando las emociones culminantes, las «ganancias», como él las llamaba, y extrayéndolas para sí.

La muerte no ejercía ninguna presión sobre David Wolf. Era libre para ir donde quisiera, en cualquier momento, casi en cualquier cuerpo. Los tentáculos genéticos corrían profundamente; el linaje se remontaba hasta los primeros ancestros: muchas ramas brotaban de unos pocos troncos. Compartía genes con muchas mentes; las suficientes como para que sus sensaciones de libertad fueran totales.

Hacía tiempo que había dejado de sondear el estado de sueño, y eligió en cambio marcharse durante el ritual, viajando normalmente al otro lado del mundo donde era de día, para saquear otras emociones, avivar los carbones más calientes de la actividad humana, buscando siempre la emoción nueva, la emoción no probada. Podía hacer todo lo que era posible dentro de la percepción humana…

Excepto encontrar la felicidad.

Se posó en la mente de un sargento de la guardia que acababa de hacerse cargo del turno después del cambio de la mañana. Su responsabilidad eran las suites de Bonaparte y los dormitorios de los importantes de palacio. Era útil y conveniente, y David lo había empleado antes.

Hola, Jon.

Qué, ¿tú otra vez? Me apartarás de mis responsabilidades…

Sólo durante un rato. Te estás dejando barba.

No quiero, pero los malditos árabes piensan que eres un esclavo si llevas la barba afeitada.

Al contrario que los otros, Jon Valance nunca había reaccionado demasiado a la intrusión de David en su vida. Era un hombre tosco pero agradable, con la única habilidad de aceptar como cosa hecha todo aquello que la vida le ofrecía. Profundamente religioso, Jon veía la vida como una interminable experiencia mística que observar con asombro y reverencia. Pensaba que David era una especie de ángel que venía a utilizarle como instrumento para hablar con su comandante, prueba suficiente de que Dios Todopoderoso favorecía el destino manifiesto de Francia, algo de lo que estaba convencido desde hacía años.

David tomó el cuerpo por completo, guiándolo a través de los adornados pasillos hacia la suite que todo el mundo llamaba el Salón de los Desconocidos, porque se permitía que lo habitaran tantos cuerpos diferentes.

Escogió a los dos primeros hombres uniformados de rango inferior que encontró.

—Vosotros dos —dijo—. Venid conmigo.

Los guió hacia las dobles puertas, moviéndose rápidamente entre ellos sin preámbulos, y se acercó a la mujer para colocar una mano regordeta sobre su esbelto muslo.

—Tú —dijo, sacudiéndola—. ¡Despierta! ¡Despierta!

Los ojos de la mujer se abrieron llenos de pánico mientras trataba de cubrirse igual que Bailey había hecho en la fiesta. Los jóvenes casacas azules se rieron y se acercaron más.

Valance echó un vistazo a la habitación. Encontró sus ropas amontonadas en el suelo junto a la cama. Las recogió y se las lanzó a la mujer.

—¡Vístete! ¡Fuera!

Cuántas veces había deseado David poder deshacerse de las mujeres de esa forma… Mientras Fanny se escondía tras la muralla protectora de sus ropas, Valance se volvió hacia la forma inconsciente de Josef, cuyo cuerpo inerte casi parecía arrodillado en oración.

—Sacadlo de aquí —dijo David—. Llevadlo de vuelta a su regimiento.

Los hombres, acostumbrados a las extrañas idas y venidas en esta suite, hicieron lo que se les decía sin formular ninguna pregunta. Cogieron el fláccido cuerpo por brazos y piernas y, al retirarlo, se encontraron con Gérard Cuvier, que entraba en ese momento. Silv había llegado.

Al contrario que David, Silv rehusaba ningún otro cuerpo aparte del que ya ocupaba. En su forma de ver las cosas, tenía un deber que realizar, y eso incluía dejarlo todo ordenado y normal. Ansiaba deshacer lo que había hecho, y cualquier sugerencia, cualquier pensamiento de disfrutar de la experiencia, o de usarla de otro modo que no fuera cumplir con su deber, estaba totalmente más allá de su capacidad. El hecho de que David hiciera lo que hacía provocaba en Silv un dolor interminable; que Silv hiciera lo que hacía sumía a David en un estado de risueña perplejidad.

Silv observó a la mujer vestirse y al cuerpo embriagado mientras lo retiraban. Su rostro era una máscara imposible de descifrar. Avanzó y miró a Jon Valance.

—¿David?

—Buenos días, Silv —respondió David en inglés, sólo por diversión—. Confío en que pasaras la noche de forma agradable.

—Ya veo cómo la has pasado tú.

David se sentó en la cama y se llevó una mano al estómago. Valance, desgraciadamente, se veía afligido por una aguda gastritis, y los síntomas molestaban a David cuando estaba sumergido demasiado profundamente en él.

—Ahórrame el sermón esta mañana, ¿quieres? No estoy de humor.

—Me enfermas —dijo ella.

David eructó ruidosamente.

—Al parecer, tú me produces el mismo efecto.

—¿Cómo puedes dejar de lado todo lo que estamos intentando hacer y actuar así? —preguntó ella, exasperada—. ¿Y si esa mujer se queda embarazada?

David señaló la puerta por la que acababa de salir el cuerpo inerte de Josef.

—Él lo hizo.

—¿Cómo puedes jugar de esta forma con sus vidas? ¿No tienes sentido de la decencia ni de la ética? Eso está mal, David. ¡Mal!

La mujer se había puesto las ropas suficientes como para poder salir de la habitación, y corrió entre ellos sin decir una palabra.

—Hermosa chica —dijo David.

Silv lo agarró por el brazo y lo sacudió.

—¡Basta!

David se zafó y la miró airado.

—Sólo estoy divirtiéndome un poco…, me entretengo. No estropeo las cosas como hace Hersh. Sólo me dejo llevar. Allá de donde vengo tenemos entretenimientos para mantenernos ocupados todo el tiempo. Licor cuando lo puedes soportar, y sexo cuando lo puedes conseguir. Y están las luchas…, y las muertes.

—Y también los libros, la meditación y la filosofía. Sólo estás poniendo excusas.

David se levantó, dio varios pasos e inspiró profundamente para aliviar su estómago.

—Muy bien. Probemos con esto: no puedo evitarlo. Es la experiencia de toda una vida. Tenemos el poder de hacer todo lo que queramos, y no puedo dejar de emplearlo.

—Para emplearlo utilizas a otras personas.

—Como he hecho siempre —dijo él, irritado, rascando el mentón de la nueva barba de Jon. Los pies del hombre también estaban mal. Dolían una enormidad.

Mételos en agua con sal, Jon.

Demasiado ocupado. No tengo tiempo.

—Sabías cómo era cuando me trajiste aquí —continuó David—. Soy un sociópata. Utilizo a la gente.

—Te he estado tratando lo suficiente como para saber que los sociópatas no tienen conciencia. Eso no se cumple contigo.

—¿Qué te hace pensar que no?

Gérard le miró dolorosamente, retorciéndose el bigote. Su voz se apaciguó.

—Hubo más ejecuciones anoche —dijo Silv.

—Otras treinta cabezas, lo sé —replicó David.

—¿No pudiste hacer nada por impedirlo?

—Las ejecuciones fueron en desquite por la masacre de tropas francesas en la guarnición de El Cairo —respondió él, poniéndose en pie. El dolor se centró en la boca de su estómago. Tendría que dejar a Jon pronto—. Muchos de los que mataron eran los cabecillas. Están librando una guerra, Silv. No puede hacerse sin rudeza.

—Hablas como él.

—Mira… si todo esto ofende tu sensibilidad, lo lamento. Pero ¿qué quieres que haga? Estas cosas requieren tiempo. Trabajo con Hersh cada vez que me permite acercarme lo suficiente.

—Te vi trabajando ayer por la tarde —dijo ella amargamente—. ¿Cómo se llama el juego? ¿Canasta?

—Mantenerme en contacto con Hersh como individuo es parte importante de la terapia.

David salió y se encaminó a las habitaciones del general. Con un poco de suerte, aún podría encontrarlo en su cuarto de baño, normalmente la única ocasión del día en que Bonaparte podía hablar con naturalidad. A pesar de todo lo que pensara Silv, David estaba absolutamente dedicado a la tarea de liberar a Hersh de Napoleón y viceversa. Mientras la realidad a su alrededor iba adquiriendo cada vez menos sentido, David se sentía más y más atraído por los logros lógicos de su profesión. Si tuviera que creer en algo, sería en sí mismo en relación con su trabajo. A veces pensaba que su sólido anclaje en las filosofías del doctor Freud era lo único que le impedía caer en el remolino ilusorio que había engullido a Hersh. Tal vez por eso Silv se encerraba tanto en su misión.

—Sólo convéncele de lo estúpido que es permanecer colgado en esta fantasía —dijo Silv, siguiendo a David por el pasillo—. ¿Por qué le sigues la corriente?

David eructó con fuerza, aliviando parte del dolor de su estómago.

—Porque está loco. ¿Recuerdas? Es un paranoico con delirios, incapaz de enfrentarse a ningún tipo de realidad excepto la que ha creado en su propia mente. No obstante, es difícil hacer que un paciente se familiarice con la realidad cuando todo es un sueño. Si fuera fácil, podrías haberlo hecho sin mí.

—Deberías pasar más tiempo con él, en vez de entretenerte con tus propias fantasías.

—¿Qué haces cuando tu cuerpo anfitrión se pone cachondo?

La cara de Gérard se puso roja.

—El sexo está en la mente.

David se echó a reír.

—¿Dónde vas cuando se masturba?

—Eres repugnante.

David se dio la vuelta y clavó un dedo en el pecho de Silv.

—Sal de mi vida, Silv. Soy un profesional altamente calificado y estoy haciendo el mejor trabajo posible dadas las circunstancias. La razón por la que juego a las cartas con Hersh es porque, si no intento entablar contacto con él como individuo, va a seguir el rumbo regresivo clásico y se perderá por completo en la fantasía. En mi tiempo, a la gente como Hersh la hospitalizan para así controlar completamente su ambiente y evitar un descenso a la locura. Ahora mismo, está ejercitando al menos algunos controles básicos sobre su conducta. Si quieres ver cómo se vuelve completamente chiflado, déjale que absorba por completo su cuerpo anfitrión. En ese punto será capaz de cualquier cosa… cualquier cosa que su imaginación pueda soñar. Así que no me des la lata, señora. Soy bueno en lo que hago, y estoy haciéndolo lo mejor que puedo.

La respuesta de Silv fue contenida, helada.

—Nunca he interferido, doctor Wolf. Sólo preguntaba. Tu conducta ha sido bastante poco ejemplar y profesional, así que creo que mis temores no carecen de fundamento.

—Métetelos en el culo.

Silv dejó de andar. David continuó. Ella le llamó.

—Recuerda tu propio pasado —dijo en inglés—. ¿A cuánta humanidad tendrás que renunciar antes de que tú también caigas en el pozo?

Él la ignoró, pero sus palabras le hicieron mella de todas formas. Estaba empujando, forzando la experiencia, lo que Hersh llamaba el «envite de momentos», tratando desesperadamente, por medio de la indulgencia y la variedad, de conseguir un poco de paz en su propia vida sin conseguirlo. La experiencia era adictiva, y todas las adicciones se volvían debilitadoras y fatales si se las nutría sin control. Silv era más lista de lo que le gustaba admitir, y su fuerza de carácter era un punto de envidia y, tal vez, de salvación.

¿Era un adicto? No lo sabía. Había pasado cuatro meses en El Cairo, experimentando todas las actividades humanas posibles: asesinato, violación, parto, desnutrición, gula, drogas y alcohol, el contacto de la muerte, erudición a todos los niveles, oración. Había practicado el sexo tanto en cuerpos masculinos como femeninos, y una noche se permitió cuarenta experiencias sexuales separadas en un período de varias horas. Pero todo lo hacía a la ligera, sin controlar a la persona; de hecho, apartándose de cualquier responsabilidad en los hechos. En sus momentos más reflexivos, de los que había muchos, esos excesos sin relación parecían envilecidos, a su modo peores que ejecutar él mismo las acciones. Tal placer voyeurístico sólo podía ser considerado una enfermedad.

De su propia vida parecía quedar poco, excepto para el trabajo. Apenas pensaba en su casa, relegando los sentimientos sobre su propia vida a los más recónditos rincones de su psique. La mayor parte de las veces trataba de ignorar al otro hombre, David Wolf, el humano del siglo XX, pues era una persona frágil y asustada, no un dios; un hombre de una sola y confusa vida, con un claro y seguro final. Desgraciadamente, esa consideración no tenía en cuenta el hecho de que aún disponía de las pautas de pensamiento de la otra persona y sus problemas. Advertía estas cosas, pero, a su modo divino, prefería ignorarlas.

Llegó a los apartamentos del general; su uniforme le permitió hacer a un lado a los guardias y entrar. Había conseguido pasar gran cantidad de tiempo con Hersh a lo largo de los últimos meses, tratando de establecerse como una presencia neutral en la vida del hombre, esperando colocarse más tarde como modelo de transferencia, en cuyo punto podría empezar el tratamiento real.

Era difícil, si no imposible, considerar el tratar a Hersh. El empleo de tranquilizantes podría haber ayudado; un entorno tranquilo y estable habría servido de mucho. Hersh iba a tener que darse cuenta de que necesitaba ayuda antes de que pudiera pasar nada decisivo. David pensaba que le agradaba a Hersh, y que éste confiaba en él tanto como podía hacerlo, y eso era un buen paso. Había descubierto que le caía bien el hombre en sus momentos más racionales, y que le gustaba Bonaparte, el auténtico, que también residía dentro de la carcasa del general. Pero no hablaba mucho con el auténtico general; necesitaba mantenerse en contacto con Hersh, y era su mente la que temía perder. Había tratado por todos los medios de hacer que Hersh pensara en su propia vida en el Sector, aunque aún estaba por ver si había tenido suerte haciendo que hablara de ello. David se sentía como un mago barato que metía continuamente la mano en la chistera, preguntándose qué iría a sacar.

Las grandes suites conectadas que formaban las habitaciones de Bonaparte parecían el interior de un museo de egiptología. Tesoros artísticos conseguidos durante las diferentes expediciones se esparcían por todas partes, junto con resmas de papeles: el estudio de Villoteau sobre la música árabe, el de Larrey sobre oftalmía; las investigaciones del zoólogo Saint-Hilaire sobre el orangután, el cocodrilo, el avestruz y el hasta entonces desconocido políptero del Nilo…, estudios que más tarde darían peso a las teorías de Darwin. Era difícil pensar en Hersh/Napoleón como en algo completamente destructivo. Desde el punto de vista científico, la invasión de Egipto era prácticamente milagrosa. David escuchó el sonido de agua al salpicar y fuertes voces, y se dirigió a una alcoba contigua en donde colgaba un gran mapa de Egipto con el sueño de Napoleón de volver a abrir los antiguos canales que conectaban el Nilo con el Mar Rojo cerca de las Fuentes de Moisés en Suez.

—¡Lárgate de aquí, perro pequinés! —gritó Hersh, y segundos más tarde el íntimo amigo del general, Gaspard Monge, maldiciendo y mascullando, pasó junto a él, arrastrando un carrito que contenía una gran piedra negra llena de jeroglíficos que llamaban Rosetta. Sus carnosos labios escupían mientras el agua jabonosa resbalaba por su cara y las chorreras de su camisa blanca.

—No entréis ahí —advirtió a Valance—. Entrar significa ser asesinado… o peor.

David le dio las gracias al hombre y se dirigió al cuarto de baño. Napoleón estaba sentado en una gran bañera de madera repujada en oro. Alrededor de su cabeza, cubriendo su pelo, había un pañuelo de madrás anudado a los lados, pero ya estaba mojado por sus incesantes movimientos. Vestidos demasiado brillantemente, criados mamelucos ataviados con turbantes le atendían: chicos de no más de diecisiete años, probablemente traídos de África como enseres para satisfacer las aficiones homosexuales de los mamelucos. Uno le afeitaba mientras el otro calentaba el agua en un cazo de bronce. La habitación era grande, toda enlosada con intrincados dibujos, y daba a una gran galería exterior muy parecida a la de David, con la misma vista del Nilo.

Los rasgos de Napoleón, tan intensos y prístinos en descanso, estaban ahora afeados por la furia. Sus ojos claros destellaron cuando vio a Valance en la puerta.

—Te cortaré las pelotas si no es importante, ciudadano.

—No me importa —replicó.

Hersh se hundió en el agua jabonosa, mojando más el madrás.

—David —dijo—. No tengo tiempo para ti hoy. Márchate.

—Me encontré con Monge al entrar —comentó David, entrando en la habitación y apoyándose contra la pared—. Parecía que trataba de compartir el baño contigo.

—No le importo nada —dijo Hersh, divertido—. Lo único que le interesa es su preciosa roca. Estoy rodeado de traidores por todas partes. —Quiso apretar la esponja entre sus dedos, pero al mover la cabeza la cuchilla le produjo un pequeño corte. Agarró al muchacho que le afeitaba y lo sacudió—. ¿Tú también? ¿Tú también me traicionas?

—No ha sido culpa suya —dijo David, tranquilamente—. Déjale terminar o pasarás el día entero a medio afeitar.

—No me importa —replicó Hersh, frotándose con la esponja la ensangrentada cara—. Ya he hecho el tonto de todas formas.

—¿Qué ha pasado?

David cogió del balcón una silla de madera llena de toallas y la acercó a la bañera. Hizo un gesto con la cabeza al asustado mameluco para que siguiera afeitando a Hersh.

—Los turcos han declarado la guerra a Francia a causa de mi invasión.

—Pero pensaba que Talleyrand…

—Sí, lo sé. Se suponía que Talleyrand iría a Constantinopla a negociar la paz para evitar que esto sucediera. Uno de nuestros barcos con despachos consiguió por fin burlar el maldito bloqueo inglés. Nuestro amado ministro de exteriores nunca salió de París.

—¿Por qué?

¡Por qué! —gritó Hersh, y los dos muchachos se apartaron rápidamente, horrorizados—. ¿Hay alguna razón? ¿Puede haberla? Estamos aquí incomunicados, sitiados, y es culpa suya. Todo lo que pase a partir de este momento será culpa suya. ¡La historia me reivindicará!

—¿Es eso lo que te importa, la reivindicación de la historia? —preguntó David, asumiendo tranquilamente su actitud profesional.

Hersh le ignoró y recogió del suelo un periódico empapado. Lo arrojó hacia Valance, salpicándolo.

—Y si eso no es suficiente —dijo—, soy el hazmerreír de Europa.

Valance miró aturdido el periódico inglés. No sabía leer en ese idioma, pero David sí. En la primera página del Morning Chronicle aparecía un dibujo de varios científicos franceses de aspecto zaparrastroso atacados por furiosos cocodrilos: a uno lo mordían en el muslo, a otro en el trasero. Los científicos estaban acreditados con la autoría de los tratados «La educación de los cocodrilos» y «Los derechos del cocodrilo». Al lado, sin embargo, había algo más injuriante. Una carta, capturada por el almirante Nelson durante el bloqueo, donde Napoleón escribía a Josefina acusándola de un romance público con Hippolyte Charles. Estaba escrita con el típico estilo de diatriba de Hersh: irracional, acusador, burdamente exagerado, y prometía un «sonado divorcio público».

David puso el periódico en el suelo y trató de secar el uniforme de Jon con una toalla que colgaba del respaldo de la silla.

—Sabías que existían posibilidades de que la carta pudiera caer en malas manos cuando la enviaste.

—¿Qué estás tratando de decir? ¿Que quería que sucediera?

—Conscientemente, no —dijo David, observando cómo el muchacho terminaba el afeitado—. Pero el asunto te dolió profundamente, y a veces a la gente le gusta arreglar su dolor con la culpa.

Los claros ojos se entornaron, y David no estuvo seguro de quién le estaba escuchando.

—Quieres decir que es como decir: «Ahora lo lamentará».

David sonrió.

—Algo por el estilo.

Napoleón se zambulló bajo las aguas para quitarse de la cara el jabón de afeitar, acabando de estropear por completo el madrás. Cuando salió, su expresión era dura.

—Bien, espero que la muy puta lo lamente. Debí de haberlo pensado mejor antes de casarme con alguien que pasó por el Directorio como una moneda falsa.

—Entonces, ¿por qué te casaste con ella? —preguntó David.

Hersh señaló su cabeza.

Él dice que porque es el único tipo de mujer que he conocido en mi vida.

—¿Es cierto eso?

El hombre le miró, con los nuditos del madrás goteando agua sobre sus pálidos hombros.

David volvió a intentarlo.

—¿Debo entender entonces, Hersh, que la elección de esposa fue tuya?

Napoleón se rió.

—Si hubiera elegido yo, el matrimonio habría sido políticamente mucho más conveniente… —Entonces su cara se tensó de nuevo—. Aunque nunca te he visto rechazar el sexo, ¿no?

David, fascinado, contempló a Hersh sosteniendo una conversación consigo mismo. Mientras discutían, pensó en la línea del tiempo. Si Hersh, y no Napoleón, había escogido a Josefina, ¿qué significaba aquello en la concepción de Silv de los imperativos históricos?

—Entonces, ¿tú no te habrías casado con Josefina? —preguntó.

—Nunca —dijo Napoleón, y entonces Hersh añadió—: No dejes que te engañe. Le gusta más de lo que dice.

Napoleón se puso en pie y salió de la bañera. Uno de los muchachos de piel oscura cogió el madrás empapado de su cabeza y lo reemplazó por uno nuevo, mientras el otro secaba al general.

—¿Ves esto? —preguntó Hersh, señalando una marca de nacimiento en forma de media luna en la cadera del general—. Tengo una igual en el cuerpo que dejé en el Sector.

—¿De veras? —dijo David, recogiendo la conversación—. Entonces, tus rutas aquí deben ser directas. Te da una línea de antepasados bastante larga, Hersh.

—Sí. De hecho, mi padre…

El hombre dejo de hablar y se quedó mirando fijamente a la nada, con tristeza, los ojos desenfocados.

—Tu padre —dijo David—. Nunca habías hablado antes sobre él. ¿Qué…?

—No tengo ningún padre —dijo Hersh, con voz forzada—. No vuelvas a hablar del tema.

—No hay problema —dijo David tranquilamente, y se sentó mientras terminaban de preparar al general.

Los muchachos le cortaron cuidadosamente las uñas, y luego frotaron su cuerpo con un cepillo de seda, preparándolo para el agua de colonia con la que después lo masajearon.

David se quedó observando mientras vestían a Hersh —ahora silencioso y hosco— primero con los calcetines de seda y los calzoncillos de lino. Sus calzones eran de cachemira blanca, igual que su camisa. El general se sentó luego para que le colocaran las botas de montar con las espuelas de media pulgada que insistía en llevar.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó por fin David, sabiendo que pronto perdería a Hersh durante el resto del día.

—¿Sobre qué? —repuso él, extendiendo los brazos para que le colocaran la chaqueta azul.

—La expedición. Es como si todo se hubiera acabado, ¿no? Tu ejército se hace más pequeño. Los ingleses te han cortado los suministros y refuerzos. Ahora, con la amenaza turca…

—En mi lugar tú te retirarías, ¿no? —preguntó Hersh.

Cogió su cajita de rapé y su cajita de regaliz hecha de concha de tortuga y se las metió en los bolsillos del chaleco.

—No hay ninguna vergüenza en ello —dijo David, esperanzadamente—. No es culpa tuya, Hersh. Talleyrand es el responsable. Vuelve a casa. Todo el mundo lo comprenderá.

David pensaba que alejarse de Egipto le daría tiempo para la terapia que necesitaba, controlaría su entorno. Pero Hersh le miró con mala cara.

—Así que tú también me traicionas —dijo en voz baja, lleno de desdén—. Preferirías verme corriendo de regreso al Directorio con mi fracaso para que se rían de mí y me depongan. —Apuntó a David con un dedo tembloroso—. Voy a mostraros a todos, desde la puta de mi esposa hasta la querida Silv, que tengo el poder suficiente para hacer lo que quiera y que dure. ¡Que vengan los turcos! Me encontraré con ellos en Siria y los ahogaré en el mar.

—Eso significa cruzar el Desierto del Sinaí. No puedes…

—¡Sí! —gritó Hersh, alzando los brazos al cielo—. ¡Puedo hacer lo que quiera, y nadie…, nadie puede detenerme!

Los mamelucos empezaron a gritar, se cubrieron la cabeza y cayeron al suelo. Napoleón y David compartieron una mirada, luego miraron hacia el balcón. Allí, flotando por encima de la ciudad, avanzaba lentamente un globo de aire caliente.

—¡Ja! —dijo Hersh, y corrió hacia el balcón. David le siguió—. Es Condé. ¡Condé!

El globo recorrió flotando unos cien metros; su color era de un sólido azul republicano. En las calles y edificios, los egipcios chillaban y señalaban, y muchos de ellos se rasgaban las vestiduras y se golpeaban el pecho, tan horrible y aterradora les resultaba la visión.

Hersh dio una palmada en la espalda de David y le tiró, feliz, de las orejas; luego saludó al general en la barquilla, que le llamó haciéndose bocina con las manos:

—¡Mi general, mi general!

Hersh se volvió hacia David y le cogió por las solapas del uniforme de Valance.

—Míralos en las calles, acobardados y arrodillados —susurró con fuerza. Atravesó a David con sus ojos profundos y brillantes—. Así pretendo que sea en todo el continente.