David sabía que Silv había elegido el lugar por varias razones. Para empezar, Hersh no podría encontrarles allí para escucharles, y desde luego no era probable que en un lugar como éste pudieran crear ninguna perturbación en la línea temporal. Pero cuando se levantó de la silla, acomodando su hábito marrón, las pesadas cuencas del rosario que llevaba como una cincha cliqueteando contra sus piernas, supo que también lo había elegido para humillarle, para desequilibrarle.

Se acercó a la ventana de la diminuta y húmeda habitación. Las paredes eran desnudas, los muebles lisos, la atmósfera espartana. Era un lugar para el rezo y la meditación, donde todas las comodidades eran egoístas, inútiles y pecaminosas. La mano arrugada y moteada de sor María Teresa apartó la cortina para contemplar los efectos de dos semanas de lluvia y nubes en la abadía de Woodstock.

Los terrenos que serpenteaban hasta los bosques de Oxford eran de un verde claro y brillante; toda la vegetación, las múltiples sombras de verde y marrón, brillaba cubierta por una capa de agua con colores innaturales y grisáceos. Constrictivo pero irreal. Los perros ladraban en la distancia; en el bosque tenía lugar una cacería. El castillo de Woodstock y sus aledaños, incluyendo la abadía, habían sido anteriormente un coto de caza, pero Enrique I obligó a hacer grandes construcciones simplemente pasando allí grandes temporadas, y la maquinaria del gobierno tuvo que trasladarse con él. Aparte del encarcelamiento en la abadía, un año antes, de la joven princesa Isabel por su hermana, María, nada de importancia había sucedido allí desde la época de Enrique II y su relación amorosa con Rosamund Clifford.

David soltó la cortina y se dio la vuelta. No se sorprendió al ver a sor Jude de pie en la puerta. Sor María se sorprendió, sin embargo, al descubrir que tenía un pariente en la abadía.

Esta tumba de aquí encierra la rosa más hermosa del mundo —dijo sor Jude.

Rosa que pasó por dulce una vez, ahora no es más que un vil olor —respondió David, sonriendo.

Jude asintió y entró, cerrando la puerta a sus espaldas. Las palabras que intercambiaron, tomadas de la tumba de Rosamund, se decía que habían sido escritas por el propio Enrique. Aunque todas las monjas conocían en secreto el verso, todas se dejarían matar antes que recitarlo.

—Y bien, ¿cómo te sientes siendo una mujer, David? —preguntó Silv, tendiéndose en el jergón de sor María.

—Extraño —replicó David—. Diferente, pero igual. ¿Tiene sentido?

—Pronto llamarán a vísperas, no tenemos mucho tiempo —dijo Silv—. ¿Qué crees que estás haciendo con Hersh?

David se sentó en una basta silla de madera; la mujer dentro de él estaba convencida de que había sido poseída por demonios. Parecía tener mucho miedo a los hombres a causa de traumas infantiles, y David, muy poco profesionalmente, la puso a rezar actos de contrición llenando su cabeza de todo tipo de viles pensamientos.

—Tienes un modo magnífico de hacer amigos, Silv —dijo, acurrucándose para protegerse del frío.

—No tenemos tiempo para lo que tu hermana Liz llama «charlotear» —dijo Silv. Cogió la cruz del gran rosario y le dio la vuelta, estudiándola con desinterés—. Te traje por una razón, y ahora parece que te pones en mi contra.

—Quieres que analice a ese hijo de puta, ¿no? —dijo David en voz alta, exasperado.

Silv se enderezó en la cama. Agitó los brazos en demanda de silencio.

—Esto es un claustro, idiota. No hables tan alto. Lo mismo daría que fuéramos a la capilla e invitáramos a todo el mundo a oír nuestra charla.

—¿Qué diferencia habría? —preguntó David—. Vamos, Silv. Tranquila. Debemos tener un poco de flexibilidad en cómo nos enfrentamos a esto. Todo este asunto se califica como circunstancias extenuantes, ¿no crees?

Ella le miró con rostro vacilante.

—De donde yo vengo, la gente hace lo que digo. Ha sido así durante…, durante mucho tiempo. Tengo dificultades para ajustarme a vuestra forma de ser.

—Y estás acojonada.

—¿Estoy qué? —susurró ella, incapaz de gritar.

—No tienes por qué avergonzarte. Creo que sé cómo te sientes. Has puesto en marcha una maquinaria sobre la que no tienes control, y temes los resultados.

—Soy una persona acostumbrada al control.

David se puso en pie, sintiendo todos los dolores y achaques que acompañan a un cuerpo de cincuenta años que ha pasado la mitad de ese tiempo mortificando su propia carne. La habitación olía a moho y humedad. Se sentó junto a Silv, sintiendo deseos de rascarse bajo la tensa toca que llevaba.

—Vas a tener que aceptar las cosas como salgan —dijo, palmeándole la pierna—. Si quieres tener éxito, es el único medio.

—¿Significa que vas a ayudarme? —preguntó ella; el cuerpo que habitaba frunció sus arrugados labios.

Él apartó la mirada.

—Yo…, honradamente, no lo sé. Ni siquiera estoy seguro de qué se supone que he de hacer.

Silv empezó a responder, pero David alzó una mano que la hizo callar; la manga del hábito benedictino se deslizó por su brazo.

—Déjame decirte primero unas cuantas cosas. Luego me informas si estoy equivocado. —Hizo un gesto hacia la habitación—. Sé que esto…, todo esto, es real. Puedo creerlo porque creo en lo que veo, en lo que toco, en lo que pienso. Pero tengo dificultad en creer que la situación entera sea real. Me despertaré en algún momento y me encontraré en el Sonic Drive-in y diré: «Uau, vaya sueño». Y lo más loco de todo es que eso es exactamente lo que sucederá. El tiempo pasado es tiempo pasado…, desaparecido, un recuerdo. Estos sueños que estamos manipulando podrían no ser más que eso.

—Acudí a ti cuando eras un niño —dijo ella en voz baja—. Afecté tu vida. Eso no fue un sueño, David. Unos pocos segundos de contaminación en tu mente de doce años y fuiste alterado, tal vez incluso para bien. No…, esto que tenemos no es una discusión hipotético-metafísica. A Hersh le gustaría creerlo, por supuesto, porque le salva de cualquier responsabilidad en la materia. Simplemente está justificando sus acciones.

David resopló, acarició el rosario.

—Tienes razón. No me estoy ajustando bien a todo esto.

—Es comprensible —replicó ella, y sus rasgos se suavizaron—. Nuevas reglas, nuevo juego. Pero se aplica la misma ética, y ahí es donde debería centrarse nuestra concentración. Piensa en esto: si Hersh está equivocado y cambia de forma apreciable los imperativos históricos, podría destruir toda la vida en este planeta. Podría exterminar linajes enteros, promocionar otros… ¿Y qué efecto podría tener la dicotomía de una perspectiva histórica dispar en la propia línea temporal? Cualquier escenario posible surgido del sueño de Hersh es probable que sea genocida. —Se señaló el pecho—. No quiero esa responsabilidad sobre mi cabeza, ¿de acuerdo?

—¿Y crees que yo sí? —dijo él, de nuevo en voz alta; luego la bajó—. Escucha, es tu acuerdo. Yo no estoy preparado para este tipo de mierda. No he conocido un momento en que no haya sido egoísta en toda mi vida. Eres tonta si esperas algo de mí.

Ella se puso en pie, furiosa, y se plantó ante él.

—Y también te encanta sentir lástima de ti mismo —dijo—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que por tus conexiones especiales con todo este asunto eras la única opción posible? Digámoslo de otra forma: tienes la oportunidad, por ser quien eres, de ayudar a salvar el futuro de la humanidad. Ninguno de nosotros lo quiso. Estamos atrapados. ¿Por qué no dejas de lloriquear al respecto y haces lo que exige tu propia ética?

La lógica era inevitable. David estaba allí. Su finalidad se hallaba ahora encerrada con la de Hersh y Silv. No había nadie más. Se acercó a la ventana y se asomó. Caballos y jinetes con casacas rojas recreaban la primera caza. Todas las cazas. Sor María rezaba en el fondo de su mente. Se dejó envolver y se centró en ella por un momento. Tenía razón cuando dijo que no había conocido un momento en que no hubiera sido egoísta. Tal vez ya era hora, por una vez en su inútil vida, de devolver algo de lo que había recibido. Sonrió. Bailey no podría creer esto. Demonios, ni él mismo lo creía. Se separó de la novena interna de Sor María y se volvió hacia Silv.

—Me preocupa el estado mental de Hersh —dijo.

Los labios de ella se tensaron, sus ojos le miraron con atención, indudablemente un gesto desconocido de la pequeña anciana en cuya casa espiritual vivía ahora.

—¿Qué quieres decir?

David no pudo soportarlo más: se quitó la toca y se rascó la cabeza con las dos manos. Era evidente que Sor María tenía piojos, pero como parte de sus ejercicios de mortificación no se rascaba.

—Muestra algunas características de psicosis —dijo, mientras se rascaba a dos manos—. Sus delirios sobre la campaña de Egipto no cuadran con la realidad de Louis. Me temo que su intrepidez es resultado de esos delirios. Sus cambios de humor, su introspección, su negativa a tratar con la realidad a ningún nivel…, incluyendo sus tránsitos por el tiempo…, todo apunta en la dirección de una psicosis relativamente severa. Y, si lo sumamos al hecho de que es un líder de hombres…

—¿Y la persona en cuyo cuerpo habita? ¿Cuál es su estado mental?

—Dame un respiro —dijo David; volvió a ponerse la toca, y automáticamente colocó unos cuantos rizos bajo ella—. Me estoy jugando el cuello al hacer valoraciones basándome en una sola sesión. Estos estudios no son rápidos.

—¿Cuánto tardarás?

—¿En hacer un diagnóstico o en curarlo?

—En curarlo.

—Curarlo…, años, tal vez varios. Normalmente la psicosis es más difícil de tratar que la neurosis, y más peligrosa.

Ella cruzó las manos, probablemente un gesto común a sor Jude.

—Podría pasar cualquier cosa en cuestión de años —dijo.

Él se rió.

—¿No conoces la historia de Bonaparte?

—No —respondió ella con cara sombría—. En el Sector, encontré el nombre en los bancos de datos, pero estaba clasificado. Después de encontrarlo no he querido saber más, o me volvería loca tratando de ayudar.

—Bueno, pues yo la conozco —dijo David—. Un poco, al menos. Lo suficiente como para decirte que estás metida en pura mierda.

—No me digas más.

Él asintió.

—Cumpliré tu deseo —dijo, y envidió su falta de conocimiento—. Una cosa. No sé mucho de la campaña egipcia, pero, como médico suyo, me temo que sus delirios le mantengan apartado de cualquier victoria. Las cosas pueden hacerse trizas muy rápidamente en el desierto.

—¿Por qué no nos reunimos allí y continuamos vigilándole?

—Claro —respondió David—. Pero una cosa has de saber: si voy a ser su psiquiatra, debo ser una presencia amistosa y sobre todo neutral en la vida de Hersh. Tendrás que respetar eso.

Ella no dijo nada. Segundos más tarde, los párpados de sor Jude aletearon y cayó en redondo al suelo, gimiendo levemente. Silv se había puesto en marcha.

David, disfrutando de su soledad, se quedó en el cuerpo en que estaba, estudiándolo, aplacando sus temores, hasta que sonaron las campanas llamando a vísperas. Quiso compartir las oraciones, pero el cuerpo que lo albergaba tenía que aliviarse, y se sentía demasiado cortado para orinar de esa forma, así que terminó saltando de regreso a Louis en Egipto.