El que pasea por el camino y ve un árbol hermoso y un prado hermoso y un cielo hermoso y los deja para pensar en otras cosas…, ¡ese hombre es como el que pierde la vida!
¡Devolvednos nuestros hermosos árboles y prados! Devolvednos el universo…
—Berdichevsky
Calor.
Luz cegadora.
Azul infinito.
David bizqueó, como si los ojos con los que lo hacía fueran los suyos propios. Parpadeó, los abrió lentamente y se encontró de pie en mitad de un vasto desierto que se extendía hasta donde alcanzaba su visión. El sol se reflejaba en la arena, haciéndola brillar, y la atmósfera bailaba en ondas temblequeantes.
Tenía calor y sed, y un dolor penetrante en la pierna izquierda, un dolor profundo que le hizo dar un respingo. Se sentía increíblemente sucio; le hacía falta un baño, y sabía que su olor debía ser horrible.
Su nombre era Louis Cuvier, y era un joven granjero de Aix. Se había enrolado en el ejército a los diecisiete años para dejar atrás los campos. No tenía educación, y ahora estaba totalmente separado de su propio cuerpo, bajo el mando de otra persona. Louis Cuvier ya había decidido que se había vuelto loco, pero al parecer era incapaz de hacer nada al respecto, y por eso se limitaba a quejarse emocionalmente dentro de su invadida carcasa.
Un ejército se extendía a su alrededor. Sus chaquetas de lana azul y sus pantalones de algodón blanco eran absolutamente inadecuados para el caluroso clima egipcio, pero Bonaparte era terriblemente estricto con la disciplina y el porte y se negaba a permitirles que se quitaran el uniforme.
La primera acción de Louis fue contra los mamelucos a las órdenes de Murad Bey, el circasiano que podía decapitar a un buey con un solo golpe de su cimitarra. Luego se enfrentaron a la infantería egipcia en la batalla de las Pirámides, donde Napoleón usó su artillería pesada, mosquetes y batallones con soberbia precisión, derrotando a un ejército de 24 000 hombres en menos de dos horas con una pérdida de apenas doscientos soldados. La democracia francesa había llegado a Tierra Santa.
David se giró en redondo, abarcándolo todo. Había una obstinación más allá de su comprensión. Estaba aquí, doscientos años antes de su época, contemplando cómo se desarrollaba la historia. Había tomado un cuerpo que llevaba siglos muerto y revivía los momentos de su vida. Silv había dicho que la realidad era ilusoria, pero lo contrario también era cierto. No tenía ni idea de qué podría implicar todo esto, pero se hallaba enormemente excitado de hallarse envuelto en el proceso del descubrimiento.
A un kilómetro de distancia, las grandes pirámides de Gizeh se alzaban contra el brillante cielo azul. Monolitos de piedra, una familia: papá, mamá, los pequeños. Eran enormes, incluso desde la distancia. Había visitado Egipto una vez con Jenny, su segunda esposa, pero se quedó en el hotel y se emborrachó la noche en que el autobús turístico iba a llevarlos al show de las pirámides. Ahora no lo lamentaba. Nada podría reemplazar esta primera y magnífica visión desde el punto de vista de la historia y de un muchacho francés de dieciocho años con una herida de bayoneta en la pierna izquierda, producida por perseguir a los egipcios hasta el Nilo.
—Louis —le dijo alguien en francés.
¡Hablaba francés! Sin tomar una lección en su vida, David Wolf hablaba un francés fluido, aunque rústico. Se preguntó cómo sería habitar una mente rápida. Se volvió confiadamente al oír su nombre, aunque una repentina ansiedad le atenazó entonces. ¿Y si me reconocen a través de mi disfraz?
—Gérard —dijo David, reconociendo al primo de Louis—. ¿Pudiste encontrar algo para el dolor?
—Sólo esto —respondió Gérard, sacando una botella de vino local del interior de su chaqueta—. Tal vez sirva, ¿no?
Louis extendió instintivamente la mano hacia el vino. David retrocedió cuando imaginó el mercado abierto de donde debía proceder. Recordó los olores…, calabazas, dátiles llenos de moscas, queso de camello. Retiró la mano.
¡Lo necesito!
Ahora no.
—¿Hay algo malo en el vino, David? —preguntó Gérard en francés.
David se sobresaltó al oír su nombre. Podían ver a través del disfraz.
—No, yo… yo…
—Soy yo, Silv —dijo Gérard—. ¿David?
—Silv —suspiró David—. ¡Eres un hombre!
—Puedes ser lo que quieras —dijo Silv, impaciente—. Ahora escucha. Está a la sombra de las pirámides, celebrando una especie de fiesta. Vamos a verlo ahora.
—No se nos permite ir allí —oyó David decir a Louis.
Silv le miró, su hirsuto mostacho rojo subrayando una tez rubicunda. David se había acostumbrado a verla como Liz. No se sentía del todo cómodo con este hombre salvaje de pelos en punta y ojos azules.
—No tenemos tiempo para tus tonterías —dijo ella—. Ven conmigo.
Silv se dio la vuelta y empezó a caminar, con su uniforme azul arrugado y manchado por amplios anillos de sudor. David dio un paso y el dolor surcó su pierna izquierda.
Lo necesitamos ahora. Ahora.
—Muy bien —murmuró David, y quitó el corcho de la sucia botella. Empezó a frotar el gollete en la manga de su chaqueta, luego lo pensó mejor cuando vio los ácaros que pululaban por allí. Dio un sorbo. Sabía a carbón de leña.
Pero el segundo sorbo no estuvo tan mal.
Se apresuró detrás de Silv, abriéndose paso a través del campamento, de los hombres buscando sombra y combatiendo los enjambres de negras moscas que los plagaban continuamente. Bebían y se quejaban y cantaban «La Marsellesa» y «Los héroes muertos por la libertad». Pero lo que sentía en Louis era miseria y una sensación de inutilidad y a la vez de ser utilizado.
Esto era sólo un regimiento de los 55 000 hombres que habían venido a Egipto con el general. El resto estaba en El Cairo, de permiso, o disperso por las provincias y siendo emboscados por los beduinos.
Silv ya había salido de la zona del campamento y cruzaba la extensión de arena. David se apresuró para alcanzarla, pero el dolor en la pierna de Louis era insoportable. Tenía que estar infectada. Si el muchacho no tenía cuidado, la perdería, o tal vez aún peor.
¡No!
Dio otro sorbo, sintiendo el miedo de Louis también en él. Notó una sacudida. Una conexión. ¿Por qué comprendía los miedos de unión de Louis?
—Nuestra política ha sido de paciencia y contención, como es propio de una nación pacífica y poderosa, que lleva a una alianza mundial…
Doce años; está sentado delante del televisor, escuchando al presidente decirle que la guerra nuclear puede ser inminente. Sus manos tiemblan ante tamaña injusticia. ¿Cómo puede hacerle esto el mundo a sus hijos?
Observa horrorizado mientras Jerry, con un uniforme demasiado pequeño, agarra a mamá. Se pone en pie de un salto.
¡No!
—¡No!
—David —dijo Silv bruscamente—. ¿Quieres callarte?
—Viniste a mí cuando era niño —dijo él, dando otro trago que alivió de algún modo el dolor—. Me jodiste la vida.
—Ya te lo dije.
—Pero no lo comprendí hasta ahora.
Volvió a beber de la botella.
—No bebas más de lo que necesites para el dolor —dijo ella, alzando una ceja.
—Vamos. Ya soy mayor. Soporto bien el licor desde hace mucho tiempo.
—No me hace ninguna gracia.
—Me importa un carajo lo que te haga, señora —replicó él—. Esto es mi sueño, no el tuyo. Y voy a tener que hacer que mi joven amigo reciba ayuda médica inmediatamente.
—¿A qué te refieres?
—Está herido. Soy médico y sé cómo arreglar ese tipo de cosas. ¿A qué demonios crees que me refiero?
—No tenemos tiempo —dijo Silv, indiferente—. ¿Y si está destinado a tener problemas con esa pierna? Déjalo tal como está, David. Si el cuerpo deja de funcionar bien, coge otro. Siento muchas presencias aquí.
—Zorra implacable —dijo él—. ¿Es que no tienes sentimientos?
—Mira quién fue a hablar —exclamó Silv en francés, y entonces cambió al inglés—. Reacciona lo menos posible con el cuerpo en el que habitas. No está bien que dirijamos sus vidas. Si el dolor empeora, apártate de él.
—Hice un juramento cuando me convertí en médico.
—Te conozco bien —dijo ella, volviendo al francés—. No trates de embrollarme con ese tipo de cosas. Haz lo que te digo.
David se rió y tomó otro trago.
—No me presiones, Silv. No necesito nada de esto. Puedo marcharme de aquí cuando quiera.
—Pero no lo harás. Ahora mismo te encuentras ante el umbral de la existencia con la boca abierta. Vi la expresión de tu cara cuando cruzaste antes. Además, no son muchos los psiquiatras que tienen la oportunidad de psicoanalizar a Napoleón Bonaparte.
—Nunca lo había pensado en esos términos —admitió él, advirtiendo que ella estaba empleando la forma de hablar de Liz para engatusarle. No se fiaba por completo de Silv, y estaba decidido a mantenerla vigilada.
—Allí está —dijo ella, señalando.
—¿Hay algo que yo deba conocer? —preguntó David.
Silv pensó durante un instante.
—Hersh ha cambiado el apellido desde la última vez que lo vi —dijo finalmente—. Ha quitado la U de la grafía de Buonaparte.
—Interesante —dijo David.
—¿Por qué?
—Así es como se ha conservado el apellido en la historia.
Silv se encogió de hombros, indiferente.
—Entonces tal vez fuera idea del anfitrión.
—Tal vez —respondió David, sorprendido de que Silv estuviera dispuesta a dejar que tales analogías históricas se escaparan tan fácilmente. Anotó la idea para futura referencia.
Se habían acercado a cincuenta metros de las pirámides y a los varios cientos de personas que deambulaban alrededor de su base. El sol de última hora de la tarde ya se había puesto bajo los picos de los monolitos, creando grandes zonas de sombra donde habían colocado mesas llenas de comida y bebida.
Jeques árabes y sus acompañantes se mezclaban con ciudadanos europeos y egipcios y los oficiales de Bonaparte. Los camellos balaban y caminaban libremente por entre la multitud, mientras mujeres envueltas en velos se asomaban entre las lonas de las tiendas de brillantes colores, riéndose y volviendo al interior de vez en cuando para cuchichear algo con sus hermanas.
—Increíble —dijo David—. Sigo sin poder creerlo.
—Mírale, pavoneándose y sacando el pecho —dijo Silv con desprecio.
David reconoció inmediatamente al general. Se dirigía con facilidad a una gran multitud que se había congregado a su alrededor, riendo y gesticulando mientras les contaba una historia. Era un hombre pequeño, pero su rostro traicionaba una estatura mucho mayor. Parecía que en su interior brillara lleno de poder y confianza…, toda autogenerada. Su uniforme no tenía mucho mejor aspecto que el de David, pero lo llevaba como un dios: limpio y brillante, abotonado hasta el cuello, las botas pulidas hasta el reflejo.
Una vez, David se había encontrado en presencia de la auténtica grandeza en la persona de un renombrado microbiólogo que había sido uno de los pioneros y perfeccionadores de la técnica del trasplante de médula ósea. El hombre era agradable y de voz suave, pero todo aquél que llegaba a entrar en contacto con él sabía que brillaba con una luz interna que era mucho más brillante que la suya propia. Ahora, David tuvo la misma sensación.
—Vamos —dijo Silv, y le guió directamente hacia la multitud, a pesar de las protestas de Louis.
Los olores eran casi abrumadores. David nunca se había dado cuenta de hasta qué punto estaba anestesiada olfativamente su cultura hasta que se encontró entre aquella multitud. Reluctante, se dio cuenta de que se abstraía como le había sugerido Silv, guiando a Louis desde la distancia. El dolor y los olores remitieron hasta convertirse en una molestia lejana. Cada vez que su anfitrión mostraba tendencia a darse la vuelta y correr, volvía a sumergirse y lo guiaba otra vez, como si montara a caballo.
Lograron abrirse paso hasta el corro interno. Extrañamente, Napoleón estaba contando una historia de fantasmas, interpretando los papeles como un actor, y bastante cómico por cierto. Silv no le dio oportunidad de acabar.
—Hersh —dijo.
El hombre dejó de hablar y miró al cabo pelirrojo y arrebolado que le había interrumpido.
Un general con una cabeza demasiado grande y el pelo rizado se acercó y colocó una mano en el hombro de Silv.
—Vuelva al regimiento, cabo, y póngase a disposición de su comandante en jefe —dijo.
—No, Berthier —dijo Napoleón amablemente—. Debo hablar con estos… caballeros. Si me disculpáis, continuaremos las historias más tarde.
Se dio la vuelta y se marchó inmediatamente. Furiosa, Silv le siguió. David se apresuró para alcanzarlos, con Louis aún protestando en su interior.
Las pirámides se alzaban magníficas en torno a ellos; la Esfinge cercana, con todo menos la parte superior de la cabeza enterrada en la arena.
—¿Por qué no puedes dejarme en paz? —le dijo a Silv, en francés, Napoleón/Hersh.
—No perteneces a esta época. Este mundo es del domino de otros. No tienes derecho.
—Ya hemos discutido sobre esto antes —escupió él, con la furia a flor de piel—. Todo el universo es tuyo. Déjame a mí esta parte.
—No puedo hacer eso. Tienes que regresar conmigo.
El hombre se echó a reír.
—¿Regresar, Silv? ¿A qué?
—No —dijo Silv rápidamente.
—¿Y quién es éste? —preguntó el hombre, señalando a David.
David se acercó presurosamente, sintiéndose un idiota por comportarse tan tímidamente ante una legendaria figura histórica.
—Me llamo David Wolf —dijo.
—¿De dónde? ¿De qué sector?
David se encogió de hombros.
—De… Oklahoma City.
—¿En qué siglo? —preguntó Hersh, con los rasgos sombríos.
—¿El veinte? —dijo David.
Hersh miró a Silv.
—No me incordies trayéndome gente de todo el maldito universo.
—Soy médico —dijo David—. Silv me pidió que…
—Ahora no, David —ordenó Silv.
Hersh entornó los ojos.
—¿Cuál es el juego, Silv? ¿Qué estáis tratando de conseguir tu amiguito y tú?
Ella dejó de caminar y le apuntó con un dedo. David tomó otro trago.
—Estamos aquí para convencerte de que renuncies a esta estúpida charada y vuelvas a donde perteneces.
—¡Pertenezco aquí! —gritó él, y sacó un espadín de su costado.
Colocó la punta en el cuello de Silv y la hizo retroceder hasta aplastarla contra una de las mastodónticas piedras de la pirámide de Keops.
—Escúchame —siseó; la punta de su espada arrancó un hilillo de sangre del cuello de Silv—. Fui brillante en Italia, victoria tras victoria, gobierno republicano en vez de la dominación del santo vándalo Papa de Roma. Quisieron que atacara Inglaterra. En cambio, vine aquí, a un pequeño paso de la India, donde puedo despojarlos de sus medios económicos… mucho mejor que atacarlos directamente.
»Tenemos un designio: traer ideas de justicia y gobierno y arte y ciencia a esta tierra perdida. Tengo ciento cincuenta eruditos civiles conmigo para ayudar a que este lugar progrese. He dispuesto un servicio de correos, y una casa de moneda. He colocado farolas en El Cairo y construido su primer hospital. Los primeros libros editados en este país lo han sido gracias a mí, panfletos sobre cómo tratar la peste bubónica y la viruela. El nombre Napoleón significa León del Desierto, y los egipcios me llaman Sultán El Kebir, comandante en jefe. —Señaló la Esfinge, cuya cara brillaba complaciente en la moribunda luz—. Estoy excavando ese gran tesoro artístico de las arenas de la superstición. Yo. Yo lo estoy haciendo. Ahora, dime dónde pertenezco.
Silv no parpadeó.
—Promueves las mismas ideas de progreso que destruyeron el mundo del que venimos.
—No me importa, Silv —dijo Hersh—. Estoy alojado en una mente magnífica con grandes ideas. Mi existencia es importante y útil, y ninguna cosa que tú o tu amigo viajero podáis decir va a cambiar nada. La única razón por la que no os mato ahora mismo es porque saltaríais a otro cuerpo y yo perdería un par de buenos soldados.
—Entonces, baja ese alfiler —dijo Silv.
Hersh echó hacia atrás la cabeza y se rió con ganas.
—¡Alfiler! —aulló—. ¡Quédate en este cuerpo el tiempo suficiente, y haremos de ti un buen republicano!
Bajó la espada y la enfundó.
—Demonios —dijo, y se volvió para sonreírle a David—. No puedo deshacerme de vosotros, y vosotros no podéis deshaceros de mí. ¿Qué os parece si regresamos a las celebraciones y nos comportamos civilizadamente con todo este asunto?
—No has sabido cómo comportarte civilizadamente en toda tu vida —dijo Silv.
—No te pongas pesada —repuso Hersh, y le hizo un guiño a David—. ¿No es verdad, viajero?
—Es verdad —dijo David, secretamente feliz de ver a Silv puesta en su lugar. El vino estaba haciendo su efecto; la caída de la noche enfriaba las cosas; el entorno era magnifico; la compañía, incomparable—. Vamos a la fiesta.
Hersh sonrió ampliamente.
—Eso es hablar —dijo, y extendió las manos y cogió a David por las orejas, riéndose todo el tiempo—. Ven, amigo mío, vamos a hacer un discurso. Me encanta hacer discursos.
Cogidos del brazo, Hersh y David, Napoleón y Louis, regresaron a la cabecera de la mesa, dejando atrás a Silv. Todos se levantaron al verlos acercarse, y el general hizo un gesto para que volvieran a ocupar sus asientos.
—Aquí todos somos hombres libres —dijo.
La cabeza de un cordero estaba dispuesta en una gran bandeja de plata en el centro de la mesa, con la carne apilada debajo, todo encima de una capa de arroz. Cada uno usaba su cuchillo para servirse trozos.
La mesa estaba formada por nueve sultanes gobernantes que Napoleón usaba como sus mediadores entre el pueblo egipcio y él, más sus oficiales y un puñado de civiles.
—Caballeros —anunció Napoleón—. Éste es mi amigo… —miró a David.
—Louis —dijo David—. Louis Cuvier.
El general extendió la mano, sirvió parte de la encía del cordero y se la tendió a David.
—Louis se nos unirá esta noche. Mi joven amigo es un hombre extraordinario. Puede predecir el futuro.
—¿Como un gitano? —preguntó un anciano.
—Ése es Tallien —susurró Napoleón a David—. Un hombre muy severo.
—N-no —tartamudeó David—. Como un gitano no.
—Louis es un visionario —dijo Hersh, haciendo un guiño—. Puede predecir el futuro de la ciencia y el gobierno.
—¿Cuál es el futuro de la enfermedad? —preguntó un hombre de mediana edad y carnosa cara—. ¿Nos llevará a todos la viruela o la peste?
—Gaspard Monge —dijo Napoleón—. Un buen colaborador. Salvó a la República al mostrarnos cómo convertir en balas las campanas de las iglesias.
David sonrió.
—La viruela, la peste, el tifus, la tisis…, todas las enfermedades que os quitan ahora la vida serán virtualmente erradicadas a mediados del siglo veinte, gracias a la comprensión de los sistemas inmunológicos del cuerpo y una droga llamada penicilina y desarrollada a partir del moho del pan.
Todos se rieron con lo del moho, sin tomarle lo más mínimo en serio. Hersh asintió sabiamente a David. En algún momento de la discusión, Silv se acercó a la mesa, a la vista de David. Sin moverse, sin hablar, le miró con ojos profundos y doloridos.
—Y los transportes —preguntó Berthier, atusándose el bigote—. ¿Reemplazaremos al caballo?
—Sí —dijo David—. No se permitirán caballos en la mayoría de las calles de las ciudades.
Todos volvieron a reírse, haciendo que David se sintiera ridículo. Continuó, con la cara enrojecida:
—En el siglo veinte los caballos serán reemplazados por un invento llamado automóvil, un carruaje con ruedas que tiene un motor para hacer girar el eje. Cuando se quiere recorrer una distancia larga siempre está el avión, un vehículo con alas que puede cruzar el océano de América a Europa en cuestión de horas. Los hombres incluso viajan al espacio en cohetes.
—¿Y se golpean la cabeza con el suelo del cielo? —dijo un capitán, y toda la mesa se volvió a reír—. ¡El joven idiota cree que ha estado allí!
—¡Dadle más vino! —gritó Berthier—. Tal vez vivirá en el siglo treinta.
David observó las caras risueñas en torno a la mesa. Se había olvidado y caído en su propio punto de vista.
—Sólo es un sueño —dijo tímidamente.
—¿Un sueño de Utopía? —preguntó Hersh.
David le miró, consciente de lo que quería decir.
—No, Utopía no —dijo amargamente—. Los avances de la tecnología significan avances en la forma de matar. Armas de increíble poder que pueden destruir ciudades enteras y hacer sus tierras inhabitables, enfermedad ambiental que envenena el aire y el agua para todos, una población mundial de casi ocho mil millones sin medios para alimentarla. Miseria en dosis masivas, la vida sólo para aquéllos que pueden permitírselo.
—Como ahora —dijo uno de los musulmanes, rebulléndose en sus ropas. Éste no se reía.
David le miró.
—Tal vez nada cambie jamás.
Un repentino silencio cayó sobre la mesa. Napoleón se levantó inmediatamente y golpeó con su cuchillo la copa de vino.
—Basta de predicciones. Tengo algo que decir.
Esperó hasta que todos guardaron silencio antes de empezar a leer un pedazo de papel que sacó de su bolsillo.
—Caíds, jeques, imanes… —dijo en voz alta—, decidle al pueblo que también nosotros somos auténticos musulmanes. ¿No somos los hombres que hemos destruido al Papa, que predicó la guerra eterna contra todos los musulmanes? ¿No somos los que destruimos a los Caballeros de Malta, porque esos locos creían que debían guerrear constantemente contra vuestra fe? Debemos trabajar juntos para la unificación de nuestra hermandad. Todos adoramos al mismo Dios; todos somos de una misma carne. Os suplico que no nos miréis como conquistadores, sino como hermanos. Os pido que vayáis a vuestras mezquitas y le digáis a la gente que los franceses son musulmanes como ellos mismos. Avisad a todos los egipcios para que hagan un juramento de lealtad a su nuevo gobierno. Sólo entonces podremos ser libres para vivir en paz aquí, en la Tierra de todas las Tierras.
Entonces se sentó, hizo un guiño a David y tomó un sorbo de su copa. Berthier se apresuró a llenarla con el contenido de una jarra.
Uno de los muftíes se levantó, perdido en los pliegues de su negra aba, los ojos vivos, bailando a través de la maraña de su blanca barba y su correosa cara.
—Sultán El Kebir —dijo—. Nos sentiremos felices de promulgar una proclama a nuestro pueblo en lo referente a nuestra liberación por tu mano del horror de los turcos. Un amigo del Profeta, sí, mi señor. Pero si los franceses deseáis ser llamados verdaderamente musulmanes, primero debéis renunciar al vino, y después someteros a los ritos de la circuncisión.
Los franceses sentados a la mesa gruñeron en voz alta, y Napoleón trató de apartar la sonrisa de su cara. Se levantó e hizo una profunda reverencia.
—Un amigo del Profeta soy, Honorable.
David se rió con los demás, empezando a sentirse cómodo a la diestra del poder. Silv continuaba mirándole intensamente, pero no le molestaba. Había tenido esposas que utilizaban ese truco con él todo el tiempo.
Permanecieron charlando de la guerra y bebiendo hasta después de oscurecer, hasta que las pirámides se convirtieron en negros dioses del silencio que observaban cada uno de sus movimientos, como habían observado otros.
David había terminado su botella, y se había ayudado con otras varias jarras mientras relataba hechos del mundo por venir para diversión de los invitados. Nadie, por supuesto, creía tales fantasías. Y, al cabo de un rato, el propio David dejó de creerlas también.
A lo largo de la noche Silv continuó con su solitaria vigilia, sin moverse nunca, sin hablar. Finalmente, cuando las celebraciones empezaron a languidecer, Napoleón llevó a David aparte con el pretexto de acompañar a los jeques a sus tiendas.
—Amigo mío, escabullámonos —le dijo a David al oído—. Tengo que mostrarte algo.
Entonces, como un niño, Hersh deseó muy buenas noches a su grandilocuente modo, y luego corrió hacia una tienda con franjas rojas y blancas y se escondió detrás.
David le siguió. El hombre sujetó su mano y cruzó corriendo la arena para esconderse tras la esquina de la menor de las pirámides.
Apoyando la espalda contra la piedra, se asomó para observar la actividad. Regresó sonriendo.
—Bien. No nos ha visto nadie. Vamos.
David le siguió, algo mareado. Louis estaba hecho polvo, pero David, más mayor y mucho más experimentado como bebedor, se sentía simplemente transportado, flotando en alas de mariposa, sin problemas ni responsabilidades. Diablos, si Louis se ponía malo, podía retirarse y esperar fuera.
Empezaron a caminar entre los monolitos. David comenzó a sentir las molestias del vino.
—¿Dónde se puede echar una meada por aquí? —preguntó.
—El mundo, amigo mío, es nuestro urinario —dijo Hersh, haciendo un gesto hacia las pirámides—. Escoge una roca conveniente.
Así, los dos hombres se desabrocharon sus calzones y orinaron sobre las pirámides.
—Desgraciadamente, mon general es pequeño en todos sus departamentos —murmuró Hersh.
Tanto David como Louis suspiraron aliviados. Napoleón, que había bebido muy poco, terminó antes que David.
—Bien, ¿qué significa todo esto, David Wolf? —preguntó, volviéndose hacia él—. Ahora que el universo es tuyo, ¿qué harás con él?
David observó su orina correr por las rocas erigidas cinco mil años antes y empapar la arena sin edad.
—Es algo demasiado abrumador —dijo—. Demasiado nuevo. No puedo…
—Hablemos —dijo Hersh—. Pero no aquí. Ven, tengo algo que mostrarte en el pabellón de oficiales.
David acabó de abrocharse y ambos se dirigieron al otro lado de los monolitos, donde los oficiales estarían a la sombra del sol de la mañana. El cielo era magnífico; un campo de estrellas dos o tres veces mayor que nada que hubiera visto jamás centellaba a través de una atmósfera clara, libre de polución o luces de ciudad.
El país de Dios. ¿Dios?
Se encaminaron hacia una fila de tiendas de oficiales, dejaron atrás a los centinelas y se detuvieron delante de una gran tienda.
—¿Es la tuya? —preguntó David.
Hersh se limitó a sonreír y sacudió la cabeza. Hizo a un lado la puerta de lona para que David entrara. Lo hizo a una neblina perfumada, en medio de un silencioso y chisporroteante fulgor de velas.
—El altar de Berthier —dijo Hersh en voz baja, casi reverente—. Ven aquí.
El humo del incienso gravitaba como una mortaja, internándose entre el denso olor de las orquídeas que adornaban mesitas y jarrones puestos alrededor. Se dirigieron al altar al fondo de la amplia estancia. Estaba preparado con muchas clases de flores, todas unidas. Entre dos grandes velas oscilantes había un retrato de una mujer con ojos profundos y oscuros y el pelo peinado hacia atrás que le caía hasta más allá de los hombros.
—Hacen falta tres mulas para cargar con todo este decorado —dijo Hersh.
—¿Quién es? —preguntó David.
—Giuseppina Visconti —replicó Hersh—. Berthier la conoció en la campaña de Italia, y ha sido esclavo de sus pasiones desde entonces. Amenaza diariamente con dimitir como jefe de mi estado mayor y volver con ella. De noche, sale y contempla la luna en el momento exacto en que ella la ve en Milán.
—Increíble —dijo David.
—No —respondió firmemente Hersh—. Todos tenemos pasiones que nos gobiernan, nuestra razón de ser. ¿Cuáles son las tuyas, amigo Wolf? ¿Qué te hace caminar bajo la luna?
—Debería ser yo quien hiciera esa pregunta —dijo David, asumiendo su rol profesional—. Pareces tener la respuesta.
Había cojines esparcidos por el suelo de la tienda. Hersh recogió varios y se montó un pequeño sofá, donde se reclinó.
—Se enfada tanto cuando hago esto —rió, y luego se tendió de espaldas—. Me devuelves mi pregunta, Siglo Veinte. Pero te la contestaré.
Se colocó las manos tras la cabeza y miró hacia arriba, como si contemplara el cielo en vez de la oscura lona.
—He vivido muchas vidas, y he hecho cosas que ni siquiera imaginarías…, actos de suprema amabilidad, actos de horror inenarrable. He descubierto que mi felicidad está en hacer. Cuando me di cuenta de que podía escapar a la muerte, que era, para todos los propósitos, inmortal, empecé a buscar el mundo adecuado para albergar mi divinidad.
—¿Divinidad? —preguntó David, divertido.
—Llámalo como quieras —dijo Hersh. Se sentó bruscamente y se le quedó mirando—. No he encontrado más dios que yo. Ni lo harás tú.
David se sentó en el alfombrado suelo. Trató de cruzar las piernas, pero el dolor fue demasiado intenso. Las extendió ante sí.
—¿No experimentas una sensación de responsabilidad hacia las vidas que tomas, las vidas que puedes estropear al cambiar las cosas?
Hersh se echó a reír.
—El hombre que vivía en este cuerpo antes de que yo apareciera me odia a muerte —dijo—, pero nunca ha rehusado mi consejo. Verás, lo encontré cuando era niño en una escuela militar. Estaba enzarzado nada menos que en una batalla de bolas de nieve con otros niños. Me sentí atraído, cuando entré en su mente, por su poder y sus deseos ilimitados, y decidí quedarme en este cuerpo y conducirlo para ver hasta dónde podía llegar. Estás empezando a ver los resultados.
—Pero no tienes derecho a hacer estas cosas, especialmente con tu conocimiento del futuro.
—No tengo conocimiento de este futuro —dijo Hersh—. No tengo la menor idea de adónde me llevará esto. Descubrí hace muchos años que es más divertido no saber nada con antelación.
—¿Quieres decir que en tu cultura no se conoce a Napoleón?
El hombre alzó una mano, los ojos brillantes a la luz de las velas.
—No me digas más. No quiero oír nada referido al futuro de este hombre, ¿comprendes?
—¿Por qué te molesta tanto este tema?
—Contestaré tu otra pregunta —dijo Hersh, poniéndose de pie, y empezó a caminar con las manos a la espalda—. Lo referido a mis derechos. Verás, he descubierto que no hay bien, ni mal, ni ética. Puedo hacer con mi vida lo que desee. Después de todo, esto no es más que una fantasía. No hay razón alguna, David Wolf. No hay sentido aquí. Las vidas vienen y se van, pasan ante nuestros ojos como las sombras de estas orquídeas en el flanco de la tienda. Vivo por el honor del momento, por la gloria, por el arrebato de lo conseguido.
»Después de todos mis viajes he encontrado una mente que se corresponde con mis propios deseos. Estamos capturando una profusión de momentos, recolectando recuerdos. Pregúntale al cuerpo en el que estás cómo se sintió cuando la caballería mameluca cargó contra nosotros el trece de julio.
David no tuvo que preguntar.
—Los caballos árabes —dijo— cabriolando, transportando a sus jinetes, relinchando. Los jinetes con sus armas repujadas de oro y piedras preciosas, los trajes de colores brillantes, llevando turbantes rematados con penachos de plumas, algunos con cascos dorados. Fue glorioso: un momento como ningún otro, un momento para recordar. Combatíamos por Francia; combatíamos por riquezas.
—¿Lo ves? —dijo Hersh.
—También recuerdo que habríamos muerto de sed si no hubiéramos tomado Alejandría. Recuerdo las promesas de pueblos con comida y agua, y no haber encontrado más que desierto y chozas arruinadas y cisternas cegadas por los beduinos. Recuerdo a hombres pisoteados hasta la muerte cuando por fin encontramos un pozo. Recuerdo a los hombres disparándose mutuamente después de haber perdido la cordura. Recuerdo cómo necesitábamos desesperadamente raciones y suministros médicos, y no conseguimos más que resmas de tus proclamas. Recuerdo a Nelson hundiendo la flota, incluyendo a L'Orient con toda nuestra caballería, aislándonos y dejándonos aquí.
Hersh alzó las manos.
—Amigo mío, aprenderás muy pronto que el dolor no es una mercancía acumulativa. Los momentos…, los momentos lo son todo.
—Pero son momentos tuyos —dijo David, apuntándole con un dedo—, a expensas del resto del mundo.
—Sí —repuso Hersh, con autoridad—. Mi sueño, mis momentos. Vuelvo a preguntártelo, David Wolf. ¿Qué buscas con tu divinidad?
David contempló a una de las figuras más amadas y odiadas que jamás caminaron por la superficie del planeta, y sintió los ojos del hombre clavados en él como una cuchara hurgando en una naranja amarga.
—Un fin al dolor —dijo en voz baja, y los dos se volvieron hacia el sonido de la puerta de lona de la tienda al descorrerse.
Silv se encontraba allí, recortada contra la noche, su rostro firme e inflexible.
—¿Vienes, David? —preguntó.