—Son ocho con setenta y tres, incluidos los impuestos —dijo la quinceañera mientras enganchaba la bandeja de aluminio a la ventanilla del Porsche de David.
Se quedó allí plantada, doblada por la cintura, su cara inocente y sin arrugas masticando chicle impúdicamente mientras David se estiraba en el asiento para poder meter la mano en el bolsillo y extraer el dinero.
Sacó un puñado de billetes arrugados y estropeados, y encontró uno de diez entre ellos. Lo tendió a través de la ventanilla.
—Quédate con el cambio —dijo.
—Gracias, señor —respondió ella.
Su cara, como la de cualquier quinceañera, tenía el aspecto que parecía indicar que no le quedaba nada que aprender en todo el universo. Lo tenía todo, todas las respuestas: sexo, música y las ropas apropiadas. Inmortalidad.
Se marchó, sus rasgos difuminados por las luces de neón del Sonic Drive-in. David contemplo sus caderas balanceándose dentro la corta faldita del uniforme que llevaba, y recordó la época en que las camareras del Sonic llevaban patines.
—Lo que estás pensando es ilegal —dijo Liz, a su lado.
—Pecado de omisión —comento David, dándole una hamburguesa de la bandeja—. Para las chicas de esa edad no soy más que un viejo petardo. ¿Pediste tú patatas fritas?
—No —replico ella—. Pero si nos las han dado, considerémoslo cosa del destino.
David le tendió el cartucho de cartón y la Coca Cola que había pedido.
—Bailey nunca ha venido aquí conmigo —dijo, y dio un sorbo a su propia Coca Cola— Tenía miedo de que alguien pudiese verla.
—Siguen teniendo las mejores hamburguesas de la ciudad —comento Liz, con la boca llena—. ¿Supiste algo de ella?
David se volvió a medias en el asiento de cuero negro y apoyó un brazo en el volante.
—No. Probablemente estará perdida con Jeffery por alguna parte. Supongo que he estropeado otro matrimonio más.
—Simplemente te casas con las mujeres equivocadas, eso es todo.
—Creo que hasta ahora ha sido como otro trabajo —dijo él, y cogió su propia hamburguesa de la bandeja—. Los psiquiatras son los médicos más pobres que hay. A cien pavos la hora, siguen habiendo muy pocas horas al día. Parece que mis esposas siempre han proporcionado ingresos extra. —Mordió la hamburguesa.
—Te odio cuando hablas así. No te subestimes tanto.
—Tal vez estoy siendo realista por una vez en la vida. Siempre te has puesto de mi parte y te lo agradezco, pero no soy una víctima de las circunstancias. He creado mis propios problemas y tengo que vivir con ellos.
—Tal vez no los creaste —dijo ella en voz baja.
Un coche aparcó a su lado, y la camarera se acercó inmediatamente. Un muchacho con la cara llena de espinillas y el pelo largo y grasiento bajó el cristal de la ventanilla, y la chica metió la cabeza y le besó mientras las manos de él acariciaban sus anchas caderas. En cuanto a gustos…, ya se sabe.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó David, receloso.
—Ya sabes lo que voy a decir; tienes otra vez ese tono en la voz.
—Vas a hablar de mamá.
—Te dije que he ido a un psiquiatra hoy. Fue porque… porque… Silv me hizo recordar cosas que sucedieron hace mucho tiempo, cosas que he intentado apartar de mi mente.
—Sobre mamá —dijo él, en voz baja.
—Escúchame. Sé cómo te sientes con respecto a ella, pero yo no puedo compartirlo, David. Acuérdate de cuando se mató…, ¿qué edad tenías?
—Diecisiete.
—Bueno, yo tenía doce. —Comió algunas patatas y las ayudó a pasar con un poco de refresco; luego apoyó el vaso de papel en el salpicadero—. ¿Te acuerdas de su «amigo» Bert?
—Sí…, el último.
Los ojos de Liz se nublaron. Se llevó las manos a la cabeza y la echó hacia atrás.
—Abusó de mí, sexualmente, durante más de dos años.
—¿Qué? Yo… nunca lo supe.
—Tratamos de ocultártelo.
—¿Tratamos?
—Mamá y yo —dijo Liz, y lo miró a los ojos.
David colocó su comida en la bandeja y extendió la mano para coger el brazo de Liz.
—¿Mamá lo sabía?
Ella sacudió lentamente la cabeza, los labios temblando.
—Fue m-mamá quien le d-dejó —dijo, y esta vez no pudo contener las lágrimas. Empezó a llorar, y todo su cuerpo se sacudió. David la abrazó, dejando que se apoyara en su chaqueta—. Me sentía tan avergonzada, t-tan responsable. Venía a mi habitación de noche, oliendo a alcohol, apestando a sudor… —tembló de repulsión—. Al principio decía que era su muñequita, pero cuando estaba… haciéndolo, me maldecía, me llamaba todo lo que se le ocurría. Luego, cuando acababa, dejaba dinero en la mesilla de noche. Mamá venía más tarde y me limpiaba y me abrazaba. Y se llevaba el dinero.
—¡No! —dijo David, apartándose—. ¿Cómo puedo creer lo que me dices?
—La última vez —continuó ella, las mejillas húmedas y brillantes—, no le bastó con el sexo. También me golpeó. Me pegó con un cinturón y el puño. Mamá se puso histérica cuando lo vio. Lo echó, y… y esa noche se mató.
Ella lo miró, y él supo que estaba buscando su compasión. Estaba tenso por dentro. Naomi había estado maldita. Abandonada por un marido calzonazos, se había visto obligada a mantener a sus dos hijos pequeños sin ningún tipo de ayuda. Recordó. Había trabajado duro como camarera, pero eso nunca fue suficiente. Los había amado a los dos; David estaba más convencido de eso que de ninguna otra cosa en el mundo. La historia que Liz le contaba no encajaba con aquella imagen.
—Siempre me he sentido responsable, como si todo… como si todo fuera culpa mía —dijo Liz—. He tenido miedo a los hombres desde entonces, creo. Siempre tengo excusas sobre por qué los que me rondan no son lo bastante buenos. Pero estoy empezando a pensar que tal vez sean sólo eso, excusas.
—No es culpa tuya, Liz —dijo David, pero su mente estaba ocupada rechazando su confesión. Trató de verlo desde un prisma profesional, pero no le fue posible.
—¿Por qué te apartas de mí? —preguntó ella.
—No me aparto.
—Sí. Noto que te cierras. —Su voz se volvió más aguda, sus labios apenas un tajo—. Tienes que empezar a aceptarlo, igual que yo. Siempre has tenido un punto ciego en esto. No puedes…
De repente, Liz se llevó una mano a la boca y sus ojos se ensancharon de miedo.
—¿No puedo qué? —dijo él.
—Nada —replicó ella—. Olvídalo —se dio la vuelta, de cara al parabrisas, las dos manos temblando a pesar de que las tenía fuertemente entrelazadas.
—Liz…
—Llévame a casa, David.
—Tenemos que hablar…
—Por favor, David. Llévame a casa, yo…, aahhh…
Se llevó las manos a las sienes. Luego su cuerpo se echó hacia atrás contra el asiento e inspiró varias veces.
—¡Liz! —dijo David, alarmado—. ¿Te encuentras bien?
Ella se volvió tranquilamente hacia él, la cara de algún modo diferente.
—He vuelto —dijo.
—Silv —jadeó él.
Silv miró a su regazo, a la hamburguesa en su envoltorio blanco.
—¿Qué es esto? —preguntó, recogiéndola.
—Comida —dijo él—. Pruébala.
Ella se la llevó tentativamente a los labios, mirándole antes de metérsela en la boca.
—Adelante —instó David.
Ella la mordió, insegura, luego empezó a masticar, lentamente al principio, luego con más confianza. Dio otro bocado.
—¿Qué es?
—Hamburguesa. Vaca adulta.
Ella empezó a atragantarse y escupió la comida.
—¡Coméis carne! —gritó.
—Sí. ¿Vosotros no?
—Nunca —respondió ella, cogiéndolo todo y entregándoselo.
Vio el vaso y lo agarró, dio un sorbo de coca cola. Se enjuagó la boca y luego abrió la puerta del coche y escupió. El muchacho del coche de al lado se la quedó mirando con la boca abierta.
Volvió a cerrar la puerta.
—Esta bebida no está mal —dijo—. Es dulce al paladar.
—Lamento haberme dejado llevar por el pánico en Pearl Harbor —dijo David—. Todo fue tan… extraño.
—Es comprensible —respondió ella, pero no parecía que lo sintiera—. Te di jeringuillas extra por si sentías la necesidad de experimentar antes de cobrar la confianza necesaria para dar el salto.
—Este poder es más de lo que creo ser capaz de soportar.
Ella asintió.
—Entonces debes saber por qué estoy tan desesperada por hacer regresar a Hersh. La responsabilidad es tan tremenda que ningún ser humano debería poder utilizar su poder…
—Su seducción.
—Comprendes —dijo ella, y colocó una mano sobre su brazo—. Esto no tendría que haber sido descubierto nunca. No tengo ni idea de qué sucederá si alguien bajo los efectos de la droga cambiara la historia. Si después de todo la realidad es un estado ilusorio, entonces… con esta droga, podemos romper potencialmente su entramado por completo.
—Por un lado, lo que dices no tiene sentido —replicó él, y volvió a coger su hamburguesa. Empezó a dar un bocado, pero Silv le miraba de una forma tan horrorizada que volvió a dejarla sobre la bandeja—. Por otro lado, he estado allí, y tu lógica es ineludible. Ardmore parecía tan real como si estuviera sucediendo realmente.
—Lo era.
—Le di la droga a otra persona.
Los hombros de ella se tensaron y se volvió hacia él, furiosa.
—¿Que hiciste qué?
—Estaba asustado…, confuso. Necesitaba ayuda. Necesitaba consejo. Él era una persona responsable.
La cara de Liz se afeó con la furia de la otra mujer.
—¿No ves lo que está pasando aquí, idiota? He inventado el medio para destruir el mundo. Estoy tratando desesperadamente de deshacer lo que he hecho, pero ahora todo se escapa de las manos. ¿Cómo pudiste hacer eso?
—¿Qué esperabas? —replicó él, igual de furioso—. Vienes a mi casa, en el cuerpo de mi hermana, con una historia loca sobre viajes por el tiempo y drogas genéticas, y esperas que cumpla el programa como si nada. En nombre de Dios, ¿por qué has tenido que elegirme a mí? Nunca he pedido nada de esto… ¡ni lo quiero ahora!
—Necesito tu ayuda.
—Hay más que eso. Tiene que haber más.
Ella empezó a hablar, pero terminó dándose la vuelta.
—¿Qué hay de la otra persona a la que le diste la droga?
—Es uno de mis colegas —dijo David—. Ya ha vuelto.
—Entonces es peligroso.
—¿Peligroso? —David se echó a reír—. Mo es el hombre más dulce que existe.
—Si la ha probado…, si sabe que la tienes…, si ha sentido su poder y conoce su adicción, es peligroso. —Volvió a mirarle. Esta vez su cara mostraba temor—. Ahora ven conmigo. Ya sabes cómo funciona la dilatación del tiempo. He estado con Hersh. Sigue sin querer dejar el cuerpo. Ha ido a Egipto a luchar contra los turcos. Podemos alcanzarle allí.
—¿A Egipto? ¿Ahora?
—1798 —dijo ella—. Tenemos antepasados allí. Ven conmigo. Ayúdame… —medio sonrió—. Sólo será un minuto.
David estaba entre asustado y excitado. No quería tomar una decisión como ésta, siguiendo el capricho de un instante.
—No tengo la droga conmigo —dijo.
—Tu vida es triste. Considera esto como una gran aventura. Ven conmigo.
—Te he dicho…
—Claro que la tienes contigo. Ahora ya conoces su poder. Nadie que conozca su poder podría mantenerla apartada de su vista. Sácala —era una orden.
David se metió la mano en el bolsillo y sacó lentamente la bolsa, que ahora contenía seis jeringuillas. Ella se la quitó de las manos y la abrió, e inmediatamente sacó una de las agujas.
—¡No la asomes tanto! —susurró David bruscamente.
Ella pareció sorprendida, pero luego pensó con el cerebro de Liz.
—Las drogas son ilegales —dijo, casi cómicamente, y bajó la jeringuilla, mirando a su alrededor.
—Tendré que quitarme la chaqueta —comentó él.
—No te molestes —dijo ella, arrodillándose sobre el asiento y estirándose en la consola—. Puedo hacer que te llegue más rápido.
Se acercó como un relámpago, clavó la aguja en su cuello y la inyectó rápidamente.
—Ya está —dijo, y volvió a sentarse.
David empezó a sentirse extraño casi de inmediato. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
—¿Por qué me llevaste a Ardmore? —preguntó.
—Quería que te golpeara todo de una sola vez. Así comprenderías. Creerías. Recuerda a Napoleón…, recuerda Egipto. Recuerda. Recuerda.