La gran ley de la cultura es ésta: que cada uno se convierta en todo lo que es capaz de ser; que se expanda, si es posible, hasta su máxima extensión; que resista todos los impedimentos y descarte todas las adhesiones extrañas, especialmente todas las nocivas; y que se muestre en toda su forma y estatura, que sea lo que debe ser.

—Thomas Carlyle

David llegó al Hospital Estatal a las once menos cuarto. Llovía, un fenómeno que en Oklahoma era peculiar sólo en primavera y otoño. La lluvia en verano era inusitada.

Aparcó en la zona reservada sólo para urgencias y se encaminó directamente al pabellón psiquiátrico. Había estado en consulta con sus pacientes de las ocho y las nueve, pero fue incapaz de concentrarse en ellos, e incluso se salió una vez de su papel de transferencia para decirle a su paciente de las nueve que algo que había dicho era «loco y estúpido».

Con la sesión arruinada, la canceló, y también las sesiones de las diez y las once, algo que no había hecho nunca antes.

Su mente era aún un remolino. Bailey se había marchado durante la noche, y no tenía ni idea de dónde podría hallarse. Había llamado a Liz cada quince minutos desde las siete de la mañana, sin éxito, e incluso se acercó a su casa después de su abortada consulta de las nueve, pero ella no estaba allí. Por tanto, condujo sin rumbo por la zona norte de Oklahoma City, y no se sintió demasiado sorprendido cuando se encontró girando en la Trece para llegar al Callejón Sangriento.

Se dirigió al puesto de las enfermeras en la planta nueve. Christine Beckman, la enfermera jefe, reprendía con ahínco a una de sus subalternas, una muchacha no mayor de veinte años, por suministrar la medicación de un día entero al mismo tiempo.

—Pero… señora Beckman —decía la muchacha—, los pacientes lo prefieren así…

Christine lanzó rayos por encima de sus gafas. Trabajaba en el Estatal desde que emigró de Alemania en 1945, y sabía más de medicina que la mayoría de los doctores que recorrían tambaleándose los pasillos de falso mármol.

—Escuche, Bobbi…

—Barbi —corrigió la enfermera.

—Qué demonios…, naturalmente que los pacientes lo prefieren así. Tiene a la mayoría de ellos tan colocados que se les podría atar con cables y hacer que salieran de aquí flotando. Esto es un hospital, jovencita, no una comuna hippie.

David extendió la mano por encima del alto mostrador y cogió el teléfono, marcó la línea exterior y luego el número de Liz.

—Oh, vamos, Chris —dijo la joven—. Estamos cortos de personal y estoy saturada de trabajo. Demonios, cuanto más los coloco, más dóciles son…

—Podría hacer que le quitaran la licencia y el trabajo en un minuto por una observación como ésta —dijo fríamente Beckman.

—Adelante —respondió Barbi, con las manos en las caderas—. Sería otra pérdida por desgaste, otro cuerpo que no podría ser reemplazado a causa del presupuesto.

Beckman se encogió de hombros.

—Tiene razón, Barbi —dijo—. Así que, en vez de despedirla, voy a rebajarla a enfermera auxiliar durante una temporada. Verá cómo unas semanas de fregar suelos y limpiar bacinas mejoran su perspectiva.

La muchacha no dijo nada, pero la palabra nazi se dibujó en sus labios mientras daba la vuelta y se marchaba rápidamente.

David oyó sonar el teléfono, una vez, otra. Christine se volvió y le miró, con la furia frunciendo sus labios arrugados.

—Oh, es usted —dijo.

El teléfono sonó por tercera vez.

—¿Quiere tratar de localizarme al doctor Frankel? —le pidió a Christine.

¿Diga? —preguntó una voz al otro lado de la línea.

—Gracias a Dios que por fin te encuentro…

¡David! —dijo Liz—. ¿Estás bien?

—No tengo que localizar al doctor Frankel —dijo Christine—. Está en la UCI con Sara.

David se apartó del teléfono y miró a la enfermera.

—¿Con Sara? —preguntó en voz baja.

Christine le devolvió la mirada.

—No ha salido del coma en que la puso usted anoche.

¿David? —repitió Liz.

—E-estoy aquí —respondió él, aturdido—. Escucha. Tengo que hablar contigo. ¿Dónde has estado?

—No vas a creerlo. He ido a un psiquiatra.

—¿Quién?

—La verdad es que no quiero decirte su nombre todavía. ¿De acuerdo?

David volvió a mirar a Christine, pero la mujer se dio la vuelta y empezó a llenar informes.

—¿Le hablaste de… de lo de anoche? —preguntó David, con la garganta súbitamente reseca.

No —respondió ella—. Aunque puede que lo haga algún día.

—Entonces, ¿por qué…?

—Silv me hizo… pensar en algunas cosas que necesitaba hablar con un profesional. Por ahora es todo lo que puedo decirte. En cuanto yo misma lo comprenda, te lo contaré.

Él se frotó la cara, sintiéndose fatal.

—Quiero hablar contigo. Más tarde. ¿Cenamos juntos?

—Claro. Pero esta vez eres tú quien tiene que venir a mi casa. No estoy preparada para enfrentarme otra vez a Bailey.

—Muy bien —dijo él, mirando su reloj, por costumbre—. ¿A las siete?

—Vale. No tengo ningún sitio adónde ir.

David colgó y miró la huesuda espalda de la enfermera.

—Christine.

Ella se volvió.

—¿Sí, doctor?

—Cuénteme lo de Sara.

Ella se encogió de hombros, una fruta pasada bajo un pellejo blanco y rígido.

—No hay nada que contar. Usted la puso a dormir. Y así se ha quedado.

—Intentaba ayudarla —dijo él.

La expresión de la enfermera no cambió.

—Lo que usted diga, doctor Wolf.

David buscó compasión en sus ojos, pero ésta la reservaba para los pacientes, las víctimas. Se dio la vuelta y se dirigió al ascensor. Lo tomó y bajó a la Unidad de Cuidados Intensivos de la cuarta planta.

La atmósfera era densa en la UCI. Nada físico, sólo un malestar general de emoción que parecía moverse en oleadas por toda la planta, haciéndote apartar tus sentimientos, esconderlos en alguna parte, a menos que se perdieran para siempre. Había esperanza aquí, pero muy poca; recuperación, pero normalmente parcial.

Los pasillos estaban silenciosos y, de algún modo, la luz era más tenue. David Wolf recorrió el pabellón abierto, comprobando tras la cortina de cada cubículo, buscando su problema. Lo encontró.

Sara yacía en una camilla, rodeada por tres lados con una cortina beige sujeta en un marco metálico. Todavía llevaba el mismo traje de la noche anterior. Tenía intravenosas en sendos brazos. Había electrodos sujetos a sus sienes, y sus cables estaban conectados al EEG sobre el que estaba inclinado Mo Frankel.

—¿Cómo está? —preguntó David, entrando en el cubículo y comprobando el pulso de la mujer en su arteria carótida.

Frankel se enderezó con un gruñido. Parecía cansado y su expresión era triste, pero no condenatoria como la de Christine.

—No lo sé —dijo; su acento polaco era más fuerte cuando estaba cansado—. Físicamente, está bien, pero no se despierta.

—¿Qué se le ha hecho hasta ahora? —preguntó David, pellizcando la piel del brazo y observando regresar el color.

—No mucho —dijo Frankel—. Nadie sabe exactamente qué hiciste, así que no hemos sabido cómo contrarrestarlo.

David se inclinó al oído de la mujer.

—Sara, te habla el doctor Wolf. Has dormido profundamente, pero, cuando te toque tres veces en la cabeza, despertarás sintiéndote descansada.

Se enderezó. Frankel se acercó, observando con interés. David tocó a la mujer en la cabeza tres veces y volvió a hablar.

—Despierta —dijo—. Olvida a Elise. Eres Sara, y estamos en 1986. Por favor. Despierta, vieja amiga.

Nada.

Los dos hombres se miraron y David lo intentó de nuevo, sin éxito. Frankel se quitó las gafas y usó un dedo enguantado de blanco para limpiar una mancha de sus cristales. Parecía cansado, un cansancio que no aliviaría el descanso.

—Dio positivo a la clorpromazina —dijo el anciano—. Reynolds la entregó a los interinos, que hicieron a fondo su tarea: lavado gástrico, efedrina…

—¿Y la presión sanguínea? ¿Es baja?

Mo volvió a ponerse las gafas.

—Alta, lo creas o no. Es la cosa más rara que he visto en mi vida. —Se acercó al EEG y señaló la pantalla, las líneas irregulares que saltaban por el monitor verde—. Actividad cerebral de normal a agitada. Debería estar completamente despierta, pero mírala.

David se inclinó de nuevo.

—Lo siento, Sara —dijo—. No tenía ni idea…

—Tenemos otro problema —dijo Frankel—. Ya he tenido que pelearme para mantenerla en la UCI. Las enfermeras quieren pasarla a sala, y no estoy seguro de que en administración no estén de acuerdo.

—No recibirá el cuidado adecuado en una habitación normal —dijo David.

—Es una condenada al pabellón psiquiátrico, David —contestó el otro hombre, con el cansancio nuevamente en su voz—. Quieren el sitio para pacientes que tengan una oportunidad de recuperarse.

—No quieren emplear el tiempo que haría falta para cuidarla —dijo David, y la amargura fue evidente en su tono.

—¿Y tú? —preguntó Mo en voz baja. Sacudió la cabeza—. Pensar que anoche parecías estar tan cerca de algo… extraordinario.

—He encontrado algo extraordinario —replicó David, y miró a Frankel a los ojos—. Algo increíble.

Una enfermera alta y pelirroja entró en el cubículo para retirar las intravenosas.

—Es hora de darle la vuelta —dijo, aburrida—. Discúlpenme, doctores.

David se hizo a un lado mientras la mujer ejecutaba la tarea de volver a la paciente cada dos horas para evitar llagas y que los líquidos se acumularan en sus pulmones y extremidades. David pensó que un largo coma requería una increíble cantidad de cuidados y que… no, no desearía ser el encargado de hacerlo.

—Déle masajes en las extremidades y la espalda —dijo David—. Ejercítela.

—No la tendremos aquí tanto —replicó la pelirroja—. Están preparando un tubo nasogástrico para alimentarla ahora mismo. No podemos permitirnos el espacio ni el tiempo.

—Mientras ella esté aquí, enfermera —dijo David, furioso—, haga lo que le digo.

—Sí, doctor —dijo la mujer fríamente, y empezó a ejecutar una serie de ejercicios de movimiento pasivo en el brazo de Sara.

David la contempló unos momentos, asegurándose de que al menos lo hacía durante un tiempo, y luego se volvió hacia el demacrado rostro de Mo.

—¿Podemos hablar en mi despacho?

Ja —replicó Mo, acercándose a Sara para observar sus ojos cerrados; tras los párpados había movimiento—. Mira las ondas, David. ¿Qué hay en su cerebro?

—Londres —dijo David, y salió del cubículo.

Hicieron en silencio el trayecto hasta el bloque de oficinas, cada uno tratando a su modo con el estado de Sara. Cuando llegaron al despacho de David, Mo se tendió en el sofá donde había estado Sara la noche anterior.

—En qué mundo tan extraño y dual vivimos… —dijo el anciano, y pareció como si fuera a dormirse allí—. Nos gusta llamarnos médicos, pero… ¿qué curamos realmente? ¿A Sara? ¿A nosotros mismos? Nada cambia nunca. Jugamos con la medicina para que nuestro mundo parezca ordenado e importante. De modo que alguien se pone enfermo y le sacamos sangre para analizarla, y luego sacamos un poco más, y más. Sondeamos y probamos y sometemos al paciente a todas las formas de indignidad conocidas por el hombre, y luego prescribimos drogas que cambian el sistema y provocan otros síntomas para los que prescribimos otras drogas. ¿Somos realmente tan distintos de los barberos medievales que sacaban sangre con sanguijuelas en vez de con agujas?

—La calidad de la vida ha cambiado —dijo David—. Seguimos acercándonos.

Mo se sentó y se frotó los ojos.

—¿De veras lo crees? Anoche, Sara revivió un pogrom que tuvo lugar en el siglo doce. En los años cuarenta, yo viví un pogrom que acabó con millones de vidas útiles y productivas. Y tal vez Sara ha estado viviendo un lento y «humanitario» pogrom llamado medicina moderna, que inexorablemente le ha robado su naturaleza y ahora su realidad.

—Mo, yo…

—Espera —dijo el anciano, y alzó una mano enguantada—. Yo era un adolescente cuando me sacaron del gueto de Varsovia y me llevaron en tren a Auschwitz. Se podían ver las columnas de humo desde kilómetros de distancia, vomitando fuego en la noche negra, con el olor de la carne quemada. —Su rostro había adquirido la cualidad de una máscara, y su voz sonaba metálica—. Cuando nos bajaron del tren, Mengele, el ángel de la muerte, nos dividió en dos grupos. Hicieron desnudarse al primero y los llevaron inmediatamente a las cámaras de gas y allí murieron, amontonados unos sobre otros, luchando por el último aliento. Los demás no tuvimos tanta suerte.

Un sollozó brotó de su interior, y se cubrió la cara con las manos.

—¿Por qué no hablamos más tarde, Mo? —dijo David—. Descansa ahora.

La cara del hombre surgió de entre la cortina de sus manos, con los ojos enrojecidos y las arrugas de un millar de años.

—No. Debo decirlo, o me temo que acabaré lamentando todo esto.

—¿A mí también? —dijo David, en voz baja.

—Los que sobrevivimos teníamos un trabajo que hacer. Teníamos que llevar los cadáveres a los hornos y arrancarles los dientes de oro antes de que los quemaran. Cosa que hice. Llevé el cadáver desnudo de mi propia madre para que lo quemaran en los hornos, le quité el oro de la boca…, Dios me ayude…, lo hice para conservar la vida.

—Ella lo habría querido así —dijo David.

—¡No lo suavices! —gritó Mo, con las lágrimas resbalando por su cara—. ¿Dónde trazamos la línea? ¿Cuánta humanidad hacemos a un lado para conservar nuestras miserables carcasas, nuestra destructiva existencia? Bien, yo tengo un recordatorio.

Se levantó, agitado, y alzó la mano derecha ante David.

—¿Nunca te he contado lo que me pasó en la mano?

David negó con la cabeza, notando la garganta seca. Secretamente, siempre había querido saberlo, pero nunca había tenido el mal gusto de preguntarlo.

—Hice mi trabajo para los nazis —dijo amargamente el anciano—. Lo hice bien, tanto, que olvidé lo que sucedía y decidí sacar partido de ello. Empecé a quedarme con algunos dientes de oro para mí…, no más de uno al día. Los enterraba en un agujerito tras los barracones, y nadie más lo sabía. Creía que sería rico después de la guerra…

Se rió con eso, sacudiendo la cabeza.

—Un día, un oficial de las SS me vio coger un diente de oro y decidió enseñarme una lección. Me pisó la muñeca, y me clavó la mano al suelo. Luego cogió la culata de un rifle y me golpeó la mano, una y otra vez, treinta, cuarenta veces. Me rompió todos los huesos de la mano, los aplastó, y luego me dejó.

»Tuve que seguir haciendo mi trabajo, o también me matarían. Más tarde, cuando los aliados se acercaban, dejaron los hornos y empezaron a quemar los cadáveres en grandes pozos; árboles enteros servían como leña. Luego nosotros esparcíamos las cenizas. La zona alrededor del campo era entonces todo un pantanal, hasta donde se podía ver. Hoy ya no lo es. Secamos el pantano con treinta centímetros de barro humano.

Se tumbó en el sofá y contempló el techo.

—No pude hablar de la guerra durante cuarenta años. Hicieron con mi mano el mejor trabajo de reconstrucción posible. Me convertí en médico para intentar deshacer parte del mal que había hecho. Escogí la psiquiatría como campo porque no hace falta mucha destreza manual para ella.

Volvió a alzar la mano.

—Mi mano es mi símbolo, el recordatorio del monstruo que yace dentro de cada uno de nosotros. Está horriblemente marcada y deformada…, pero no creo que me haya enseñado nada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó David—. Eres el mejor hombre que conozco, el individuo más preocupado por los demás que he visto jamás. Has vivido una vida de total entrega a tus amigos, a tus pacientes…

—¡Mis pacientes! —dijo Mo, y se rió de forma horrible y autodestructiva—. Sara era mi paciente, y ahora la hemos internado de por vida. Hemos pasado años y años reconstruyendo su cerebro y enseñándole a vivir aquí en nuestro campo de concentración para seguir tirando…, sólo seguir tirando. Lo he visto suceder antes. Esa mujer está en coma en la UCI porque cree que queremos que lo esté. Soy ese tipo de individuo. —Su mano temblaba—. ¡Incluso con esto! Incluso con esto podría permitir que sucediera porque, como los nazis, estaba absolutamente convencido de que era para mejor.

—Vino aquí porque estaba mentalmente perturbada —dijo David, y sujetó la mano deformada de Mo entre las suyas; los pelos de la nuca se le erizaron al notar sus extraños contornos—. No hemos sido nosotros quienes causamos sus problemas. Sólo intentamos aliviarlos de la mejor forma que sabemos. Hemos cometido errores con ella, errores horribles, pero nunca con afán de lastimar. No somos como la gente que te hizo esto, en absoluto.

—Pero el resultado final es el mismo, ¿o no?

—No necesariamente —dijo David, soltando la mano de Mo—. No necesariamente.

—¿Qué quieres decir?

David se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia resbalaba por el cristal a prueba de terremotos, y corría como un riachuelo por la colina de la calle Trece. El cielo estaba gris, y algún trueno ocasional retumbaba en la distancia. Una oscuridad como la noche gravitaba en mitad de la tarde.

—No estoy de acuerdo con tu afirmación de lo que le pasa a Sara.

—¿Tienes otra teoría?

David sabía que no había forma lógica de abordar a Mo con esto, así que simplemente empezó.

—Cuando hice regresar a Sara ayer, y muchas otras veces en el pasado, no fue una regresión a una vida pasada, como pensé entonces. Fue más fundamental que eso. Fue genético. Creo que hemos sacudido tanto su cerebro con nuestros tratamientos de choque que este… recuerdo es todo lo que tiene para agarrarse.

Entonces se volvió, para ver si Mo se estaba riendo de él. En cambio, el otro hombre le miraba con interés.

—Has cambiado de opinión de la noche a la mañana —dijo el anciano—. ¿Por qué?

—Tardaré un poco en explicarlo —contestó David.

—Llevo cuarenta años viviendo de prestado —dijo Frankel—. Puedo perder un poco de tiempo ahora.

David se le acercó y se sentó frente a él. Le contó la historia, completa, mientras Frankel permanecía sentado en silencio, escuchando hasta la última palabra sin hacer ningún comentario. Cuando terminó, se metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta deportiva y sacó la funda. Le mostró a Mo las ocho jeringuillas que quedaban.

—Por eso estabas tan raro anoche al teléfono —dijo Frankel, mientras examinaba una de las agujas.

—Sí.

—¿No las has analizado para saber qué es?

—No. Lo he pensado mucho. Para ser sincero, no quiero la responsabilidad de saber cómo fabricarla.

—¿Y qué tiene esto que ver con Sara?

David cogió la jeringuilla de manos de Mo y la colocó en la funda con las demás.

—Si tengo razón respecto a Sara, ahora está atrapada en la única realidad que puede recordar. Tal vez, si le suministrara una dosis de esta substancia, ampliaría su mente y rompería la pauta. Si la recuperara entonces, tal vez incluso podría restaurarla a algún tipo de normalidad.

—Me estás pidiendo —dijo Mo tristemente—, después de lo que te he contado hoy, que te dé mi permiso para hacer otro experimento más con esta pobre mujer, con una droga que no ha sido probaba en absoluto.

—Esto es diferente.

Mo le miró durante largo rato, luego se quitó las gafas de montura negra y se secó de los ojos unas lágrimas residuales.

—Sólo concibo un medio de suministrar a Sara esta droga, David.

—¿Cuál es?

—Pruébala conmigo primero. Me gustaría viajar por el tiempo y el espacio. Me gustaría ver el origen del universo.

—Te estás burlando de mí.

—¿Lo creíste antes de probar la droga?

David sonrió.

—No, por supuesto que no. Simplemente pensé que no tenía nada que perder tomándola.

—Tiempo prestado, ¿recuerdas? —replicó Mo. Se quitó su chaqueta blanca y se arremangó la camisa.

—¿Ahora?

Mo asintió.

—Antes de que me eche atrás. Además, sólo requiere un segundo, ¿no?

David metió la mano en la bolsa y preparó una jeringuilla.

—¿Estás absolutamente seguro de ello?

—Puede ser mi salvación —dijo Frankel—. Me siento responsable de esa mujer que está en la UCI. He supervisado a cientos de médicos que han venido a usarla como un muñeco vudú humano. Tengo que creer que aún hay esperanza. Adelante, expande mi mente.

Extendió el brazo. David fue a buscar la botella de alcohol de su mesa. El brazo del anciano estaba blanco como la leche, las venas irregulares y púrpuras bajo la piel translúcida. Lívidas cicatrices rojas serpenteaban desde debajo del borde del guante, su cuerpo era un mapa de los horrores que había vivido.

David cogió el brazo del hombre, tan delgado que podía abarcarlo con una mano.

—Quemará un poco al entrar —dijo, y frotó con alcohol la zona por debajo del codo—. Ayúdame.

El anciano cerró el puño de su mano buena, haciendo resaltar la vena. David inyectó, observando los ojos de Mo, un dolor distante sangrando en una medida interminable.

Mo suspiró cuando David sacó la aguja, y apoyó la cabeza en el sofá.

—Tardará un minuto —dijo David.

—Comprendo —replicó Mo.

—¿Mo? —preguntó David.

—¿Sí?

—Ve sólo de visita. Trata de no jugar con nada. No estoy seguro de hasta qué punto se relacionan nuestra realidad y la de la droga, pero es mejor no… ¿Mo?

El hombre se había ido.

David le observó durante un momento, y luego sacó una jeringuilla con el antídoto. Parecía una tontería inyectarle tan pronto después de suministrarle la droga, pero no quería anclar a Mo demasiado tiempo en el pasado.

Cogió el fláccido brazo, frotó otra vez con alcohol, volvió a inyectar. Entonces se sentó y esperó. Momentos después, los ojos de Frankel empezaron a moverse. Se enderezó rápidamente, sacudiendo la cabeza.

Lo primero que surcó el rostro del hombre fue dolor, y cruzó los brazos sobre el pecho. Luego el aturdimiento se marcó en sus rasgos. Contempló el despacho como si lo viera por primera vez.

—¿Mo? —dijo David.

Los ojos de Frankel se posaron en él. Lo miró como si intentara situarlo.

—¿David? ¿David Wolf? ¿Eres realmente tú?

—Por supuesto que soy yo. ¿Quién si no?

—Pero eso fue… hace mucho tiempo. ¿Cómo es posible que tú… que este lugar…?

—Sólo hace un instante que te he inyectado. Sólo has estado ausente un minuto o así.

Mo se arrellanó, sus rasgos se relajaron.

—Voy a tardar algún tiempo —dijo, y sacudió la cabeza—. Tengo muchas cosas a las que reajustarme. Este viejo cuerpo, por ejemplo. Había olvidado lo que se siente al vivir dentro de él.

—Funcionó, entonces.

La cara de Mo resplandeció. Se rió, espontánea, libremente. David nunca le había visto así.

—Sí, mi querido amigo. Funcionó.

—¿Adónde fuiste?

—¿Puedo beber un poco de agua?

—Claro.

David regresó a su mesa y cogió una botella de agua mineral que guardaba porque no soportaba el sabor del agua de Oklahoma. Llenó un vaso de papel para Mo y se lo llevó.

—Gracias —dijo Frankel, dando un sorbito; luego inspiró profundamente e hizo una mueca ante el dolor de su cuerpo—. Adónde fui, preguntas. Bueno. Fui a muchos lugares e hice muchas cosas. —Se bebió el resto del agua.

—¿Muchos lugares? —dijo David, cogiendo el vaso vacío y estrujándolo con la mano.

—Escúchame. He estado mucho tiempo deambulando. Pasé diez años estudiando la Kabala en el cuerpo de un erudito judío.

—¿Diez años?

—He deambulado por muchas vidas, David. Los primeros años los empleé deambulando sobre vosotros…, sobre todo esto. Pero pronto lo olvidé y dirigí mi vagabundeo a mi pueblo. Salí de Egipto con Moisés… —se echó a reír—. No fue exactamente como lo contó Cecil B. deMille. La separación del Mar Rojo fue en realidad una riada. Las plagas fueron bastante reales, pero tardaron mucho más en ocurrir de lo que indica la Biblia. Y fueron los videntes egipcios los que echaron la culpa a los judíos. Moisés fue lo suficientemente listo como para sacarnos de allí mientras discutíamos entre nosotros mismos.

—Sigo sin poder creerlo —dijo David—. Ahora entiendo a qué se refería Silv cuando dijo que uno no querría esperar a que los efectos de la droga pasaran solos.

—Los caminos que he recorrido… —dijo Mo, poniéndose en pie—. Conocí al rey David, y a Salomón. Sostuve largas conversaciones con RaMBaM, Moisés Maimónides, uno de nuestros mayores eruditos. —Caminó en círculo en torno a David, frotándose el pelo—. Incluso conocí a Jesús.

David se descubrió sonriendo con Mo.

—¿De veras?

Mo se encogió de hombros.

—Sí. Uno de mis antepasados fue uno de sus seguidores… Simón Pedro, al que llamaban el Pescador.

—¿Y cómo era Jesús?

—Era un buen tipo —dijo Frankel—. Un típico rabino radical de la época. Había muchos, pero él tenía verdadero carisma. Cuando sus seguidores fueron demasiados y las pláticas se volvieron demasiado revolucionarias, los romanos se deshicieron de él por ser una molestia pública.

—¿Y la resurrección?

—Aah, caza de sombras. —Mo se sirvió otro vaso de agua y lo apuró de un trago—. Nos pareció verlo en el camino una noche, al menos quisimos pensar que lo hicimos. Desde luego, quienquiera que fuese, se parecía a Jesús. Todo fue muy intimidante y místico. Pero entonces ya había una gran congregación en marcha, así que Pedro aprendió a hablar, y continuó adelante con los otros.

—¿Interferiste alguna vez con algo?

Mo volvió a sentarse. Se desperezó con una mueca.

—Este cuerpo… —dijo, y luego se volvió para mirar a David—. La verdad es que no. Una vez casi lo hice con Pedro. No pude resistir jugar a los psiquiatras. El hombre tenía algunos problemas serios. Fue a predicar a Jaffa. Las cosas no marchaban bien. Los judíos no estaban muy dispuestos a convertirse, especialmente con alguien que proclamaba ser un Mesías pero había muerto sin cumplir la alianza. Pedro se detuvo a pasar la noche en la casa de Simón el curtidor, justo al lado del Mediterráneo. Tenía muchísima hambre, pero no tenía dinero, y Simón servía marisco en la cena. Bueno, a Pedro le aterraba comer traif, comida no kosher. Se fue a la cama hambriento, casi delirante. Fue una estupidez. Así que le provoqué un sueño. Le di una visión de maravillosos alimentos no kosher danzando en su cabeza. No hace falta decirlo, se levantó y comió. Bastante inofensivo. Me trajiste de vuelta poco después.

—Simón el curtidor —dijo David.

—¿Qué?

—Hay algo familiar en eso.

Mo volvió a levantarse y se puso a recorrer la habitación.

—Me siento tan confinado, tan reducido… Hace unos momentos, la historia del mundo era mi campo de juegos; ahora estoy atascado entre cuatro paredes en un cuerpo frágil, sin escapatoria.

—¿Qué piensas de Sara? —preguntó David, volviéndose para mirar al hombre que deambulaba por el despacho como un animal enjaulado.

—¿Quién es Sara?

—La razón por la que tomaste la droga.

Mo dejó de andar y miró a David, sorprendido.

—Oh —dijo en voz baja, la cabeza gacha—. Esperemos un día o dos para que me recupere antes de inyectarlo a nadie más. Ahora mismo, lo único que quiero es volver.

David recogió la bolsa, la cerró y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, levemente alarmado.

—Quiero volver a salir de esta carcasa —dijo Mo, con voz autoritaria—. Quiero que vuelvas a enviarme al pasado y me dejes allí. —Se miró la mano deforme—. Tenía un primo en Alemania que pasaba por no ser judío. Se unió a las SS y acabó siendo uno de los ayudantes de Hitler. Se me ha ocurrido que podría viajar a su mente y matar a ese maníaco antes de que esto —alzó la mano— pudiera suceder.

—Te refieres a cambiar la historia —dijo David.

Mo se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Esto no es historia, es barbarie.

—No piensas con claridad. Recuperemos el equilibrio. Hiciste un viaje mental durante un minuto. Nunca has salido de esta habitación.

—Eso no es cierto, y tú lo sabes —dijo Mo, con brusquedad en la voz—. Estuve allí. Fui partícipe en el desarrollo del mundo. Vuelve a enviarme, David.

David se puso en pie y se dirigió a la puerta del despacho.

—Tengo que pensarlo —dijo.

Frankel se adelantó para bloquear la puerta. Extendió las manos y sujetó a David por los brazos.

—Te lo estoy pidiendo como amigo. Vuelve a enviarme.

David se zafó de él.

—No puedo aceptar esa responsabilidad contigo. Así no.

Entonces salió del despacho, y atravesó la sala de espera hacia la puerta exterior.

—¡David, por favor! —llamó Mo, la voz rota y apenada—. No me dejes atrapado aquí. Envíame durante otro minuto, es todo lo que pido.

Era una locura. David salió por la puerta sin volverse, completamente resuelto.

—David…

La voz suplicante de Mo Frankel le siguió por el pasillo, flotando en los ecos de la memoria.

—¡David!