Agua.
En el Sector 14, las palabras vida y agua eran sinónimas e intercambiables. El afluente del arroyo de la montaña que desembocaba en el Sector 14 tenía un retorcido camino de ladrillo por el que discurrir, trazando peldaños y pequeñas cascadas antes de continuar su camino a la planta de tratamiento y el centro de racionamiento.
Silv estaba sentada en su silla junto a la orilla; su túnica azul cubría casi todo su aparato de ayuda. El lecho del río tenía un metro de ancho y casi metro y medio de profundidad aquí en la gruta. Había peregrinos a su alrededor, separados por el color de sus túnicas encapuchadas. Venían a rezar o simplemente a humillarse ante el misterio de la vida. No obstante, se apartaban de la mujer postrada en la silla, pues su avanzada edad la definía como uno de los Inmortales, uno de los importantes seres mantenidos vivos a través de medios químicos para así servir al sector con su capacidad especial. Sin embargo, su situación no le proporcionaba más que soledad. Los Inmortales eran tratados como semidioses, temidos y evitados como conjunto por los ciudadanos. Silv había vivido sus últimos sesenta años como una desclasada a causa de su propia importancia.
En este lugar la gruta era espaciosa, con mucha diferencia la zona abierta más grande de todo el sector. Sus altas y lisas paredes de roca estaban pintadas con brillantes tonos verdes y dorados de como debió ser el exterior, imágenes de árboles y luz solar recordando constantemente a todos aquello que habían perdido.
—Química —dijo una voz tentativa a su espalda.
Silv pulsó el botón que hizo girar su silla hacia la voz. Un soldado con ropas de camuflaje rocoso se dirigía hacia ella desde una distancia de tres metros.
—¿Lo tenéis?
—Sí, señora —dijo el hombre, señalando con un pulgar hacia su espalda.
Silv alzó la cabeza a las anchas escaleras que bajaban al borde del agua. Allá arriba, dos hombres altos y fornidos con túnicas de camuflaje sujetaban entre ellos a un hombre más bajo mientras los peregrinos seguían subiendo y bajando las escaleras. El hombre permanecía de pie, tenso, lamentando las manos que lo sostenían, lo suficientemente listo como para mantener la boca cerrada.
—Bien —dijo Silv—. Que tus hombres me suban.
—¿Quiere decir… tocarla? —preguntó el hombre.
—Ahora, sargento.
—Sí, señora.
El hombre subió las escaleras y se hizo cargo del sujeto, mientras sus compañeros bajaban y llevaban a Silv, con silla y todo, hasta su experimento.
—Usted es Hersh —le dijo al hombre más bajo. Con su cabeza excesivamente pequeña y su larga nariz, parecía un roedor. Sus ojos sombríos, medio cerrados, se agitaban constantemente de un lado a otro.
Por toda respuesta, Hersh asintió, sin posar nunca los ojos en Silv.
—Eso será todo, caballeros —dijo ella—. Yo me encargaré de él ahora.
—Pero señora —objetó el joven sargento—. Es un peligroso…
—Empuje mi silla, Hersh —ordenó ella, y el hombre se puso rápidamente detrás y sujetó la silla con las dos manos—. Zona verde.
Se marcharon, dejando atrás a los confusos soldados. Hersh la condujo a través del entramado de pasadizos estrechos y llenos de gente que formaban el grueso del sector. Siguiendo los colores, giró en un salón marcado con una franja verde pintada en toda su longitud.
—Tengo entendido que puede sacarme de detención —dijo el hombre, con una voz sin inflexiones, mientras recorrían el pasillo.
—¿Mató a su teniente? —preguntó Silv.
—Era un gusano, señora.
—Llámeme Silv.
—Era un gusano, Silv. Se lo merecía.
—¿Cuánto tiempo lleva dentro?
—Demasiado. ¿Puede sacarme?
—Si coopera.
Recorrieron rápidamente los corredores residenciales y entraron en una zona de oficinas gubernamentales, con los portales numerados y clasificados. La gente corría apresuradamente en ambas direcciones, algunos llevando barras de pansub bajo el brazo.
—Haré lo que sea —dijo Hersh—. No puedo soportar la de-ten. Tienen las luces apagadas todo el tiempo. Está completamente oscuro. Después de una temporada, tu cabeza empieza a maquinar cosas. Te mueres por la luz, cualquier luz, sólo un poquito… No puedo soportarlo.
—Voy a pedirle que tome algo…, una inyección.
—¿Qué clase de inyección?
—Una que hará que deje de lastimar a la gente —dijo Silv—. No puedo garantizar nada, pero podría ser agradable.
—Y si recibo esa inyección, no tendré que volver. ¿Tiene usted poder para hacer eso?
—Lo tengo —respondió Silv—. Ya hemos llegado.
La oficina tenía su nombre en la puerta, aunque el iletrado Hersh no podía saberlo. La ayudó con la llave. Era una de las pocas puertas en el Sector 14 que tenía cerradura. La introdujo en la oficina.
Era pequeña. El espacio suficiente para una mesa de trabajo, un armario lleno de materiales y un par de sillas. Silv volvió a recuperar el control de su silla y se dirigió a la mesa.
—Siéntese en esa silla —dijo, preocupada—. Súbase la manga.
Hersh hizo lo que ella le decía, sin pensar. Demasiado lento para asustarse, simplemente echó un vistazo a la habitación, maravillándose de los tubos de ensayo y las botellas de cristal, cosas que no había visto nunca.
—¿Siempre ha sido combativo? —preguntó ella, mientras sus pinzas de metal cogían la jeringuilla llena de un líquido claro y la acercaban a su regazo.
—Ya sabe —respondió él, mirando alrededor—. Uno tiene que saber cuidar de sí mismo. El mundo es difícil.
Ella hizo girar la silla y se dirigió hacia él. Se detuvo con una sacudida ante su brazo desnudo.
—Su historial muestra que ha sido internado en detención tres veces por pelear.
—Nunca fue por culpa mía.
—Ya veo.
Silv cogió la ampolla de alcohol y frotó su brazo, luego utilizó sus pinzas para pellizcar la piel.
—Sentirá un leve escozor —dijo, e insertó la aguja—. Puede que duela un poco.
—¿Qué me está poniendo? —preguntó él, no por preocupación, sino por curiosidad—. Quema.
Ella ignoró la pregunta y le miró a los ojos.
—No estará mucho tiempo bajo los efectos. Intente recordar todo lo que pase, lo que sea…, todas las sensaciones que experimente. Le daré una dosis mayor la próxima vez.
—Claro, yo… —empezó a decir él, y entonces sus ojos se ensancharon—. Eh, ¿qué estás haciendo aquí?
Empezó a sacudirse salvajemente en su silla y entonces, bruscamente, se desmoronó y quedó flácido, con la cabeza echada hacia atrás.
—Maldición —dijo Silv, y alzó su ajada mano, buscando con un débil índice el pulso en su cuello—. Al menos aún está vivo.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la mesa, donde cogió el antídoto universal que había diseñado cincuenta años antes. Pensaba en la droga. No se suponía que fuera a pasar esto. Había supuesto leves alucinaciones, combinadas con una sensación general de bienestar, que mantendrían dócil a Hersh mientras estuviera bajo su influencia. Nunca había previsto la inconsciencia. Como poco, el paciente podría andar.
Regresó junto a él con el antídoto. Tal vez la dosis había sido demasiado fuerte. Si a éste le pasaba algo, aplicaría media dosis al siguiente, para empezar.
Lo observó durante un instante, esperando que se recuperara por sí mismo. Cuando no mostró signos de hacerlo, suspiró y le inyectó el líquido rojo, luego retrocedió y esperó lo mejor.
Tres minutos después él empezó a agitarse, gimiendo levemente, y luego se enderezó cuando sus sentidos cristalizaron. Miró a Silv, confuso.
—¿Quién es usted?
—¿No me recuerda?
—¿Quién es usted? —preguntó, más fuerte.
—Silv, la química. Seguro que me recuerda.
Él se puso en pie y miró a su alrededor como si nunca hubiera visto el laboratorio.
—Este lugar, de algún modo… —Se llevó una mano a la cabeza, luego volvió a mirar a Silv.
Sonrió.
—Claro que recuerdo. Me hizo volver, ¿no?
—Eso es. Se había quedado inconsciente. ¿Recuerda algo después de haber tomado la droga?
Entonces él sonrió, se rió pese a sus esfuerzos por no hacerlo.
—¿Cuánto tiempo he estado bajo los efectos?
—Sólo unos pocos minutos.
—Sorprendente.
—¿Recuerda algo?
—Bueno…, sí —dijo con cuidado, como sopesando cada palabra—. Recuerdo una sensación de bienestar y… no agresión.
—Pero estaba inconsciente.
Recorrió la habitación a largas zancadas.
—Todo está tan apiñado aquí, y tan sombrío. No me extraña que la gente se deprima. —Dio una palmada—. Bien. Intentémoslo otra vez. Le prometo no desmayarme esta vez.
—Tendremos que esperar —dijo Silv—. Asegurarnos de que no sufre reacciones adversas. Cuando lo intentemos la próxima vez, le daré media dosis y veremos si sirve de algo.
—¡No! —gritó él, luego se suavizó—. No haga eso. Estoy seguro de que estaba… cansado o algo. Funcionará mejor esta vez. Vamos, adelante.
—Está usted muy ansioso. ¿Por qué?
—Quiero curarme —dijo él—. Cuanto antes, mejor.
—¿Y no recuerda nada más que una sensación de bienestar?
—¿Qué más hay?
—¿Ninguna alucinación?
—¿Qué la hace decir eso? —preguntó él, con un tono extraño en la voz.
—He reservado una habitación para usted junto al laboratorio —dijo Silv, regresando junto a la mesa y depositando sobre ella la jeringuilla que contenía el antídoto—. Le mantendremos en observación esta noche, y volveremos al experimento mañana, si está bien.
—Nunca me he sentido mejor. Nunca.
Ella se dio la vuelta para mirarle. Hersh la observaba con intensidad, los ojos brillantes, claros y profundos.
Algo iba desesperadamente mal. No era el mismo hombre al que había inyectado unos minutos antes.