David había tenido un sueño. Se desarrollaba en un palacio de hielo que brillaba como un millón de diamantes a la luz. Era muy joven —tal vez nueve años—, pero iba vestido de frac, con un sombrero de copa y un bastón negro con empuñadura blanca como los que usaba Fred Astaire en las películas. Sus zapatos reflejaban como espejos.

Recorría el palacio, una habitación tras otra, buscando a su madre para que pudiera ver su traje. La encontró en el rincón de una sala tan grande como un estadio de fútbol, contemplándose en un espejo de cuerpo entero. Llevaba puesto un vestido que llegaba hasta el suelo, hecho de un millón de carámbanos que tintineaban como campanitas cada vez que se movía. Sus labios eran rojos como la sangre.

Cuando ella le vio le tendió los brazos, pero él no podía acercarse lo suficiente para abrazarla a través de la cortina de hielo. Fue entonces cuando oyó los lejanos gritos.

—¿Qué ha sido eso, mamá? —preguntó.

—Es tu hermana, querido —respondió Naomi, colocándose carámbanos en las orejas como si fueran pendientes—. Está en la sala de calderas, pagando la tarifa.

Pudo oír gruñidos mezclados con los horribles gritos.

—¡Tenemos que salvarla! —dijo en voz alta.

—Oh, no, querido —respondió Naomi, sacudiendo la cabeza con el sonido de millones de campanitas—. Si entro en la caldera, mi hermoso vestido se derretirá.

—¡Yo la salvaré! —aulló David, y corrió hacia los gritos.

Corrió y corrió a través de una infinidad de habitaciones, y por fin llegó a una oxidada puerta de hierro. La abrió de golpe y recibió una bocanada de aire caliente.

La sala de calderas era oxidada y apestosa, con un gran horno que ardía intensamente en su parte trasera, y grandes pilas de dinero almacenadas junto a él, con una pala enterrada en el centro. Liz, apenas poco más que un bebé, estaba atada en el suelo, gritando. Una gran serpiente escamosa, más grande que un hombre, se deslizaba hacia ella.

—¡No! —gritó David, y la serpiente se volvió y le miró. Tenía rostro humano, parecido a uno de los amigos de su madre, y empezó a reír mientras se deslizaba sobre Liz.

David corrió a ayudarla, pero no podía llegar a ninguna parte. Cuanto más fuerza ponía, más pesadas se volvían sus piernas. Los gritos de Liz eran horribles, sobrecogedores. David se llevó las manos a los oídos, pero no desaparecían, no desaparecían…

Se incorporó, empapado en sudor. Su propia respiración le resonaba en los oídos. Estaba en su estudio, todavía sentado ante la mesa donde había perdido el sentido. Aún tenía las ropas mojadas y pegajosas por su anterior chapuzón en la piscina. Estaba oscuro, y la única luz que se filtraba procedía de una farola en el patio de atrás. La cabeza la zumbaba, y olía a alcohol y sudor.

Recordó la noche, y la vergüenza fue casi abrumadora. Dormir no había servido de nada. La predicción de Liz aún se hallaba, arrugada, sobre la mesa. Las jeringuillas todavía se encontraban en una línea ordenada y militar ante él.

Se preguntó dónde estaría Bailey, y qué significaba todo esto exactamente. Sin duda lo poco que quedaba del matrimonio se había hecho trizas esta noche. Había perdido ya tres veces.

No estropeaba intencionadamente las cosas. Llegaba a cada uno de sus matrimonios con grandes esperanzas. Siempre había mirado por lo suyo, cierto, pero no había querido que ninguna de las relaciones terminara.

El papel arrugado se hallaba ante él como un trozo de harina sin disolver en la salsa. Frunció el ceño y lo recogió para tirarlo a la papelera. Entonces lo pensó mejor y se detuvo. Lo desdobló, volvió a leer el mensaje, y luego lo alisó todo lo que pudo y lo dobló con cuidado.

Abrió el cajón para meterlo dentro, y leerlo con más atención en el futuro…, y vio la pistola. La sacó, lenta, amorosamente. Era una pistola pequeña, calibre 25, del tipo que llaman un arma de señora.

Había pertenecido a Naomi, y a David le costó muchísimo trabajo, sorprendentemente, recuperarla de la policía. Todos pensaron que era extraño que quisiera que le devolvieran el arma que su madre había empleado para volarse la tapa de los sesos.

David no había sentido ningún interés hacia las armas antes o después; pero esta pistola, esta pistola, era diferente. Era el arma personal de la familia, la que empleabas cuando era hora de marcharte. La pistola era su puente a la cordura. Si podía mirarla sin querer usarla, entonces se encontraba bien.

Jeffery, el profesor de literatura con su novela publicada sobre un detective con estigmas, le había dicho que se matara. Dios sabía que el hombre sabía probablemente más sobre él que él mismo; tal vez tenía razón. Era tan culpable como si lo hubieran condenado, ¿no?

El cargador con las balas se encontraba enterrado bajo pilas de papeles y clips sueltos. Lo encontró y lo deslizó con cuidado para colocarlo en su lugar, en la culata de la semiautomática con cachas de nácar.

Contempló el arma, ahora letal…, pero el ansia de usarla no estaba allí. Porque David Wolf tenía una oportunidad. Había algo fundamentalmente equivocado en él, algo oscuro y virulento, estaba convencido de ello. Quitarse de en medio parecía ser lo más adecuado, aunque sólo fuera para terminar la pesadilla. Pero había formas y formas.

Volvió a guardar la pistola en el cajón y lo cerró con llave. Extendió la mano y acercó una de las jeringuillas, barrido por un arrebato de ilícita anticipación, como la primera vez que probó la marihuana, en la universidad.

¿Por qué no? En nombre de Dios, ¿qué tenía que perder?

Se levantó, con el dolor de cabeza centrado entre sus ojos. Necesitaba una aspirina y tal vez un baño caliente. Y a Bailey. Debería ver cómo y dónde estaba. Durante la mayor parte de su relación, la fidelidad no había sido más que un chiste entre ellos. No se merecía la humillación por la que la había hecho pasar.

Su negro maletín de médico llevaba años en el armario, sin tocar, cubierto de polvo. Lo abrió, rebuscó en él hasta encontrar una pequeña bolsa de cuero que contenía algunos depresores linguales y un otolaringoscopio. Lo sacó todo, y empleó la bolsa para guardar las jeringuillas que le había dado Liz. Corrió la cremallera y se la guardó en el bolsillo trasero, aún mojado.

Encontró a Bailey en el dormitorio. Vestida con una bata, estaba sentada, leyendo, los ojos y la nariz rojos de haber llorado.

—¿Qué demonios quieres? —dijo, cuando él entró.

—Ésta es también mi casa —replicó David.

—No creas que vas a dormir aquí. No creas que vas a volver a dormir aquí.

Él entró en la habitación. Se dirigió al armario empotrado y sacó su gran bata de felpa.

—No te preocupes —dijo—. Sólo quiero tomar un baño; luego te dejaré en paz.

—Báñate en otra parte.

—Todas mis cosas están en este cuarto de baño.

Ella apartó las sábanas y se puso en pie.

—Entonces yo me iré a otra parte. —Se dirigió hacia la puerta.

—Diane —dijo él.

Ella se detuvo y se volvió.

—Has dicho mi primer nombre —dijo—. Debes querer algo.

—Sólo decirte que lo siento. No tenía por qué lavar nuestros trapos sucios delante de toda esa gente.

—Esa «gente» eran mis amigos más queridos —dijo ella, con los ojos destellando, y David notó que todo volvía a comenzar—. ¿Cómo podré volver a mirarles a la cara?

—Mira, te he dicho que lo siento —repitió él, sintiéndose estúpido por enfadarse otra vez—. ¿No podemos dejarlo así? Tú también tienes tu parte de responsabilidad. No tenías que follarte a tu amiguito en mi garaje.

—Puedes hacer que todo parezca sucio, ¿verdad? —empezó a llorar de nuevo—. Oh, Dios, David…, ¿qué te he hecho? ¿Qué cosa terrible he hecho para que quisieras castigarme casándote conmigo?

Él dio un paso hacia ella; ella retrocedió.

—Diane —repitió, con la voz ahogada. Su mente giraba. Había vivido escenas similares a ésta con otras dos mujeres. Todo giraba a su alrededor, una noria de dolor—. No hiciste nada. Fuiste útil.

—Te amaba tanto —dijo ella, secándose los ojos, apoyándose contra el marco de la puerta—. Te escuché decirme lo zorras que habían sido las otras, y quise abrazarte como a un bebé, consolarte y decirte que no todas las mujeres eran así. Ahora mírame: no puedo hablar contigo a menos que grite. Me odio a mí misma, odio aquello en que me he convertido…

Le miró con intensidad, los ojos rojos y brillantes.

—Y te odio por lo que me has hecho. Tú y tus acuerdos prenupciales, y tus extraños tratos monetarios. ¿Crees que no lo sé? También tengo abogados, David. Has chupado de mí como una sanguijuela. Has cogido mi dinero y hecho con él Dios sabe qué. ¿No comprendes? Te he dado todo lo que tenía…, todo. Si al menos me hubieras amado…

David Wolf, amante de nada, bajó los ojos y admitió la verdad.

—Lo sé —susurró.

—¡Bastardo! —gritó ella—. ¿Por qué yo? ¿Por qué me escogiste a mí para destruirme?

Él se dio la vuelta, incapaz de decirle que no tenía ningún motivo.

—Voy a darme un baño —dijo.

—¡Espero que te ahogues! —chilló ella, y dio un portazo, dejándole solo con la mala energía de la habitación.

David se despojó de sus ropas mojadas, se puso la bata y se metió la bolsa de cuero en el bolsillo. El gran dormitorio no podría haber parecido más vacío si hubieran quitado los muebles. La casa valía trescientos mil dólares, puesta a nombre de una oscura corporación que David poseía. Cuando se separaran, Bailey no podría quedársela. Es sorprendente lo que firma la gente cuando confía en alguien.

David entró en el cuarto de baño y se sorprendió al darse cuenta de que echaba el cerrojo a la puerta. Nunca había hecho eso antes. ¿Paranoia? Preparó el baño, con el agua tan caliente como podía soportar.

Mientras el baño cubría de vapor la habitación de baldosas mexicanas, tomó cuatro aspirinas para el dolor de cabeza. También le dolía el estómago. Se obligó a vomitar, y después se quitó la bata y se metió en la bañera.

El agua estaba tan caliente que le enrojeció la piel. Se zambulló, dejando que el calor limpiara su sistema. Era demasiado viejo para esta mierda. La mañana iba a ser horrible.

La mañana…

Se sentó, alargó la mano en busca del bolsillo de su bata y sintió extrañamente consolador el contacto con la bolsa de cuero. La cogió y descorrió la cremallera. Diez jeringuillas le contemplaron, cinco claras, cinco rojas. Se preguntó por qué ella le habría dado tantas.

Cogió una de las claras y colocó la bolsa en el borde del baño. Quitó el capuchón, y la aguja brilló a la luz del cuarto. Liz le había dicho que no analizara lo que contenía. Haría falta ser idiota o algo peor para inyectarse una substancia desconocida. David era algo peor.

Una vez tuvo un paciente, un maníaco depresivo que llevaba una vida seminormal equilibrándose químicamente a través de inyecciones de dopamina. Había acudido a David porque sentía una urgencia de suicidarse que nunca desaparecía del todo y hacía de su vida un infierno viviente. David hizo lo que pudo, pero la muerte siempre se sale con la suya, y el hombre saltó finalmente del último piso de un hotel Marriot delante de un patio de recreo lleno de escolares, haciéndose trizas sobre la capota de una limusina del aeropuerto. Había dejado una nota declarando simplemente que era lo mejor, y, extrañamente, David supo que era verdad. Así se sentía ahora.

Permaneció sentado en la bañera, pensando en otro David y un cuadro llamado La muerte de Marat. Describía al líder de la Revolución Francesa, la piel azul en la muerte, sentado como si estuviera dormido en una bañera. Aquel David, como él, era un amable artista que pintaba sus colores con cuajarones de sangre, sentenciando a miles a morir en el famoso igualador del doctor Guillotin.

Colocó la jeringuilla sobre la bolsa y extendió otra vez la mano hacia su bata. Cogió el cinturón. Lo lió en torno a su brazo por encima del codo y lo apretó con fuerza.

Pensó en el lugar de encuentro mientras abría y cerraba el puño, hinchando las venas de su brazo. Donde su padre se enteró de lo de Pearl Harbor, había dicho ella. Qué extraño. Todo lo que había recibido de su padre fue su apellido. Había abandonado a Naomi cuando aún estaba embarazada de Liz y él todavía no sabía andar.

Naturalmente, era imposible que pudiera viajar a 1941, pero el tema era que a David no le importaba un comino. Si lo encontraban a la mañana siguiente, azul y pacífico como Marat, ¿qué le importaría a nadie? David Wolf se había pasado toda la vida asegurándose de que nadie le echara de menos cuando estuviera muerto. En eso, al menos, había tenido un éxito espectacular.

Se llevó la aguja al brazo y encontró una vena de buen tamaño. Ayer, fue Sara quien recibió la inyección casi por lo mismo. Clavó rápidamente, gruñendo, e introdujo el fluido en su brazo.

A pesar de que la inyección fue lenta, notó el calor del líquido. Sacó la aguja y suspiró, luego la tiró a la papelera situada al otro lado de la habitación. Mientras esperaba a que la substancia circulara por su cuerpo, sacó una de las jeringuillas rojas y la preparó para usarla. Si algo salía desesperadamente mal, probaría el antídoto si era posible.

Se tumbó en la bañera, pensando en Liz y en la droga, recordando la ocasión en que, de niños, ella llenó un plato con lodo oscuro y le dijo que era pudín de chocolate. El recuerdo pareció tan fresco que pudo saborear el barro en la lengua. Pudo ver claramente la carita regordeta de su hermana, riendo mientras él escupía barro y empezaba a perseguirla.

La habitación parecía distinta ahora. Todos los ángulos tenían un aspecto recortado y bien definido, los colores brillantes y reales… pero si no se concentraba en ello y se dejaba llevar, todo desaparecía delante de él, cambiando de forma, convirtiéndose en otras habitaciones, todas perfectamente definidas, todas reales. Pasaron corriendo junto a él como una película acelerada, cada imagen diferente, cada sombra real, pero sombra al fin y al cabo.

La cabeza le daba vueltas, su concentración vagaba más y más. Liz, con cuatro años, se encontraba ante él, riéndose del barro en su cara. Casi podía extender la mano y tocarla…

¡Podía! Su mano tocó carne, sus dedos se cerraron en torno al bracito.

—¡Suéltame, Davy! —gimió ella, tratando de liberarse—. Le diré…, le diré…

La soltó, y el cuarto de baño se convirtió en la habitación de su dormitorio estudiantil en la facultad de medicina. Notaba en la nariz el fuerte olor a loción para después del afeitado mientras se ponía su mejor traje. Tenía una cita con Jeri, la muchacha rica que había conocido en la barbacoa de los padres de un compañero. Necesitaba dinero para sus estudios, y ella había dejado entrever que le encantaría ser la esposa de un médico…

—¡No!

Se obligó a volver al cuarto de baño, con la cabeza todavía girando. ¿Qué le había dicho Liz? Pearl Harbor. Pearl Harbor. Pearl Harbor.

Hacía calor para ser diciembre, y los robles y nogales del sur de Oklahoma no se habían desprendido aún de todas sus hojas, que revoloteaban rojas y doradas ante la furgoneta Chevy de Sonny Wolf mientras éste recorría la carretera de tierra en dirección al lago Murray, sólo a unos pocos kilómetros al sur de Ardmore. Las hojas temblequeaban al caer, cubriendo totalmente el camino como los pétalos arrojados por las damas de compañía antes de una boda.

La voz del reverendo Billy Clyde tronaba en la pequeña radio, y su voz envolvía los chasquidos y chirridos de la vieja furgoneta gris. Las invocaciones al fuego del infierno y el azufre se alzaban con cada sacudida mientras rebotaban en los baches camuflados por las hojas caídas.

Sonny estaba extasiado. Naomi Wheeler, la chica más bonita de Ardmore, estaba sentada a su lado. Tenía los pies apoyados en el salpicadero, con el vestido azul de los domingos por encima de las rodillas. Sonny trató de actuar de modo casual mientras hablaba con ella, pero sus ojos seguían dirigiéndose a las piernas perfectamente formadas y aquellas medias de seda que habían venido nada menos que de Nueva York.

Sabía lo de las medias porque su padre las había ordenado especialmente en la tienda. Naomi y su madre llevaban casi dos años viviendo en Ardmore, comprando siempre en el almacén de su padre, y desde entonces Sonny estaba enamorado de ella. Había oído que Naomi tuvo un hermano que murió, pero nadie hablaba nunca de ese tema.

—¿Crees todo lo que dice el reverendo Parker sobre el pecado? —le preguntó ella, volviéndose para sonreír ligeramente cuando vio que él la admiraba con los ojos.

—Bueno, no sé —contestó Sonny, sintiéndose cortado por las extrañas sensaciones que notaba en el estómago—. Mi padre dice que la religión se inventó para hacer el bien a la gente. Así que supongo que primero hay que saber qué es malo.

—Pero ¿cómo puede saberlo? —insistió ella.

—Lee la Biblia, claro. Todo está ahí.

—No estoy segura —dijo ella, estirándose, y el movimiento le subió la falda hasta los muslos—. A veces creo que la Biblia no es más que un puñado de historias. ¿Y tú?

Una idea así nunca se le habría ocurrido a Sonny ni en un millón de años, pero no quería parecer poco sofisticado ante ella, así que dijo:

—Sí. Siempre me ha extrañado lo de Jonás y la ballena.

No podía creer que ella estuviera allí con él. Había hecho falta casi un año de verla en la tienda para acumular el valor suficiente para hablarle, y sólo era para decirle hola o ayudarla a encontrar algo. Probablemente la cosa no habría ido a más si la guerra no fuera tan inminente. Sonny había terminado el bachillerato e iba a alistarse y se marcharía dentro de una semana, tal vez para siempre. Eso, más el buen clima, y el hecho de que las dos familias salieran de la iglesia al mismo tiempo, le había obligado a pasar agitada y temblorosamente a la acción. Le había pedido impulsivamente que fuera a dar un paseo con él en la furgoneta, e igual de impulsivamente Naomi había dicho que sí, que estaba cansada de los «críos» con los que había estado saliendo.

Ella se humedeció sus rojos labios, con ojos diablescos.

—No creo que besarse sea un pecado, ¿y tú?

N-no —respondió él rápidamente, y la palabra se le atragantó estúpidamente—. Nunca lo he creído.

—¿Y los besos franceses?

Sonny no estaba exactamente seguro de lo que era un beso francés, pero parecía divertido.

—No, eso tampoco.

Ella extendió una mano y la colocó sobre su pierna.

—Bien, ¿dónde trazas entonces la línea, Sonny Wolf?

Por lo que a Sonny respectaba, ahí estaba. Había tirado los dados y sacado siete todo el rato. Le faltaba una semana para irse al servicio militar, tenía una chica hermosa sentada a su lado con las piernas brillando a la luz del mediodía, y una erección increíble le tensaba los pantalones en torno a la entrepierna. Era hora de pasar al ataque.

—Soy un hombre de mundo —dijo; la mejor frase que usaría en toda su vida.

Súbitamente el lago destelló ante ellos, no muy grande, pero sí lo suficientemente agradable como para pasar el rato. Sus veinte hectáreas brillaban, y las crestas de las pequeñas olas impulsadas por el viento parpadeaban como miles de mecheros Zippo encendiéndose y apagándose. El Murray era un lago artificial, como todos los de Oklahoma.

Sonny aparcó en el arcén, sintiéndose un poco mareado. Se llevó la mano a la cabeza. El lago estaba desierto a pesar de que hacía un día espléndido. Después de todo, era diciembre. Una extraña oleada de pensamientos asaltó durante un segundo su cerebro.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, deslizándose a su lado, rozando costado con costado. Colocó una fría mano en su cabeza, los ojos muy abiertos, tan inocentes en un momento, escandalosos al siguiente.

—Algo… —dijo él, y extendió la mano hacia la radio y subió el volumen.

David Wolf se hallaba en la periferia del cerebro de Sonny, demasiado sorprendido también para creer lo que estaba sucediendo. Estaba allí. ¡Lo estaba! Podía sentir el cuerpo de Sonny, podía captar sus pensamientos, pero no estaba lo suficientemente cerca como para que Sonny reconociera que estaba allí.

Esto no puede ser real. ¿Este hombre es mi padre? ¿Este chaval larguirucho el hombre que arruinó a mi madre y echó a perder nuestras vidas? Es una locura…, la droga me ha vuelto loco. La droga. Aún recuerdo la droga. No lo he perdido todo. Soportaré esto. Jesucristo…

El cuerpo anfitrión se volvió y miró a la mujer. Era Naomi a los quince años. David pudo reconocerla. El sueño, tan real. Ella era tan fresca, tan joven y hermosa… El cuerpo en el que se encontraba la ansiaba mucho más de lo que podía recordar… ¡Esto es una locura!

Ella se arrodilló en su asiento junto a él, junto a Sonny. Sus pechos se apretaron contra su brazo, y el ansia del cuerpo osciló como una ola.

—¿Y qué hace un hombre de mundo cuando está a solas con una mujer?

Pero el muchacho ya había sido alterado, tenía ya una premonición.

—Escucha… —dijo, señalando la radio, que ahora vociferaba.

—… Interrumpimos al reverendo Billy Clyde para ofrecerles un comunicado especial. La Base Naval de los Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawaii, acaba de ser atacada por aviones japoneses. Todavía no se conocen los detalles, pero al parecer quince de nuestros barcos han sido hundidos, y el número de muertos podría elevarse a millares. Entre los barcos perdidos, se encuentra el acorazado U.S.S. Oklahoma, con su tripulación completa. ¡Recordad Pearl Harbor! Ofreceremos más detalles en cuanto los recibamos.

—Es la guerra —dijo Sonny—. Acaban de arrasar a toda nuestra Marina.

Ella se abrazó a él.

—¡Vas a ir a la guerra, mi valiente Sonny! ¿Me protegerás?

—Naomi, yo…

El cuerpo anfitrión abrazó a Naomi, y sus manos corrieron libremente por la espalda femenina, posándose ocasionalmente en sus anchas caderas o en los lados de sus pechos. Ella se acercó más, y una pierna se deslizó sobre su muslo, tocándole… allí.

¡No! No puedo…, esto… no.

El cuerpo anfitrión encontró los labios de ella, el cerebro lleno de pautas de color y textura, sin pensar. Una gran mano callosa se extendió para acariciar tentativamente sus pechos, y luego aferrarlos cuando ella no se resistió.

¡No!

—¡No!

David se hundió por completo y se separó de su madre, buscó la manivela de la puerta y salió de la furgoneta. La mente de Sonny gritaba a la de David, llena de confusión y miedo, mientras toda la vida de David se abría ante él.

Permaneció de pie, tembloroso, sintiendo toda la fuerza y agilidad de los dieciocho años de su anfitrión, el frescor del día, la dulzura del aire…, todo era abrumador.

Naomi salió también de la furgoneta mientras el cuerpo anfitrión daba tumbos por la carretera, tratando de coordinar sus movimientos con las pautas cerebrales de otro inquilino.

—¡David! —dijo Naomi—. ¿Eres tú?

¿David?

La muchacha que era su madre se acercó corriendo, extendió los brazos para sujetarle por los hombros.

—David, no te resistas. ¡Escúchame!

Pero David no podía escuchar. Su mente, enfrentada al absorbente paisaje de lo completamente irracional, huyó. Su cerebro se cerró, lleno de pánico, huyendo por los oscuros e interminables pasillos del recuerdo total.

Humo, llevado por el viento. El miedo genético al fuego anulando todos los demás instintos. Huir.

Árboles. Debo quedarme en los árboles.

Los gritos de animales asustados llenaban los senderos, haciendo chasquear los matojos de abajo. Detrás, el chasquido del fuego, corriendo con el viento. Huida ante las llamas.

Monos a mi alrededor, charloteando. Brazos peludos, el corazón redoblando, golpeando en mi pecho. Huye. Deja atrás las llamas. Los árboles se vuelven naranja y alimentan el calor. ¡No hay salvación! Recupera el control. Vuelve a casa… a casa… a casa… a casa.

Tenía diez años y estaba sentado en la vieja bañera, con una pastilla de jabón Lava en las manos. El agua estaba sucia, y había mugre entre los dedos de sus pies. Había estado jugando a ser el Rey de la Montaña en el montón de tierra de la nueva obra. La luz del sol se filtraba a través de las cortinas baratas de plástico. La pared estaba manchada de anillos marrones concéntricos bajo el rasgado papel. El doble fregadero era de un blanco brillante, la encimera larga.

Casa.

El papel se convirtió en baldosas mexicanas mientras el baño se disolvía, cambiando de forma a su alrededor, aplanándose, estrechándose mientras sus piernas crecían.

Una bolsita con una jeringuilla encima tomó forma al lado de la bañera, cobrando vida sólida con la información proporcionada por su cerebro. Una mano temblorosa se extendió para tocarla, atravesándola primero con el puño y agarrándola luego cuando se volvió más sólida.

Sin tener que hinchar una vena, contempló su brazo con ojos difusos y se clavó la aguja cuando pensó que había captado algo. Se inyectó un líquido ardiente y luego se echó hacia atrás, temblando incontrolablemente, tratando con todas sus fuerzas de aferrarse a su realidad.

La habitación se solidificó en cuestión de minutos y su realidad adquirió suficiente substancia, de forma que no necesitó sujetarla.

David se relajó poco a poco. Su cuerpo abandonó la tensión cuando estuvo seguro de que se había acabado. Todo a su alrededor era sólido, real. Pudo volver a creer que no iba a ninguna parte.

En nombre de Dios, ¿qué había sucedido? Una droga poderosa, sin duda, una droga que podía hacer parecer reales los sueños. ¿Sueños? ¿Podía etiquetar tan fácilmente su experiencia? Era más que un sueño. Mucho más.

El agua de la bañera estaba aún caliente, humeante. No podía haberse marchado más que unos pocos segundos, los suficientes como para inyectarse primero la droga y luego el antídoto; sin embargo, no era eso lo que le parecía. Silv había hablado de la no existencia del tiempo. Si le hubiera preparado un poco más… Ahora había regresado y echado a perder por completo el experimento. ¿Qué hacer a continuación?

Salió del baño, se secó y se puso la bata. Era médico, creía en la causa y el efecto. Sería demasiado fácil descartar su experiencia considerándola simplemente un sueño. Su cerebro había estado demasiado vivo, las experiencias eran aún demasiado vividas y reales para haber sido otra cosa.

Estaba completamente seguro de una cosa: poseía la droga más poderosa jamás inventada en la faz de la Tierra. Su realidad hacía que las alucinaciones de otros psicotrópicos parecieran tontas. Necesitaba ayuda para ajustarse a esto. Mo Frankel podía ser el hombre adecuado. Mo era mucho más templado en ese tipo de cosas.