Liz estaba sentada en el suelo del estudio de David, temblando en sus brazos, las lágrimas corriendo por las mejillas.

—¿Q-qué me ha sucedido? —preguntó, con voz trémula.

—Sinceramente, no lo sé —respondió David, sujetándola con fuerza, consolándola—. ¿Cómo te sientes?

—Me siento como una tonta aquí en el suelo —replicó ella; se separó un poco de él y se secó los ojos—. ¿Me ayudas a levantarme?

Él se incorporó tambaleándose, aún borracho, y extendió una mano para ayudarla. Ella se puso en pie y se levantó, con una mano en la cabeza.

—Había alguien dentro de mí —dijo—, controlando mis acciones.

—¿Recuerdas algo?

David la guió al sofá y se sentó junto a ella, colocando una protectora mano en su hombro. Ella temblaba, completamente asustada.

—Fue como un sueño —dijo; el aturdimiento hacía mella en sus rasgos—. Estaba aquí, aquí dentro, pero era como si yo fuera otra persona, o como si alguien controlara mis acciones. —Sacudió la cabeza, y su largo pelo castaño resbaló por la cara—. Dios, ¿crees que yo quise venir para tener que enfrentarme a Bailey? No tuve otra opción.

—¿Qué te hace decir que fue alguien? —preguntó él.

—Otra vida, otros… recuerdos en mi cerebro. Ahora se están desvaneciendo… Cristo, David, me vendría bien un trago.

—Dentro de un instante. Necesitamos hablar de esto mientras aún esté fresco. ¿Estás dispuesta?

Ella asintió; inspiró profundamente.

—Sólo durante un minuto —replicó, y luego le miró, los ojos líquidos y asustados—. ¿Estoy loca?

—¿Te consideras loca?

—¡No me psicoanalices!

David se rió.

—Eso es lo que dijo también la otra persona.

—Es mi descendiente, ¿verdad?

Él la miró.

—Crees que es real, ¿no? —preguntó suavemente—. Me refiero a todo: la posesión, las revelaciones sobre mi infancia, la historia de la droga…, todo.

Ella apretó los labios.

—¿Significa eso que estoy loca?

Él la abrazó, sintiendo el lazo de la sangre que había sido cubierto hacía mucho tiempo por capas de cicatrices emocionales. La proximidad le hizo sentirse incómodo.

—Por supuesto que no. ¿Qué recuerdas de la mujer de tu interior?

—Sus sentimientos, principalmente —replicó Liz, y apoyó la cabeza en el sofá, se relajó un poco—. Aprensión, miedo en lo referente a su papel en todo esto. Viene de un lugar triste. Su mundo…, nuestro mundo…, es la culminación de todo lo que ha sucedido antes. La gente de su época se considera hijos sufrientes, condenados por el pecado de sus padres. El mundo de Silv son todas las torvas predicciones que has oído sobre el futuro. Todo es cierto; todas las cosas malas que hemos hecho se reflejan en nuestro futuro.

David se puso en pie, confuso, y se acercó a la mesa. Quisiera o no creer lo que había ocurrido, aún tenía un fragmento de evidencia física… las jeringuillas se encontraban encima de la mesa. Cogió una y se la mostró a su hermana.

—¿De dónde las has sacado?

—Silv te lo dijo. Encontramos un laboratorio vacío en el Estatal, y ella mezcló algunos productos químicos.

—Entonces, ¿robaste este material?

Ella se encogió de hombros.

—No quise hacerlo. ¿Me crees?

David contempló la jeringuilla, advirtiendo que la respuesta a todas sus preguntas residía en el claro fluido que temblaba dentro del tubo de cristal.

—¿Cómo puedo creerte? —preguntó—. Acudes a mí con lo imposible. Me traes algo que ninguna mente humana racional podría creer jamás. Por otro lado, ¿cómo puedo no creerte? Lo que ha sucedido aquí esta noche está por completo fuera de mi experiencia. Está pasando algo…, pero ¿qué?

—Lo sabrás muy pronto —replicó Liz, poniéndose en pie con dificultad—. Silv dijo que sucederá algo esta noche.

—¿Sabes lo que es?

Ella miró al suelo.

—Sí.

Él se acercó a ella, la sujetó por los hombros.

—¿Qué?

Liz siguió sin alzar la cabeza.

—No. No puedo decírtelo. Lo estropearía todo.

Él se dirigió a la mesa, abrió el cajón superior lleno de clips y sellos, sacó un papel y un sobre y se los tendió.

—Escríbelo y ciérralo. Lo comprobaremos más tarde.

Liz cogió una pluma de la mesa e hizo lo que él le pedía. Cuando terminó, cerró el sobre.

—Tal vez debería marcharme. Ya he causado bastantes problemas.

—Tonterías —dijo David; cogió el sobre y lo guardó en el cajón—. Te prometí un trago. Lo menos que puedo hacer es cumplir como un buen anfitrión.

—O como un buen médico, manteniendo bajo observación al paciente…

Los ojos de David se iluminaron.

—Algo así.

—Muy bien —respondió ella—. Pero quiero evitar a Bailey, si es posible. Ya he tenido suficientes experiencias extrañas para una sola noche.

—Por mí, muy bien. Iremos a la cocina sin que nos vean, cogeremos la bebida y volveremos aquí.

Ella le abrazó rápidamente.

—Tal vez estemos locos los dos —dijo.

Él asintió, sonriendo, pero por dentro su mente daba vueltas. Tenía dos opciones. O bien su hermana estaba diciendo la verdad, o era la psicópata más avanzada que había visto en su vida. Ninguna solución tenía sentido. Si hubiera estado enferma, él se habría dado cuenta mucho tiempo antes. Si estaba diciendo la verdad, eso significaba que todo el mundo se había vuelto del revés. Pero las cosas así no pasaban, ¿verdad? Desde luego, no a las personas como él.

Salieron del estudio y bajaron el largo y oscuro tramo de pasillo que conducía a las escaleras traseras, y finalmente a la cocina.

—No pretendo pelear con tus esposas —dijo Liz, mientras recorrían el pasillo—. Pero no puedo evitarlo. Tienes tanto talento… Te mereces algo mejor. Pero siempre te casas con zorras que no te aprecian.

—Corrección —dijo David, encendiendo la luz de la escalera y empezando a bajar—. Siempre me caso con zorras ricas que no me aprecian.

—No eres feliz.

—¿Y quién lo es? —replicó él, mientras entraban en la amplia cocina—. Nunca te has casado. ¿Eres feliz?

Ella le miró directamente a los ojos y negó con la cabeza.

—Nuestra madre no nos educó para ser felices.

—Nos educó para que cuidáramos de nosotros mismos —replicó él, sorprendido por su propia vehemencia—. Y lo hizo muy bien.

Liz mantuvo su mirada.

—¿Quieres hablar o beber?

—Beber —replicó él.

La cocina era moderna, con una gran encimera en el centro y montones de apliques de acero inoxidable y utensilios diversos —que nunca se usaban— colgados de las paredes. A través de la ventana, David pudo ver la fiesta aún en auge. Los remilgados se habían unido ahora a los pringosos e indudablemente discutían los dominios de las matemáticas superiores. Una botella de buen escocés, del tipo que no compartía, asomaba en un pequeño estante sobre el frigorífico de acero inoxidable. La cogió y sirvió dos vasos.

—Crees que debería tomar la droga, ¿verdad? —preguntó.

—Creo en mi visión —dijo ella—, así que creo en la droga. Pero el que quieras o no ayudar a Silv es cosa tuya.

—¿Y si no lo hago? —preguntó él, tendiéndole su bebida.

—No sé —respondió ella, y se bebió todo el vaso—. Tengo que irme.

—Claro —dijo David, con tono forzado—. No quieres estar cerca cuando… suceda.

—Bailey y yo nos odiamos. Dios sabe que probablemente es por culpa mía…, pero el que yo esté por aquí no servirá de nada.

David sirvió otros dos vasos; el renovado influjo de alcohol le alivió nuevamente. Demonios, se dejaría llevar. ¿Qué diferencia podía haber?

—Llevemos la botella arriba —dijo Liz, acabado el segundo trago.

David dio un largo sorbo directamente de la botella antes de volver a taparla y metérsela bajo el brazo.

—Adelante… —empezó a decir, pero le interrumpió el teléfono.

Volvió la cabeza. Un teléfono de pared rojo colgaba cerca de ellos. Qué curioso, había vivido aquí tres años sin darse cuenta de que había un teléfono en la cocina. Tras encogerse de hombros como respuesta a Liz, ella asintió tristemente, sin querer encontrar sus ojos.

El teléfono sonó por segunda vez. David se acercó y lo cogió.

—Aquí el manicomio de los Wolf.

—¿David? Soy yo, Mo Frankel.

—Oh, hola, Mo…

—Escucha un momento —dijo el otro médico. Su voz sonaba excitada y agitada—. Quiero decir esto antes de que cambie de opinión. Esa cinta que me diste, la grabación de Sara; al terminar de escucharla, he hecho algunas comprobaciones. Yo…, no me di cuenta de… lo real que parecería. ¿Sabes de qué estaba hablando?

—No —respondió David—. No tengo la menor idea.

—Me recordó algo —dijo Mo—. Fui y comprobé la historia…, mi historia, la historia judía. El hecho al que ella se refirió realmente tuvo lugar, el 3 de septiembre de 1189. Después de la coronación de Ricardo I Corazón de León, hubo una masacre de judíos en Londres. El mercado Cheape marcaba los límites del barrio judío de la época. Los judíos construían sus casas de piedra para que los cristianos no pudieran ir a por ellos, pero eso no les impidió que quemaran todo el barrio, y buena parte del Londres cristiano a la vez. Todo encaja, incluso el suicidio. En aquel entonces, los judíos preferían matarse antes que doblegarse a las indignidades cristianas.

David abrió la botella y volvió a beber.

—¿Estás diciendo que crees que tengo un caso auténtico de regresión a una vida pasada?

—No sé lo que estoy diciendo —replicó Mo—. Tenemos que hablar sobre esto, entrevistar a Sara un poco más. No sé de dónde puede haber sacado esa información. Lleva internada en el Estatal cuarenta años…

—David —susurró Liz roncamente, y señaló la ventana.

David miró. Bailey y su profesor de literatura se habían separado de la multitud y se dirigían hacia la puerta de la cocina que daba al exterior.

—¿Podemos hablar mañana? —preguntó David—. Estoy libre para almorzar.

—Sí —accedió Mo—. Quiero volver a escuchar otra vez la cinta y reflexionar sobre esto. Mañana estará bien. ¿Quieres que nos reunamos en alguna parte?

—Te recogeré en el Estatal —dijo David. Fuera, Bailey y Jeffery casi habían cruzado el césped—. Te buscaré.

—Bien —dijo Mo—. Creo que has encontrado algo muy grande aquí.

—Tal vez —repuso David, contemplando cómo Liz hacía una mueca y agitaba los brazos—. Adiós.

—Claro —dijo Mo, con la voz llena de decepción.

David colgó.

—No quiero verla ahora —dijo Liz, urgentemente.

—Bien.

Pero los dos cruzaban el patio, cortando toda ruta de escape. David miró rápidamente alrededor. Sus ojos se posaron en la despensa.

—Aquí —dijo, cogiéndola por la mano y metiéndola en la pequeña habitación. Ella le miró con seriedad—. Esperemos a que pase el temporal.

Entró con ella y cerró la puerta, dejando una rendija. Una mínima luz los iluminaba. La botella seguía descorchada, pero ya no tenían vasos. David dio un sorbo y la pasó a su hermana. Olía a rancio allí dentro, como a pan pasado y vagamente a especias chinas.

A veces, cuando Liz y él eran jóvenes, su madre les hacía esconderse en los armarios si tenía la visita de un nuevo «amigo» al que no había dicho que tenía hijos. Siempre revelaba la noticia más tarde —cuando había un «más tarde»—, pero quería intentar sus ardides con ellos primero…, la zanahoria y el palo.

—Me siento como… —empezó a decir Liz.

—Lo sé —repuso David—. Déjá vu. Shhh.

David volvió a coger la botella y bebió profusamente. Oyó abrirse la puerta, y luego la aguda risa de Bailey.

—Oh, Dios —dijo—. Ven aquí.

Hubo un minuto de silencio, y David resistió el impulso de abrir la puerta de golpe e interrumpirles. Sintió la mano de Liz en su hombro, apretando levemente, tratando de consolarle. Volvió a beber.

—Apenas podía soportarlo —dijo la voz de Jeffery—. Estar tan cerca de ti, pero no poder tocarte ni abrazarte.

—Estaba tan caliente que entré en el cuarto de baño y me masturbé —dijo Bailey.

Mierda, pensó David. Usó esa frase conmigo antes de que nos casáramos.

—¿De veras? —replicó Jeffery—. ¿Lo hiciste de verdad?

David oyó movimiento. Entonces, a través de la rendija en la puerta de la despensa, los vio. Bailey se apoyaba contra los cajones, y Jeffery se apretaba contra ella, cubriéndola con las manos.

—Cuando estamos separados no puedo soportarlo —dijo Bailey, rodeando con los brazos la cabeza del profesor de literatura, atrayéndolo hacia su pecho—. Te quiero tanto.

—Yo também t'quiedoo —dijo Jeffery, con la boca llena por la tela de la blusa de Bailey.

—Hijo de puta —susurró David, temblando por dentro. Sabía que Bailey se acostaba con otros, pero hacerlo en su propia casa…

Bailey enderezó al hombre, sorbiendo ansiosamente su boca; sus manos se dirigieron a sus glúteos, luego se situaron en la parte delantera de sus pantalones.

—Tu marido es un cerdo —dijo Jeffery mientras se apretujaba contra ella—. Tenías razón sobre él.

—Ha hecho de mi vida un infierno en la tierra —replicó Bailey, bajándole la cremallera—. Eres el único punto brillante en el desierto de mi existencia.

—Cháchara de escritores —murmuró David, y volvió a beber. Bueno, al menos todas las lecciones estaban empezando a servirle para algo. Sin embargo, sentía en su interior una oscuridad que le asustaba un poco.

—No podemos hacerlo aquí —dijo Jeffery, retirándose levemente de Bailey. Ella tenía su pene erecto en la mano y lo acariciaba como si fuera un caramelo—. ¿Y si viene alguien…, tu marido?

—Te deseo ahora mismo —dijo Bailey roncamente—. No puedo soportarlo más.

—Aquí no… No podría.

—Un hombre honorable —susurró David, y trató de beber de nuevo, pero descubrió que la botella estaba vacía.

Le sorprendió haber bebido tanto. Había apaciguado su cerebro en una especie de comprensión cristalina de los hechos que trascendía los meros procesos de pensamiento. Se sentía impelido a actuar, y sabía que la sensación se manifestaría de algún modo. No sabía cómo, ni le importaba.

—Conozco un sitio —dijo Bailey, apartándose, mientras él se subía rápidamente la cremallera. Lo cogió de la mano y se lo llevó fuera del alcance de la visión de David.

—¿Adónde lleva esto? —le oyó preguntar.

—Al garaje —respondió Bailey, y las voces desaparecieron.

David abrió la puerta de la despensa y salió a la cocina, con Liz tras él.

—¿David? —dijo ella, como una súplica.

Él la miró, la cara endurecida, la mirada encerrada en ese lugar de absoluta claridad intocado por la propiedad, la comprensión o la urbanidad.

—No pasa nada —dijo, y su voz cambió sorprendentemente de tono—. Todo es muy divertido, ¿verdad?

Liz le miró, preocupada, pero no habló.

David colocó la botella vacía en la encimera y alzó un dedo.

—Ahora vuelvo —dijo—. Tengo una cosa que hacer.

Se dio la vuelta y atravesó la casa, sorprendido de tener tanta dificultad para andar cuando todo lo demás parecía tan claro y diáfano. Saludó ampliamente a Max cuando pasó junto al bar, y le costó trabajo atravesar su propia puerta principal.

El jardín era amplio, la noche llena de cigarras y olores de la barbacoa. Atravesó el césped hasta su coche, sintiendo el cálido viento de Oklahoma juguetear con el aturdimiento de su cuerpo.

Lo que estaba buscando estaba pegado a la visera en el lado del conductor. Se lo metió en el bolsillo y volvió a la casa.

Liz estaba de pie en el amplio salón cuando llegó allí, la cara dividida entre la resignación y el miedo.

—No digas nada —le advirtió—. Todo es parte del juego, lo sé. Tú también lo eres. No puedes participar. Es mi turno.

Atravesó las puertas correderas y salió al exterior. Su patio era enorme, la piscina apenas ocupaba una cuarta parte. Había una cancha de baloncesto hecha de cemento en un lado, y el resto era césped verde inmaculadamente cortado.

Estaban allí fuera: las poetisas lesbianas, los insoportables novelistas, los pringosos de burda cara y sus gordas esposas, los criados con sus chaquetas blancas, la vaca muerta goteando salsa sobre la hoguera de nogal.

—¡Amigos míos! —gritó David, abriendo los brazos—. ¡Bienvenidos a mi hogar!

Hubo gritos de reconocimiento, y David, sonriendo en medio de su cristalina claridad, se dirigió a la multitud. Era su público, estaba aquí para hacer memorable la noche.

Mientras se abría paso entre la gente, saludó y estrechó manos y dijo todas las cosas adecuadas: «Eh, vi tu historia en la última antología de la facultad. ¡Me encantó!». O: «Eh, me he enterado que has encontrado petróleo en esos pozos de Cantón. ¡Dinero que quemar! ¡Dinero que quemar!». O: «Eh, será mejor que Mack tenga cuidado contigo, Rosie. Puede que te rapte. ¡Tienes buen aspecto!».

Todo duró varios minutos. Liz seguía la estela de David asegurándose de que no decía nada que pudiera acabar lastimándole, interviniendo cuando se acercaba a terreno peligroso. En algún momento del camino, él había conseguido un sombrero de cowboy que le estaba demasiado grande y le caía hasta las orejas. Un bocadillo hecho en la barbacoa había hallado su camino hasta su mano y David lo agitaba como si fuera una bandera mientras hacía sus chistes.

Finalmente, se subió a lo alto de una silla de hierro forjado —que vino en el mismo lote que la casa— y se dirigió a la multitud.

—Amigos míos —dijo—. Acercaos. Tengo algo tremendamente importante que mostraros.

—¡Eh, cowboy! —gritó alguien en el grupo.

—¡Yahoo! —replicó David, y agitó el bocadillo por encima de su cabeza—. ¡Conozco el secreto de la civilización occidental, la única cosa que ha hecho al mundo lo que es hoy!

—¡El petróleo! —respondió alguien.

—No vale suponer —dijo David, señalando con el bocadillo—. Tendréis que venir conmigo para averiguarlo.

Se bajó de la silla y agitó el bocadillo para que le siguieran. Diligentemente, la treintena de personas se pusieron en fila tras su anfitrión y desfilaron cruzando el patio. David los condujo por el bien cuidado césped, dejó atrás el horno de ladrillo rojo con la conducción de gas para ayudar a arder el nogal, la piscina en forma de riñón y su sauna adjunto con sus baldosas a juego, para detenerse finalmente delante del garaje.

—Acercaos, no os quedéis atrás —dijo David, y formaron un semicírculo en torno a él. David señaló a su espalda, hacia la puerta del garaje—. Dentro de ese garaje se encuentra el secreto del mundo, la única cosa que ha provocado más cambios, más política, más arte que ninguna otra cosa. ¿Os gustaría verlo?

—¡Sí! —exclamaron todos, riéndose y alzando sus cervezas.

Su público. Bien. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el mando automático de la puerta, que había cogido de su coche.

—¡Damas y caballeros, os presento la respuesta!

Dramáticamente, apuntó con la pequeña cajita hacia la puerta y pulsó el botón. Se vivía tan fácil y tan bien gracias a la tecnología…

La puerta subió como si fuera un telón para mostrar a Bailey y Jeffery, ambos desnudos, tendidos en una manta sobre la capota de su Lincoln blanco. Bailey tenía las piernas por encima de las orejas de él, mientras Jeffery bombeaba frenéticamente dentro y fuera de ella.

—¡El movimiento perpetuo! —anunció David, mientras Bailey gritaba y escapaba de debajo del pobre Jeffery y trataba al mismo tiempo de cubrir su cuerpo con un número inadecuado de brazos.

La multitud reaccionó según cada caso, las poetisas lesbianas dándose la vuelta mientras los otros miraban asombrados, los escritores tomando notas mientras los pringosos bufaban como caballos árabes.

—¡Poesía en movimiento! —dijo David—. ¡El pináculo de la autoexpresión artística!

—¡Basta! —gritó Jeffery, y saltó de la trasera del coche.

Bailey agarró la manta y se cubrió con ella. El hombre avanzó hacia David, su perdida erección rebotando arriba y abajo por delante de él.

—¿Habéis visto bastante? —le preguntó a la multitud— ¿Os gustaría una vista de lado? ¿De espaldas?

Se volvió en redondo. Los escritores entendieron la insinuación y se dieron la vuelta, mientras los pringosos se daban codazos unos a otros y bufaban un poco más.

Jeffery se acercó directamente a David.

—Está usted enfermo —dijo—. Necesita ayuda.

—Un momento —contestó David, con la furia nublándolo todo—. Aquí la parte ofendida soy yo, gilipollas. Por si no te has dado cuenta, ésa con la que estabas jugando al mete-saca es mi esposa.

Jeffery colocó un índice sobre el pecho de David

—Acudió a mí porque necesitaba algo que la hiciera sentirse de nuevo un ser humano. Acudió a mí porque usted la hace sentirse barata y sin valor.

—¿Quién demonios te crees que eres? —dijo David—. Mi esposa…, la vida de mi esposa no es asunto tuyo.

—Es usted un asesino —dijo Jeffery—. Sólo que no usa pistola o cuchillo. Mata lentamente, desde dentro, empezando por el corazón. Le quita a la gente su humanidad para hacerlos sentirse vacíos…, inútiles. Los degrada emocionalmente. Los envenena intelectualmente. Los aplasta espiritualmente.

—Podría pegarte un tiro, y ningún tribunal del mundo me encontraría culpable.

—Hágale un favor al mundo —replicó Jeffery—. Pégueselo usted mismo.

Con eso, el hombre se volvió tranquilamente y regresó al garaje en busca de sus ropas. Bailey ya se había marchado. Jeffery, despreocupado, se puso su camiseta.

David le miró durante un instante, la claridad cristalina desaparecida ahora, la confusión de su vida presente de nuevo. Pulsó el botón del mando automático, cerrando la puerta y luego se volvió hacia aquéllos lo suficientemente lerdos como para estar aún allí.

—La fiesta ha terminado —dijo en voz baja.

Liz se acercó para abrazarle. David rompió el abrazo y corrió hacia la piscina. Saltó a ella y se hundió hasta el fondo. La tranquilidad era abrumadora. Nadar había sido para él el curativo universal desde que era pequeño, el ejercicio una catarsis, la paz un remedio.

Pero no esta vez. En vez de obtener calma de las aguas, sólo sintió que las estaba ensuciando. No se merecía el agua esta noche, y subió a la superficie. Al salir de la piscina, descubrió que Liz le estaba esperando.

La miró, vio las lágrimas en sus ojos y supo que eran por él. Entonces recordó.

Chorreando agua, corrió de regreso a la casa, tropezando embriagado, rompiendo cosas. Subió a su estudio, con los hechos recientes que acababan de ocurrir aún incrustados en la atmósfera.

El cajón del escritorio todavía estaba parcialmente abierto. Metió la mano y sacó el sobre que contenía la predicción de Liz. Lo abrió con manos mojadas y temblorosas y leyó:

Denunciarás públicamente la infidelidad de tu esposa.

Lo siento tanto, David.

Arrugó la carta y la sostuvo en el puño, apretando con fuerza. Luego se llevó las manos a la cara y empezó a llorar.