El ansia de lógica molesta. Demasiada lógica aburre. La vida elude la lógica, y todo lo que constituye sólo la lógica es artificial y forzado.

—André Gide

David Wolf sostuvo con fuerza su escocés mientras contemplaba, desde su estudio del primer piso, a los amigos petroleros de Bailey divirtiéndose en el patio. Ya habían tomado suficiente cerveza, y la salsa de la barbacoa chorreaba por sus barbillas, así que acababan de iniciar la siguiente fase obligatoria de cualquier fiesta pringosa: se empujaban unos a otros a la piscina, cuidando de quitarse primero sus sombreros de cowboy.

David sacudió la cabeza, sonriendo. Max tendría mucho trabajo al día siguiente, recogiendo la calderilla del fondo.

—Tienes valor, lo reconozco —dijo, volviéndose hacia su hermana—. No son muchos los que pueden ensarzarse en una escaramuza con Bailey y salir ilesos.

—Estás borracho —repuso Liz. Había ocupado el sillón del rincón y estaba acurrucada en él, con aspecto diminuto y frágil.

—¡Borracho! —gritó David, saltando sobre la silla de su despacho—. ¡Pues claro que estoy borracho!

Saltó arriba de la gran mesa de nogal, esparciendo papeles y bolígrafos por toda la habitación.

—Estoy deliciosa, exuberante, maravillosamente borracho, y no me importa que se sepa. Estoy tan borracho que creo que tú también deberías emborracharte. Al menos, estaríamos en el mismo mundo.

Bajó de la mesa, tropezó con una antigua silla de madera y cayó junto con ésta al suelo.

—¡Jesucristo! —Se puso en pie de un salto, examinó la silla desde todos los ángulos, y suspiró aliviado—. Si la hubiera roto, Bailey me la habría descontado de mis honorarios —dijo, con aspecto mortalmente serio. Se sentó en la silla recién examinada y empezó a buscar su bebida—. Estoy tan borracho que casi pienso que todo esto es natural y adecuado.

—No lo es —dijo Liz.

David se levantó y retiró su bebida del alféizar, donde la había dejado.

—Lo sé —reconoció, volviéndose a sentar—. ¿Te acuerdas de cuando mamá solía escatimar durante meses para ahorrar lo suficiente para llevarnos a restaurantes caros?

Liz pensó por un momento, sonrió.

—Nos vestíamos con nuestras mejores galas y fingíamos que éramos ricos, y tratábamos desdeñosamente al camarero.

—Rechazábamos los platos y hacíamos que volvieran a cocinarlos.

—Los tratábamos como si fueran mierda, y al final dejábamos una buena propina.

Los dos se echaron a reír. David dio un sorbo a su bebida.

—Demonios, todavía estoy fingiendo —dijo.

—Tenemos que discutir algo de gran importancia —insistió Liz.

David extendió la mano y colocó su bebida sobre la mesa, luego se inclinó para recoger las cosas que había tirado al suelo.

—Seré sincero contigo, hermanita: no creo que haya nada de importancia en todo el puñetero mundo.

Liz se empequeñeció aún más en la silla.

—¿Te acuerdas de cuando estuviste enfermo a los trece años?

—No mucho —dijo él—. Recuerdo que me sucedió algo que alcanzó su culminación durante la crisis de los misiles cubanos. De eso me acuerdo con claridad. Pero después, durante varios meses, todo es difuso.

—Te dieron tratamientos de choque —dijo Liz.

—No lo creo —replicó David, y dio un sorbo—. Si hubiera estado mentalmente enfermo, nunca me habrían dejado estudiar psiquiatría.

—Sin embargo, sucedió.

—¿De eso querías hablar? Para ahorrar discusiones, te concederé que estuve enfermo y me suministraron electrochoques. ¿Y qué?

—No estabas enfermo.

David se puso en pie. Ella estaba empezando a irritarle, como sucedía siempre que hablaban de los viejos tiempos. Se acercó a Liz, la cogió de la mano y la levantó de la silla.

—¿Adónde demonios quieres llegar? —preguntó, y la furia subrayó ahora sus palabras—. Dilo.

Permanecieron de pie unos instantes, mirándose a los ojos. La habitación a su alrededor era silenciosa y elegante, mientras los gritos de abajo iban y venían como la llamada de distantes gaviotas.

Liz apretó los labios, pareció ganar alguna batalla interior, y entonces habló.

—Te suministraron tratamientos de choque porque oías una voz en tu interior, una voz que te mostraba el futuro. Yo soy la que puso esa voz en tu cabeza. Intentaba calmarte porque estabas asustado, pero no me di cuenta de los efectos que en ti tendría una ojeada a mi mundo.

—Mi hermana, la ventrílocua…

—Ya tendrías que haberte dado cuenta, David —replicó ella tranquilamente—. No soy tu hermana.

—Ya lo entiendo —dijo David, dándole un pellizco en la mejilla—. Descubriste un diario perdido de mamá. Allí hablaba de mi enfermedad, y del hecho de que tú en realidad eras adoptada. —La envolvió en un abrazo de oso—. ¡Felicidades! No estás infectada con los locos genes Wolf. —La alzó del suelo y empezó a balancearla.

Ella gritó…, chilló.

—¡Suéltame! ¡Dios mío! ¡Suéltame!

Él la depositó en el suelo y vio que ella estaba temblando. El terror en su voz era real. La había balanceado de esa forma desde que podía recordar.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Ella se llevó los dedos a las sienes.

—Yo… lo siento —dijo, y se sentó, encogiéndose de nuevo en la silla—. Es una vieja pauta de conducta…, no puedo explicarla ahora mismo.

—Hablas en serio, ¿verdad?

—Si te cuento mi historia completa, ¿me prometes que no te reirás hasta que la haya terminado?

David se apartó de ella y se sentó automáticamente tras la mesa. En alguna parte en el interior de su cerebro, adoptó un modo profesional. Realmente, algo le pasaba a Liz.

—Te prometo que no me reiré —dijo. La habitación parecía ahora demasiado grande. Los paneles de madera y la gruesa alfombra crearon kilómetros entre ellos, las estanterías del suelo al techo torpes distracciones—. Ven, siéntate aquí —dijo él, indicándole la silla que casi había roto.

Ella asintió, ausente, la mente atrapada en las palabras que intentaba decir. Se dirigió a la nueva silla, la volvió para encararse a él.

—Normalmente soy una mujer directa —dijo—. Dar rodeos es un fenómeno nuevo para mí.

—Entonces sé directa. Te estoy escuchando.

—Me llamo Silv —dijo Liz—. Vivo en el Sector 14, en las profundidades de la Tierra, en una zona que vosotros hoy conocéis como Surinam. Hay varios sectores en mi zona geográfica, pero creo que tal vez somos los únicos humanos que quedan con vida en el planeta.

—¿Cómo es eso? —preguntó David.

—El medio ambiente no puede albergar vida —dijo simplemente ella—. La única agua fresca que queda en la Tierra procede de las nieves en las alturas de los Andes. Los sectores están construidos en las orillas de un río subterráneo que se alimenta de allí. Hemos vivido de esta forma desde hace casi un milenio. Amamos, odiamos, libramos nuestras pequeñas guerras para sentirnos importantes, pero estamos confinados. Hacemos todas las cosas que hacéis tú y los tuyos.

David la observó con atención. No estaba bromeando. Empezó a preocuparse por ella.

—¿Cuándo empezaste… a vivir en este mundo, Liz, quiero decir, Silv?

—Por favor, no me analices, doctor —replicó ella; su mirada se endureció—. No tenemos tiempo para eso.

—Muy bien. Continúa con tu historia.

No debería tratarla él mismo. Tal vez Mo pudiera echarle un vistazo; era más comprensivo que la mayoría.

—Trabajo para los Ops del Sector… es decir, el gobierno. Diseño para ellos drogas psicotrópicas que ayudan a mantener a la población bien equilibrada químicamente. No empleamos la psiquiatría en los sectores, doctor Wolf…

—David —dijo él.

—David. Mantenemos un cierto… equilibrio en nuestra sociedad, y las drogas son un componente necesario.

—Cuando hablas de drogas psicotrópicas, ¿te refieres a cosas como la torazina… o el mellaril?

Liz frunció el ceño.

—No, no exactamente. —Pensó un instante—. ¿Has oído hablar alguna vez de una droga llamada LSD?

—Sabes que sí, Liz —replicó él—. La tomamos juntos una vez, en los años sesenta.

Ella asintió, satisfecha.

—Trabajamos en las sinapsis eléctricas. El LSD es un psicotomimético derivado de la ergonovina, cuya búsqueda básica forma el núcleo de nuestra cultura. De hecho, otro derivado de la ergonovina es la razón por la que estoy aquí.

—Continúa.

—Yo estaba trabajando en los canales de agresión. En otras palabras, trataba de desarrollar una droga a corto plazo que redujera la agresividad del soldado cuando no estuviera en el campo de batalla, y no le volviera dócil cuando necesitara ser agresivo.

Él la miró, incrédulo; sus delirios eran mucho más avanzados que ninguna otra cosa que hubiera hallado previamente. Hablaba con tal autoridad, con tal conocimiento del tema, que era difícil no creerla.

—He pasado años desarrollando varias cadenas —dijo ella—, buscando los bloqueadores beta adecuados en un esfuerzo de tanteo. Finalmente, encontré algo que parecía bueno en los compuestos, y me dieron para trabajar un soldado que había sido puesto en detención por reyertas.

—Un sujeto para tu experimento.

Liz asintió.

—Algo salió mal —dijo—. Ahora prepárate; aquí viene la parte extraña.

Aquí viene la parte extraña, se dijo David, y contempló su bebida. Estaba abandonada en una esquina de la mesa. Pensó en cogerla, pero el profesionalismo básico le impidió hacerlo.

Liz se puso en pie de un salto, apoyó los brazos sobre la mesa y atravesó a David con su mirada.

—La droga no funcionó como se esperaba. De algún modo, consiguió abrir las puertas del Tiempo.

David se echó a reír. No pudo evitarlo.

—Lo siento —dijo rápidamente—. Tendrás que admitir que esto está yendo demasiado lejos. ¿Cómo puede una droga afectar al tiempo?

—Bueno, para empezar, el tiempo no existe.

—¿Cómo es eso?

—El tiempo es un concepto que inventamos para ayudarnos a movernos en nuestro mundo. El tiempo es una cantidad sin significado, una simple función de la velocidad de la luz.

—La teoría de Einstein —dijo David, fascinado a su pesar.

—Estando aquí hoy, he demostrado que el tiempo en sí no es una cantidad medible y existente. Pero… ten paciencia conmigo. ¿Qué es la memoria, David? ¿De dónde procede?

—Nadie lo sabe —replicó David—. Es información anterior contenida dentro de nuestras células, nuestros genes, cosas que a veces podemos recordar y a veces no. Nadie sabe dónde o cómo se almacena.

—¿Por qué recordamos algunas cosas y olvidamos otras?

David meneó la cabeza.

—No lo sé.

Liz se agachó y recogió su bolso del suelo. Sacó de él varias jeringuillas llenas de líquido. La mitad de ellas eran claras, la otra mitad tenía un color rojizo.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó él.

—Las cogí del hospital mientras tú hacías tus visitas. Usé un laboratorio vacío para preparar mi droga, y luego llené las jeringuillas.

—¿Tú… robaste ese material?

Ella asintió. Alzó una de las ampollas claras.

—Si tomas mi droga —dijo—, puedes viajar al pasado, hasta donde quieras y durante el tiempo que quieras.

—Viajar…, ¿cómo?

Ella sonrió.

—No conozco mejor que tú las razones, pero tengo una teoría. Verás, cada célula de nuestro cuerpo contiene toda la información que necesita para crear un ser humano nuevo. Esta información es tan vieja como la especie. De hecho, mientras estamos en estado fetal, experimentamos cambios que sugieren todos los niveles evolutivos desde el amanecer del tiempo.

—Sí —dijo David.

Esto era extraño. Liz, que había fanfarroneado con los insuficientes que sacaba de niña en ciencias, presentaba felizmente ahora avanzadas teorías genéticas evolutivas como si hubiera nacido sabiéndolas.

—Cuando oímos algo, o vemos algo, o leemos algo —continuó ella—, ese algo se filtra a través del aparato eléctrico del cerebro y es guardado en alguna parte. Toda la información se almacena así; es al retirarla cuando tenemos problemas. Bien, mi droga lo soluciona. Cuando la tomas, lo recuerdas literalmente todo. Recuerdas todo lo que has conocido o hecho, recuerdas todas las cosas que han hecho tu padre y tu madre hasta que tú naciste. Recuerdas lo que sabían sus padres y madres, y lo que sus padres sabían. Puedes recordar, con la simple claridad de un recuerdo perfecto y total, todo sobre tu línea sanguínea, hasta el mar primigenio.

Esta vez David sí cogió su bebida, y la terminó de un largo trago.

—Muy bien —dijo—. Estoy hipnotizado. No tengo ni idea de lo que está pasando aquí, pero hablemos durante un momento. ¿Me estás diciendo que de algún modo has inventado una droga que afecta a los aminoácidos, al ARN que alberga la memoria, y que puede inducir un estado recordatorio total que comprende no sólo la vida del que la toma, sino también abrirte a los recuerdos de generaciones previas?

Ad infinitum —dijo Liz, sonriendo—. Eres más rápido de lo que esperaba. Sí, puedes viajar por tus líneas sanguíneas en tu mente.

David levantó las manos.

—Eso es magnifico —dijo—, pero… Silv, eso no explica por qué estás sentada aquí, en mi estudio, dentro del cuerpo de mi hermana.

—No estoy… haciendo eso realmente —replicó ella—. Sígueme. Como profesional en el campo de la mente, dime qué es la realidad.

—¿La realidad real o la realidad filosófica?

Liz sonrió.

—Ambas.

David se aflojó la corbata y se arrellanó en su asiento. Si acaso Liz estaba completamente loca —cosa que parecía, desde luego—, era muchísimo más importante como psicótica alucinatoria que como persona cuerda.

—Bien, para cualquier individuo que vive en este planeta, la realidad es el suelo sólido y la vida que ve a su alrededor… pero médicamente la cosa es mucho más compleja. Gran parte de lo que pensamos que es real se crea aquí arriba —y apoyó un dedo sobre su cabeza.

»La mente humana ha evolucionado hasta tener tres veces su tamaño original durante el curso de la existencia de la especie. Las especulaciones sostienen actualmente que la razón para ello fue la creación del lenguaje para expresar nuestro mundo, y luego la expansión para incluir todas las nociones abstractas que acompañan a esa expresión. La realidad es el resultado de esa evolución. Lo que creamos en nuestros cerebros es lo que llamamos real.

—Pero ¿lo es?

—En cierto sentido, sí —dijo él, comenzando a comprender su razonamiento—. Todos creemos en cosas que no son verdad; recordamos hechos que nunca sucedieron, o los recordamos de forma diferente a como sucedieron. Cuando leemos un libro de ficción, creamos esa realidad en el sentido más literal. El libro será real, tan real como cualquier otra información que almacenemos en nuestros cerebros.

—Todo eso es el resultado del conocimiento superficial de las cosas que recordamos —dijo ella—. Sin embargo, las realidades que creamos pueden ser muy fuertes.

—Naturalmente. De eso trata la psiquiatría, de reajustar realidades.

—Supongamos que tuvieras recuerdos absolutos. Supongamos que pudieras recordar exactamente la forma en que sucedieron los hechos, y traer esa realidad, con todo detalle, a primera fila de tu mente.

—En cierto sentido, la estaría recreando.

—En un sentido muy amplio, David Wolf —dijo Liz, con el rostro arrebatado—. Te recordé, y aquí estoy.

—Has vuelto a mi tiempo —susurró David.

Soy tu tiempo —dijo ella—. Lo he creado en mi mente. Te di una visión cuando tenías trece años, y ha infectado cada segundo que has vivido desde entonces. ¿Sabes cuánto tiempo hace de eso?

David calculó rápidamente.

—Veintitrés años.

Ella negó con la cabeza.

—Para mí fue hace un par de horas, y la mayor parte de ese tiempo lo he malgastado en el cuerpo de tu hermana. Recuerda a Einstein, y olvida el tiempo. Los momentos son sólo momentos cuando los estás viviendo.

David se puso lentamente en pie, con la mente hecha un lío. Se acercó a la ventana. Fuera, dos de los pringosos se habían cargado a sus esposas a la espalda y corrían por el patio haciendo el ganso… mientras la mayoría de los otros, completamente vestidos, chapoteaban felizmente en la piscina. Incluso algunos de los remilgados habían salido al patio a estudiar el espectáculo.

Se dirigió a su estantería, el campo de batalla de su vida. Allí, Bertrand Russell y George Bernard Shaw se codeaban cómodamente junto a literatura psiquiátrica y ocultista, la filosofía mezclada con la ciencia, la razón durmiendo con la religión. Había una sección sobre la muerte, un tema que le había fascinado toda la vida. Y estaban los libros y panfletos, todos apilados, todos hablando del mismo tema, la escasez en las reservas de agua. Algo, algo estaba pasando aquí.

Se volvió bruscamente hacia ella.

—¿Por qué? —dijo por fin—. ¿Por qué has venido aquí?

—Necesito tu ayuda —replicó Liz, como si fuera la respuesta más natural del mundo.

—¡Bingo! —gritó él, y se rió ruidosamente—. ¡Has roto los límites del tiempo y el espacio, has viajado hacia atrás por las líneas sanguíneas, has habitado el cuerpo de mi hermana, y necesitas mi ayuda!

—Por supuesto, no crees nada de todo esto —dijo ella en voz baja.

Él se le acercó y apoyó un brazo sobre su hombro.

—Creo que me has perturbado como nada lo había hecho antes, desde luego. Sabes perfectamente dónde alcanzarme. Al parecer eres más brillante de lo que nadie imaginó jamás, Liz, pero no eres una viajera del tiempo. Nadie lo es. Sin embargo, has venido al lugar adecuado en busca de ayuda.

—Dame diez minutos más —dijo ella, apartando la mano de su hombro.

David regresó a su asiento, deseando poder tomar otro trago. Para colmo de males, ahora tenía una hermana loca con que lidiar.

Ella siguió directamente, sin vacilar.

—El hombre con el que experimenté se ha marchado al pasado y se niega a volver.

—¿Y eso qué significa?

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé. Habita el cuerpo de un antepasado lejano, un caudillo militar.

—¿Sabes su nombre?

Ella asintió.

—Al principio se llamaba Napoleón Buonaparte, pero cambió la ortografía de su apellido a Bonaparte para parecerse más a la gente con la que vive.

—¿Napoleón? —dijo David.

—¿Has oído hablar de él, entonces?

David se echó a reír.

—Naturalmente.

Liz asintió.

—Bien, eso servirá de ayuda. Todo esto de viajar en el tiempo es tan nuevo… Hasta ahora sólo he habitado cuerpos durante lapsos muy cortos, y nunca he interaccionado con el cuerpo anfitrión por miedo a cambiar algo.

—¿Quieres decir… cambiar la historia?

—Sí —replicó ella, acurrucándose en la silla—. He intentado hacer regresar a Hersh. Pero se niega. Y tengo miedo de que… haga algo.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Eres psiquiatra —dijo ella, acariciando suavemente las jeringuillas que había colocado sobre la mesa—. No podemos obligarle a volver, pero tal vez puedas hablar con él, analizarle, ayudarle a darse cuenta de que no puede quedarse donde está.

—¿Y por qué yo? ¿Por qué me has elegido a mí?

—Para empezar, no tengo muchos antepasados que sean psiquiatras —dijo ella, mirando intensamente las jeringuillas, como si intentara decidir algo sobre ellas—. Has comprendido todo lo que hemos discutido…

—¿Y? —dijo él, cuando ella vaciló.

Ella apartó la mirada de las jeringuillas y se centró en sus ojos.

—Y ya te he fastidiado, ¿no?

Él extendió la mano hacia una de las jeringuillas. Ella dio un salto, alerta, con el miedo en su rostro. Luego se calmó y le dejó coger una y estudiarla.

—Me ocultas algo —dijo él.

—Ya te he contado lo suficiente —respondió ella, cortante.

—¿Qué hay aquí dentro? —preguntó David, sacudiendo la mezcla.

—La droga. Tienes que prometerme que no la vas a analizar.

—¿Y si lo hago?

—Los resultados estarán en tu cabeza, no en la mía.

David cogió una de las ampollas más oscuras.

—¿Qué hay aquí?

—2,6-diaminopurina —dijo ella—. Es un inhibidor del ARN y actúa como antídoto. Si alguna vez quieres regresar, piensa en el presente e inyéctate.

—¿No desaparecen por sí solos los efectos de la droga? —preguntó él, colocando con cuidado la ampolla sobre la mesa.

—Podrías vivir durante eones de otro tiempo antes de que eso sucediera. ¿Me ayudarás?

—Si me estás preguntando si voy a meterme esa substancia en las venas sin averiguar qué es, la respuesta es no.

—Cambiarás de opinión —dijo ella.

—Lo dudo.

—Tu vida está en una encrucijada —señaló Liz—. Un hecho que sucederá esta noche te hará cambiar de opinión. Por eso estoy aquí. Cuando tomes la droga, reúnete conmigo allá donde tu padre se enteró de lo de Pearl Harbor. Ahora me marcho. Queda mucho por hacer.

Exactamente entonces, los ojos de Liz empezaron a aletear, su cara palideció hasta quedar blanca como la leche. Se deslizó de la silla y cayó al suelo.