El cuerpo vacío de Hersh permanecía relajado en el sillón abatible, y la cabeza echada hacia atrás hacía que su nuez de Adán sobresaliera del cuello. Tenía la cara fofa, y los ojos sólo mostraban el blanco. Podría haber estado muerto. Silv deseaba que así fuera.

Le miró durante varios segundos, dejando que su propia mente se apaciguara, luego empleó su dedo índice para empujar el botón de guía de su silla en dirección a la mesa del laboratorio.

Su respiración era dificultosa, pese al firme flujo de oxígeno que fluía en su nariz desde el frasco sujeto a la silla. Demasiada excitación… Tenía que intentarlo y calmarse lo suficiente para suministrarle el inhibidor del ARN.

Su silla de ruedas se movió en silencio hacia la mesa baja. La habitación era pequeña, apenas un cubículo, y las sucias y cenicientas paredes se cernían a su alrededor. Esto era una locura. Traería de vuelta a Hersh, y luego detendría esta tontería antes de que todo se hiciera pedazos.

Los Ops del Sector no lo entenderían —esto era demasiado grande para ellos—, pero ya se preocuparía del asunto cuando llegara el momento. Estaba segura de una cosa: nunca comprenderían esto. Ella era demasiado lista para estar convencida y demasiado vieja para estar asustada.

La llave colgaba alrededor de su cuello. La sujetó, rompió la cuerda, y luego buscó la cerradura de la caja; el esqueleto externo que sostenía su cuerpo rechinaba levemente bajo sus temblorosas manos.

Metió la llave con esfuerzo en la cerradura y abrió la caja de metal, donde las jeringuillas esperaban colocadas en fila. Buscó las más oscuras, las de diaminopurina, y su sujetador se cerró en torno a una y la retiró sin temblar, de un modo que sus manos ajadas y grises nunca podrían hacer.

No había tiempo que perder. Giró rápidamente la silla hacia Hersh y le inyectó en la arteria carótida, para que el líquido destructor del ARN llegara a su cerebro lo antes posible.

Luego retrocedió, chocando con la mesa que tenía detrás, y observó. La reacción comenzó en cuestión de segundos. El color volvió a la hundida cara de Hersh a medida que la vida regresaba en oleadas a su cuerpo. Sacudió su cabeza contra la consciencia; el soñador no quería despertarse. Una palabra se abrió paso huecamente entre sus labios, casi como si resonara a través de una caverna:

—Nooooooo.

Hersh dio un salto en la silla, enderezándose de golpe, los ojos muy abiertos y furiosos.

—¡No! —repitió—. ¿Qué estoy haciendo aquí?

Ella lo observó con recelo, midiendo la corta distancia que les separaba. Él jadeaba entrecortadamente, mientras su propia botella de oxígeno siseaba en su nariz. Estaba tenso, una pesadilla dispuesta a suceder, y ella se dio cuenta de que en su prisa por hacerle regresar no había previsto bien sus reacciones.

Él se puso en pie, gravitando amenazadoramente sobre ella.

—¡Vuelva a enviarme ahora mismo! —exigió, cada palabra un grito en la habitación cerrada.

—No —dijo ella, firmemente—. Los experimentos han terminado. Le agradezco su cooperación, señor Hersh, pero creo que es hora de dar por terminada nuestra relación. Me pondré en contacto con su unidad, y puede…

—¡No! —gritó Hersh—. ¿Qué pasa con usted, Silv? ¿Cambiaría esto por todo lo que podríamos tener? —hizo un gesto en dirección al cubículo, la cara fija en un rictus de disgusto—. El mundo entero es nuestro.

—No, no lo es —replicó Silv, temerosa de su reacción, de su falta de control—. Todo esto han sido simples experimentos psicotrópicos para retardar la agresividad. Lo otro es simplemente un efecto colateral.

Él se rió, echando hacia atrás su cabeza casi cuadrada.

—Puede que usted quisiera sacar un palurdo de su detención para sus «experimentos», pero yo no soy idiota. —Caminó en círculos en torno a ella, haciéndola sentirse pequeña y atrapada. El control era la especialidad de Silv. Sin él, no era más que una criatura frágil y asustada—. Es usted vieja, Silv, está dispuesta a morir…, pero yo no. Quiero vivir allá arriba, en la superficie. Quiero respirar aire de verdad, comer carne roja y caminar bajo la lluvia…

—Y matar —dijo Silv roncamente—. Y cambiar las cosas.

Él se inclinó ante su rostro.

—Ah, eso es… No quiere que estropee nada. Bien, déjeme que le diga algo al respecto.

Se enderezó, recorriendo la habitación con los ojos. Ella podía pedir ayuda, pero temía que nadie más supiera lo que estaba sucediendo. Advirtió ahora, demasiado tarde, que tendría que haber escondido las jeringuillas antes de traer a Hersh de vuelta.

El hombre la señaló con un grueso dedo.

—¿Por qué debería importarle que yo cambiara algo? ¡Los gilipollas que destruyeron la superficie con sus insecticidas y sus residuos químicos y atómicos no se preocuparon de cómo cambiaban la Tierra para nosotros! Así, generación tras generación, horadamos como topos y vivimos con el dolor causado por nuestros antepasados. Y regulamos nuestros cuerpos con drogas porque no estamos hechos para vivir así. Bien… yo quiero lo que ellos tenían, aquello a lo que tenemos derecho…, y pretendo conseguirlo.

—No está pensando bien, señor Hersh —dijo Silv, probando una táctica diferente—. Suponga que cambia algo en el pasado que afecte a sus propios antepasados. Eso, de hecho, podría impedir su propia creación.

Hersh volvió a reírse.

—Me arriesgaré. —Se inclinó de nuevo hacia ella, colocando una gruesa mano en cada brazo de su silla de ruedas—. Ahora, dígame dónde está el líquido. Tengo una cita, y llego mil años tarde.

—Ya no hay más —dijo ella, pero sus ojos se dirigieron involuntariamente a la mesa de laboratorio y la traicionaron.

Él sonrió, radiante, y le dio un empujón a la silla. Silv se deslizó hacia atrás hasta chocar con fuerza contra la pared; oleadas de dolor la barrieron al sentir que las costillas crujían con el impacto.

Él se acercó a la mesa, sacó una ampolla de líquido transparente de la caja y la alzó. Se relajó inmediatamente, y se llevó la jeringuilla a sus pelados labios para besarla.

—Ahora sólo tengo un problema —dijo.

—Tiene razón —replicó ella, gimiendo, apretándose las costillas con su brazo derecho—. Cuánto tiempo pasará en detención por este arrebato.

—Ése no es el problema —dijo él—. No se atreverá a hablarle a nadie de esto. Piense lo que harían los Ops del Sector con su poción mágica… No, ése no es el problema. El problema es usted.

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella, con voz trémula.

—Quiero decir que, mientras esté usted con vida, puede hacerme regresar.

Ella se enderezó en la silla; su dolor le dijo lo serio que era. Pudo ver la determinación en su rostro, la mortífera determinación.

—Muy bien —dijo, y una oleada de dolor la hizo dar un respingo—. Adelante. Le prometo que no volveré a traerlo.

—Demasiado tarde para eso, Silv —dijo, y colocó suavemente la jeringuilla sobre la mesa de laboratorio. Se rió en voz baja—. Últimamente he aprendido varias lecciones sobre autoconservación.

Empezó a buscar a su alrededor. Ella no supo qué, pero cuando él se inclinó hacia la mesa de laboratorio y empezó a desatornillar una de las patas, supo que lo que buscaba era un arma.

—Por favor, Hersh —dijo—. Soy su amiga. ¿Cómo puede…?

—Sí —dijo Hersh, sacando la pata; la mesa se sostuvo en equilibrio sobre las otras tres—. Cuando me sacó de detención y me metió esa cosa en el brazo, también éramos amigos. No sabía lo que podría haberme hecho.

Ella cerró los ojos y asintió, dejando caer la cabeza hacia delante, apoyando la barbilla en su pecho. Era inútil seguir discutiendo.

Todo se acabó. Todo se acabó.

Podía oírle de pie ante ella, el sonido de su respiración. Curiosamente, Silv no estaba pensando en sí misma, sino en un niño pequeño que tenía miedo de este mundo suyo.

—Me gustaría decirle que lo siento, Silv —le oyó decir—. Pero, si he de ser sincero, no podría importarme menos.

Con los sentidos aguzados, ella oyó el silbido del aire cuando él blandió el garrote de metal. No hubo ninguna sensación. Se dejó llevar —un segundo, una eternidad— por una melodía sin tono que la empujaba hacia atrás.

Abrió los ojos y comprendió que miraba de lado las piernas de Hersh. Estaba en el suelo, su sangre extendida en todas direcciones. Estaba muerta, y lo sabía. Sólo podía imaginar cuánto tiempo pasaría antes de que su cuerpo confirmara el hecho.

Hersh tarareaba felizmente una melodía, mientras destruía las jeringuillas una a una, aplastándolas sobre la mesa.

Regresó a su silla y se sentó, con la jeringuilla transparente en la mano. Llenó su línea de visión. Sonrió a sus ojos abiertos, saludando lo que había muerto en ella.

—Para ser una mujer lista, Silv, fuiste bastante tonta. —Se inyectó en el cuello, sonriendo—. Tal vez eras demasiado vieja para recordar cómo se disfruta de la vida.

Sus ojos fluctuaron, el cuerpo se hundió en la silla. Suspiró largamente, relajado, y se fue.

Y ella se quedó tendida, observando las piernas del hombre, y esperando que su propio cuerpo emprendiera también el último viaje. Sus pensamientos no eran profundos ni particularmente dirigidos. Varias experiencias vitales escaparon por los huecos de su memoria, principalmente pérdidas, emociones perdidas e imposibles de recuperar, placeres y oportunidades escapadas. Era una muerte melancólica, su violencia un contrapunto a su realidad.

Una lágrima inundó su ojo, una lágrima amarga que ardía. No estaba llorando. ¿Podía ser sangre?

Su mente consciente empezó a agruparse, con las imágenes desconectándose y reagrupándose. Otra lágrima en su ojo.

No eran lágrimas, ni sangre. Se trataba de algo que goteaba desde el borde de la mesa de laboratorio hasta su cara. Aunque no podía moverse, podía parpadear, parpadear las lágrimas y retenerlas.

Se sintió llena de una flotante sensación.