Davy Wolf caminaba más alto gracias a sus visiones. Como alguien que existiera a la luz de la certeza absoluta, conocía, realmente conocía el mensaje de la vida, el prístino corazón del tema, claro como el cristal.
Era simple y directo: la gente era estúpida. Era estúpida y egoísta, y carecía de ninguna previsión en lo referente a los asuntos de su planeta y su propia especie.
Los doctores, con sus batas blancas, lo rodeaban por todas partes, dirigiéndole rápidamente por las cavernas del Hospital Estatal. Les había explicado los problemas con la vida y la gente, y ellos habían respondido con negativas. Les había mostrado la Verdad, y le habían contestado con arrogancia. Los médicos eran tan estúpidos como todos los demás… quizás más aún, porque, junto con los habituales defectos humanos, pensaban además que eran Dios.
—Será divertido —dijo el alto doctor Morgan, con la sonrisa en el rostro—. Estarás super cargado y después podrás correr más rápido.
Su madre y Jerry recorrían con él los largos pasillos de falso mármol, pero los habían dejado fuera del grupo de blancos pilares ambulantes. Naomi lloraba en un pequeño pañuelo de encaje perfumado con jazmín.
Olía a alcohol, y Davy pensó que todo lo que tocaba parecía salido de un frigorífico.
—Es el agua —repitió, mirando sus caras de goma, tratando de hacerse escuchar—. Finalmente el agua desaparecerá. Irá a todas partes muy lentamente pero, cuando desaparezca, se acabó.
—Te sentirás mucho mejor después de hoy —dijo uno de los pilares.
—Oh, ¿eso cree? —preguntó Naomi entre sollozos.
—Oh, sí —dijo el doctor Morgan, subiéndose las gafas de montura negra—. Esta máquina es el mayor logro desde la invención de los tranquilizantes.
—Me encuentro bien —dijo Davy.
—Por aquí, hijo —ordenó el doctor Morgan, empujándole a una habitación.
—Simplemente le gusta llamar la atención —dijo Jerry, rodeando con su brazo la cadera de Naomi, masajeándola suavemente.
—Si no hay nada que beber, la vida se muere…, toda la vida. Podemos impedirlo —dijo Davy—. Si mostráramos todos un poco de preocupación…
—Ya hemos llegado, Davy, muchacho —dijo un hombre pelirrojo y de cara roja—. En un momentito, todos esos malos sueños serán cosa del pasado.
—No son sueños —respondió Davy—. Puedo ver… ver el futuro.
El doctor Morgan lo alzó para sentarlo en una mesa acolchada, aunque él era perfectamente capaz de hacerlo solo. Había algo en el hombre que preocupaba a Davy. Era como si fuera una especie de criada profesional, siempre intentando asegurarse de que todo estaba ordenado y perfecto.
—Nadie puede ver el futuro, hijo —dijo, el rostro paternal, la voz tranquilizadora—. Ya tenemos bastantes problemas con comprender el presente, ¿verdad?
—Pero, señor…
El doctor Morgan le apretó con fuerza el brazo.
—¿Verdad?
—Sí, señor —dijo Davy, y se quedó muy quieto, preguntándose por qué la gente empezaba a intranquilizarse cuando hablaba y por qué hablaban de él como si no estuviera presente.
Contempló la habitación. Era blanca y fría, como todas las cosas aquí. La mesa en la que se había sentado estaba directamente en el centro de la pelada habitación; la única otra cosa que había en todo el lugar era una maquinita que tenía dos pomos de plástico delante y un indicador de algún tipo entre ellos. La máquina le asustó.
Los hombres de blanco se volvieron hacia Naomi y Jerry.
—Ahora tienen que salir —dijo firmemente el doctor Morgan, como una orden del Olimpo—. Déjenlo todo en nuestras manos.
—Vamos —dijo Jerry, cogiendo a Naomi por el brazo—. Tomaremos una copa y luego volveremos.
—¿Está seguro de que es lo más apropiado? —preguntó Naomi.
El doctor Morgan asintió, tranquilizador.
—Le aseguro, señora Wolf, que cuando hayamos terminado con Davy sus problemas con la realidad serán cosa del pasado. Nuestra terapia le librará de todos los delirios.
—¡No necesito su fea máquina! —exclamó Davy desde la mesa—. Estoy bien. Simplemente…, simplemente entiendo las cosas, eso es todo.
Los hombres de blanco se rieron, y el doctor Morgan, con una leve y fija sonrisa en la cara, sacó a su madre de la habitación, cerrando la puerta con llave tras ella.
Se dio la vuelta y se acercó a Davy.
—Quítate la camisa y los pantalones —dijo.
—Hace frío —contestó Davy—. No quiero hacerlo.
El doctor Morgan asintió, y luego hizo un gesto a uno de los hombres. El ayudante, un negro delgado, se acercó a Davy y empezó a desabrocharle los botones de la camisa.
—Es realmente por tu bien, hijo —dijo el doctor Morgan, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué van a hacerme? —preguntó Davy, mientras el negro terminaba de quitarle la camisa y empezaba a trabajar con su cinturón.
—Te gusta hablar sobre el futuro —dijo el hombre—. Bien, ¿ves esa máquina? Es el futuro. Te conectaremos a esa cosa y, antes de que te des cuenta, todos los malos sueños habrán desaparecido.
—No son sueños.
—Claro que lo son —dijo el doctor Morgan, con la misma certeza que Davy tenía sobre las cosas. El niño se preguntó si el médico habría oído también alguna voz.
—Si pudiéramos dar los pasos necesarios para no contaminar nuestras reservas de agua, podríamos vivir en la superficie durante mucho tiempo. Es un poco como una cuestión de repartir los residuos adecuados. ¿Saben ustedes que incluso ahora los bidones de gas nervioso de la Segunda Guerra Mundial están empezando a deteriorarse y a fluir en los suministros de agua? Sin agua, todo lo demás muere.
—Ayer llovió —dijo el negro, quitándole a Davy los pantalones sin sacarle los zapatos—. De hecho, lleva semanas lloviendo. No creo que vayamos a quedarnos sin existencias.
—Hay agua —dijo Davy—. Pero ¿qué hay de la calidad…?
—Ahora tienes que tumbarte —dijo el negro, y le tendió en la mesa. El acolchado de goma estaba helado y le hizo dar un brinco. Todos los hombres de blanco lo interpretaron como un mal signo y corrieron hacia él. Le sujetaron entre tres.
—¡Suéltenme! —gritó Davy—. ¿Qué están haciendo?
—Ahora tranquilízate, hijo —dijo el doctor Morgan—. No hay necesidad de excitarse. Además, nadie puede oírte fuera de esta habitación.
—¿Dónde está mi madre?
—La verás muy pronto —dijo el médico, y se dirigió a la máquina. Cogió una anilla de metal con cables colgando de ella y regresó; se inclinó para acercar su cara a la de Davy—. Esta cosita va a ayudarte a que vuelvas a ser normal, Davy. ¿No será hermoso?
—Ya soy normal —replicó Davy, debatiéndose bajo el confinamiento—. ¡Suéltenme!
—Es como una droga maravillosa, Davy, y el Hospital Estatal es uno de los primeros lugares en tenerla. —El buen doctor fijó la anilla de cromo en la cabeza de Davy, ajustándola para que le encajara. Dos almohadillas de metal sobresalían ligeramente de la anilla y se apoyaban, con firmeza, en cada una de sus sienes—. Esto acabará con la otra persona que hay dentro de ti. ¿No será agradable?
—Necesito advertir a todo el mundo sobre el agua —dijo Davy.
Todos los hombres se rieron.
—La vida es una cosa hermosa y maravillosa. Necesitas empezar a disfrutarla. El presidente Kennedy y los científicos van a ponernos en la Luna dentro de unos pocos años. Tienen el futuro bajo control. Comprenderás.
—Siempre han pasado cosas malas. Nadie puede protegernos de nosotros mismos.
El doctor Morgan se enderezó y se acercó a la máquina, asintiendo rápidamente a las otras batas blancas. Todos aumentaron su presión sobre él, apretándolo más contra la mesa.
Davy se asustó de veras entonces. ¿Qué estaban haciendo?
—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá!
Uno de los hombres le metió un pequeño tubo de goma en la boca, ahogándole, y le dijo que mordiera.
Vio las manos del doctor girar al mismo tiempo los dos pomos de la máquina. Vio la aguja empezar a subir, luego su interior se iluminó como un millón de flashes destellando… ¡Espera, creo que te va a gustar esta foto! No hubo dolor, ni sensación de ningún tipo. Fue consciente de que su cuerpo se elevaba de la mesa a pesar de todos los hombres que trataban de retenerlo. Y hubo un grito, perdido en algún lugar dentro del vórtice que le engullía hacia abajo, abajo, abajo, hacia la aturdidora oscuridad donde no había sueños ni futuros.