La psicología que lo explica todo
no explica nada,
y aún estamos en la duda.
—Marianne Moore
David Wolf sacó su Porsche blanco del aparcamiento del Hospital Estatal y se dirigió a la Calle Trece y el laberinto de estructuras del Hospital Policlínico que se encontraban apretujadas allí. Lo llamaba Callejón Sangriento, el lugar donde la gente que no podía permitirse ser auténticos pacientes acudía en busca de cuidados médicos a aprendices de doctor que no podían permitirse cometer errores con pacientes auténticos y por eso practicaban con los otros.
Éste no era el caso de David. Tenía su propia práctica, su propio programa de casos seguros de neurosis y depresión, suficientes para comprarle un nuevo sofá y redecorar su consulta todos los años. No, David Wolf no encajaba con el molde. Tenía otros motivos para perder el tiempo en el Estatal, y aunque como siempre trataba de considerarse un altruista, no era así realmente.
Aquélla era una noche caliente y seca de finales de primavera, y el firme viento de Oklahoma era lo único que impedía que fuese sofocante. David se aflojó la corbata e inspiró, con la cabeza llena de pensamientos sobre Sara. Mo le había acusado prácticamente de conducta poco ética por tratar con la mujer. ¿Era cierto?
No lo sabía. Hacía años que Sara era considerada una víctima sin esperanza. Podía enumerar un montón de medidas desesperadas probadas con ella. Pero no era eso lo que Mo había querido decir… El viejo se preguntaba por los auténticos motivos de David: ¿estaba tratando realmente de ayudar a la mujer, o era simplemente un experimento? El placer que había obtenido de los resultados de la sesión de hoy, ¿era a beneficio de ella o de él?
¿Era siquiera una pregunta justa?
Giró hacia Lincoln Boulevard, en dirección al edificio del Capitolio del Estado. La respuesta a su pregunta tal vez era la respuesta a un enigma de su vida… pues David Wolf era un hombre de sentimientos y acciones contradictorios. Como un animal, olisqueaba el suelo en busca de respuestas sin saber las preguntas. Capaz de una gran compasión, se veía elevado a alturas de vicio que le sorprendían y le asustaban cuando decidía examinarlas…, cosa que no hacía normalmente. Quería una razón para las cosas, y sin embargo huía ante toda razón. David Wolf era un hombre para quien las frustraciones eran como el aire, y gran parte de esas frustraciones se centraban en sus ricos pacientes.
Usaba a sus pacientes regulares del mismo modo que un violador utiliza a sus víctimas, obteniendo placer de sacar sus miedos internos y luego humillarlos. Había descubierto que a los ricos les encanta ser humillados; es la forma que hallaban para aliviar la culpa por su egoísmo y lo sobresaliente de su dilapidación.
Pero, en el Estatal, las cosas eran diferentes. Mo había dicho que los psiquiatras se especializaban en sus propios desórdenes. En el Estatal, David trataba completamente con esquizofrénicos, sumergiéndose en sus vidas y confusiones con una profundidad y cuidado absolutamente opuestos al resto de su vida. Pero… ¿trataba de curar a los pacientes, o a sí mismo?
Sentía que Sara era como un puente entre sus dos yo. Quería ayudarla, pero la idea de una abertura en la terapia de regresión era como una dosis de B-12 en el culo. Su propia mente era un amasijo de memorias pasadas y futuras, su propia concepción del tiempo algo que nunca viajaba en línea recta.
Pasó junto al Capitolio, con su techo plano y su cúpula sin terminar desde hacía casi cien años. Recorrió Lincoln Boulevard, dejó atrás las putas que salpicaban la calle, y en la vieja 66 giró hacia el sur, en dirección al dinero nuevo.
Había buscado a Liz después del turno, pero ya no estaba en el edificio. Se había comportado como una loca, aunque su hermana nunca se destacó por su estabilidad. Bueno, si tenía algo que decirle, podía localizarle en cualquier otro momento. Si quería desafiar a Bailey, era problema suyo.
Tomó el camino de costumbre a casa, a través del viejo barrio de Nichols Hills, y se preguntó cuántos problemas tendría por llegar tarde a la fiesta de Bailey. Era su tercera esposa, y la que mejor gritaba de todas. Por alguna razón, pensaba que la comunicación sólo podía ocurrir en los niveles superiores de decibelios, en alguna parte entre la música heavy metal y las explosiones atómicas. En realidad a él no le importaba, pero se preguntaba qué efecto tendría a la larga en su capacidad de audición.
Naturalmente, las esposas de David nunca parecían durar largo.
Pasó junto a las mansiones de los ricos de toda la vida, sitios que pertenecían y eran dirigidos por muchos de sus viejos parientes, y luego acortó por May Avenue hacia su barrio, del tipo construido en torno a pistas de golf por gente que no había aprendido aún que el dinero significa responsabilidad. De hecho, había tres tipos de dinero en Oklahoma: el viejo, el nuevo y el cutre. Este último era el peor. Todos eran prospectores petrolíferos de poca monta que habían hecho su fortuna en el tipo de terreno para el que los ricos de verdad contrataban jardineros. Los pringosos petroleros no tenían respeto por su dinero. Construían grandes palacios estilo establo en el lado equivocado de la ciudad, y conducían sus Lincoln como si fueran tanques Sherman. Los hombres bebían cerveza directamente de la botella y sus esposas bebían cosas raras de extraños colores en vasos altos. Todos adoraban los pantalones vaqueros y las botas de cuero de caña alta, y se construían clubs tamaño estadio y salones de baile donde no tenían que quitarse los sombreros de cowboy a la mesa.
David Wolf nunca había usado sombrero de cowboy. En el barrio del dinero cutre, eso era equivalente a una confesión de homosexualidad.
Dejó atrás la entrada del campo de golf y subió la larga y serpenteante colina que se asomaba al green diecisiete y conducía a su casa.
El amplio y semicircular camino de acceso estaba ya lleno de coches, lo que le obligó a aparcar en la calle. Su casa era grande, cuadrada y con forma de caja, con una alta pared de cemento que lo cerraba todo menos el frente. Parecía alternativamente una penitenciaría o un rascacielos chato.
La fiesta estaba en pleno apogeo cuando abrió la puerta principal. Como el escape de un colchón de agua con goteras, empapaba toda la sala y llegaba hasta el patio trasero donde, al parecer, tenía lugar una especie de comida al aire libre. De entrada, parecía peor que la mayoría. Era una combinación de los relamidos amigos universitarios de Bailey y sus amistades de la zona sur, residuos de su dinero cutre.
Como el óleo y las acuarelas, los dos grupos se habían autosegregado: los relamidos de puertas para adentro, cerca del bar, y los pringosos en el patrio trasero, al parecer cerca de los grandes espacios abiertos que los habían producido.
Como una perversa Campanita, Diane Bailey Wolf revoloteaba entre los dos grupos, el pelo rubio ondeando tras ella, el brillante traje de anfitriona, los ojos encendidos como los faros de un Buick…, hasta que vio a David.
David giró hacia el bar, avanzando rápidamente a través de la multitud mientras ella se apresuraba a adelantarle. David le ganó, aunque para hacerlo tuvo prácticamente que derribar a una lesbiana que se consideraba poeta. Llegó al bar español donde Max, que les limpiaba la piscina, atendía la barra con aspecto incómodo, enfundado en una almidonada chaqueta doméstica blanca.
—¿Qué va a servirse, señor Wolf? —preguntó, con los ojos fijos en las baldosas de lo alto del bar.
—Escocés —dijo David, mirando por el rabillo dónde estaba Bailey. Bien, se había detenido a charlar con un tipo bajo y calvo vestido con una camiseta y chaqueta deportiva—. Que sea doble, y rápido.
—Sí, señor —dijo Max, y alzó una botella—. ¿Esto es escocés?
—No —respondió David, frunciendo el ceño ante la botella de whisky canadiense—. La botella regordeta de allá. ¿Qué demonios estás haciendo aquí, por cierto?
—No lo sé —dijo de mal humor el curtido hombre—. Supongo que la señora no pudo encontrar ningún negro con el tiempo suficiente.
—Es duro, ya lo veo —accedió David.
Echó una ojeada a su alrededor. Bailey se había librado del calvo y se dirigía hacia él. Inspiró y se prometió no tomárselo en serio. Bailey y la bebida llegaron al mismo tiempo.
—Llegas tarde —dijo ella—. Estaba preocupada.
David no pudo resistirlo.
—No te has preocupado por nada desde que inventaron la bolsa Gucci falsa.
—Eres un sucio y podrido hijo de puta —dijo ella en un ronco susurro—. Te odio.
—Estoy bien, gracias —respondió David, dando un largo sorbo—. El día ha sido un poco duro, pero sabiendo que tendría a mi amorosa esposa en casita…
—Que te den por el culo. ¿Dónde demonios has estado?
—Me entretuve en el Estatal.
—¡La noche de mi fiesta! —dijo ella, iniciando un mini-crescendo—. La noche más grande de mi vida, me dejas por… por… ¡por clientes que no pagan!
Él asintió.
—Me declaro culpable —dijo, y volvió a beber—. Aunque creía que la fiesta de la semana pasada fue la noche más grande de tu vida.
Los ojos de ella se sesgaron y brillaron: el preludio de los lagrimones y las pataletas.
—¿Cómo es posible? —gimió—. ¿Cómo puedes odiarme tanto?
—Oh, vamos… —dijo él, apoyando una mano sobre su brazo. Ella se apartó—. Diane, por favor —pidió David. Acabó la bebida e hizo un rápido gesto a Max para que volviera a llenarla—. No pude evitarlo. No quería llegar tarde, te lo juro por Dios. Pero soy médico, tengo mis responsabilidades.
—Nunca llegas tarde a tus propias fiestas. ¿Es que mi vida no es tan importante como la tuya? A mí me importa tu vida, pero la mía es inútil para ti.
—Vamos, Diane. Eso que dices no es justo…
—Piensas que soy estúpida, ¿verdad? Una foca fea y estúpida. Bien, pues Jeffery no cree que lo sea. Piensa que soy una escritora con auténtico talento.
—Apuesto a que tampoco piensa que eres fea —dijo David, y lo lamentó de inmediato. Llegó la segunda bebida, y empezó a tragarla todo lo rápido que era humanamente posible.
—¿Qué se supone que significa lo que has dicho? —exigió ella, ahora más fuerte—. ¿Se trata de eso? Llegas tarde porque estás celoso… ¡Maldito hijo de puta!
Como siguiendo una pista, el calvo empezó a caminar hacia ellos. Sí, tenía el aspecto —un despegado savoir faire— que Bailey buscaba siempre. Sólo podía tratarse de Jeffery, el profesor de literatura.
David terminó el trago y pudo sentir la oleada de aturdimiento anular felizmente su cerebro. Bien. Se estaba baileyzando. Una o dos copas más, y podría sentirse casi humano en esta casa. Lo más loco de todo era que antes de casarse sabía, de verdad, lo que era ella, y que se llevaría lo peor de todo.
—Usted ha de ser el doctor Wolf —dijo el hombre, tendiendo una mano blanda y regordeta—. Soy Jeffery Truitt.
David le sonrió al hombre, y luego a Bailey, cuyo rostro se había vuelto radiante y angélico de nuevo.
—De modo que es usted el profesor de literatura —dijo, mientras le estrechaba la mano.
—Oh, Jeffery es más que un profesor —dijo Bailey, con los ojos chispeando—. Es autor de varios libros publicados de prosa y poesía. Escribió una novela sobre un detective privado polaco que sufría estigmas.
—Tal vez la he leído —comentó David, dirigiendo la mirada al bar y su nueva bebida—. ¿Cómo se titula?
El hombre miró al suelo durante un minuto.
—Bueno, la titulé «La pasión de un hombre acosado», con un sentido muy metafísico. Pero los editores no lo comprendieron así, y la llamaron El poder y la sangre.
—¿Hay una secuela? —preguntó David amablemente.
—No —respondió el hombre con profunda vehemencia—. Soy demasiado original para el establishment de Nueva York. Supongo que estará usted muy orgulloso de su encantadora esposa…
—En ocasiones —replicó David—. Depende de lo que haya hecho.
—Es toda una escritora. —La palmeó fraternalmente en el hombro, reteniendo la mano un segundo de más.
—Oh… —dijo Bailey modestamente—. David no quiere oír estas cosas.
—¡Pero sí! —protestó David, un buen principio para la siguiente bebida—. Cuénteme. ¿Cuál es la gran noticia?
La cara del hombre se puso seria, igual que la de Diane. David lo intentó también, pero no pudo.
—Acaba de terminar una novela que desenmascara la corrupción política en el estado de Oklahoma.
David alzó una ceja y miró a Bailey.
—Creí que le habías prometido a tu padre que nunca escribirías sobre él.
—Mi padre nunca cogió un dólar deshonesto en toda su vida —dijo ella, siempre dispuesta a disculpar las acusaciones de fraude de doscientos comisionados del condado.
—Ése es el problema —replicó David—. Lo que cogió fue dinero honesto.
En ese momento sonó el timbre.
—¿Más compañía? —dijo David—. ¡Magnífico!
Bailey le miró con recelo, y el timbre volvió a sonar.
—Id conociéndoos —dijo ella—. Ahora mismo vuelvo.
Giró en redondo y se marchó. David se quedó mirando a un hombre casi un palmo más bajo que él. Echó un buen vistazo a su calva coronilla, maravillándose de los riscos y valles.
—¿Qué, se está usted follando a mi mujer? —le preguntó a Jeffery.
—¿Perdón? —dijo el hombrecillo.
—No, eso debería haberlo dicho antes de joderla.
—Le aseguro que no sé de qué me está hablando.
David le sonrió.
—Mi esposa es incapaz de escribir ni siquiera una buena necrológica, y usted lo sabe. Se acuesta con todos sus profesores. Es lo máximo que se acerca al arte auténtico.
—¡Márchate! —gritó Diane desde la puerta—. ¡Vete ahora mismo!
David se volvió para ver a Liz de pie en el umbral, con aspecto decidido, agarrando con fuerza su bolso.
—La tropa está al completo —murmuró, y alzó su bebida—. Salud. —Apuró el escocés y le hizo un guiño a Jeffery, quien no supo si envalentonarse o echar a correr en busca de refugio. David le miró y sacudió la cabeza—. Si uno se acuesta con cerdos, acaba por pillar la triquinosis —dijo seriamente—. Piénselo.
Cogió los restos de su bebida y se acercó a la puerta, a tiempo de oír un gesto muy poco característico de su hermana.
—Lamento las cosas que he dicho de ti en el pasado —estaba diciendo Liz—. Espero que me perdones.
—Cuando llueva dinero del cielo, encanto —replicó Bailey—. Ahora lárgate de aquí, puñetera perezosa, antes de que haga que Max te eche a patadas.
—Ni siquiera te atrevas —dijo David, acercándose para abrazar brevemente a Liz—. Tenemos unos asuntos familiares que discutir.
Bailey se volvió hacia él, airada.
—No me presiones, David. Si esa mujer entra en esta casa, yo me marcho.
—¿Qué hay de tu fiesta? —preguntó David.
—Al carajo la fiesta.
—Sé mi invitada —dijo David, extendiendo una mano hacia Liz. Se volvió a Diane—. Cuando te marches, grábalo en vídeo. Lo veré después.
—Te estoy diciendo que no lo hagas —amenazó Bailey.
David asintió, sintiéndose de inmediato demasiado sobrio.
—Lo sé —dijo—. Estoy seguro de que encontrarás un medio de desquitarte.