Los franceses son altamente individualistas e ingobernables, y lo más extraordinario es que, aunque proyectan grandes líderes aproximadamente una vez cada siglo, esos líderes gobiernan con efectividad pero luego legan el caos.
—C. L. Sulzberger
El general Napoleón Buonaparte se encontraba de pie junto a sus dos cañones de ocho libras y contemplaba, a través de la llovizna, la extensión de la Rue Neuve Saint-Roch, con la iglesia de Saint-Roch aguardándole orgullosamente al final de la larga manzana empedrada.
Estaba mojado, empapado después de dieciséis horas de lluvia otoñal parisina, sin que su raído uniforme le ofreciera ninguna protección para el frío o la lluvia. Era la tarde del 13 de Termidor —el 5 de octubre—, y esperaba pacientemente para defender la República.
El cielo era gris, una sinfonía de grises a medida que los mojados edificios de piedra y las calles reflejaban su ordinariez a las cargadas nubes. Sonaban los truenos, y los caballos retrocedían ante el fragor.
—¿Son tambores? —preguntó Barras, a su lado.
Buonaparte miró al hombre que montaba junto a él un magnífico corcel gris, con su uniforme y modales marcándole con el inconfundible aspecto de la autoridad. Desgraciadamente, el aspecto suele confundir.
—No, señor —respondió Buonaparte, compartiendo una mirada con sus artilleros.
—Tal vez os equivocasteis —dijo Barras.
—Vendrán —dijo el joven general—. Tienen que venir a nosotros. No tienen otro camino.
Y vendrían. Para llegar a las Tullerías, la sede del gobierno, las tropas realistas y anarquistas, treinta mil en número, tendrían que cruzarse inevitablemente en su camino. Después de la Revolución, la toma de las Tullerías podía ser el único signo definitivo y real de hacerse con el poder. Y Buonaparte tenía todos los caminos de acceso sellados con los cañones que había traído de Sablons durante la noche.
Otra vez el fragor; las tropas francesas a lo largo de toda la calle prestaron atención.
—Truenos —rezongó Barras.
—No, ciudadano —corrigió Buonaparte—. Tambores.
Los gritos comenzaron casi inmediatamente, y luego los disparos, cuando las tropas rebeldes —con las bayonetas caladas— cargaron contra las barricadas emplazadas para proteger la Rue Saint-Honoré, a una manzana de distancia.
—Ahora veremos —dijo Barras, tratando de contener el caballo, que se había asustado.
—Vendrán —dijo Buonaparte, luego hizo un gesto a los artilleros—. Cargad con metralla.
Los hombres se apresuraron a obedecer; mientras, los sonidos de la batalla se hacían más fuertes a su alrededor. Buonaparte contempló sin decir nada cómo cargaban la boca de los cañones con cadenas y barriles de clavos y dirigían la trayectoria hacia las calles. La Revolución le había dado su nombramiento y su vida, y tenía intención de protegerla junto con su Constitución. Aun siendo corso, se había salvado de la purga que había hecho mella en las filas de los oficiales del ejército de noble cuna. Había sido ascendido de capitán a brigadier general en cuatro meses, solamente debido a su mando de las brigadas de artillería en la batalla de Toulon. Y ahora se encontraba junto al comandante en jefe del interior defendiendo al gobierno, y el comandante mismo nunca había ascendido más allá del rango de segundo teniente.
Eran tiempos de excitación, de cambio. Eran tiempos de soñadores que podrían ser reyes sólo con tener el coraje y la imaginación de extender la mano y coger lo que ya estaba maduro y a su alcance. El viejo mundo había muerto en un espumarajo sangriento, y ahora entraba aire fresco por todas partes para llenar el vacío. Sin embargo, Buonaparte tenía ventaja en esta pugna de recién llegados: tenía los cañones. Cuando todos los otros oficiales de artillería del ejército francés emigraron, quedó él solo para defender París. Esperaba a los rebeldes con deliciosa anticipación, sus claros ojos azules fijos en la calle vacía, su interior ardiendo de excitación.
Tenía veinticuatro años.
Una algarabía se alzó en la distancia. Buonaparte se volvió hacia Barras, que ya le miraba, con su rostro delgado y hermoso endurecido como el granito. Las defensas del hombre habían caído. Todo lo que separaba Francia de las manos de la turba eran los cuarenta cañones de Buonaparte.
El joven general mostró una tenue sonrisa. Sintió el ímpetu de la historia y se alzó para recibir su acometida.
—¡Preparaos para disparar! —gritó, y un puñado de regulares de casaca azul tomaron los portales y los setos.
Y vinieron: una turba aulladora que fluía por las calles delante de la iglesia, disparando salvajemente, impulsada por su abrumador número.
—Apuntad —dijo Buonaparte a los artilleros, mientras la multitud cargaba hacia ellos. Eran como una ola arrasando los guijarros húmedos y resbaladizos. Pero todavía no estaban lo bastante cerca.
—¡Fuego! —ordenó Barras, tan asustado como su caballo, y los artilleros obedecieron. La metralla compuesta de trozos de cadena y clavos abrió una brecha sangrienta en las primeras filas.
Buonaparte miró con furia a su comandante, pero se contuvo. Habría suficiente gloria para todos al final del día.
—¡Cargad de nuevo! —gritó, por encima del humo negro y el olor a pólvora.
La multitud volvió a atacar, y Buonaparte pudo oír sus otras baterías disparar en la Rue Saint-Honoré, a una manzana de distancia. De repente, una cuchillada de dolor atravesó su cabeza y se dobló, pensando inicialmente que le habían herido. Pero el dolor remitió en un instante, dejando tras de sí una oleada de sensaciones desconocidas y extrañas.
—¡Fuego! —se oyó decir, y las palabras fueron seguidas por un estallido de risa que se perdió en medio del fragor de los cañones.
Era como si alguien, algo, hubiera tomado posesión de su cuerpo. ¿Un demonio? Tonterías.
Tenía la espada en la mano. Trató de apartarla, pero no tenía control sobre su propio cuerpo. La alzó por encima de su cabeza, un gesto que enfurecería con toda seguridad al vanidoso Barras.
—¡Luchad, hijos míos! ¡La Revolución! ¡La Revolución!
Dispararon otra andanada. Las calles grises estaban cubiertas ahora de rojo y salpicadas de cadáveres. Los rebeldes retrocedieron, reagrupándose inmediatamente para iniciar otra carga.
Su mente se llenó con pensamientos que no pudo comprender, de otras guerras en otros tiempos. Temió por su cordura…, pero todo parecía claro, tan claro como el cristal.
—¡Fuego!
Los cañones rugieron, la fachada de la iglesia se desmoronó en una bruma de polvo blanco a una manzana de distancia. No tenía ningún control sobre sí mismo o sus inmediaciones. Fuera lo que fuese lo que había tomado posesión de su mente, lo había hecho por completo.
Uno de los soldados salió de su parapeto y cruzó la calle, directamente entre los cañones y la turba. Se tambaleaba levemente, con la cara llena de perplejidad. Se descubrió contemplando el espectáculo, preguntándose si sería Silv.
¿Silv? ¿Quién era Silv?
—¡Fuego! —gritó, antes de que el soldado tuviera tiempo de cruzar la calle. Pero los artilleros esperaron, sólo un segundo de más, y el soldado salió de la línea de tiro cuando las bocas de los cañones escupían ya su muerte caliente a la multitud.
El soldado se abrió paso, la cara furiosa ahora, entre Barras y el general Buonaparte.
—No puedes hacer esto —dijo—. No tienes ni idea de lo que puedes provocar…
—Haré lo que me plazca —se oyó decir Buonaparte, luego se rió del soldado—. No puedes hacer nada para detenerme. ¡Fuego!
Los cañones tronaron otra vez. El soldado le agarró por las solapas.
—Por favor, tienes que escucharme. No puedes…
Napoleón Buonaparte, el corso, soltó la tenaza que sujetaba su chaqueta y empujó al soldado contra el caballo de Barras, que echó a correr. Barras llegó casi a las puertas de las Tullerías antes de volver a recuperar el control.
—¿Qué sucederá si cambias algo, Hersh? —gritó el soldado, manteniéndose fuera del alcance de su brazo—. Has tomado el cuerpo y la mente de este hombre y estás guiando sus tropas. ¿Qué pasará si cambias el curso de la historia?
—¡No me importa, Silv! —respondió la presencia en Napoleón—. ¡Y no puedes tocarme! Ahora estoy aquí, y voy a quedarme.
—Ya veremos —dijo el soldado, entornando los ojos. De repente, su cara se volvió floja y pálida, y se desplomó inconsciente en el pavimento.
La cosa dentro de Buonaparte resopló con desprecio y luego se volvió hacia los artilleros.
—¡Fuego! —gritó, y la metralla diezmó una vez más las filas.
Esta vez, cuando la multitud se rompió, no volvió a reagruparse. La gente huyó, histérica, hacia las calles cercanas, dejando detrás varios cientos de cadáveres.
—¡Perseguidlos! —gritó Buonaparte a la caballería—. ¡Mantenedlos a raya!
Y cinco mil tropas leales cargaron contra los treinta mil, persiguiéndoles por las calles de la ciudad y, finalmente, a través de las alcantarillas.