Un niño simple

que contiene levemente su aliento,

y siente la vida en cada miembro,

¿qué puede saber de la muerte?

—Wordsworth

Davy Wolf estaba sentado delante del televisor, escuchando al presidente de los Estados Unidos, y sintió la engañosa mano de la muerte sobre su hombro. Sus temores amenazaban con desbordarle, por la injusticia de todo aquello. No podían quitarle estúpidamente todo su mundo, su esperanza de un futuro. No estaba bien. Ellos habían vivido sus vidas. ¿Por qué no podía él hacer lo mismo con la suya?

—…la conducta agresiva, si se permite que crezca sin vigilancia y sin ser molestada, conduce finalmente a la guerra. —El presidente Kennedy miró directamente a la cámara, la voz clara y firme—. Esta nación se opone a la guerra. También somos fieles a nuestra palabra. Nuestro objetivo prioritario, por tanto, debe ser impedir el uso de esos misiles contra éste o cualquier otro país y asegurarnos de su retirada o eliminación del hemisferio occidental.

—¿Quieres bajar el sonido de ese maldito aparato? —ordenó su madre, con la voz beligerante por el alcohol.

¿Es que no comprendía?

—Mamá, vamos a hacer un bloqueo a Cuba…, los rusos…

Davy extendió una temblorosa mano y bajó el volumen. Comprendía lo que significaba la guerra nuclear. Llevaba meses soñando con ello, grandes nubes en forma de hongo destrozando vidas felices, y en sus sueños él estaba siempre corriendo, corriendo, pero sin dirigirse nunca hacia ninguna parte… y eso era lo que le daba más miedo.

Como precaución militar necesaria he reforzado nuestra base en Guantánamo, evacuado hoy los contingentes de nuestro personal allí, y ordenado a unidades militares adicionales que se pongan en estado de alerta.

Davy flexionó las piernas y se las abrazó con fuerza. Habría grandes tormentas de fuego y no se podría beber agua. Toda la comida… envenenada. ¿Qué clase de mundo es ése? Nunca aprendería a conducir, ni sabría qué tenían las chicas debajo de la ropa.

La puerta delantera se abrió de golpe y Jerry, el amigo de su madre, entró tambaleándose. Iba vestido con un viejo uniforme del ejército que ya le quedaba demasiado apretado. Tenía la cara arrebolada, los ojos vidriosos.

—Estoy preparado —dijo—. Nos llamarán antes de que eso termine.

—¿Qué demonios te ha pasado? —dijo su madre con voz llana, gutural.

—Vamos a entrar en guerra —respondió Jerry, y se dejó caer de rodillas junto a Davy—. Nos han llamado a todos. —Palmeó a Davy en la espalda, con fuerza—. Vamos a darles una buena patada en el culo a los rusos, ¿verdad, chico?

El aliento del hombre apestaba a alcohol. Davy sintió que todo se cerraba a su alrededor.

—No —dijo—. No comprendes…

—Comprendo —dijo Jerry, poniéndose en pie—. Tendríamos que haberlos cosido a balazos después de tomar Berlín.

El camino que hemos escogido para el presente está lleno de azares, como todos los caminos; pero es el más consistente con nuestro carácter y coraje como nación y nuestros compromisos con el mundo. El precio de la libertad es siempre alto…, pero los americanos siempre lo han pagado.

—¡Estás borracho! —gritó su madre.

—¿Y qué? —repuso Jerry—. ¿Y qué, joder? Un hombre tiene derecho…

—Ibas a llevarme a cenar.

—¡Me marcho a la guerra!

—Y un camino que nunca escogeremos es el camino de la rendición o la sumisión.

—¡Márchate de mi casa, jodido gilipollas!

—Oh, venga ya, Naomi. Venga, dame un poco de azúcar…

Giraba en la cabeza de Davy, resonando en su cráneo, tratando de salir.

—¡Quítame las manos de encima!

Jerry había agarrado a su madre y la atraía con fuerza hacia él, cubriéndola con las manos.

—No puedes despedirme por las buenas, encanto. Venga, ya sabes para qué vales…

Davy se levantó, confuso, y se dirigió hacia ellos.

—¡No, Jerry! —su madre estaba luchando realmente con el hombre—. Ahora no…, los niños…

La cara de Jerry era oscura, maligna.

—¡Al carajo los niños!

Le abrió la blusa, empujándola burdamente hacia el sofá.

—¡No! —gritó Davy, agarrando a Jerry del brazo—. ¡Déjala!

Jerry se volvió hacia él y su cara pareció la de un animal, la de un hombre lobo. Giró moviendo su manaza y Davy voló por la habitación, con los gritos de su madre resonando en sus oídos. Trató de sentarse… la cabeza le daba vueltas donde había chocado contra la pared, y justo entonces, cuando se sentía a punto de estallar…

… su mente se expandió.

Hubo una voz, y una visión.

La voz trató de razonar con él, de calmarle. Pero la visión… la visión lo era todo. Clara como el cristal, y cargada de comprensión. Le mostró la historia del mundo, su mundo, y más allá. No había bombas en este mundo. Sólo el deterioro gradual provocado por la autocomplacencia. Era la inevitabilidad que lo consumía: el monstruo del egoísmo, que espera para destruirlo todo. Las visiones mostraron todo lo demás. Veneno en la tierra, en el agua, en el aire, en la población…, un mundo gastado, incapaz de abastecerse. La vida en la oscuridad, bajo tierra, muy hondo. La visión estaba preñada de desesperación, como sus sueños. Pero supo, realmente supo, que la visión era real. No había esperanza. No había futuro.

Davy Wolf tenía doce años, y la esperanza era su soporte. Darse cuenta de aquello provocó un dolor interior que encontró intolerable en todos los aspectos.

Se rindió. Ni siquiera pudo oírse gritar, ni aun después de que vinieran y se lo llevaran.