El neurótico es el hombre que construye un castillo en el aire. El psicótico es el hombre que vive en él. Y el psiquiatra es el hombre que cobra el alquiler.

—Anónimo

—¿Qué sucede ahora?

—Mi padre me sostiene sobre sus hombros, me alza por encima de su cabeza para que yo pueda ver. El salón está abarrotado, hay mucha gente empujando para ver al gran hombre. Nunca he visto una habitación tan enorme. Mi padre me dice que este hombre es más importante que ningún otro hombre en el país, pero yo no puedo comprender cómo alguien puede ser más grande que mi padre.

—¿Qué edad tienes?

—Cuatro años.

—¿Quién es el gran hombre?

—No lo sé. Me siento feliz porque es como una fiesta…, hay tanta excitación. Miles de velas iluminan el salón y me parece que son estrellas en el cielo.

David Wolf se arrellanó en su asiento y contempló incómodo a la mujer medio tendida en el ajado sofá. Había estado aquí antes con ella, y había tocado muchas veces este nervio con su mano experta. Internada desde hacía treinta años, ella era su sujeto de prácticas…, y el de todo el mundo. Para eso estaba el Hospital Estatal, para prácticas.

—¿Y qué pasa entonces?

—Veo a mi tío Philip, que me trae dulces cuando viene a visitarnos. Le llamo, pero él…, él está hablando, discutiendo con otro hombre.

Llamaban Sara a la mujer, pero nadie sabía su verdadero nombre. Todos los viejos archivos habían sido destruidos en el incendio del 53 y, tras todos estos años, todos los que sabían su auténtico nombre habían muerto hacía mucho. Era Sara, el conejillo de indias. Los tratamientos de shock habían borrado la mayoría de sus recuerdos conscientes. De algún modo, había conseguido librarse del bisturí de acero inoxidable cuando las lobotomías fueron la última moda a finales de los cincuenta. David empleaba otro tipo de bisturí: la hipnosis.

Insistió, tratando de empujarla a la catarsis.

—¿Por qué discuten?

—Yo… no lo sé, pero todo el mundo empieza a enfadarse. Me asusto y me agarro fuerte a papá. —Sara empezó a llorar, temblando levemente.

—Por favor —dijo David, reprimiendo la tensión en su propia voz—. Cálmate. Estoy aquí, contigo. Todo va bien. Puedes salir de esto. ¿Qué pasa ahora?

—Es horrible. El hombre ha sacado su espada y atraviesa a mi tío Philip, que cae al suelo. Le hablo para que se levante, pero la multitud grita ahora, empujándonos. Estoy llorando. Un hombre golpea a papá y él casi me suelta, pero nos abrimos paso entre ellos…, están todos alrededor, gritando, ¡gritando! ¡Me llevo las manos a los oídos, pero el sonido no desaparece!

Empezó a temblar incontrolablemente, perdiéndolo. Su cara demacrada sudaba profusamente, sus ojos estaban abiertos e histéricos. Normalmente David la sacaba del trance en este punto, cuando comenzaba la reacción distónica; pero esta vez iba a continuar. Se puso rápidamente en pie y se dirigió a la vieja mesa de madera y a la hipodérmica que había en ella. Un sentido de culpa le asaltó, pero fue barrido por oleadas de excitación. Después de años de intentar la terapia de regresión, había salido con las manos vacías… hasta que encontró a Sara.

El rosado atardecer de Oklahoma asomaba a través de la sucia ventana del cuarto piso del Estatal, iluminando la fría y desnuda habitación con un brillo surrealista. David pensó en encender la luz, pero al final decidió no hacerlo. Empapó un algodón en alcohol, después alzó la hipodérmica y avanzó hacia la mujer.

—Aguanta, Sara —dijo en voz baja, y restregó su tembloroso brazo justo por encima del codo.

—¡Corre, papá! —gritó ella—. ¡Corre!

Estaba tendida en el sofá, vibrando salvajemente. David la agarró por el brazo y se echó sobre su cuerpo para sujetarla lo suficiente como para poder ponerle la inyección. Pellizcó la carne y luego le clavó la aguja, apresurándose para que hubiera menos posibilidad de romperla en su brazo.

Introdujo el pálido líquido a través del tubo y se separó de ella de un salto, sorprendido al descubrir que jadeaba. Lo había hecho… 25 miligramos de clorpromazina, y ahora tendría que vivir con lo que pasara a continuación.

Igual que Sara.

Ella se debatió durante otro minuto, luego se apaciguó, aunque su cara estaba tensa, dolorida.

—¿Estás ahí? —preguntó David.

—Sí —respondió ella, con voz distante.

—¿Cómo te llamas?

—Elise.

David dejó escapar un largo suspiro. Aún estaba bajo los efectos de la hipnosis. Nunca había llegado tan lejos antes, y ahora todo un mundo nuevo se abría para él.

—El hombre ha apuñalado a tu tío Philip.

—Sí. Ahora toda la gente nos persigue. Puedo oír a papá jadear en mi oído. Estoy tan asustada que sólo puedo agarrarme con fuerza de él.

—¿Hacia dónde corréis?

—Hacia nuestra casa. Mamá y el pequeño Jacob están allí. Todo el mundo está muy asustado, y yo tengo miedo porque sé que mi papá no es el hombre más grande del mundo, ya que no puede protegernos.

—¿Dónde estás…, en qué ciudad?

Ella habló con voz infantil, como cantando, de memoria.

—Vivo en el Cuatro Tres Uno de Ironmonger Street, Londres. Mi papá tiene diez puestos en el Mercado Cheape.

—¿Qué año es?

Su voz vaciló.

—Yo… no lo sé.

David bajó la cabeza y comprobó la grabadora que reposaba en el suelo, junto a su silla. Aún estaba en funcionamiento, capturando las vibraciones electromagnéticas de la memoria.

—¿Qué sucede ahora?

—Están intentando echar abajo nuestra puerta, nuestras ventanas.

—¿Quiénes?

—La gente…, nuestros vecinos.

—¿Por qué?

—No lo sé. Estoy muy asustada. Mamá está llorando, abrazando a Jacob. Tiene un cuchillo en la mano y va a cortar a mi hermanito.

A pesar de la inyección, Sara volvió a temblar; la abrumaba un horror de tanta inmensidad que David luchó consigo mismo para sacarla del trance. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Qué increíble fantasía había devorado su alma de esta forma?

Él mismo había quedado prendido en ella. Tenía que continuar, fuera clínico o no.

—¿Qué sucede, Elsie? ¿Qué pasa ahora?

Sara se enderezó hasta quedar sentada, los ojos vibrando. Abrió la boca y gritó:

—¡Fuego!

—¿Qué fuego…, qué fuego?

—No pueden entrar en nuestra casa. Le están prendiendo fuego. Las llamas son tan grandes… ¡Mamá, no! ¡No!

—¿Qué sucede?

—Está apuñalando a Jacob, una y otra vez. Está cubierta de sangre. Humo por todas partes. Estoy tosiendo, me caigo al suelo. Papá reza el Vaddui. Mamá se acerca a mí a través del humo. ¡Todavía tiene el cuchillo! ¡No, mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

Sara se convulsionó salvajemente, la lengua fuera, tosiendo. El horror era real, absolutamente real… y se la estaba llevando.

—¡Maldita sea!

David la agarró mientras se caía del sofá, sujetándola, tratando de hacerla regresar.

—Cuando cuente tres —dijo en voz alta, tratando de hacerse oír por encima de los sonidos animalescos—, volverás a ser Sara. Serás tú misma…

Alguien llamó fuertemente a la puerta.

—¡Márchese!

La llamada insistió, más fuerte.

—No recordarás nada de Elsie ni del otro tiempo.

—¿David?

Una voz femenina. ¿Liz? ¿Qué estaba…?

—¡Espera, por favor, espera!

—David, tengo que hablar contigo.

—Uno… dos… tres…

Le dio un golpecito en la frente, el método que había utilizado al inducir la hipnosis. Ella se relajó inmediatamente en sus brazos, desmoronada, y cayó en un sueño drogado.

David la alzó, ligera como una pluma, y la depositó suavemente sobre el sofá. Aún vibraba por dentro con una mezcla de culpa y triunfo. Había abierto una brecha, pero… ¿a qué precio?

—¡David, abre!

—¡Un segundo!

Tardó un minuto en recuperarse, enderezarse la corbata y pasarse los dedos por su suelto pelo negro. La grabadora aún estaba en marcha. Se inclinó, la apagó y se guardó la cinta en el bolsillo de su chaqueta deportiva.

Abrió la puerta. Su hermana Liz se quedó mirándole, con una expresión en la cara que él nunca había visto antes y no pudo situar. Nunca había venido aquí antes, no al Estatal.

—¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —preguntó él, sin preámbulos.

Ella entró en la consulta el tiempo suficiente para ver a la anciana en el sofá, luego regresó a la sala de espera.

—No he venido a pelearme contigo, David —dijo Liz, con voz neutra—. Necesito hablarte sobre algo muy importante.

Él salió de la oficina con ella, cerró la puerta a sus espaldas.

—Claro —dijo, dirigiéndose al vacío mostrador de las enfermeras en la sala de espera.

Cogió el teléfono. Si Liz quería hablar con él, eso sólo podía significar problemas. Ya iba con retraso en sus consultas. Tendría que deshacerse de ella. Tecleó los números para avisar a la enfermera jefe, esperando las diez llamadas necesarias para que ella cogiera el teléfono.

—Soy el doctor Wolf —dijo—. Necesito un par de enfermeros y una camilla en la cuatro. No…, ningún problema. Tuve que sedar a Sara. Muy bien.

Colgó el teléfono y miró a Liz. Ella se contemplaba a sí misma en un viejo y oscuro espejo que colgaba en la antigua pared de piedra amarilla.

—¿Cuánto necesitas? —preguntó.

Ella siguió mirándose en el espejo, alzando torpemente los dedos para tocarse la cara, como si la viera por primera vez.

—Esta cara —dijo—, me recuerda algo mío cuando era joven. Mi nariz era casi exactamente como ésta. Fascinante.

—¿Qué estás murmurando? —dijo él, y se quitó la chaqueta deportiva—. Dime cuánto necesitas, hermanita, y por el amor de Dios, no se lo digas a Bailey. Me colgaría por las pelotas.

Ella se apartó del espejo y le contempló, sombría.

—He vivido tu vida desde la distancia —dijo, sacudiendo la cabeza, cloqueando como una vieja—. Estar tan cerca…, respirar tu aire con pulmones sanos…, es seductor, casi aterrador.

Él avanzó y la cogió por los hombros, mirando fijamente sus suaves ojos azules.

—¿Te encuentras bien?

—Eso es cuestión de opinión, doctor Wolf. Necesito tu ayuda desesperadamente.

Él la soltó y se dirigió al viejo armario de manchado arce, colgó la chaqueta y sacó su larga bata blanca del perchero. Guardó la cinta en la bata.

—La última vez que viniste a nuestra casa, Liz —dijo, mientras se ponía la bata—, le tiraste a Bailey lo mejor de un tequila sunrise y le dijiste que era una puta borracha y drogadicta que no tenía la moral de una gata callejera.

—Te equivocas, David —replicó ella; su cara pareció cambiar de forma física—. Le reconocí todo el crédito de tener la moral de una gata callejera.

—Ésa es mi adorable hermanita. ¿Cómo puedes pedirme que te ayude, cuando tratas a mi esposa como si fuera a pegarte el tifus?

—No eres feliz con ella. No puedes esperar que no reaccione ante eso, yo…

Las dobles puertas se abrieron y entraron los enfermeros, empujando la camilla ante ellos.

—Ahí dentro. —David señaló la oficina.

—David, por favor —dijo Liz, la cara bruscamente grave—. Lo siento… Por favor, tenemos que hablar antes de que sea demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —replicó David, mirando nuevamente su reloj. Iba a perderse parte de la fiesta de Bailey, y tendría que pasar la mejor hora de la velada arrepintiéndose—. Estoy muy ocupado, no puedes…

Ella le miró fieramente, en sus ojos había un fuego que él no sabía que poseyera.

—Esto es más importante que ninguna otra cosa que puedas hacer —dijo, la voz cargada de fría sinceridad.

—David, llegaremos tarde —dijo una voz desde la puerta.

David se volvió para ver al doctor Frankel en el umbral, con las manos enguantadas de blanco sujetando las puertas basculantes. Con su cara suave y contemplativa y su blanco pelo liso cayéndole sobre las orejas, Mo Frankel era el padre que David nunca había tenido. Era su amigo y confidente, dispuesto incluso a reprenderle amorosamente.

—Incluso a mí me gusta salir de aquí algunas veces.

—Lo siento, Mo —dijo David, haciendo pasar al jefe de personal—. Estuve trabajando con Sara…

Sacaron la camilla de la oficina, con la anciana arrojada sin ningún cuidado sobre ella. Un brazo colgaba en el aire. El vestido estampado con flores de Sara, arrugado, dejaba ver sus piernas.

—Ya veo —dijo Frankel, con su voz siempre suave y ligeramente acentuada. Detuvo a los enfermeros y acomodó el vestido a la mujer. Luego le recogió el brazo y se lo colocó sobre el pecho. Miró a los enfermeros como si tuviera rayos X en los ojos—. Ustedes son los que deberían estar tumbados ahí.

David contempló cómo se llevaban a Sara, de vuelta a su pabellón para esperar al siguiente experimentador. Era carne de ambulatorio, la muñeca vudú del científico behaviorista, siempre lista para ser pinchada con un juego completo de alfileres psicológicos. Era su sino, su trabajo, ser el almacén de todos los errores y frenéticos esfuerzos por ser la salvación freudiana de cualquier grupo de personas que pudieran permitirse cien dólares a la hora por su tiempo. Sara era una víctima profesional, y hacía bastante bien su trabajo.

Frankel se volvió y miró a David, quien mostró cierta decepción en su rostro. El hombre empezó a hablar y luego se detuvo, mirando a Liz.

—Me llamo Frankel —dijo, extendiendo su mano izquierda, con el guante que la cubría de un blanco brillante e inmaculado.

El propio Frankel había sido víctima de los experimentadores, behavioritas cuyos fines no eran del todo altruistas. Por eso estaba condenado a simpatizar terminalmente con aquellas personas demasiado pasivas para protegerse a sí mismas. Había dedicado totalmente su vida a la comprensión y la compasión, una vocación no tan realizada como parecía en la superficie.

Liz empezó a extender la mano derecha, pero luego extendió la izquierda para estrechar la del doctor.

—Mi nombre es Si… —empezó a decir, luego se detuvo y sacudió la cabeza—. Lo siento…, Liz Wolf.

—Mi hermana —dijo David.

—Tiene usted los ojos de David —comentó Frankel, asintiendo—. ¿Interrumpo?

—Estábamos a punto de hablar sobre algo importante —dijo Liz—. Una… cuestión personal.

Frankel alzó una ceja, sin que su suave cara traicionara ninguna emoción.

—Tal vez debería…

—No —dijo David, roncamente—. Estaba explicándole a Liz que podemos hablar después del turno.

—David…

Él la miró, haciéndola callar.

—No hay nada de lo que no podamos hablar más tarde.

Los ojos de ella volvieron a escupir fuego, pero apretó los labios y no habló. David se dirigió rápidamente hacia la puerta, arrastrando al doctor Frankel consigo.

—Llámame —le dijo a Liz por encima del hombro.

—¡Espera! —dijo ella bruscamente, como una orden.

David se dio la vuelta para mirarla, con el rostro endurecido. Siempre les había pasado lo mismo, una confrontación detrás de otra. Pero esta vez había en ella algo diferente, algo más duro.

—Sólo unos cuantos segundos de tu tiempo —dijo.

—Retendré el ascensor —anunció Frankel, y se marchó.

David regresó junto a ella.

—No sé por qué te empeñas en quedar como una idiota delante de Mo.

—No soy tu hermana —dijo Liz, y David se detuvo, esperando el final del chiste. En cambio, ella dijo—: Habito el cuerpo y la mente de Elizabeth Wolf, pero no soy ella.

—Tengo que irme —replicó él—. Cuando dejes de jugar, llámame a casa y cuéntame por qué estás tan preocupada.

—No soy tu hermana —repitió Liz resueltamente.

David atravesó la puerta, luego se volvió para mirarla una vez más.

—Muy bien, picaré. ¿Quién eres?

Liz Wolf sonrió, una sonrisa que hizo que su cara tuviera otra vez un aspecto diferente.

—Soy el sueño de tu infancia.

David se apresuró para alcanzar a Frankel, y sus pisadas resonaron por los largos pasillos de falso mármol. El hospital había sido un proyecto social en 1933, y tenía el aspecto de todos los edificios públicos erigidos durante la Depresión. Había sido construido psicológicamente, para parecer roca sólida y estable durante una época en que todo lo demás se caía en pedazos. Fue construido para recordar los edificios griegos del siglo V antes de Cristo, aparentemente con la idea de que si la Acrópolis estaba todavía allí después de tantos milenios, igual aguantaría el Hospital Estatal.

Frankel retenía el viejo y ruidoso ascensor, esperando pacientemente a David, que entró rápidamente y cerró la puerta metálica de acordeón después de cerrar la puerta exterior con el número «4» pintado en ella.

—Siento lo de Liz —dijo.

Frankel se encogió de hombros, pulsó el botón de subida.

—Parece muy simpática —dijo en tono ausente, luego sacó casualmente su pipa y empezó a llenarla con el tabaco extraído de una bolsa de cuero negro.

—Estás irritado porque he trabajado con Sara —dijo David, sin molestarse siquiera en darle forma de pregunta.

—¿Qué le estás haciendo? —preguntó el otro hombre.

El ascensor tiritó y empezó a subir lentamente. La pared de ladrillo se movía, más allá de la puerta de seguridad.

—Terapia de regresión —contestó David.

Frankel se rió mientras sostenía con los labios la boquilla de su pipa, luego la encendió con un mechero no recargable.

—Eres demasiado buen médico para cometer esas tonterías —dijo, y luego chupó profundamente la pipa; un olor como a cerezas quemadas asaltó la nariz de David.

—Creo que he encontrado una abertura —dijo David, y se metió las manos en los bolsillos; el contacto de la cinta guardada allí reforzó su confianza—. Creo que la he enviado a una vida anterior.

—David, eso no es científico. Sean cuales sean las reacciones que has conseguido, podrían ser cualquier cosa…, fantasías, algo que leyó una vez… Sabes tan bien como yo que los sujetos hipnotizados quieren satisfacer a su hipnotizador mientras están bajo los efectos de la droga.

—Sólo estoy intentando ayudarla…

El ascensor temblequeó al llegar a la planta novena. Salieron al pabellón psiquiátrico, recorrieron la sala de enfermeras y atravesaron las puertas dobles de la Nueve Oeste y sus ventanas con barrotes.

El pabellón psiquiátrico contenía cincuenta camas. Las altas paredes y techos estaban pintados de verde claro, y las palabras de su conversación resonaban como si estuvieran gritando. Viejas lámparas art-deco colgaban del techo como amasijos festoneados, inundando a vetas la habitación con sombras bien definidas. El ruido era claramente abrumador; los pacientes reaccionaban con fuerza al serial nocturno que contemplaban en la sala de recreo adjunta.

—Perdimos a Willy anoche —dijo Frankel, mientras se dirigían al grupito de personas al otro lado de la sala.

—¿Qué sucedió? ¿La vesícula biliar?

Frankel asintió.

—Reynolds lo abrió anoche, y decidió limpiarla y drenarla en vez de quitarla.

—Típico de Reynolds.

—Sí. Al cerrar, decidió hacerlo con una hilera de puntos metálicos.

—¿No cerró el peritoneo?

—Demasiado trabajo —dijo Frankel, con la voz teñida de amargura—. Cuando la enfermera del turno noche fue a comprobar, lo encontró destripado, la herida abierta y los intestinos fuera de la cavidad abdominal. Llamó a Reynolds, y ¿sabes lo que le dijo? Que volviera a meter los intestinos y lo vendara bien. Luego se «pasó» a verlo por la mañana, y encontró a Willy muerto.

—Hospital Estatal —dijo David.

—No seas cruel con Sara. —Frankel le apoyó una mano en el brazo, para hacer que se detuviera—. Hace mucho tiempo, la diagnostiqué como esquizofrénica y retentiva anal. Busca alguna transferencia con ella. Cíñete a lo básico.

—Mo, no tiene mente con la que trabajar —dijo David—. Al menos, no mente consciente. Tú lo sabes.

—No dije que fuera fácil. Los psiquiatras se especializan en sus propias anormalidades. Piénsalo. Ponte en su lugar. No la trates como lo hacen los demás. No seas como Reynolds.

David se metió la mano en el bolsillo y sacó la cinta.

—Haré un trato contigo —ofreció—. Escucha esta cinta y, si sigues pensando que voy por mal camino, dejaré la hipnosis y haré lo que tú digas.

Frankel extendió la mano enguantada y David colocó la cinta en ella, como si fuera un bebé recién nacido.

—Quiero ayudarla de verdad.

Frankel pareció mirar a un millón de kilómetros más allá de David.

—Y ayudarte a ti mismo a la vez, ¿no?