Londres, Navidad de 1890.
—¿Le reconoces?
—No estoy seguro.
—Tiene todo el aspecto de un asesino, ¿no te parece?
—¿De verdad lo crees?
—Sí. Es su sonrisa, Robert. Nunca confíes en un hombre que enseña los dientes inferiores cuando sonríe.
—Pero el pobre diablo está muerto, Oscar.
—Eso en nada altera la regla.
—Y no es más que una figura de cera.
—Que ha sido esculpida a partir de la vida, Robert, o al menos directamente a partir de un cadáver. Es un motivo de orgullo para la familia Tussaud, que tuvo acceso al cuerpo apenas unas horas después de la ejecución.
Era media mañana de la víspera de Navidad, un viernes, 24 de diciembre de 1890, y me hallaba visitando en compañía de mi amigo Oscar Wilde la célebre Cámara de los Horrores de lo que en aquel entonces era la atracción más popular no sólo de Londres, sino de Inglaterra e incluso del Imperio entero: el Baker Street Bazaar de Madame Tussaud.
Oscar bullía de entusiasmo. Durante nuestro recorrido por las diferentes salas, mientras contemplábamos a la parpadeante luz de las bujías las efigies de cera de los asesinos más notables de los últimos tiempos, el rostro alunado de mi amigo resplandecía encantado. Le brillaban los ojos. Su enorme cuerpo —medía más de un metro ochenta y, cumplidos ya los treinta y seis años, tendía a la corpulencia— se inflamaba de puro deleite. No había nada que hiciera tanto las delicias de Oscar Wilde como lo absolutamente improbable.
—Es época de estar alegres y henos aquí empecinados en el horror, Robert —dijo, riéndose entre dientes. Miró a la multitud congregada a nuestro alrededor y me sonrió—. Es el aniversario del nacimiento de Nuestro Señor y al parecer todo Londres ha salido en procesión a visitar el santuario del crimen infantil.
Así era. En sus sesenta años de historia, el Baker Street Bazaar jamás había estado tan concurrido. Treinta mil personas habían hecho cola para ver la última sensación de Madame Tussaud: una reproducción exacta del salón en el que, tan sólo diez semanas antes, Eleanor Pearcey había matado a golpes a la esposa y al bebé de su amante. La señora Pearcey había amontonado los cadáveres de sus desventuradas víctimas en el carrito del bebé y los había arrojado a un basural cercano a su casa de Kentish Town. John Tussaud se había gastado doscientas libras —el precio de una pequeña casa— en adquirir el carrito y otros recuerdos del asesinato, incluidos el cárdigan ensangrentado de la asesina y el dulce hervido que el bebé chupaba mientras la mujer terminaba con su vida. La inversión de John Tussaud había obtenido una sustancial recompensa. En esos días, la entrada al Baker Street Bazaar costaba un chelín por cabeza.
No obstante, ni Oscar ni yo habíamos pagado el precio de admisión, como tampoco habíamos hecho cola para entrar. Habíamos accedido al Bazaar por la entrada de personal de Marylebone Road en calidad de invitados especiales de la dirección del establecimiento. Íbamos a encontrarnos allí con nuestro amigo Arthur Conan Doyle, amigo de John Tussaud, nieto y heredero de Madame Tussaud. Arthur había concebido la visita como un regalo de Navidad para Oscar, quien a su vez había llegado con un regalo para Doyle. Aunque los dos hombres se conocían desde hacía tan sólo dieciséis meses, eran grandes amigos. La intimidad entre ambos —lo a gusto que se sentían el uno con el otro— me sorprendía porque las suyas eran personalidades profundamente distintas. Oscar era irlandés, un esteta y también un romántico. Oscar era extravagante: se refocilaba en lo escandaloso. Arthur, por su parte, era escocés, médico de provincias y un pragmático confeso. Arthur era flemático: respetaba los convencionalismos. Sin embargo, los dos eran escritores de gran ambición, dotados de avezados intelectos y vivaz sensatez, y ambos sentían absoluta fascinación por los caprichos del corazón humano y los mecanismos del funcionamiento de la mente criminal.
Oscar era cinco años mayor que Arthur y, en 1890, era sin duda el más conocido de los dos. Les había presentado un editor norteamericano, J. M. Stoddart, quien, en el curso de la misma tarde, en agosto de 1889, había encargado a cada uno de ellos una «aventura de misterio». Stoddart convenció a Doyle de que escribiera para él su segunda historia de Sherlock Holmes y Oscar evocó su novela sobre la belleza y la decadencia, esto es, El retrato de Dorian Gray. La aventura de Holmes que Doyle escribió, titulada El signo de los cuatro, obtuvo una gran acogida y ayudó a consolidar la creciente reputación del joven autor como un habilidoso urdidor de satisfactorias tramas. A su modo, Dorian Gray ayudó también a consolidar la reputación de Oscar. El libro fue denunciado por inmoral. El Athenaeum lo tildó de «pusilánime, vicioso y repugnante», el Daily Chronicle lo calificó de «relato engendrado a partir de la leprosa literatura de los decadentes franceses […], un autocomplaciente estudio de la corrupción física y mental». Los libreros W. H. Smith prohibieron su venta.
Oscar envidiaba de Arthur su creación de Sherlock Holmes. Arthur, a su vez, admiraba sin reservas Dorian Gray. La consideraba una obra sutil, honesta y de gran calidad artística. Respetaba a Oscar como escritor y como caballero. Y, por divertido que pueda resultar, admitía que era poseedor de las cualidades esenciales de las que debe hacer gala cualquier detective privado que se precie: «una mente dotada de una gran retentiva, una mirada observadora y la capacidad de mezclarse con hombres de toda suerte y condición». Arthur había dicho a Oscar que si escribía en algún momento una nueva historia de Sherlock Holmes se inventaría a un hermano mayor del gran detective y basaría el personaje en él.
—Hágalo, Arthur. Se lo ruego —había sido la respuesta de Oscar—. Sus historias soportarán la prueba del paso del tiempo y yo anhelo la inmortalidad.
Aunque la mañana de la víspera de Navidad el museo de Madame Tussaud estaba lleno hasta la bandera, ni la muchedumbre allí agolpada ni la penumbra que iluminaba la Cámara de los Horrores impidió que los señores Doyle y Tussaud nos encontraran con relativa facilidad mientras deambulábamos entre la reproducción del salón de la señora Pearcey y la espantosa reproducción en cera de la sonriente asesina con sus dientes a la vista. Oscar no sólo era el hombre más alto de la sala, sino también el más conspicuo. Iba vestido acorde con la estación del año: una elaborada pajarita de color rojo acebo, la peripuesta casaca de color verde hiedra y, en el ojal, un sustancial ramillete de muérdago.
—¡Feliz Navidad, Oscar! —gritó Conan Doyle, abriéndose paso hacia nosotros entre la multitud—. Felicidades, Robert.
Doyle tendió la mano derecha a Oscar, que la ignoró por completo y, dándome el paquete marrón que contenía el regalo de Navidad que tenía a su amigo como destinatario, envolvió al buen doctor en un abrazo osuno. Si bien es cierto que sabía que esa suerte de abrazos avergonzaban a Conan Doyle, era el modo en que siempre le saludaba: el apretón de manos de Arthur era prácticamente insoportable. Aunque no de gran altura, Doyle era corpulento y fornido, un hombre fuerte que gozaba de un buen estado de forma y cuyo atenazador apretón de mano resultaba tan imponente como su feroz bigote. Sus oscuras patillas, tan semejantes a las de una morsa, eran dignas de un general de los cosacos.
—Siento llegar tarde —se excusó el joven médico, deshaciéndose, no sin esfuerzo, del cálido abrazo de Oscar—. El tren de Southsea ha llegado con retraso. Un cuerpo en la vía. Una auténtica desgracia.
—Hay gente que es capaz de hacer cualquier cosa por evitar una Navidad en familia —murmuró Oscar.
Arthur sorbió por la nariz y frunció el ceño en una mueca de patente desaprobación.
—Permita que les presente a nuestro anfitrión, el señor John Tussaud —dijo, dando un paso atrás para presentarnos a su acompañante. El señor Tussaud se puso brevemente de puntillas al tiempo que asentía con la cabeza hacia cada uno de nosotros. Con su prominente bigote y los anteojos de montura metálica, parecía más un profesor de suaves modales que un proveedor de horror a las masas.
—Gracias por su hospitalidad, señor —saludó Oscar, acompañando sus palabras con una ligera inclinación de cabeza—. Y felicitaciones por el espectáculo. —Recorrió con los ojos la muchedumbre que nos rodeaba y que, en filas de dos y de tres (hombres y mujeres, gentes de bien y simples obreros, niños y bebés en brazos de sus progenitores) desfilaban con paso firme por delante de las distintas escenas expuestas, en su mayoría en silencio—. Es todo un triunfo.
John Tussaud se ruborizó, encantado, y empujó sus anteojos nariz arriba.
Oscar prosiguió:
—Lo que más me ha llamado la atención ha sido el dulce chupeteado extraído de la boca del difunto bebé.
—Sí —respondió encantado Tussaud—, el dulce parece haber llamado la atención general. No sé si sabe que es de frambuesa.
—Santo Dios, hombre —exclamó Conan Doyle—. ¿Acaso lo ha probado?
—Brevemente —contestó Tussaud con una risilla nerviosa—. He creído que debía hacerlo. A los visitantes les gusta conocer cuantos más detalles mejor.
—Lo entiendo perfectamente —terció Oscar con tono apaciguador—. Sus visitantes tienen que saber que lo que contemplan sus ojos es un artículo genuino. Cuantos más detalles corroborativos pueda darles, mucho mejor.
Tussaud alzó hacia Oscar una mirada colmada de agradecimiento.
—Lo entiende usted, señor Wilde.
Oscar sonrió a John Tussaud al tiempo que le tocaba en el hombro.
—Le decía a mi amigo Sherard que sus modelos de cera son una auténtica imitación de la vida… o de la muerte, para ser más exactos.
—Sin duda —respondió Tussaud muy serio—. Insistimos en ello… siempre que nos es posible. Naturalmente, en el caso de los asesinos estamos por completo en manos de las autoridades. Los directores de algunas prisiones nos permiten el acceso antes de que tenga lugar la ejecución, y así podemos crear un modelo del asesino mientras éste está aún con vida. Otros no nos dejan entrar… o solamente nos permiten acceder al cuerpo del asesino tras la ejecución, lo cual, si he de serle sincero, no resulta demasiado satisfactorio.
—¿Acaso la horca distorsiona los rasgos del modelo? —sugirió Oscar.
—Me temo que eso es algo que puede ocurrir —señaló Tussaud, bajando la voz al tiempo que un grupo de jóvenes damas pasaban junto a nosotros—. Desde el punto de vista de un modelador de figuras de cera —prosiguió, sotto voce—, el método de ejecución ideal debe ser la guillotina. Mi bisabuela fue muy afortunada en ese aspecto. El Tribunal Revolucionario de París sentenció a muerte a dieciséis mil quinientas noventa y cuatro personas. La guillotina se inventó para facilitar las ejecuciones masivas.
—No hay duda de que es usted un gran observador del detalle —comentó Oscar con una sonrisa.
—Tengo la lista completa —murmuró Tussaud—. Todos los nombres.
—Seguro que su bisabuela no daba abasto —intervino Conan Doyle, taciturno.
—Y levantaba pasiones —añadió el bisnieto de la señora—. Las familias querían máscaras mortuorias de sus seres queridos. Los que iban a morir deseaban ser inmortalizados en cera. La demanda era increíble…, una cabeza tras otra. Supongo que saben que tenemos aquí la guillotina original.
—Sí —dijo Oscar—. El señor Sherard y yo hemos estado admirándola… junto con la última cabeza que se cobró.
—No sabe cuánto me alegro —ronroneó el anfitrión—. A su modo, es un objeto hermoso; aunque tiene casi un siglo de antigüedad, sigue en perfecto funcionamiento. El acabado es extraordinario. Estuvo en pleno uso hasta hace tan sólo tres años. La adquirí de las autoridades francesas por una buena suma. Sabía en lo más profundo de mi ser que mi bisabuela habría querido que la tuviéramos aquí. Era una mujer extraordinaria. ¿Ha visto ya la máscara mortuoria de María Antonieta? Es una de sus mejores obras. —Los anteojos de Tussaud brillaron a la luz de las bujías cuando alzó las manos y nos invitó a seguirle.
Nos alejamos de la multitud tras él y, después de pasar por una puerta inadvertida, cruzamos un pasillo sumido en la oscuridad hasta franquear una segunda puerta. Entramos entonces a una sala de exposición de menores dimensiones y completamente iluminada por la luz de las velas. No había en ella multitud alguna, sino apenas una media docena de visitantes que, de pie tras un grueso cordón, contemplaban un surtido de cabezas humanas depositadas en sus respectivos cojines de color escarlata.
—Ésta es mi sala favorita —declaró nuestro anfitrión, bajando la voz una vez más y señalando orgulloso con un gesto las piezas exhibidas—. Miren. A la izquierda tenemos a los revolucionarios. Robespierre es el tercero. Y a la derecha, ligeramente en alto, como podrán observar, tenemos a Luis dieciséis y a su reina.
—Sus rostros parecen más grandes que los de los revolucionarios —observó Conan Doyle, contemplando las caras de la real pareja.
—Son más grandes, Arthur —dijo Oscar en voz baja—. Estaban mejor alimentados.
—Y, detrás de ustedes —anunció Tussaud con un entusiasta y actuado susurro—, tenemos al ciudadano Marat, asesinado en la bañera por Charlotte Corday.
—Santo Dios —murmuró Oscar, volviéndose de espaldas—. Es realmente fidedigno.
—Marie Tussaud fue de las primeras en llegar al lugar de los hechos.
—Al pie del cañón —susurró Oscar, claramente impresionado.
—Hizo de ello su profesión —señaló Tussaud sin ocultar su entusiasmo—. De hecho, era su profesión. Mi bisabuela narró la historia de su tiempo. Era una artista…, una retratista que trabajaba la cera en vez de utilizar el óleo. El famoso cuadro que monsieur David pintó de esa escena está basado en la obra de cera de mi bisabuela. También el de Marat. Y el de Rousseau. Y el de Benjamin Franklin. Marie creó modelos de todos ellos. Conoció a todos los grandes hombres de su tiempo. Y también a las mujeres.
—Cómo la envidio —dijo Oscar entre dientes, volviéndose de espaldas a la bañera y supervisando una vez más la fila de cabezas guillotinadas—. Me habría gustado conocer a la reina María Antonieta.
—Ha conocido a la reina Victoria, ¿verdad? —preguntó Arthur con sorna.
—No es exactamente lo mismo —replicó Oscar.
—Marie Tussaud conoció a todo el mundo —repitió orgulloso su bisnieto.
—Oscar también ha conocido a todo el mundo —dije, claramente a la defensiva.
Él sonrió.
—Desgraciadamente, a Robespierre no.
—Pero sí conociste al hombre que intentó asesinar a la reina Victoria, ¿verdad? —insistí.
—Así es, Robert. Una vez. Aunque muy brevemente. —Se volvió hacia John Tussaud y añadió a modo de explicación—: El hombre en cuestión era un desquiciado versificador llamado Roderick Maclean. Un pobre poeta y peor tirador.
El señor Tussaud se rió y miró su reloj.
—Es la hora del almuerzo, caballeros. Me gustaría oírlo todo sobre el fracasado asesino de la reina Victoria mientras disfrutamos de nuestra ensalada de langosta y nuestro faisán asado.
—¿Ensalada de langosta? —repitió Oscar, feliz—. ¿Faisán asado? —Miró a Conan Doyle con ojos brillantes—. Es usted el mejor de los amigos, Arthur, y tiene usted los mejores amigos que tenerse pueda.
—Voy a llevarles a nuestro nuevo restaurante —explicó John Tussaud—. Comeremos con luz eléctrica y deleitándonos con la música a cargo de la Orquesta de Damas de la señorita Graves. Han prometido ofrecernos una selección de melodías de las óperas del Savoy.
—Gilbert y Sullivan —fue el genial comentario de Oscar—. Les he conocido a ambos.
—Oscar conoce a todo el mundo —repetí—. Poetas, príncipes, artistas, asesinos…
John Tussaud nos conducía en ese momento hacia la escalera sita al final de la sala de exposición. Pasamos de pronto por delante de un perfil que nos resultó familiar.
—Sí —dijo Tussaud, asintiendo con la cabeza hacia el busto—: Voltaire. Marie Tussaud conoció a Voltaire.