Epílogo

Londres, año nuevo de 1891.

—¿Qué ocurrió con el norteamericano? —preguntó Arthur Conan Doyle—. ¿Qué fue de Eddie Garstrang, el jugador?

El día de Año Nuevo de 1891, como estaba planeado, volvimos a encontrarnos en el Baker Street Bazaar de Madame Tussaud con nuestro amigo, el médico y célebre creador de Sherlock Holmes, el doctor Arthur Conan Doyle.

Estaba de un humor bullicioso. La Navidad había sido una época de júbilo en casa de los Doyle. El matrimonio estaba rebosante de alegría (la mujer de Arthur acaba de tener un rechoncho bebé: una niña de nombre Mary a la que podía mecer sobre sus rodillas), y, gracias a Sherlock Holmes, Conan Doyle contaba con los recursos necesarios para celebrar unas «auténticas» Navidades, con todos sus aditamentos. Y, aunque ciertamente habían disfrutado de unos días felices en familia, había habido también tiempo para la silenciosa contemplación, para sentarse junto al fuego y partir nueces, hacer inventario de las bendiciones propias y también para la lectura.

Doyle había leído nuestra historia. Había leído con cariño («con gran cariño», dijo) mi humilde relato sobre el extraordinario año que Oscar había vivido, el mismo que le había llevado desde Leadville, en Colorado, al Théâtre La Grange, pasando por la cárcel de Reading. Sí, Arthur había leído mi relato (y había disfrutado con él «inmensamente»). Aun así, tenía preguntas que hacerme: mi estilo, sin ir más lejos.

—Es demasiado descarnado, Robert. Incluye detalles íntimos que no sé si me atrevería a compartir con mis lectores. Parte de su franqueza resulta muy chocante. Ya sé que la acción transcurre prácticamente en su totalidad en Francia. Aun así… Y además habla de Oscar como si estuviera muerto.

Oscar se rió.

—¡Necesitaré estarlo antes de que se publique! —exclamó inclinándose visiblemente entusiasmado hacia el joven médico escocés y, bajando la voz hasta reducirla a un mero susurro conspirador, inquirió—: Pero ¿qué le ha parecido la historia, Arthur?

—Ah —jadeó el médico, acariciando el manuscrito que estaba encima de la mesa a su lado—. La historia. —Nos miró a ambos alternativamente con ojos severos e inquisitivos—. Pero ¿es todo cierto? ¿Es realmente verídico? ¿No hay en ella ninguna invención?

—Todo es cierto, Arthur —respondió Oscar—. Hasta la ultima palabra. —Mi amigo miró hacia donde yo estaba y sonrió—. Aunque la historia no está completa del todo. Faltan por atar algunos cabos. Hay un par de preguntas que requieren todavía respuesta.

—Sin lugar a dudas —declaró enérgicamente Conan Doyle—. Para empezar, ¿qué ocurrió con el norteamericano? ¿Qué fue de Eddie Garstrang?

—Me alegro de que lo pregunte, Arthur —dijo Oscar, volviéndose hacia el doctor de ojos brillantes como un par de cuentas—. Y le daré la respuesta —añadió, abriendo aún más los suyos—. De hecho, puede que hasta se la muestre.

Conan Doyle tiró suavemente de su grueso bigote y dejó escapar una discreta risilla.

—Y ya que estamos, podría decirme también quién mató al perro, a la infortunada María Antonieta. No fue Carlos Branco, ¿verdad?

—No —respondió Oscar—. Carlos Branco no es la clase de hombre que haría algo así.

—Por eso dijo usted a la policía que Edmond La Grange se había quitado la vida. Necesitaba convencer al brigadier Malthus de que la muerte del actor había sido un suicidio, de lo contrario Malthus habría acusado a Branco. Y si hubieran juzgado a Branco, sin duda le habrían declarado culpable y habría perdido la vida en la guillotina.

—Exacto —dijo Oscar—. Si bien es cierto que tengo mis defectos, Arthur, también lo es que no me gusta ver a un hombre condenado a muerte por un crimen que no ha cometido.

—Me complace oírlo —respondió Doyle, asintiendo enérgicamente con la cabeza—. ¿Quién mató a Edmond La Grange?

—Se quitó la vida, sin duda —les interrumpí, confundido—. Oscar así lo demostró. Nos enseñó cómo había ocurrido.

Él se volvió y me miró con los ojos vidriosos. Aunque tan sólo tenía treinta y seis años, debido a su exceso de peso y a la acuosidad de sus ojos, a la decoloración que sufrían sus dientes y a las manchas que salpicaban su piel de color masilla, parecía mayor. En cuanto a mí, a pesar de que tenía veintinueve años, en momentos como ése, volvía a sentirme como un escolar, recibiendo una vez más la reprimenda del director a causa de una falta cuya naturaleza no llegaba a comprender del todo.

—Edmond La Grange bien pudo quitarse la vida, Robert —dijo Oscar deliberadamente—, pero lo cierto es que no lo hizo. Lo sé ahora. Y confieso que lo sabía también entonces. Animé a otros (entre los que te incluí a ti, amigo mío) a creer que La Grange se había quitado la vida porque en ese momento era preciso salvar la de Carlos Branco. La muerte de La Grange no fue un suicidio. Fue un asesinato.

—Me he perdido —dije, visiblemente entristecido.

Oscar se rió entre dientes.

—¡Y Arthur, en cambio, está en su elemento!

—Cierto —respondió feliz el médico—. Los «elementos» son un factor importante del caso, ¿no es así? La tierra, el aire, el agua y el fuego: los cuatro forman parte del meollo de la cuestión, ¿verdad?

—Así es. Son el hilo que me guió por el laberinto.

—Llévenos con usted, Oscar —propuso Conan Doyle, chasqueando los labios y echando una mirada a las pastas de té que teníamos en la mesa delante de nuestros ojos—. ¿Le parece si comemos mientras usted nos guía por los recovecos de su laberinto?

Nos sentamos al fondo del Magnífico Salón de Té de Madame Tussaud, a la que se conocía como la «Mesa de los Directores», y tomamos el té de la tarde, disfrutando de un surtido de pasteles y de pastas (además de galletas Huntley & Palmer) mientras Oscar nos guiaba por el enmarañado relato de los asesinatos de los La Grange.

—¿Por dónde empezar? —preguntó en cuanto la camarera se retiró.

Conan Doyle recorrió el salón con los ojos. Las mesas situadas junto a la nuestra estaban desocupadas. Estábamos en la más absoluta privacidad.

—Empiece por el principio —sugirió—. Empiece por Agnès y Bernard La Grange, ese par de bellos y talentosos gemelos. —Se sirvió una rodaja de limón y una porción de bizcocho de jengibre y dedicó una mirada sardónica a nuestro amigo mutuo—. Entiendo que, a fin de cuentas, no eran hijos de La Grange, ¿me equivoco?

—¡Bravo, Arthur! Los gemelos no eran en realidad hijos de La Grange. —Oscar se sirvió dos terrones de azúcar que depositó en su taza de té con un pequeño floreo—. Su padre no era tal y su madre no era su madre. —Mientras revolvía su té, miró en mi dirección—. Bajas los ojos, Robert.

—Estoy confundido —dije.

—Y creo que un poco dolido. Te has tomado muchas molestias escribiendo la narración de mis aventuras en Norteamérica y en París. A petición mía, tomaste en aquel momento copiosas notas. Durante estos años, hemos hablado de los detalles in extenso. Pero ahora, de pronto, sientes que no siempre he confiado del todo en ti y te sientes traicionado.

—Traicionado no —me apresuré a responder—. Ésa es una palabra demasiado fuerte. —Alcé los ojos hacia él—. Decepcionado, quizá sí.

Puso su mano sobre la mía.

—Perdóname, mi buen amigo —prosiguió, hablando afectuosamente con esa delicada cantinela que le caracterizaba—. No he actuado como es debido. Aun así, te ruego que tengas en cuenta lo que soy, Robert, y que intentes comprender. Soy un contador de historias y también dramaturgo. Necesito que mis lectores pasen las páginas de mis obras hasta llegar al final. Quiero tener a mi público en vilo hasta que caiga el telón. Debo tener mi dénouement. No me escatimes mi factor sorpresa.

Me reí. Y le perdoné: Oscar era irresistible.

—No deseo escatimarte nada —dije, sirviéndome yo también una porción de bizcocho de jengibre—, aunque me siento confundido. Creía que la madre de los gemelos había muerto poco después del parto.

—Alys Lenoir, la esposa de Edmond La Grange, murió en efecto poco después del nacimiento de los gemelos. Se quitó la vida…, como bien cuentas en tu exquisito relato. Pero los gemelos no eran hijos suyos y Alys Lenoir no pudo vivir con semejante mentira. No pudo vivir consigo misma, consciente de que no había sido capaz de dar un heredero al gran La Grange.

—¿Los gemelos no eran hijos de ella? —repetí—. Pero Alys era mitad india, de Pondicherry. Los gemelos se parecían a ella.

—No —dijo Oscar—. Los gemelos parecían dos hermosos jóvenes de sangre india porque eso es exactamente lo que eran, pero Alys Lenoir no era su madre. Su madre era una criada, una muchacha de Goa. De hecho, la he conocido.

—¿Qué? —jadeé.

—¿De Goa? —murmuró Conan Doyle—. Una muchacha india de Goa, la colonia portuguesa… —Estampó la cucharilla contra la mesa—. Carlos Branco era portugués, ¿no es así? ¿Acaso la muchacha trabajaba para la familia de Carlos Branco?

—Así es, Arthur. Bien dicho. —Oscar bañó con su sonrisa al creador de Sherlock Holmes, que a su vez le recompensó con una mirada de silenciosa satisfacción y con una porción de tarta de cerezas. Oscar prosiguió—: Branco estaba prendado de la muchacha y la sedujo. Los hombres, por ser lo que son, hacen esas cosas. Ella era una simple criada, y apenas una niña, y a Branco no le fue difícil seducirla. Y cuando Edmond La Grange, amigo y jefe de Branco, estaba desesperado por encontrar a una mujer que pudiera darle hijos, Branco propuso a su pequeña y simple muchacha de Goa para tal propósito. La Grange la tomó, obviamente agradecido. La pequeña era la respuesta a sus plegarias. ¿En qué otro lugar de París habría encontrado a una muchacha de sangre india que pudiera ser la madre de sus hijos? La joven se quedó encinta al acto y cuando nacieron los gemelos, La Grange se los presentó a su mujer como a los hijos de ambos…, los hijos de Alys Lenoir, los pequeños La Grange, listos para ser disfrutados. La criada de Goa proporcionó al gran La Grange sus herederos y Carlos Branco se aseguró su lugar como «el actor principal» de la compañía de por vida. Para La Grange, el legado de su familia lo era todo… y sabía que su secreto estaba a salvo con Carlos Branco. Branco era su criatura.

—¿Qué fue de la muchacha de Goa? —preguntó Arthur.

—La Grange dio instrucciones a Branco para que se deshiciera de ella y éste así lo hizo. El portugués siempre hacía lo que le decían, pues vivía maravillado por La Grange… y atemorizado por él. Y es que, a pesar de parecer un auténtico fanfarrón, Branco era un hombre débil. Ocurre a menudo con los actores fuertes.

Saqué la libreta del bolsillo del gabán y pasé las páginas en un intento por unir los hilos de la historia de Oscar.

—Nos estás diciendo que el padre de los gemelos no era Edmond La Grange, sino Carlos Branco, y que la muchacha de Goa estaba ya embarazada de Branco cuando fue tomada por La Grange.

—Exacto.

—¿Y el mundo desconocía todo eso, Oscar? ¿Nadie sospechó nada?

—¿Por qué iban a hacerlo? Alys Lenoir estaba muerta y Branco no dijo una palabra. ¿Por qué iba a hacerlo? Estaba avergonzado de lo que había hecho. Los gemelos habían heredado los rasgos de su supuesta madre semiindia porque también ellos tenían sangre india. Y al parecer habían heredado también parte del talento de su famoso padre, Edmond La Grange, porque eran hijos de otro gran actor: Carlos Branco.

Conan Doyle se expulsó unas migas de bizcocho de su poblado bigote.

—¿Cuándo descubrió La Grange la verdad?

—Tardó veinte años en hacerlo. Lo hizo el día del estreno de Hamlet a cargo de la Compagnie La Grange. Como recordaréis, fue, según palabras de la propia Sarah, «el Hamlet perfecto». Branco vio ensayar a Agnès y a Bernard La Grange. Estaban magníficos, ¡y eran hijos suyos! Tenían genio, ¡y ese genio le pertenecía a él y no a La Grange! No pudo soportar seguir en silencio y reveló su secreto… no al mundo, sino a La Grange y a sus propios hijos, Agnès y Bernard. No obró así con ánimo de herir, sino de reconducir una mentira. Lo hizo porque estaba orgulloso. Y se alegró de haberlo hecho. La primera noche de Hamlet le dijo a Robert: «Soy feliz como no lo he sido en toda mi vida».

Los dedos de Conan Doyle estaban extendidos sobre el manuscrito que tenía delante de él sobre la mesa.

—Carlos Branco reveló a los gemelos que era su verdadero padre. ¿Les habló también de la muchacha de Goa? ¿Les reveló quién era su verdadera madre?

—No lo sé con seguridad —respondió Oscar—, aunque no lo creo. —Se volvió a mirar los dedos que Doyle mantenía sobre el manuscrito—. Recordará que, en el espléndido relato de Robert (creo que es el capítulo veintidós), cuando Bernard se enteró del supuesto suicidio de Agnès, dijo: «Lo llevamos en la sangre». Bernard y su hermana creían que eran hijos de Alys Lenoir.

Oscar se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa y unió las yemas de los dedos delante de su barbilla.

—Carlos Branco quiso compartir el orgullo que provocaban en él sus hijos y ocultar a la vez su vergüenza en el asunto de la muchacha de Goa —dijo, volviéndose a mirarme—. Robert y yo llegamos a la escena en el momento mismo de la revelación… o justo después de que tuviera lugar. Nos acercamos al camerino de La Grange y oímos voces alzadas en el interior. Oímos también llorar a una mujer, aunque no supimos si las lágrimas eran de pesar o de risa. Y con toda seguridad oímos también decir a Carlos Branco: «Mais enfin!».

—«Mais enfin!». «¡Por fin!» —traduje.

Arthur levantó la mano del manuscrito como lo habría hecho un escolar ansioso por dar una respuesta en clase.

—Branco era portugués —dijo—. ¿Cómo calificarían ustedes su acento francés? ¿Podría haber dicho «Mes enfants!», esto es: «¡Mis hijos!»?

—Podría, sí —respondió Oscar con una sonrisa—. Fue o lo uno o lo otro, sin duda alguna. —Tomó su taza de té dulce y la levantó en dirección al doctor Doyle antes de tomar un sorbo y proseguir—. Cuando llegamos a la puerta del camerino, La Grange parecía realmente turbado, deshecho…, aunque se recuperó al instante. «El viejo Polonio ha tenido algunas ideas novedosas», nos dijo. «Hemos estado practicándolas». —Oscar me miró—. ¿Recuerdas los cuatro rostros del camerino esa tarde, Robert? No fue fácil interpretarlos. Percibimos la presencia de sentimientos encontrados, aunque nos fue imposible dilucidar quién sentía qué… y por qué.

—Un secreto debería mantenerse siempre en secreto —murmuró Conan Doyle, recogiendo en ese momento algunas migas de su plato con el índice—. Cuando deja de ser un secreto, se convierte en una serpiente… y su destino es una incógnita.

—Eso parece, Arthur —respondió Oscar, sonriendo al oír la gnómica reflexión de nuestro amigo escocés—. La revelación de Branco no sólo conmocionó a La Grange, sino que le enojó y le confundió. La Grange borró el nombre de su amigo del libro de visitas de su escondrijo de la calle de la Pierre Levée. Lo que Branco le había dicho había vuelto su mundo del revés. Sin embargo, al menos en un aspecto, la sorprendente revelación de Branco dio a La Grange una libertad que no había tenido hasta entonces. Edmond y Agnès se atraían, no hay duda de ello…, pero el doctor Blanche estaba en lo cierto. Eran «buenos católicos»: para ellos, como para la mayoría de nosotros, el incesto habría sido una tentación demasiado osada. El viejo había deseado a la joven como les ocurre a los viejos, y la joven había amado al viejo, como ocurre en algunas ocasiones. Ambos sabían que se trataba de una atracción inútil. Pero si Edmond La Grange y Agnès no eran padre e hija…

Oscar bajó discretamente los ojos al tiempo que Conan Doyle abría los suyos y contenía un jadeo:

—Podían ser amantes, pues no había ya tabú que lo impidiera.

—Exacto —declaró Oscar, levantando de nuevo los ojos y sonriendo—. Y eso es lo que ocurrió.

Conan Doyle encontró una servilleta con la que limpiarse los labios.

—Vaya, vaya —murmuró.

—Aunque el éxtasis no duró mucho tiempo —continuó Oscar alegremente—. Por desgracia, así es como cursa el éxtasis. Agnès estaba entusiasmada con la idea de tener a Edmond como amante y estaba dispuesta a compartir su felicidad con el mundo. «Por fin soy libre», dijo cuando cenábamos todos en Le Chat Noir. Pero La Grange no estaba tan seguro de ello. Desconfiaba de la inestabilidad emocional de la muchacha y le alarmaba su devoción, al tiempo que era plenamente consciente de que su deseo por ella no tenía visos de salir airoso de la prueba del tiempo. Si bien es cierto que el amor puede durar, el deseo raras veces lo hace. No había para ellos ningún futuro como padre e hija…, pero tampoco lo había como hombre y amante. Una amante necesita ser como Gabrielle de la Tourbillon: una mujer de mundo que conozca sus reglas. Agnès, joven y vulnerable, y apasionadamente enamorada de él, tan sólo podía aspirar a provocar en La Grange un breve encantamiento. Era una relación condenada de antemano. Si el amor que ella le profesaba llegaba a hacerse público, la noticia bien podía destruir la gran casa de los La Grange. El gran actor era plenamente consciente de la vulnerabilidad de su profesión ante la clase de escándalo equivocado y así nos lo hizo saber con un inesperado estallido en su camerino. En lo que se refería a su vocación, Edmond La Grange era un hombre apasionado. No obstante, como persona, era un «tipo frío». Sarah Bernhardt, que le conocía bien, así nos lo había dicho. Edmond La Grange no tardó en darse cuenta de que su niña enferma de amor le plantearía demasiados problemas. Tenía que deshacerse de ella. Y lo hizo.

La frente de Conan Doyle estaba tapizada de profundas arrugas mientras contemplaba una nueva rodaja de limón y otra porción de bizcocho de jengibre.

—¿Y Bernard? —pregunté.

—¿Qué ocurre con él? —respondió burlonamente Oscar—. No era hijo de La Grange. Se lo oímos decir en más de una ocasión. «¿Qué me importa a mí Edmond La Grange?». Y oímos cómo el anciano actor repudiaba en público a su supuesto hijo…, aunque no reparamos en ello. En el ensayo general, cuando La Grange dijo a Bernard que no importaba qué peluca se pusiera para su papel de Hamlet y Maman saltó en defensa de «la tradición de los La Grange», Edmond declaró: «La tradición ha muerto…, olvidémosla».

»A ojos de La Grange, Bernard era simplemente el bastardo de otro hombre, el bastardo del viejo y estúpido Polonio, y demasiado disoluto, demasiado aficionado al láudano. Tener a semejante criatura deseosa de convertirse en el próximo La Grange se le antojaba una posibilidad cuando menos insoportable. Y no podía correr ese riesgo. ¿Acaso no podía Bernard revelar la verdad sobre la paternidad de La Grange? El viejo actor decidió entonces deshacerse también de él. ¿Qué le importaban a él esos dos jovencitos? No eran hijos suyos, sino un par de impostores. Y, como actores, ¿de verdad eran tan extraordinarios? ¿Eran acaso mejor que sus suplentes? ¿No era el apellido La Grange el que les había otorgado ese allure especial?

Conan Doyle estaba cortando su porción de bizcocho en pequeños cuadrados del tamaño de un sello.

—Está diciéndonos entonces que Edmond La Grange mató a Agnès y Bernard —musitó.

—Aunque no con sus propias manos. Ordenó matarles. Era un hombre acostumbrado a dar órdenes… y a ser obedecido.

Conan Doyle alzó bruscamente los ojos.

—¿Quién les mató?

—La misma persona que mató al pobre perro y al pobre Traquair —respondió Oscar con un hilo de voz—. Una criatura que cumplía los deseos de La Grange… y que lo hizo mostrándose fiel a su estilo.

—Y eso nos lleva una vez más a los cuatro elementos —murmuró Conan Doyle—. Tierra, aire, agua y fuego.

—Sí —dijo Oscar, presa de una repentina descarga de energía—. El uso de los elementos marcó el diseño de los asesinatos. Fue una idea poética a la par que teatral: típica de La Grange. Cometer cuatro asesinatos y llevar a cabo cada uno de ellos implicando a un elemento distinto. Epicuro estaba fascinado por los cuatro elementos. Para La Grange, Epicuro era un héroe. Pero el gran actor no pudo haber cometido los asesinatos…

—¿Por qué dice eso? —le interrumpió Conan Doyle.

—Porque Robert y yo estábamos en la habitación con él en el instante en que el joven Bernard fue asesinado. Nosotros éramos la incidental coartada de La Grange. Él bien pudo ser el instigador del fuego que consumió al muchacho, pero no pudo encender la cerilla que lo causó. Tuvo que tener un cómplice. Pero ¿quién podía ser ese cómplice? ¿Su madre? Poco probable. Era una anciana (declaradamente loca, cierto, aunque incapaz de algo así). ¿Gabrielle de la Tourbillon? Posiblemente. Era la amante de La Grange (a su modo, su criatura), aunque nunca vi en ella a una asesina.

—Me complace saberlo, Oscar —mascullé. Me ardía la piel, aunque no creo que Conan Doyle se hubiera dado cuenta de ello.

—¿Y podía La Grange haber confiado en ella? —prosiguió Oscar—. ¿Lo habría hecho? No lo creo. —Buscó los cigarrillos en su bolsillo—. Además, estos asesinatos no me parecieron obra de una mujer. Obviamente, una mujer podría haber golpeado al perro y haberlo enterrado con vida; una mujer podría haber prendido la cerilla que encendió las llamas que devoraron a Bernard. Pero ¿pudo una mujer haber empujado a Agnès al tanque de agua y haberle hundido en él la cabeza hasta ahogarla? ¿Pudo una mujer haber asfixiado a Washington Traquair, sujetando la almohada sobre su rostro hasta causarle la muerte?

Interrumpí el discurso de Oscar.

—Pero ¿Traquair no murió víctima de una intoxicación de gas?

—Eso pareció —respondió, encendiendo su cigarrillo—. Cierto es que había un escape de gas en su habitación, aunque eso no fue suficiente para matar a un hombre. Creo que alguien asfixió al pobre Traquair mientras dormía y que su asesino abrió después la llave del gas situada encima del diván para dar así la impresión de que se había quitado la vida.

—Eso fue sin duda obra de un hombre… —empecé, antes de interrumpirme.

—Y de un hombre que estaba presente cuando entramos al cubículo de Traquair —prosiguió Oscar—. Después de acabar con su vida, ese hombre había cerrado con llave desde fuera la puerta del pequeño cubículo. Devolvió luego la llave a la habitación, arrojándola al suelo junto al diván cuando logramos entrar al pequeño habitáculo y descubrimos allí el cuerpo del pobre Traquair.

—¿Richard Marais? —sugerí.

—Podría haber sido él. Sin duda fue Marais el autor de los desmañados atentados contra mi vida; él fue quien me arrojó un lastre desde el peine del teatro y quien intentó ahogarme en el abrevadero del bulevar del Temple. Creo que Marais pretendía asustarme, no matarme. Quería que me marchara. Le preocupaba que yo pudiera revelar su fraude a su señor…, pero su señor había estado al corriente del mismo desde un buen principio. Marais no era más que un pobre villano y no tan sordo como pretendía, pero poseía un rasgo que le redimía.

Conan Doyle, que en ese momento examinaba con atención un pequeño dado de tarta, se rió entre dientes.

—Le gustaban los perros. Estaba dedicado en cuerpo y alma a los desgraciados caniches de Maman. Es muy improbable que fuera el asesino de María Antonieta.

—¡Bravo una vez más, querido doctor! No, no fue Marais.

Conan Doyle dejó el cuchillo sobre su plato y empujó la tentación a un lado. Acto seguido, alzó los ojos hacia Oscar y sonrió.

—No hay más que eliminar otros factores y el único que resta tiene que ser la verdad —dijo—. Fue el norteamericano. Tuvo que ser él. Fue Eddie Garstrang, el jugador.

Oscar se reclinó en su silla y, durante un instante, dejó que sus ojos recorrieran el salón de té. Éramos los únicos clientes que quedaban. De pie al fondo de la sala, tras el expositor de tartas, cuchicheaban dos camareras. Oscar aspiró despacio el humo de su cigarrillo y observó cómo los finos penachos de pálido humo violeta se elevaban desde sus orificios nasales para filtrarse en el aire sobre nuestras cabezas.

—Bravo de nuevo, Arthur —dijo por fin—. Bravo, sí. —Y prosiguió, casi lánguidamente—. En ciertos aspectos, Garstrang era el hombre más fascinante de todos los hombres inusuales que conocí en el curso de ese año extraordinario. Aunque no estábamos destinados a ser amigos, desde nuestro primer encuentro percibí que teníamos muchas cosas en común. Garstrang observaba su vida incluso mientras la vivía. Como yo, también él era un extraño. Y un hombre al que le gustaba tomar sus riesgos, como espero hacer también yo. Él quería fama y fortuna, como es mi caso. Él estaba dispuesto a apostarlo todo a una sola tirada de dados…, independientemente de cuáles fueran las consecuencias. Me gustaría pensar que yo tendría el valor para hacer lo mismo. —Se inclinó sobre la mesa y acercó su rostro al de Doyle—. En Colorado, Garstrang jugó a las cartas con Edmond La Grange y perdió, como bien recordará. Siguió jugando (y perdiendo) mucho después de que le quedara ya nada por perder. Jugó a las cartas con Edmond La Grange hasta que el actor se convirtió en su dueño… del todo. —Oscar sostuvo el cigarrillo en alto y lo contempló en toda su longitud—. La apropiación de Garstrang tenía un aditamento importante: La Grange, gran tirador, estaba encantado con la idea de tener a otro magnífico tirador formando parte de su corte.

Conan Doyle se rió entre dientes. Tenía su nueva pipa en la mano (regalo de Navidad de su pequeña) e iba aplastando en ella con una cerilla las hojas de tabaco apagadas. Miró a Oscar y sonrió.

—Es decir, que La Grange cerró un acuerdo con Eddie Garstrang, ¿no es así? Podía cancelar su deuda y comprar su libertad en fáciles plazos.

—Sí, Arthur, en cuatro plazos, para ser más exactos. Lo único que el norteamericano tenía que hacer era matar por encargo (cuatro veces) y después quedaría libre para abandonar el servicio de La Grange, su deuda habría sido saldada y habría recuperado su fortuna. A fin de hacer más divertido el juego (para ambos), La Grange introdujo la fatuidad de los «asesinatos elementales»: muerte por aire, tierra, agua y fuego.

—¿Por qué mataron primero al perro, Oscar? —pregunté—. ¿Qué daño hizo a nadie ese pobre perro?

—La muerte del perro de Maman no fue más que un amuse-bouche, Robert, un entretenimiento preliminar diseñado por La Grange para poner a prueba a Garstrang. La muerte de esa caniche no fue ni una cosa ni la otra. Como bien sabía La Grange, a nadie le importaría ese animal, excepto quizás a Maman y a Richard Marais…, y a Edmond La Grange ambos le traían sin cuidado.

Conan Doyle dejó la pipa sobre la mesa. Tenía el bigote ligeramente crispado.

—Pero ¿acaso La Grange no sentía devoción por su madre? —preguntó. Arthur sentía verdadera adoración por la suya.

—Creo que Edmond La Grange despreciaba a su madre —respondió Oscar, que también sentía auténtica devoción por la suya—. Se lo debía todo y eso no siempre saca lo mejor en un hombre. Aceptaba el lugar que Maman ocupaba en su vida, pero sus debilidades le irritaban y sus pretensiones le enfurecían. En más de una ocasión le oí decir: «Maman, eres realmente absurda».

—Un tipo sin sentimientos, ciertamente —murmuró Conan Doyle, dando una chupada a su pipa apagada—. Le atraía la idea de tener a un asesino personal a su disposición incluso antes de tener en mente a alguna víctima en particular.

—Así es —dijo Oscar, sonriendo a su amigo—. Y creyó haber encontrado en Garstrang a un hombre perfectamente adecuado para su propósito. El norteamericano mató a la espantosa María Antonieta con estilo: enterrándola en el baúl donde viajaban mis libros. Imagino que eso debió de hacer las delicias de La Grange. Y es que el actor tenía un gran sentido del humor. —Prendió una cerilla para encender otro cigarrillo—. Garstrang demostró que podía matar a un perro…, pero ¿podía matar a un hombre? —Arrojó la cerilla encendida en el poso de su taza de té—. Todo parece indicar que sí.

Miré a Conan Doyle. Un velo de pesadumbre le había teñido los ojos.

—Pobre Traquair —suspiró.

—Sí —dijo Oscar—. Pobre Traquair. ¿Dónde estaba el desafortunado camarero el aciago día en que Carlos Branco desveló su secreto a la familia La Grange en el camerino de La Grange del bulevar del Temple? ¿Dónde estaba Washington Traquair? El pobre desgraciado estaba, por supuesto, en el cubículo contiguo al camerino… triste y solo. ¿Habría oído la revelación de Branco? ¿Y la discusión que había seguido a continuación? Casi con toda probabilidad. Aunque ¿habría entendido lo que había oído? A buen seguro que no. Sin embargo, La Grange no podía estar seguro del todo y tampoco podía permitirse correr ese riesgo. Además, podía deshacerse muy fácilmente de Traquair. Contaba con el hombre ideal para ello…, y además el hombre en cuestión estaba en deuda con él. La Grange ordenó a Garstrang que matara a Traquair: «Es un criado y además es negro. Poco es lo que cuenta».

»Garstrang hizo lo que se le ordenaba y lo hizo bien. A su modo, era un artista. Y sirvió a la perfección a La Grange, que le tenía en muy alta estima. —Oscar me miró—. Creo, Robert, que apareció en tu duelo tanto para velar por la seguridad de Garstrang como por la tuya.

Bajé la cabeza sobre mi libreta y me cubrí los ojos. A pesar de que habían pasado ya muchos años, lo absurdo de ese duelo —y de mi enamoramiento de Gabrielle de la Tourbillon— era para mí fuente de vergüenza. Desde detrás de mi mano miré hacia el mostrador junto al que había visto de pie a las camareras. Habían desaparecido. Nos habíamos quedado solos en el salón de té.

—La Grange necesitaba a Garstrang —prosiguió Oscar—. Había trabajo que hacer. Tenía que deshacerse de los gemelos. Ordenó a su sicario que los matara. Lo cierto es que no fue difícil, incluso a pesar de las reglas del juego. Resultó tarea fácil ahogar a Agnès y Bernard fue pasto de las llamas también con pasmosa facilidad. Garstrang cogió una botella de éter del «nido de amor» de La Grange (le vimos salir del apartamento con una caja de esas botellas) y le vimos también utilizarla para rociar el asiento y el suelo del carruaje que La Grange había pedido para mandar a su supuesto hijo a Montmartre. Nos dijo que había pedido el coche para que nos llevara al Pharamond. No fue así. La Grange no tenía la menor intención de salir a cenar. Sabía que si ofrecía a Bernard un carruaje a su cargo, el muchacho lo tomaría. Garstrang acompañó al joven al vehículo y, al cerrar tras él la portezuela, arrojó su cigarrillo encendido al interior del coche para encender el horno.

—Qué espanto —masculló Conan Doyle.

—Entonces fue Eddie Garstrang quien mató a Agnès y a Bernard La Grange —dije, subrayando el nombre de Garstrang en mi libreta.

—Sí, obedeciendo las instrucciones de Edmond La Grange.

—Pero ¿quién mató a La Grange? —preguntó Conan Doyle—. No era un hombre proclive a la autodestrucción.

—No —respondió Oscar—, aunque la muerte no le inspiraba ningún temor. Epicuro le había enseñado que «la muerte no es nada», «pues aquello que ha sido disuelto en sus elementos no experimenta sensación alguna, y lo que carece de sensación no es nada para nosotros».

Yo seguía con los ojos fijos en mi libreta.

—Con los gemelos muertos —dije por fin—, Garstrang estaba libre una vez más.

—Cierto —declaró Oscar—. Cuando lo viste la tarde de la muerte de La Grange, él te dijo que era un hombre libre desde la medianoche. Según te dijo, el actor le había «contratado» por un plazo de seis meses y el plazo acababa de expirar. Pero lo que dijo no tenía sentido: habían pasado más de seis meses desde que la Compagnie La Grange había visitado Leadville y menos desde que Garstrang había embarcado rumbo a Francia a bordo del SS Bothnia. No, Garstrang estaba libre porque había cumplido con su parte del trato.

De pronto, y muy discretamente, Arthur Conan Doyle empezó a gruñir. Fue tan sólo un sordo rugido, el sonido propio de un terrier que hubiera estado olisqueando una ratonera. Entrecerró los ojos y miró expectante a Oscar.

—Pero ¿Edmond La Grange decidió que no tenía intención de liberar a su asesino?

Oscar dedicó al médico una sonrisa de oreja a oreja.

—Debería estar usted escribiendo historias de detectives, Arthur. La Grange dijo a Garstrang que necesitaba un asesinato más: el quinto elemento, lo que Epicuro llamaba «la quintaesencia». Un asesinato más y La Grange le devolvería todo el dinero que Garstrang había perdido a las cartas… y le daría también la libertad.

—El norteamericano protestó, diciendo que ya había cumplido con su obligación.

—Naturalmente, pero el viejo actor sabía que tenía una mano ganadora. Puesto que Garstrang había cometido ya cuatro asesinatos, estaba metido hasta el fondo… y su situación era de absoluta vulnerabilidad. «Sólo uno más, es todo lo que pido. Mate a Carlos Branco y le dejaré libre. Péguele un tiro; utilice mi revólver. Aquí lo tiene. Un disparo combina los elementos de tierra y aire, fuego y agua. Mate a Branco y todo habrá terminado».

Oscar hizo una pausa y Arthur, que no se molestó en ocultar su entusiasmo, aprovechó para retomar la historia:

—¡Pero Eddie Garstrang sabía que nunca quedaría en libertad! Si accedía a matar a Branco, ¿quién sería el próximo? Había cumplido con su parte del trato. Era un jugador honorable y había pagado sus deudas. Si La Grange no estaba dispuesto a cumplir con su parte del acuerdo, era él quien debía morir. De ese modo, todo habría en efecto «terminado».

—Sabemos cómo lo hizo —dijo Oscar, arrojando el resto de su cigarrillo en su taza—. Se disfrazó del fantasma del padre de Hamlet. Se puso la capa y también el yelmo con su visor y fue hasta el camerino de La Grange. Éste abrió la puerta. Lo que vimos fue al propio La Grange de pie en la entrada, entre la puerta y el espejo. Garstrang entró al camerino. Supongo que explicó su curioso disfraz haciendo referencia a Carlos Branco e indicando que estaba dispuesto a matarlo si ése seguía siendo el deseo de La Grange. Le pidió entonces el revólver para su propósito. El viejo actor se lo dio y con ello firmó su condena. Garstrang tomó el arma y, al instante, y sin el menor titubeo, apuntó con ella a La Grange y disparó. En cuanto todo acabó, volvió a dejar el revólver encima del tocador, arrojó la capa y el yelmo al suelo y salió del camerino para regresar casi al instante, llegando en compañía de Carlos Branco.

—¿Por qué no contaste todo esto a la policía enseguida? —pregunté.

—Por la misma razón que Carlos Branco no contó al mundo que los gemelos eran hijos suyos. ¿Quién le habría creído? La Grange estaba muerto. ¿Qué prueba tenía? Branco tenía todos los visos de ser el culpable. Suyos eran el móvil, la oportunidad y los medios…, y tú mismo le viste entrar al camerino de La Grange momentos antes del asesinato, Robert. Le viste con tus propios ojos. Fuiste muy claro y muy firme al respecto.

Arthur Conan Doyle recorría el salón de té con los ojos.

—Estamos solos —dijo, consultando su reloj de bolsillo—. Son más de las cinco y media.

—Debemos ponernos en camino o nos quedaremos encerrados con las figuras de cera —dijo Oscar, empujando su silla para retirarla de la mesa y poniéndose de pie—. ¿Dónde está la cuenta?

—Me congratula decir que invita Tussaud.

—Ah. —Oscar sonrió al tiempo que se ponía los guantes—. Es a María Antonieta a quien debemos estos pasteles.

Cogí el paquete de papel marrón que contenía nuestro manuscrito.

—Tengo trabajo que hacer con esto —comenté.

—No te apresures —replicó alegremente Oscar—. Recuerda que debe ser una obra póstuma.

Cruzamos el desierto salón de té de regreso a las salas de exposición.

—Oscar —dije, presa de una idea repentina—, ¿cómo sabes con seguridad que Agnès y Bernard La Grange eran realmente hijos de Carlos Branco?

—Porque, como ocurre con el acto del suicidio, tener gemelos puede ser también un factor hereditario —respondió mi amigo.

—Pero ni Agnès ni Bernard se suicidaron —señaló Conan Doyle—. Alys Lenoir sí lo hizo, pero ella no era la madre de los gemelos.

—Exacto —respondió Oscar—. Alys Lenoir se suicidó, pero no era su madre. Sin embargo, Carlos Branco sí era su padre… y también él tenía un hermano gemelo.

—¿Cómo sabes que tenía un hermano gemelo? —pregunté.

—Porque le he conocido. He conocido al gemelo de Carlos Branco. Él fue otra de las extraordinarias personas que conocí en el curso de ese año memorable. Me lo presentó mi amigo George Palmer, el rey de las galletas. El hermano gemelo de Branco era clérigo: un converso, un fanático, un cura anglicano de origen portugués. Vino a Inglaterra cuando era apenas un muchacho para unirse a la Alianza Evangelista. Cuando le conocí, tuve la impresión de que su acento inglés era demasiado perfecto para ser genuino. Sus ojos, sus gestos, su forma de hablar…; todo me había resultado familiar, pero mientras que, a sus sesenta años, Carlos Branco era gordo y de rostro rubicundo, Paul White era delgado y pálido. Branco significa «blanco» en portugués. Y ése fue el apellido que Paul escogió en el momento de su conversión. Paul White era un hombre flaco y de tez pálida…, y avergonzado. Recordarás, Robert, que La Grange nos dijo que en Francia los actores forman parte de los condenados. Paul White se avergonzaba de su hermano y de la vocación de éste… y se avergonzaba también del favor que había hecho a su gemelo veinte años antes.

»Carlos le había enviado a una pobre muchacha originaria de Goa, una sencilla criada convertida en una mujer mancillada. Lo había hecho con la esperanza de que la mujer pudiera convertirse en la sirvienta de su hermano. Paul White, el evangélico, no la quiso en su casa, pero le encontró un lugar y la puso a trabajar en la cárcel de la que era capellán. La conocí el día que visité la prisión de Reading. La conocí en la capilla del centro: una criatura triste de rostro oscuro con un viejo vestido negro. Paul White le gritó en una lengua que reconocí a medias. Me pareció que era español. Más adelante caí en la cuenta de que era portugués.

Nos quedamos en silencio bajo la magnífica cúpula de cristal del vestíbulo de entrada del Madame Tussaud.

—¿Y el norteamericano? —preguntó Conan Doyle, chupando su pipa—. ¿Qué fue de Eddie Garstrang?

—Ah —respondió alegremente Oscar—. Vio satisfecha su ambición. A su modo, logró ser famoso. O al menos notorio. Era lo que quería.

—No he oído hablar de él —dijo Conan Doyle.

—No se hizo famoso por cómo vivió, sino por cómo murió.

—¿Regresó a Colorado?

—No, decidió quedarse en Francia y retomó su vida de jugador profesional. Mandé una nota al brigadier Malthus, aconsejándole que no le quitara ojo, y así lo hizo. Y hace tres años, Eddie Garstrang fue arrestado. Había disparado a un hombre a sangre fría… a causa de una deuda de juego impagada. Garstrang murió ejecutado. Fue sin duda un noble acontecimiento, pues fue el último hombre que perdió la cabeza en la guillotina. Por eso Eddie Garstrang está aquí, en la Cámara de los Horrores. —Oscar alzó los ojos hacia el reloj que colgaba en la pared encima de la puerta principal—. Son las seis menos diez, caballeros. Salgamos a echarle una mirada antes de que cierre la exposición. Aunque Robert no es capaz de apreciar el parecido, yo sí lo soy. Tiene el aspecto de un asesino. Lo lleva escrito en la sonrisa. Nunca confíen en un hombre que muestra los dientes inferiores cuando sonríe.