27.

Fin de la historia

Subimos al coche que Oscar había tenido esperando en la calle de Arcole y partimos hacia el Théâtre La Grange para la que resultaría ser, a la postre, nuestra última visita. A pesar de la hora y de las circunstancias, Oscar se mostraba extraordinariamente animado.

—El agotamiento siempre me ha estimulado —dijo a modo de explicación.

—No creo que sea sólo eso, señor Wilde —comentó el brigadier Malthus, que iba sentado delante de Oscar en el coche y cuyas rodillas casi rozaban las de mi amigo—. Creo que disfruta usted de la excitación de la persecución. A pesar de que nadie diría que es usted aficionado a la caza…

Oscar sonrió de oreja a oreja. La suya era una sonrisa torcida y sus dientes habían empezado a mostrar signos de descuido. Completó la frase de Malthus:

—… todos tenemos nuestros secretos, ¿no lo cree usted, brigadier? —Sacó del bolsillo del gabán su pitillera de plata favorita—. ¿Les parece si nos trasladamos desde Argel a Estambul? —sugirió, ofreciéndonos uno de sus cigarrillos turcos. Lo encendió y, saboreando el aroma de la cerilla encendida, cerró los ojos y murmuró—: Aprendan a inspirar hondo, caballeros. Disfruten del momento… y del cigarrillo. Rían siempre que puedan, lloren cuando deban hacerlo y, mientras duerman, intenten dormir de verdad. Vivan la vida al máximo. La muerte no tardará en llegar. —Abrió los ojos y, volviéndose hacia mí, me tocó la manga—. Perdóname, Robert, por no haberte llevado siempre conmigo. Sé que lo entiendes. Aunque huelga decir que somos un equipo, en ocasiones se impone seguir una línea de investigación por cuenta propia. A veces, un hombre camina más deprisa cuando lo hace solo.

Malthus exhaló una nube de humo gris azulado.

—Reconozco la cita, señor Wilde —dijo—. Napoleón Bonaparte tiene algunas frases magníficas, ¿no cree?

—Oscar tiene muchas frases magníficas propias —aduje, saliendo en defensa de mi amigo—. Hablaba usted de la caza, señor. ¿Ha oído alguna vez la definición que hace Oscar del caballero inglés que galopa tras un zorro? «Lo abominable en persecución de lo incomestible».

Malthus se rió cortésmente entre dientes. Oscar sonrió y dio una calada a su cigarrillo.

—A decir verdad, la frase es de mi hermano Willie —dijo—, aunque no tengo la menor intención de darle crédito. Dar crédito a Willie nunca ha sido aconsejable…, como le dirá su banquero.

Todos nos reímos. En ese momento miré por la ventanilla del coche y vi que cruzábamos la calle de Turbigo, pasando por delante de la panadería favorita de mi amigo. Aunque hacía apenas unas semanas que conocía a Oscar, me di cuenta de que yo estaba ya totalmente oscarisé, esto es, totalmente esclavizado por el embrujo de mi nuevo amigo. Oscar se inclinó hacia el brigadier Malthus y le golpeó con suavidad en la rodilla.

—Puede que la excitación de la caza sea parte de la historia, pero le ruego que entienda que en el caso que nos ocupa no anhelo matar a mi presa. Lo que busco es simplemente un indulto. Si Carlos Branco llega a ser juzgado, le declararán culpable.

—Y cuando la cuchilla ha caído sobre un hombre, es ya demasiado tarde para indultarle.

Oscar se reclinó contra el asiento y apoyó su gran cabeza contra la gastada piel del respaldo antes de mirar fijamente a Malthus y sonreír.

—Me pregunto si esa frase es suya o de Napoleón.

—Puede ser suya con el debido tiempo, señor Wilde —dijo el policía, dando una calada a su cigarrillo.

Todavía no habían dado las diez cuando llegamos a la entrada de artistas del Théâtre La Grange. Un solitario gendarme hacía guardia en el callejón, al pie de la escalera que llevaba al apartamento de La Grange. Cuando Malthus pasó junto a él con paso firme, el agente arrojó el cigarrillo y saludó. El portero estaba en su cabina, tomando un pestilente caldo preparado con carne de caballo.

—Mi desayuno —gruñó.

—Respiren hondo, caballeros —dijo irónicamente el inspector.

Cruzamos el vestíbulo al que daba acceso la entrada de artistas y nos adentramos en las bambalinas desiertas del teatro. Malthus, que iba delante, tropezó con la barra de la que colgaba el vestuario de la función, situada justo en la parte interior de la entrada.

—No hay prisa —murmuró Oscar—. Será mejor que dejemos que nuestros ojos se acostumbren a la penumbra.

Nos quedamos quietos durante un instante, mirando en derredor. A nuestra derecha, en el escenario, vislumbramos la silueta de las murallas de Elsinor. Delante de nosotros vimos (con mayor claridad, pues junto a ella ardía el tenue resplandor de una bujía) la puerta del camerino de Edmond La Grange.

—¿Ardía anoche esa bujía con mayor intensidad? —preguntó Oscar. Su voz fue poco más que un susurro.

—No me lo parece —respondí—. Esta semioscuridad es lo habitual entre funciones.

—Cierto —manifestó Oscar—. Cierto.

—¿Y bien? —inquirió enérgicamente el brigadier—. ¿Qué hacemos ahora?

Oscar giró la cabeza hacia el policía.

—Un pequeño espectáculo dedicado a usted, señor…, una matinée de las diez. —Oscar me tocó el brazo—. Robert, ten la amabilidad de acompañar al brigadier Malthus a la otra punta del escenario. Llévale al lugar exacto donde tú y yo estuvimos ayer hablando con Gabrielle. Al mismo sitio desde el que nos pareció ver entrar a Branco al camerino de La Grange. Espera allí…, detrás del decorado. Y no salgáis hasta que yo lo diga.

Asentí con la cabeza e invité al inspector a que me acompañara. Con cuidado, moviéndonos en la penumbra, cruzamos el escenario vacío. Cuando empezamos a alejarnos, Oscar rebuscaba ya entre las prendas que colgaban de la barra de vestuario. Al volvernos a mirar, le vimos bajar entre bastidores hacia el camerino de La Grange y acto seguido le oímos entrar. Instantes más tarde oímos abrirse y cerrarse la puerta del camerino.

La voz de Oscar gritó entonces desde el otro extremo del escenario:

—¿Están ustedes ocultos detrás del decorado, caballeros?

—¡Así es! —grité a mi vez.

Malthus me miró y arqueó una ceja curiosa.

Oscar volvió a gritar.

—Cuando yo lo diga, y no antes, quiero que salgan de detrás del decorado y miren desde allí al otro extremo del escenario… como lo hicimos ayer, Robert.

—Entendido —respondí.

Esperamos en silencio.

—Su amigo es extraordinario —susurró Malthus.

De pronto, Oscar gritó:

—¡Salgan! ¡Ahora!

Tomé al brigadier del codo y tiré de él desde detrás del decorado hasta que ambos ocupamos la posición exacta que Oscar y yo habíamos ocupado dieciséis horas antes. En aquel entonces habíamos visto en el otro extremo del escenario, en la zona opuesta de bastidores, a Carlos Branco dirigiéndose hacia la puerta del camerino de Edmond La Grange. En ese instante parecía estar allí de nuevo…, aunque no había duda alguna de que no podía tratarse de Branco. Branco estaba encerrado en una celda de la prefectura de la Île de la Cité. Oscar estaba recreando la escena: una figura envuelta en la capa y con el yelmo y la visera que Branco utilizaba en su papel de fantasma del padre de Hamlet caminaba con paso firme hacia la puerta del camerino de La Grange.

—Podría ser cualquiera —jadeó Malthus.

—Es Oscar —dije.

La figura llegó a la puerta del camerino, miró brevemente en nuestra dirección (exactamente como lo había hecho la figura la noche anterior) y llamó a la puerta del camerino.

—¿Quién es su cómplice? —murmuró Malthus entre dientes.

—Estoy seguro de que no hay nadie más.

La figura envuelta en la capa volvió a llamar a la puerta del camerino… y la puerta se abrió. Y, cuando eso ocurrió, la figura se quitó el yelmo y vimos de pronto aparecer en el marco de la puerta el sonriente rostro de Oscar, mirándonos…

—¡Santo Dios! —exclamó Malthus—. ¡Ahora lo veo!

—Sí —respondió Oscar, mirándonos—. Ahora lo ve. Y lo que ve no es más que una simple ilusión: el reflejo de mi rostro en un espejo. —La figura envuelta en la capa que estaba en la puerta se volvió despacio y, al hacerlo, el rostro de Oscar desapareció del marco de la puerta para ser reemplazado por el reflejo de la parte posterior de su cabeza.

Malthus cruzó el escenario a grandes zancadas con la mano tendida hacia mi sonriente amigo. Oscar se desabrochó la capa que llevaba sujeta al cuello. Yo la cogí mientras el policía estrechaba afectuosamente la mano de mi amigo. Al otro lado de la puerta, a la izquierda, ligeramente angulado, estaba el espejo de cuerpo entero de Edmond La Grange. Desde el lugar que ocupábamos en el otro extremo del escenario, por encima de la capa que envolvía el hombro de Oscar, habíamos visto su rostro reflejado en el espejo… tal y como el día anterior, y en el mismo espejo, habíamos visto el rostro reflejado de Edmond La Grange.

—Edmond La Grange era actor —dijo Oscar—, un hombre del teatro. No es de sorprender que creara un pequeño drama para presentarnos su propio suicidio. Estaba decidido a quitarse la vida. Tenía sus motivos. Sus hijos habían muerto; la tradición de los La Grange había tocado a su fin; el «Hamlet perfecto» era la producción perfecta con la que despedirse. Y, al marcharse, y a modo de venganza, le pareció que podía ser divertido verter ciertas sospechas sobre Carlos Branco, «Polonio, el viejo idiota», que, con Richard Marais, había conspirado para robarle durante todos estos años.

Mientras Oscar desvelaba la historia, ocupó el centro del camerino, situándose en el lugar donde había estado el tocador de La Grange, desde donde controló la pequeña estancia con esa curiosa mezcla de autoridad y encanto que utilizaba a ese mismo efecto sobre la tarima desde la que daba sus conferencias. Mientras hablaba, sus ojos recorrían la habitación y empleaba constantemente las manos para hacer hincapié en un punto en particular o para ilustrar su significado.

—Exactamente a las seis horas de la tarde de ayer —prosiguió—, cuando Edmond La Grange había terminado de dar su pequeña charla y su compañía había empezado a dispersarse, el gran actor regresó a esta habitación (a su camerino), reparando quizás al hacerlo en mí, que en ese momento hablaba con su amante en la parte posterior del escenario. Para que su pantomima tuviera éxito, La Grange necesitaba público, aunque fuera un público reducido. —Oscar se volvió hacia mí y sonrió—. Te mandó a buscarme, Robert, ¿te acuerdas?

—Sí —respondí—, por supuesto. Y cerró la puerta del camerino cuando salí.

—E, instantes después, volvió a abrirla y miró fuera. Vio que no había nadie entre bastidores, aunque imagino que nos oiría conversar en la parte posterior del escenario, y decidió aprovechar el momento. La presteza era fundamental.

Cuando Oscar se llevó la mano al bolsillo para sacar de él su pitillera, el brigadier Malthus buscó en el suyo su libreta y el lápiz. Durante el resto de la narración de mi amigo, el oficial de policía tomó notas. Oscar le observaba con atención, y cuando veía que Malthus estaba ocupado garabateando sus notas, el narrador irlandés aspiraba despacio el humo de su cigarrillo para dar tiempo al policía francés y así impedir que se perdiera en sus anotaciones.

—La Grange aprovechó el momento —repitió Oscar—. Salió sin ser visto del camerino y subió entre bastidores hasta la barra de vestuario. Encontró allí la capa de Branco y se cubrió con ella los hombros. Después se puso el yelmo y bajó la visera. Vestido como Branco regresó hasta la puerta de su camerino, volviéndose al llegar para asegurarse de que contaba con la audiencia que había deseado tener. Y la tenía. —Hizo una pausa y apartó sus ojos de los de Malthus para fijarlos en los míos—. Allí estábamos, Robert, tú y yo. Y, sabiendo que estábamos allí y que le observábamos, llamó a su propia puerta… y volvió a llamar. Luego la abrió con una mano al tiempo que con la otra se quitaba el yelmo. En cuanto se desprendió de él, la puerta se abrió de par en par y en el espejo —Oscar señaló el espejo que estaba junto a la puerta del camerino— apareció de pronto su rostro. Le miramos al tiempo que él nos miraba. Y, cuando la figura envuelta en la capa, por encima de cuyo hombro podíamos ver a La Grange, entró al camerino, dimos por supuesto que lo que veían nuestros ojos era a Carlos Branco entrando al camerino y que La Grange había desaparecido porque se había retirado para dar la bienvenida a su amigo y colega.

Oscar guardó un instante de silencio mientras el lápiz del inspector se deslizaba raudo sobre la página de su libreta. Mi amigo sonrió y contempló la ceniza de la punta de su cigarrillo turco. Por fin, cuando el lápiz de Malthus se detuvo, prosiguió:

—En cuanto entró al camerino, La Grange cerró la puerta, se quitó la capa y la arrojó junto con el yelmo al suelo, se sentó de inmediato delante del tocador, se apuntó con el revólver a la cabeza y, sin dudarlo un solo instante, se disparó.

Malthus no escribió nada. Mientras Oscar aspiraba despacio las últimas bocanadas de humo de su cigarrillo, el policía clavó en él la mirada. Oscar sonrió.

—¿Había en el revólver alguna huella que indicara que alguien más, aparte de La Grange, lo había empuñado? —preguntó al policía.

—Ninguna —respondió Malthus, que no apartaba los ojos de él—. Pero no tenía el revólver en la mano, sino encima del tocador.

—Lo soltó al disparar —sugirió Oscar.

El brigadier Malthus volvió a fijar la mirada en su libreta.

—De modo que fue La Grange y no Branco el autor del fatal disparo.

—Exacto —dijo Oscar, acercándose al aparador donde estaba el pequeño carillón de La Grange y apagando su cigarrillo en el cenicero que allí encontró—. Carlos Branco es quizá culpable de haber matado a un perro y sin duda culpable de hurto, pero no lo es de asesinato. Sería un error culparle de ello. Animado por la especial súplica de Maman, sin duda el tribunal le juzgaría culpable. Y sería un error ejecutar a un hombre por un crimen que no ha cometido.

Malthus cerró su libreta y la guardó en el bolsillo del abrigo. Acto seguido, cruzó el camerino hacia donde estaba mi amigo.

—Es usted un joven extraordinario —dijo. Cuando el carillón dio la media, el policía, sonriente y mirando a Oscar a los ojos, le estrechó la mano con toda formalidad—. Le he escuchado con atención, señor Wilde —dijo—. Y acepto su argumentación. De hecho, debo reconocer que me ha dejado usted abrumado con ella.

Una hora más tarde, Carlos Branco fue liberado, y lo fue sin cargo alguno. Él mismo reconoció que junto con Richard Marais había estafado al Théâtre La Grange durante muchos años, aunque ¿a quién habían perjudicado realmente? ¿Y qué pruebas existían de ello? Marais, el encargado de llevar la contabilidad de la compañía La Grange, había destruido todos los libros contables. Además, ¿a quién le importaba?

Las noticias de las muertes de Edmond, Bernard y Agnès La Grange aparecieron en los periódicos de toda Francia y en los de muchos otros países. Durante varias semanas, entre los medios franceses corrió el rumor que apuntaba a la misteriosa naturaleza de las muertes, aunque el rumor terminó por desvanecerse. Con el tiempo, antes del inicio de la temporada teatral de otoño, Richard Marais y Carlos Branco unieron sus fuerzas y llegaron a un acuerdo con Liselotte La Grange. Maman había heredado de su hijo todas las acciones de la Compagnie La Grange y Marais y Branco se asociaron con ella para fundar el Théâtre Branco-La Grange. Marais estaba convencido de que «debemos hacerlo. El scandale macabre va a ser fantástico para el negocio». Maman, que lloraba la muerte de su hijo, aunque lo hacía sin derramar una sola lágrima, sentía que se lo debía a la memoria de Edmond y a la tradición establecida por los antepasados de su último marido. Carlos Branco, roto por sus experiencias y debilitado y humillado por la tragedia, no conocía más vida que ésa.

El nuevo Théâtre Branco-La Grange conservó gran parte del repertorio de la vieja compañía, ligeramente ampliado para incluir el melodrama y la farsa junto con los clásicos habituales. Gabrielle de la Tourbillon (née Guillotin) se convirtió en la actriz principal de la compañía. Yo jamás volví a compartir su lecho. De vez en cuando, y por mera coincidencia, nos encontrábamos en algún lugar público (en los restaurantes, en los vestíbulos de los teatros, en fiestas que se celebraban en casas de conocidos comunes), pero cuando eso ocurría, era como si fuéramos dos desconocidos, como si la intimidad que habíamos conocido jamás hubiera existido. Supongo que si alguno de ustedes se encontrara hoy con Gabrielle y le mencionara mi nombre no significaría nada para ella.

Si bien es cierto que jamás olvidaré a Gabrielle de la Tourbillon —¿cómo podría olvidarla?, fue mi primer affaire—, confesaré que no tardé mucho tiempo en dejar de lamentar su pérdida. Una semana después de la muerte de Edmond La Grange, conocí en los tribunales de primera instancia de la calle del Temple a una deliciosa dama llamada Odile. Ella acababa de cumplir treinta años y era una muchacha menuda y de esbelta figura con un pelo negro y lustroso, mejillas sonrosadas de muñeca y la sonrisa más dulce y la risa más suave que quepa imaginar. Era enfermera y estaba de guardia en el tribunal por si alguno de los testigos se sentía indispuesto. ¡Le dije que había enfermado de amor por ella en cuanto la había visto!

Asistí a los tribunales con Oscar. El brigadier Malthus, el doctor Pierre Ferrand y el doctor Émile Blanche fueron convocados para demostrar que el veredicto del forense sobre las muertes de Agnès, Bernard y Edmond La Grange era el mismo en cada uno de los casos: muerte por suicidio.

Esa noche (resultaría ser la última de Oscar en París durante un tiempo) mi amigo y yo subimos a Montmartre y cenamos en Le Chat Noir con Sarah Bernhardt, Maurice Rollinat y Jacques-Émile Blanche. Fue sin duda una noche para el recuerdo. Nos sentamos los cinco alrededor de una pequeña mesa situada al fondo del café con nuestras manos tocándose, las cabezas muy juntas y los ojos brillantes a la parpadeante luz de las velas. Comimos moules marinières y bebimos champán y, como dijo Oscar: «Contamos tristes historias sobre la muerte de los reyes».

—¡Era un rey! —exclamó la señora Bernhardt—. Un auténtico rey sol…, sin duda el mejor actor de su generación. Era simplemente glorioso.

—Pero destrozó a su hija —observó Jacques-Émile Blanche—. La sedujo.

—¿Es eso cierto? —preguntó Sarah, muy seria—. ¿De verdad? ¿Estamos plenamente seguros de ello? ¿Quién ha sido testigo? ¿Quién les vio juntos en la cama? ¡Nadie!

—¿Y qué importa eso? —preguntó Maurice Rollinat, frotándose los ojos con los nudillos—. ¿Por qué no iban a ser amantes?

—Porque no es natural —dije.

—¡Oh, claro que lo es! —exclamó Rollinat—. Los animales lo hacen constantemente. En la granja y en el bosque, el incesto es absolutamente comme il faut. —Se rió, tomó la botella de champán y volvió a llenar nuestras copas.

—Reserve su depravación para su poesía, Maurice —murmuró Sarah Bernhardt, acariciando con dulzura la mejilla de Rollinat con el dorso de la mano—. Allí resulta realmente divertida.

Jacques-Émile Blanche fijó la mirada en la llama de la vela situada en el centro de nuestra mesa.

—Edmond La Grange sedujo a su hija y la vergüenza que eso provocó en ella la mató —dijo. Habló en voz tan baja que apenas pudimos oírle—. Yo la amaba y ahora la he perdido para siempre.

—No, para siempre no —dijo afectuosamente Oscar—. Queda el retrato que le hizo usted. Eso perdurará. En su cuadro, Agnès no envejecerá nunca. Gracias a usted, su belleza pervivirá.

La señora Bernhardt mojó un trozo de pan en la salsa marinière. (A pesar de ser una criatura delgada y menuda, la divina Sarah tenía un apetito extraordinario).

—Aun así, no tenemos ninguna prueba que demuestre que padre e hija eran amantes. Sus suicidios así lo sugieren, es cierto, pero no hay ninguna evidencia.

—Y el padre de Jacques-Émile está convencido de que ninguno de los dos se hubiera prestado a cometer tal acto —añadió Oscar—. Ambos eran buenos católicos, como se suele decir, y el incesto, como todos sabemos, es un pecado mortal.

—Eso es precisamente lo que lo hace tan atractivo —dijo Rollinat con una risilla al tiempo que se limpiaba las burbujas de champán de su negro bigote. Yo jamás había visto al melancólico poeta tan feliz.

—Dios sabe la verdad —sentenció Oscar—. Solo él es conocedor de todos nuestros secretos.

—Y todos tenemos secretos, ¿no es así, Oscar? —preguntó la diva con aire juguetón.

—Cierto —respondió él muy serio. Tomó un poco de champán y contempló la botella que seguía sobre la mesa. Estaba casi vacía. La levantó por encima de su cabeza hasta que vio aparecer a un camarero, pidió una segunda botella y, depositando una moneda de plata en la mano del joven muchacho, añadió—: ¿Por qué no nos trae la tercera de una vez? —Luego se volvió hacia la mesa con una sonrisa—. Sí, jóvenes o viejos, guapos o feos, ricos o pobres, todos tenemos secretos. Hasta ese camarero. Hasta el brigadier Malthus.

—¿Quién es el brigadier Malthus? —preguntó madame Bernhardt.

—Un policía intelectual —dije—. Un hombre extremadamente culto. Ha estado a cargo del caso.

—Le conozco —intervino Maurice Rollinat—. Alto, delgado, guapo, de unos sesenta años. Bien afeitado. De pelo canoso.

—Ése es, sí —confirmé.

—¿Le conoce? —preguntó Oscar, inclinándose hacia Rollinat.

—Sí —respondió el poeta con una amplia sonrisa—. Le conozco muy bien. Es un flagelador. Se autoflagela… por puro placer.

—¿Por placer? —repitió Sarah, que seguía mojando el pan en el plato.

—¡Por placer! —repitió Rollinat encantado, dejando que la palabra rodara lúbricamente alrededor de su boca—. Hay una capilla en desuso cerca de la Sala de los Muertos donde da clases maestras en el arte de la flagelación. He estado allí en un par de ocasiones. Tres o cuatro, para ser más exactos. Es un gran profesor.

Oscar se rió.

—Me complace saberlo.

—¡Oscar! —exclamó la Bernhardt, alzando los ojos para dedicar una mirada reprobadora a nuestro amigo—. No le dé usted alas.

—Lo que quiero decir, Sarah, es que me complace que mis sospechas queden confirmadas —dijo a modo de explicación, tomando la diminuta mano de la divina y besando sus dedos con suavidad—. Tenía la sensación de que había una ligera sombra de Tomás de Torquemada en Felix Malthus. —Se volvió a mirarme y sonrió de oreja a oreja—. ¿Te acuerdas, Robert, de que sugerí que la Inquisición española era uno de sus intereses?

—Él lo negó —dije.

—Cierto —respondió Oscar—. Pero vi un mayal en su perchero y vi también los cardenales que tenía en la espalda.

—¿Cuándo?

—Cuando se afeitaba. Cuando, durante un instante, se quedó desnudo delante de nosotros.

—Yo no le vi la espalda.

Oscar arqueó una ceja y declaró sardónicamente:

—Sin duda tú estabas concentrado en estudiar su parte delantera mientras yo contemplaba su parte trasera.

—En ningún momento nos dio la espalda —insistí.

—Cierto —dijo Oscar—. Pero se quedó desnudo delante del lavabo y, tras él, colgado de la pared encima de la palangana, había un espejo. Vi el reflejo de su espalda en el espejo. —Alzó su champán hacia mí, burlón—. Todos tenemos nuestros secretos, Robert, y algunos están ocultos en él.

—¿Dónde oculta los suyos, Oscar? —preguntó Maurice Rollinat.

—¡En las estrellas! —respondió alegremente mi amigo.

—Y junto a su corazón —dije, inclinándome sobre la mesa hacia Oscar e introduciendo la mano en el interior de su chaqueta de terciopelo azul.

—¡Robert! —me reprendió, pero ya era demasiado tarde. En mi mano tenía un pequeño sobre de color crema. Era mi tumo de provocar a mi amigo.

—¿Puedo? —pregunté, empezando a abrir el sobre.

—Si no hay más remedio… —fue su respuesta.

Abrí el sobre y saqué una pequeña fotografía cuadrada que sostuve con cuidado entre el pulgar y el índice y que acerqué a la luz de la vela para que nuestros compañeros pudieran verla.

—¿Quién es? —preguntó Sarah Bernhardt.

—Es hermosa —dijo Jacques-Émile Blanche.

—Su nombre es Constance Lloyd —respondió Oscar—. Tiene los ojos de color violeta y un corazón puro.

—¿Y la ama? —preguntó Sarah.

—Creo que sí —declaró él con una sonrisa.

—¿Y quizá se case con ella? —preguntó Jacques-Émile, mirando a Oscar sin ocultar su excitación.

Él se rió.

—Mi querido amigo, creo firmemente que quizá lo haga.

Volviendo a llenar nuestras copas y derramando un poco de champán sobre sus dedos, Maurice Rollinat se volvió bruscamente hacia Oscar.

—¿Qué fue de su deseo de «comer de todos los frutos de todos los árboles del jardín del mundo», amigo mío? —preguntó.

—Sin duda entre «todos los frutos de todos los árboles» se incluye la morera del matrimonio, ¿no le parece, Maurice? —respondió afectuosamente Oscar—. El señor Henry James quizá me considere una sucia bestia y un sinvergüenza de cuarta categoría, pero la verdad es que yo me veo como un hombre de familia felizmente casado.

Mi amigo me quitó de la mano la fotografía y la colocó con cuidado contra la vela que estaba sobre la mesa delante de él. Miró entonces la imagen de la señorita Constance Lloyd y yo vi no sólo amor, sino también lágrimas y risa en sus ojos.

—¡Por el amor! —brindé, alzando mi copa.

Todos me imitaron y unimos nuestras copas sobre la mesa para brindar con ellas.

—¡Por el amor!

—¡Por el amor!

Con extrema suavidad, Oscar puso la mano sobre el brazo de Jacques-Émile Blanche.

—La muerte no es nada. El amor lo es todo. Usted la amaba. Ella lo sabía.