26.

La verdad última

—Pero Carlos Branco no mató a Edmond La Grange.

—Eso dice usted, señor Wilde —respondió Malthus—. Gracias por su telegrama. Gracias por venir a verme. Ha llegado usted mucho antes de lo que esperaba.

—Le pido disculpas —dijo Oscar—. No podía dormir. Perdóneme.

El inspector juntó las solapas de su batín con una mano al tiempo que nos invitaba a pasar con la otra.

—No hay nada que perdonar, salvo mi aspecto, el caos que reina aquí y el hecho de que no tenga nada que ofrecerles para desayunar, aparte de café y cigarrillos.

—Cuesta imaginar un comienzo de día más civilizado —respondió Oscar con una sonrisa.

—En ese caso, sírvanse ustedes mismos, caballeros —dijo el policía acompañando sus palabras con un encogimiento de hombros de disculpa y señalando una cómoda cubierta de libros y de papeles coronados por una bandeja de madera que contenía toda suerte de tazas, una cafetera de porcelana y una pitillera con cigarrillos argelinos—. Si me disculpan, terminaré de afeitarme.

Todavía no eran las ocho de la mañana que siguió a la muerte de Edmond La Grange. Oscar y yo apenas habíamos dormido. Era ya medianoche cuando habíamos salido del teatro. Al llegar al hotel del paseo Voltaire en el que Oscar se alojaba, y sin preámbulo ni explicación alguna, mi amigo declaró que lo que estaba a punto de ocurrir era una «terrible injusticia» y dijo que debíamos mandar sin tardanza un telegrama a Malthus.

—Y tenemos que verle de inmediato o será demasiado tarde. —Le miré, sin comprender, pero él se limitó a añadir—: Puede morir un hombre, Robert…, y de nosotros depende que eso ocurra. Si es así, ni tú ni yo merecemos volver a conciliar el sueño.

El brigadier Malthus recibió el telegrama de Oscar en la prefectura de Policía de la Île de la Cité poco después de las dos de la mañana, justo en el momento en que el oficial estaba concluyendo un segundo y breve interrogatorio a Carlos Branco en la celda de éste. Al leer el mensaje, Malthus había mandado una inmediata respuesta, invitando a Oscar a visitarle en su apartamento por la mañana.

El apartamento del brigadier era una magnífica buhardilla situada en la calle de Arcole, con vistas a la catedral de Notre Dame: un inmenso y único espacio, amplio y alargado, con las paredes revestidas de roble y altos techos con molduras. El lugar estaba lleno de muebles y de flores y bañado por la luz del sol. Obviamente, Malthus era un hombre culto y de buen gusto. Alrededor de la habitación había grabados y cuadros sobre sus respectivos caballetes. Todas y cada una de las superficies estaban cubiertas de papeles, libros y manuscritos. En un rincón de la habitación, un biombo japonés ocultaba ligeramente una cama deshecha. En otro, había un perchero labrado en forma de un oso bailarín ruso y un esqueleto humano completo, ambos ataviados con distintas prendas procedentes del vestuario del policía. Todo parecía indicar que el inspector vivía solo.

Yo serví el café mientras Oscar encendía un cigarrillo y Malthus regresó a sus abluciones. El lavamanos estaba colocado debajo de una ventana abierta. La luz del sol de la mañana, blanca como la escarcha, entraba a raudales a la habitación: soplaba una brisa fresca que hacía ondular las cortinas de encaje blanco. Con una docena de limpios y raudos pases con su navaja, Malthus completó su afeitado y se agachó sobre el lavamanos para enjuagarse la cara. Aunque tenía el cabello plateado y las cejas grises y pobladas, su piel estaba notablemente desprovista de arrugas, un dato harto curioso en un hombre de su edad. Se secó su suave rostro con la toalla de lino blanca y se quitó el batín. Poseía unos brazos largos, pálidos y musculosos, y unas poderosas piernas, y un manto de pelo blanco y suave le cubría el pecho y el estómago. Mientras se ponía los pantalones y la camisa, nos gritó que apartáramos los papeles de las sillas y nos pusiéramos cómodos.

—Es usted un erudito —dijo Oscar, levantando un montón de papeles de una elegante silla de estilo Luis XV y dejándolos con cuidado en una de las diversas mesas repartidas por la sala.

—Soy un policía… que cultiva sus entusiasmos —respondió Malthus, reuniéndose por fin con nosotros y despejando de baratijas y libros una tumbona. Tomó entonces asiento en el diván y se inclinó hacia delante con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas bajo la barbilla. Su sonrisa era realmente cautivadora.

—¿Puedo servirle un café? —pregunté.

—No, gracias —respondió.

—No parece usted policía —dijo Oscar, apartando con un gesto de la mano una pequeña nube de humo de cigarrillo para poder así observar mejor a nuestro anfitrión.

Malthus se rió.

—Y usted no parece un detective, señor Wilde.

—Por desgracia, no lo soy —dijo Oscar con un suspiro fingidamente heroico. Sus ojos recorrieron presurosos la habitación—. Si lo fuera, podría detectar cuál es exactamente su campo de interés. Aunque estoy rodeado de pistas, no alcanzo a descubrir si se trata de la Francia napoleónica, de la antigua Atenas o de la Inquisición española lo que despierta su fascinación.

Malthus se incorporó en la silla, visiblemente divertido, y recorrió con los ojos los volúmenes que se amontonaban en altas pilas sobre todas las superficies posibles.

—Es usted muy observador, señor Wilde. Ha acertado en dos de sus afirmaciones. No tengo el menor interés en la Inquisición española, pero la Francia de Bonaparte y la Grecia del siglo tercero antes de Cristo son sin lugar a dudas los lugares donde paso el tiempo libre que me permite la prefectura. Napoleón es mi héroe particular. —Se volvió y asintió con la cabeza hacia una silueta enmarcada del gran corso—. Como usted sabe, fue él quien fundó la prefectura. Cuando yo era niño, quería ser cura. Entonces descubrí a Napoleón y decidí convertirme en policía.

Ne pas oser, c’est ne rien a faire qui vaille[5] —declaró alegremente Oscar.

Malthus sonrió.

—De hecho, estoy recopilando una antología de los aforismos de Napoleón. Podría haber rivalizado incluso con usted en cuanto a la formulación de juegos de palabras, señor Wilde.

—¿Y Epicuro? —preguntó Oscar, volviendo los ojos hacia la abigarrada repisa que dominaba la sala desde encima de la chimenea y señalando un pequeño busto de mármol colocado en uno de sus extremos cuya cabeza mostraba su perfil a la habitación. Yo no había reparado en él hasta ese momento: era la cabeza del gran filósofo, una escultura idéntica a la que Edmond La Grange tenía en su habitación de la calle de la Pierre Levée.

—Me lo dio Edmond La Grange. También le dio uno a Pierre Ferrand. Edmond decía a menudo que, a juzgar por su gran parecido, el doctor Ferrand debió ser descendiente de Epicuro. Animado por Edmond, he estado intentando escribir una biografía de Epicuro, cosa que no se ha hecho hasta ahora, al menos no en francés. Si algún día llego a completar el libro, lo dedicaré a la memoria de Edmond, mi amigo. Era un auténtico epicúreo… y un gran hombre.

—Y sin duda un magnífico actor —intervino Oscar, extinguiendo su cigarrillo en el pequeño cenicero de bronce del que le hizo entrega el anfitrión.

—Un meteoro cuyo fulgor cegador iluminó su siglo.

—Y no fue Carlos Branco quien le mató —dijo enérgicamente Oscar.

—¡Ah! —exclamó Malthus—. Revenons à nos moutons[6]. —El oficial de policía se levantó y fue a buscar su lata de cigarrillos argelinos. Ofreció primero la lata a Oscar y después a mí antes de prender una cerilla que sostuvo en alto mientras nosotros encendíamos nuestros cigarrillos. Acto seguido volvió a ocupar su sitio, inclinándose hacia delante con los codos sobre las rodillas, los dedos entrelazados bajo la barbilla y la atención totalmente concentrada en mi amigo—. Hable, señor Wilde. Le escucho.

—¿Ha acusado a Branco del asesinato de La Grange? —preguntó Oscar hablando con calma.

—Así es.

—¿Y cuándo se presentará ante el juez?

—La vista preliminar se celebrará mañana a las diez. Naturalmente, se trata de una simple formalidad. El juicio propiamente dicho tendrá lugar dentro de dos o tres semanas, un mes como mucho. Es un caso claro. No hay mucho que deliberar.

—¿Han entregado ya los informes al tribunal?

Malthus se rió.

—No, señor Wilde. ¡Pero si fue anoche cuando arrestamos al hombre! Si bien es cierto que Napoleón tenía la capacidad de trabajar hasta el amanecer sin ver disminuida su energía ni menguado su buen juicio, yo no soy Napoleón… ¡desgraciadamente! Me ocuparé del papeleo esta mañana en cuanto llegue a la oficina.

—En ese caso, no es demasiado tarde —murmuró Oscar, aspirando el humo de su cigarrillo—. Gracias a Dios. —Se inclinó muy serio hacia el inspector—. Señor —prosiguió—, se lo imploro: retire los cargos.

Malthus abrió los brazos.

—Pero ¿por qué, señor Wilde? Carlos Branco es culpable —declaró, volviéndose hacia la ventana—. Está claro como la luz del día. —Nos miró entonces y tensó la espalda al tiempo que reafirmaba su autoridad—. Branco tiene el motivo, los medios y la oportunidad; y ustedes le vieron con sus propios ojos entrar al camerino de La Grange instantes antes de que sonara el fatal disparo. Usted mismo me lo dijo. —Malthus ladeó la cabeza en dirección a mí y sonrió—. Y el señor Sherard también. Tengo sus declaraciones.

—¡Rómpalas! —exclamó Oscar, poniéndose bruscamente en pie y empezando a pasearse por la habitación. Oscar Wilde tenía a abogados entre sus amigos y sus parientes cercanos. De hecho, él mismo era un instintivo letrado. Durante los minutos siguientes se dirigió a Malthus como podría haberlo hecho ante un juez y un jurado en el Old Bailey de Londres. Habló rápido y, mientras lo hacía, me pareció percibir en su voz una sombra del acento irlandés de sus años de infancia—. No me cabe duda de que Carlos Branco tenía un motivo: el resentimiento. Branco era un buen actor que vio relegada su vida a la sombra de un actor magnífico. La señora La Grange tenía a su caniche; Edmond La Grange tenía a su Polonio. Durante cuarenta años, Branco fue el segundo violín del gran virtuoso, humillado y aleccionado por él. Qué duda cabe que el resentimiento que Carlos Branco albergaba hacia Edmond La Grange burbujeó y supuró en su interior durante años. Aun así, podemos sentir resentimiento hacia un hombre y odiarle sin asesinarle. —Oscar guardó silencio y miró al brigadier Malthus a los ojos—. Branco niega haber cometido el asesinato, ¿no es así?

—Cierto —respondió el brigadier, levantando hacia él los ojos y acompañando su mirada con una ceja ligeramente arqueada. Parecía divertido y fascinado por la actuación de Oscar—. Branco niega por completo ser autor del asesinato.

—Pero ¿reconoce el latrocinio? —preguntó Oscar—. Evidentemente, fue cómplice en el fraude cometido por Marais. De eso estamos seguros. Y eso sí lo reconoce, ¿no es así?

—Correcto —respondió Malthus—. Reconoce que ha estado robando dinero a Richard Marais de forma continuada durante quince años. Afirma que La Grange recuperó ese dinero (y más) ganándoselo a las cartas.

Oscar se rió.

—Creo que Carlos Branco le dice la verdad, brigadier Malthus. Carlos Branco no mató a Edmond La Grange.

—Eso se empeña usted en afirmar, señor Wilde. ¡Le escucho! Pero si Carlos Branco no mató a Edmond La Grange, ¿quién lo hizo?

—Edmond la Grange se quitó la vida.

Malthus frunció el ceño y yo contuve el aliento. Oscar se dirigió en silencio hacia la ventana y se quedó allí de pie, contemplando los contrafuertes de Notre Dame.

El policía se levantó y se sirvió otro cigarrillo.

—¿Por qué, señor Wilde? ¿Por qué iba Edmond La Grange a quitarse la vida?

Oscar se volvió y su silueta se dibujó contra la estructura de la ventana. La luz que entraba por ella a su espalda era tan intensa que no podíamos verle la cara.

—Porque el juego había terminado —se limitó a declarar—. La larga trayectoria había tocado a su fin. La edad dorada del Théâtre La Grange había terminado… y él era el único responsable de lo ocurrido. Como Sansón, había provocado que el templo se derrumbara sobre su cabeza.

—No le sigo —dijo Malthus, negando con la cabeza y aspirando lentamente el humo de su cigarrillo. Yo estaba igualmente desconcertado, pero no dije nada.

Oscar prosiguió:

—Edmond La Grange era un hombre al que lo único que le importaba era el teatro… y el lugar que ocupaba en él. ¿Está usted de acuerdo?

Malthus vaciló.

—Sí —dijo por fin—. Sí, supongo que eso es cierto.

—Era un gran actor y, cuando así lo elegía, un compañero genial.

—Era mi amigo —protestó Malthus—. Fuimos juntos al colegio.

—Y, como consecuencia de ello, es usted fiel a su memoria, lo cual le honra, señor. Pero ¿hasta qué punto conocemos a nuestros amigos de infancia? Quizá precisamente porque siempre han estado ahí dejamos de verlos como son realmente. Yo conocí a Edmond La Grange muy recientemente. Admiré su genio y disfruté de su compañía, pero reconocí en él al hombre que era.

—Era único.

—No. Como actor era muy especial…, encumbrado a lo más alto con Bernhardt y con Irving. Y como hombre era inusual…, un fenómeno de su clase, pero no único. Yo no llegué a conocerle como usted, como amigo de infancia cuya peculiar naturaleza usted aceptaba con normalidad. Yo le observaba como el desconocido al que se le ha concedido acceso privilegiado a su círculo más íntimo. Edmond La Grange me parecía un hombre sin moral alguna, sin escrúpulos y sin el menor código de conducta más allá del que él concebía. Los demás no significaban nada para él. Compartía a su amante con quien la quisiera. No tenía amigos: tan sólo compañeros de mesa con los que jugaba a las cartas en su territorio y siempre según sus propias condiciones. El dinero tenía para él muy poco valor. Durante años dejó que Marais y Carlos Branco le robaran. Lo único que le importaba a Edmond La Grange era el placer del momento y su lugar en el teatro: el legado de los La Grange. Mantenía a su madre bajo su mismo techo (toleraba su intolerable presencia) no porque la quisiera, sino porque era la esposa de su padre y llevaba su apellido. La Grange se mofaba de su madre y la despreciaba como mujer. Aun así, no se deshizo de ella porque era parte de su herencia.

El brigadier Malthus volvió a ocupar su lugar en la tumbona. Evidentemente estaba intrigado por la argumentación de Oscar.

—¿Cree entonces que pudo ser La Grange quien mató al perro de Maman… por puro rencor?

—¿Para divertirse y afligirla? —Oscar se encogió de hombros—. Es posible. De hecho, cualquiera podría ser perdonado por haber asfixiado a María Antonieta. Era una criatura horrible. —Siguió de pie junto a la ventana, mirando por encima del tejado de la catedral—. Quizá fue Carlos Branco quien mató al pobre perro —masculló—. Reconozco que Branco es capaz de algo así. Matar a un animal indefenso y tomar parte en un hurto menor: ése es el nivel de Branco.

—¿Y el asistente de vestuario? —preguntó Malthus, reclinándose en la tumbona para estudiar a Oscar—. ¿Quién mató a su amigo el asistente de vestuario, señor Wilde?

Oscar giró despacio sobre sus talones y miró directamente al policía.

—¿Acaso no soy yo el responsable de la muerte de Traquair? —preguntó dramáticamente—. Animé a La Grange a que le ofreciera el empleo. Y convencí a Traquair para que lo aceptara. Fue por mi culpa, y sólo por mi culpa, que el desafortunado muchacho (¡el hijo de un esclavo, Dios nos coja confesados!), fue inducido a viajar a una tierra extraña en la que no tenía amigos y cuya lengua desconocía.

Malthus sonrió.

—Pero usted no le mató.

—No, no directamente, pero si Traquair se quitó la vida, yo soy el responsable de ello del mismo modo que La Grange fue en cierto modo el responsable de la muerte de Agnès y de Bernard.

Malthus alcanzó una vez más su lata de cigarrillos.

—¡Edmond La Grange no mató a sus propios hijos!

Oscar regresó al centro de la habitación y aceptó otro cigarrillo del policía.

—No con sus propias manos, naturalmente —dijo con suavidad al tiempo que encendía su cigarrillo con el de Malthus—, pero sí fue el autor de su destrucción. Y él lo sabía. Y cuando se dio cuenta de lo que había hecho, no le quedó más remedio que destruirse.

Felix Malthus se levantó y apoyó una mano en el hombro de Oscar.

—Ésas son alegaciones ciertamente extraordinarias, señor Wilde.

—Lo sé —respondió Oscar, clavando una firme mirada en los ojos del policía.

Malthus levantó entonces la mano de su hombro, cruzó la habitación hacia la repisa de la chimenea y se plantó junto al busto de Epicuro. Desde allí, lanzó a Oscar una mirada inquisidora.

—Dice que La Grange «destruyó» a sus propios hijos antes de «destruirse» a sí mismo. ¿Qué quiere decir exactamente con eso?

—Agnès La Grange estaba enamorada de su padre.

El policía sonrió.

—Son muchas las jóvenes que están enamoradas de sus padres. ¿Qué importancia tiene eso? Agnès no tenía madre y su padre era un hombre poderoso y muy carismático.

—No se trataba de un simple enamoramiento infantil —dijo Oscar—, sino de un amor obsesivo…, apasionado, romántico…

—Y entiendo que no correspondido.

—No sabría decirle —respondió alegremente Oscar, aspirando el humo de su cigarrillo.

El brigadier Malthus se volvió a mirarle.

—¿Sugiere usted, señor Wilde, que mi viejo amigo Edmond La Grange y su joven hija eran amantes? De ser así, debo decirle que simplemente no lo creo. Conocí a ese hombre durante más de medio siglo. Era un hombre imperfecto, sin duda, y tenía sus debilidades. Pero Edmond La Grange jamás habría compartido su lecho con su propia hija.

Decidí intervenir.

—El doctor Blanche insistió también en ese punto —dije.

Mi amigo miró en mi dirección.

—Por supuesto, Robert —murmuró. Acto seguido se volvió hacia Malthus, dispuesto a explicarse—. Visitamos al doctor Blanche en su clínica de Passy ayer por la mañana. El doctor se mostró enérgico en su afirmación. Agnès era paciente suya. La Grange era su amigo. Él estaba convencido de que la relación entre ambos, aunque compleja, no era física.

—Me complace oírlo —dijo Malthus.

Oscar prosiguió:

—Sin embargo, el hijo del doctor cuenta una historia distinta. Ayer por la tarde, cuando Robert regresó al teatro, fui a Montmartre y me encontré en Le Chat Noir con Jacques-Émile Blanche y Maurice Rollinat. Jacques-Émile amaba a Agnès, pero ella le había expresado con absoluta claridad que no podía amarle porque amaba a otro hombre. Hace unos días, la joven habló a Jacques-Émile de su amante y le confesó que era un hombre mayor. El muchacho cree que podía tratarse de su padre.

—¿Hay alguna evidencia que así lo demuestre? —preguntó Malthus.

—No —respondió Oscar.

—En ese caso, olvídelo, señor Wilde. No es cierto.

Oscar se rió.

—¡Si usted lo dice, brigadier! A fin de cuentas, usted es el oficial de policía que está al frente del caso. Aceptemos pues que Edmond y Agnès no eran amantes. —Dio una palmada—. Fin de la cuestión. —Una vez más, clavó una firme mirada en los ojos de Malthus—. Pero lo que es innegable es que Agnès estaba enamorada de Edmond. La pasión que sentía hacia su padre era obsesiva y la destruyó. La llevó a la locura… y al suicidio.

—Eso sí puedo creerlo —dijo Malthus, asintiendo despacio con la cabeza—. Lo acepto, sí.

—Y su muerte provocó la de su hermano —dijo Oscar—. El suicidio, como hemos oído en incontables ocasiones, es una característica hereditaria. La muerte nunca estuvo lejos del pensamiento de Bernard La Grange. Fue, para ser más exactos, su peculiar obsesión. Robert y yo nos tropezamos con él en una ocasión en la Sala de los Muertos. No obstante, y a diferencia de nosotros, él no estaba allí movido por la curiosidad que distingue al ávido turista, sino que era un dedicado estudiante de la mortalidad. La muerte era para él la experiencia última de la vida. Bernard estaba fascinado por la autodestrucción. Hablaba de ello a menudo con Maurice Rollinat y con los demás nihilistas de su círculo de conocidos. E, inspirado por la muerte de Agnès, decidió experimentar la suya propia. Bernard La Grange se autoinmoló, sacrificándose a raíz del fallecimiento de su hermana como una joven viuda india que comete el sati al perder a su compañero. A fin de cuentas, tenía sangre india en las venas.

El brigadier Malthus no dijo nada. Había cogido una pequeña libreta de la estantería y escribía en ella con un lápiz.

Oscar siguió hablando. Aquélla era su conclusión, su exposición ante los miembros del jurado:

—Y con Bernard muerto, ¿qué le quedaba a Edmond? Nada. De ahí que decidiera terminar con su vida… en su propio camerino, con su propio revólver, la misma noche en que provocó el fin del legado La Grange.

Malthus se metió en el bolsillo la libreta y el lápiz y arrojó el cigarrillo al hueco vacío de la chimenea bajo la estantería.

—Es usted muy convincente, señor Wilde. Puedo creer que Agnès La Grange se quitara la vida y que Bernard La Grange también lo hiciera. Puedo incluso llegar a aceptar que sus muertes pudieran llevar a que Edmond La Grange contemplara la posibilidad del suicidio. Pero hay una dificultad.

Levanté los ojos hacia mi amigo. Yo había anticipado ya esa dificultad.

—Vimos a Carlos Branco entrar al camerino apenas un instante antes de oír el disparo, Oscar.

—No, Robert. Vimos entrar al camerino a un hombre envuelto en una capa y con un yelmo y una visera que pertenecían al fantasma del padre de Hamlet. Podría haber sido cualquiera.

—¿Estás diciendo que no era Carlos Branco? —pregunté, perplejo.

Oscar sonrió.

—No era Carlos Branco, Robert.

—Entonces, ¿quién era? —preguntó el brigadier Malthus.

—Era Edmond La Grange —respondió Oscar.

—Pero, Oscar —protesté—, vimos cómo Edmond La Grange abría la puerta del camerino. Ambos le vimos. Estaba en el camerino, Oscar. Le vimos.

—Nos engañó, Robert.

—Pero ¿cómo?

—Te lo demostraré. —Se dirigió a la puerta del apartamento y tendió la mano como ofreciéndose a iniciar la marcha—. Se lo demostraré a los dos. Acompáñenme, se lo ruego.