La verdad
—Se ha saltado la tapa de los sesos —dijo Eddie Garstrang al tiempo que contemplaba la escena.
—No me sorprende —comentó Carlos Branco.
—Santo Dios —jadeó Richard Marais—. Todo ha terminado.
Garstrang y Branco fueron los primeros en llegar al camerino. Mientras Oscar y yo cruzábamos a la carrera el escenario les vimos pasar volando entre la semioscuridad de bambalinas. Inmediatamente detrás de ellos, vimos aparecer a Richard Marais y a dos tramoyistas. Llegamos a la puerta todos a la vez.
En el camerino reinaba un absoluto silencio. No se oía nada, salvo el suave tictac del pequeño carillón del aparador. Nos quedamos donde estábamos, helados: siete hombres en un silencioso semicírculo con los ojos fijos en el gran La Grange. Nadie habló.
—¿No deberíamos llamar al médico? —pregunté por fin.
—Está muerto —dijo Oscar—. No hay duda.
—Miren la sangre —observó Garstrang. Había sangre por todas partes: salpicando el espejo, derramada sobre el tocador y goteando en la alfombra turca a los pies del difunto.
—¿Es éste el final prometido? —inquirió Oscar.
El reloj empezó a dar las siete.
—Hay que suspender la función —propuso Carlos Branco—. Ahora no tenemos elección.
—Estoy de acuerdo —dijo Richard Marais.
Oscar se volvió bruscamente hacia él.
—¿Cómo sabe usted lo que monsieur Branco acaba de decir? Está detrás de usted. No puede oírle ni tampoco puede verle para leer sus labios.
Richard Marais dedicó a Oscar una desdeñosa mirada.
—Jovencito, no es usted tan listo como cree. Puedo ver perfectamente el rostro del señor Branco… reflejado en el espejo de cuerpo entero que está junto a la puerta. —Señaló al espejo situado entre el tocador y la puerta. Carlos Branco sonrió.
Oscar bajó la cabeza, repentinamente avergonzado.
—Le ruego que acepte mis disculpas —masculló.
En ese momento oímos voces y pasos procedentes del exterior del camerino.
—Debemos salir e informar de lo que ha ocurrido —sugirió Branco.
—Sí —convino Marais, volviéndose hacia los tramoyistas—. Hay trabajo que hacer. La función ha sido suspendida. Informaré a la taquilla y al personal de sala y de vestíbulo.
—¿Debería dirigir unas palabras a la compañía? —preguntó Branco.
Oscar vaciló.
—Quizá debería ser la señora La Grange quien se encargue de eso —aventuró.
—¡Santo Dios! —Marais suspiró y miró una vez más el cuerpo ensangrentado de Edmond La Grange desplomado sobre el tocador. La lustrosa sangre había empezado a secarse, teñida ya de un incipiente tono negro amarronado que había apagado el violeta original—. Alguien tiene que decírselo a Maman.
—¿Les parece que sea yo quien se lo diga? —sugirió Carlos Branco—. Soy quien la conoce desde hace más tiempo.
—¿Quién se lo dirá a Gabrielle? —pregunté.
—Y alguien tiene que decírselo a la policía —intervino en voz baja uno de los tramoyistas. Los tramoyistas estaban pálidos, presas de la conmoción. Una mezcla de temor y desolación teñía sus miradas.
—Cierto —sentenció Richard Marais—. Hay que llamar a la policía. Y al doctor Ferrand. Debe de estar en el edificio.
El administrador se separó del semicírculo y se dirigió hacia la puerta del camerino. Branco se movió, dispuesto a seguirle.
—Si juntamos a la compañía en el escenario, hablaré con ellos.
—¿Y qué les dirá? —preguntó Oscar.
—La verdad —respondió enérgicamente Branco—. ¿Qué otra cosa?
—¿Cuál es la verdad de todo esto? —preguntó Garstrang, recorriendo la habitación con los ojos y negando con la cabeza con gesto cansado.
—Discúlpeme —dijo Oscar, moviéndose hacia la puerta y poniendo una mano sobre la manga de Carlos Branco—, pero, de momento, creo que debería usted quedarse.
—¿De qué diantre está hablando? —protestó Branco, retirando el brazo con brusquedad.
—Deje que sea el señor Marais quien se dirija a la compañía mientras el señor Garstrang llama a la policía —propuso Oscar, colocándose entre Carlos Branco y la puerta del camerino. Era considerablemente más alto que el actor, que a su vez le doblada en edad.
—Apártese de mi camino —gruñó Branco—. Ya ha hecho usted bastante el ridículo con Marais. Ahórreme su impertinencia.
Oscar no se movió.
—No es mi intención ser impertinente —dijo con suavidad—, pero creo que debería quedarse aquí con nosotros hasta que llegue la policía.
—¿Por qué? —replicó Branco, visiblemente indignado—. Por el amor de Dios, dígame por qué.
—Porque mi amigo, el señor Sherard, y yo le hemos visto entrar a este camerino apenas unos segundos antes de que se produjera el fatal disparo —se limitó a explicar Oscar.
—¡No sea ridículo! —rugió Branco—. Yo no estaba cerca de la habitación cuando se produjo el disparo. De hecho, estaba detrás del escenario, buscando mi capa y mi yelmo.
—Y, antes de que lo pregunte —añadió Marais con la mano en la puerta—, no, no he «oído» el disparo. He visto correr a los tramoyistas y les he seguido.
—Basta de charla —saltó Branco, empujando a Oscar a un lado—. La Grange está muerto. Se pegó un tiro. Creo que salta a la vista. —Se volvió a mirar a Oscar a los ojos—. Ahora tenemos trabajo que hacer. Puede usted vigilar el cuerpo con su amigo hasta que llegue la policía. Nosotros nos ocuparemos de lo demás. Es nuestro teatro: sabemos cómo funciona.
Marais abrió de un tirón la puerta del camerino y, juntos, Carlos Branco y él se unieron a la multitud que se había congregado fuera. Eddie Garstrang y los dos tramoyistas les siguieron. Uno de los tramoyistas —el que había hablado— se volvió al salir a mirar el cuerpo de Edmond La Grange. El joven tenía los ojos llenos de lágrimas.
En cuanto todos se marcharon, Oscar volvió a cerrar la puerta e hizo girar la llave en la cerradura.
—Le has dejado pasar —dije, perplejo—. Has dejado salir a Branco.
—¿Tenía acaso elección? —preguntó—. No llevo esposas encima. Y no creo que pudiera haberle tumbado.
—Pues deberías haberlo hecho.
—Hay un hombre muerto en la habitación, Robert. No me parece que un altercado sea lo más apropiado, dadas las circunstancias.
Nos volvimos a mirar una vez más el cuerpo inmóvil de Edmond La Grange desplomado sobre el tocador.
—Branco es un asesino —dije.
—No escapará… y tampoco lo intentará —dijo Oscar—. Después de cuarenta años, está preparado para su momento de gloria.
Me quedé en el rincón más alejado del tocador sin apartar los ojos de la cabeza empapada en sangre del hombre que se había convertido en mi señor. A pesar de que no podía afirmar conocerle bien, había disfrutado sobremanera del breve tiempo que había estado a su servicio. Él contaba con un gran nombre y yo tenía apenas veintiún años y no era inmune al glamur de la fama. Edmond La Grange era un «gran hombre» —un hombre «nacido para encamar a reyes», como dicen los franceses—, un hombre que había provocado el aplauso, una noche tras otra, durante más de cuarenta años. Aunque no había llegado a quererle, sí había disfrutado de su compañía —me sentía honrado por ella— y reconocía su particular genio. Tendí la mano hacia él y, durante un instante, le toqué el hombro.
Me volví hacia Oscar, que en ese momento se paseaba despacio por la habitación, inspeccionando las paredes, el suelo y el techo.
—¿Por qué iba Carlos Branco a matar a Edmond La Grange? —pregunté.
—Existen toda suerte de motivos posibles —murmuró distraídamente—. Por envidia, celos, dolor, traición…
Protesté:
—¡Pero si eran amigos!
—Son muchos los hombres que mueren asesinados a manos de sus amigos —gruñó Oscar, arrodillándose detrás del espejo de cuerpo entero situado junto a la puerta—, del mismo modo que son muchas las mujeres que mueren a manos de sus amantes. —Guardó un instante de silencio—. Aunque, ¿realmente asesinó Branco a La Grange? —preguntó.
—Le hemos visto entrar al camerino apenas un instante antes de que se oyera el disparo.
—Así es —replicó Oscar, poniéndose en pie—. Y, mira, aquí están su capa y el yelmo…, escondidos detrás del espejo.
—Sólo puede haber sido Branco —insistí, tomando las dos piezas de vestuario de manos de Oscar y dejándolas encima de la tumbona—. Cuando he salido del camerino, no había nadie más en la habitación. La Grange estaba aquí solo cuando ha cerrado la puerta a mi espalda. Lo juro.
Oscar estaba junto al tocador, recorriéndolo con los ojos y examinando los cepillos manchados de sangre y el Colt que seguía a pocos centímetros de la mano abierta de La Grange.
—Qué extraño —murmuró—. Muy extraño.
—Aquí no hay ningún misterio, Oscar —dije enérgicamente—. Branco ha llegado a la puerta y ha llamado. Le hemos visto. La Grange le ha abierto… y le ha recibido con una sonrisa. Lo hemos visto con nuestros propios ojos, Oscar.
—Cierto.
—Le hemos visto entrar al camerino y hemos visto cerrarse la puerta tras él.
—Cierto.
—Y, un instante después, hemos oído el disparo.
—Así es.
Oscar se incorporó y se volvió hacia mí, buscando sus cigarrillos en el bolsillo.
—Si bien es cierto que un altercado habría resultado del todo inadecuado, entiendo que un cigarrillo sí es permisible, ¿no estás de acuerdo? —Mientras encendía nuestros cigarrillos, preguntó—: Desde el momento en que hemos oído el disparo, ¿cuánto hemos tardado en salir de detrás del decorado y empezar a cruzar el escenario? ¿El tiempo suficiente para que Branco se quitara la capa y saliera apresuradamente del camerino?
—Sí —fue mi respuesta—, sin duda tiempo suficiente. —Hablé sin ocultar mi entusiasmo. Estaba tan acostumbrado a formar parte del séquito de admiradores de Oscar que me sentía especialmente halagado cuando acudía a mí buscando mi opinión—. Recuerda que se quitó el yelmo al entrar al camerino —dije—. Tan sólo necesitó arrojarlo al suelo, hacer lo mismo con la capa, dejar el revólver junto al cuerpo y regresar corriendo entre bastidores. Mientras nosotros cruzábamos el escenario, él volvió sobre sus pasos hacia el camerino como si llegara por primera vez.
—¿Y mató a La Grange con el revólver del propio La Grange? —musitó Oscar, examinando una vez más el largo cañón gris del Colt de seis balas.
—Sí, estaba en el cajón, y cargado. Todos sabíamos que La Grange lo guardaba allí.
Oscar acarició con las yemas de los dedos el cañón del arma.
—¿Sabías que se le conoce como El Pacificador? Sarah Bernhardt se lo regaló a La Grange. Había pertenecido a su representante norteamericano…, el terrible señor Jarrett.
—Lo recuerdo, sí —respondí—. Sarah se quedará destrozada cuando se entere de la noticia.
Mi amigo sonrió y aspiró despacio el humo de su cigarrillo.
—Sí y no —murmuró—. Ya conoces el proverbio chino: «No hay mayor placer que ver caer del tejado a un viejo amigo». —Se desplazó tranquilamente desde el tocador al aparador y estudió con atención el pequeño carillón. Eran casi las siete y media—. Me pregunto cuánto tardará en llegar la policía —dijo en voz alta—. Me gustó el brigadier Malthus, ¿a ti no? Me parece un hombre de fiar.
La policía llegó justo en el preciso instante en que el reloj daba las ocho y Carlos Branco se disponía a dirigirse a la compañía congregada en el escenario. Instantes antes, entre bastidores, le habíamos visto ofrecer sus condolencias a Liselotte La Grange. Se inclinó hacia la anciana señora y bajó la cabeza. Acto seguido, intentó abrazarla en un gesto de visible torpeza. Maman, que acababa de perder a su único hijo y a sus dos nietos en apenas unos días, se limitó a mirarle sin expresión alguna en los ojos. Su rostro arrugado no transmitía la menor emoción. A su espalda estaba Richard Marais, pálido como un cadáver, y a su lado, tomándola de la mano, estaba Gabrielle con los ojos hinchados por el llanto y las mejillas manchadas por las lágrimas.
Cuando llegó, Malthus se dirigió con paso decidido al escenario dando muestras de una silenciosa autoridad que no permitía discusión alguna. Mandó callar a Carlos Branco cuando éste a punto estaba de hablar y él mismo se dirigió a los miembros de la compañía allí congregados. Tras disculparse por la intrusión, lamentó su necesidad y ofreció su más sincero pésame y la completa seguridad de que las investigaciones se llevarían a cabo tan expeditamente como lo permitiera el adecuado cumplimiento de la justicia. De pie en las murallas, donde La Grange había estado antes que él, el brigadier explicó que nadie —«nadie sin excepción»— podía abandonar el edificio sin su permiso, y añadió con una gentil sonrisa que había apostado a sus hombres en todas y cada una de las entradas del teatro. Invitó entonces a los actores a que regresaran a sus camerinos y a los técnicos a volver a sus puestos hasta nuevo aviso. Tras echar una mirada a su reloj de bolsillo, expresó la esperanza de que su misión hubiera concluido en un plazo de dos o tres horas, «como muy tarde, a medianoche».
Cumplió con creces su palabra.
A las ocho y media de la tarde, los hombres de Malthus habían retirado el cuerpo de Edmond La Grange del teatro que llevaba su nombre. También se llevaron su tocador y todo su contenido, incluido el Colt del terrible señor Jarrett y la alfombra turca manchada de sangre junto con el taburete giratorio en el que La Grange estaba sentado cuando le habían disparado. Entre las ocho y media y las diez y media, el brigadier interrogó a todos aquellos a los que calificó de «testigos esenciales». En el intervalo de dos horas, y con la única asistencia de un joven oficial que tomaba notas taquigráficas, Malthus llevó a cabo una docena de interrogatorios. Para ello mostró en todo momento una actitud cortés y educada; interrogante, naturalmente, aunque en ningún caso agresiva. Oscar dijo más tarde que Malthus le recordaba a un benevolente director de escuela intentando sacar lo mejor de sus niños y no a un experto oficial de policía que estaba a cargo de la investigación de un atroz asesinato. El oficial dio inicio a sus interrogatorios con Oscar y conmigo y siguió con Carlos Branco, Richard Marais, Eddie Garstrang y los dos jóvenes tramoyistas. Interrogó también al regidor del teatro, al portero de la entrada de artistas, al médico de la compañía (su viejo amigo Pierre Ferrand), y, por fin, a la madre y a la amante del difunto. Poco después de las diez y media, arrestó a Carlos Branco como sospechoso de asesinato.
No presenciamos su arresto, pero sí oímos cómo le sacaban a rastras de su camerino del primer piso mientras él no dejaba de defender airadamente su inocencia. Los suyos eran los gritos de un hombre desesperado y, proyectados por la voz de un actor, reverberaron por todo el edificio. Cuando bajaban las escaleras que llevaban a la entrada de artistas —según el portero, fueron necesarios cuatro agentes para reducirle—, Branco maldijo el apellido La Grange, culpó al «falso testimonio» de Oscar de su injusto arresto y repetía una y otra vez:
—¡Marais lo oyó todo!
En cuanto Branco estuvo encerrado en el furgón de la policía e iba de camino hacia su primera noche en el calabozo, el brigadier Malthus recorrió el teatro convocando al que él llamó «el círculo de íntimos de mi viejo amigo La Grange» e invitándonos a reunimos con él en el camerino del actor para brindar por la memoria del gran hombre.
El camerino de La Grange era sin duda un lugar distinto sin La Grange. Malthus estaba en el centro de la habitación, allí donde había estado hasta entonces el tocador del actor. Nos colocamos todos a su alrededor: él era el nuevo jefe.
—Esto es Dinamarca bajo Fortimbrás —murmuró Oscar. Mi amigo y yo estábamos juntos, de espaldas a la pared y en un extremo del grupo, al lado de la puerta del camerino y semiocultos tras el espejo de cuerpo entero.
Cuando los ánimos de la habitación empezaron a calmarse, Malthus me miró a los ojos.
—¿Le importaría ayudar al doctor Ferrand a servir el vino? —preguntó. El médico de tez sonrosada de la compañía estaba en ese momento en el cubículo destinado al asistente de vestuario, abriendo el champán. Le temblaban ligeramente las manos y lagrimeaba. Le ayudé tal y como se me había pedido. (Después pregunté a Oscar qué era lo que, a su juicio, tenía Malthus que le llevaba a resultar tan naturalmente imperativo).
—¿Es su altura? ¿Su edad? ¿Su integridad?
Él se rió.
—Todos sabemos que es policía. A todos nos asusta la policía. Y es además un policía extremadamente cortés, lo cual resulta muy desconcertante.
Cuando el médico y yo estuvimos seguros de que todos los presentes tenían su copa, Malthus bajó los ojos hacia Liselotte La Grange, que estaba sentada en la tumbona de Molière, desde donde le miraba, y dijo:
—Brindemos por el apellido La Grange. No hay en el teatro otro de grandeza semejante.
La anciana estaba calmada y tenía los ojos secos. Estaba sentada muy tiesa y con la cabeza erecta. Aunque habían pasado menos de cinco horas desde la muerte de su hijo, lucía luto integral. De hecho, se la veía mucho más reposada y segura de sí de lo que yo la había visto hasta entonces. Cerrando ambas manos alrededor de su copa, la alzó para formular un brindis.
—Gracias, Félix —dijo, asintiendo con la cabeza hacia Malthus—. Siempre fue usted un buen chico. —Recorrió la estancia con los ojos, buscando al médico—. Y usted también, Pierre. —Se volvió entonces hacia el inspector de policía—. Nunca confié en Branco —declaró con un jadeo—. Nunca. —Pronunció la palabra con tal vehemencia que vertió el champán de su copa.
Malthus le cogió la copa de las manos y Gabrielle de la Tourbillon —que, como pude ver en ese momento, vestía también de negro— se arrodilló a su lado y limpió el champán con un pequeño pañuelo de encaje. (El pañuelo era un regalo mío y me avergonzó verlo. Cuando el amor joven se evapora, nuestras prendas de amor quedan ahí para mofarse de nosotros).
—Ese hombre ha matado a mi hijo —sollozó Liselotte La Grange—. Ha matado a mis nietos. Mató también a mi perra, mi querida María Antonieta. Y mató también al negro. Lo sé.
—¿Lo sabe? —preguntó el brigadier Malthus, devolviéndole la copa.
—¡Lo sé! —repitió ella, tendiendo su copa al doctor para que se la volviera a llenar—. Una madre sabe esas cosas.
—Tan sólo le hemos acusado del asesinato de Edmond La Grange —declaró suavemente Malthus.
—Es culpable de todas las otras muertes —sollozó la madre del difunto.
—En cualquier caso, con una acusación basta —dijo el oficial—. Un asesinato es suficiente. Sólo puede enfrentarse a la guillotina una vez. Una vida a cambio de otra. Eso bastará.
—¿Está usted seguro de que es el culpable? —preguntó Eddie Garstrang—. ¿No hay la menor duda?
—Tiene que haber sido él —intervine—. Le hemos visto entrar a la habitación. Aquí no había nadie más.
—Ha sido él, sí —chilló la anciana—. Durante toda su vida ha estado celoso de Edmond. Ha estado celoso de todos nosotros. —Bebió ávidamente de su copa y volvió a acercársela al doctor Ferrand—. Nunca confié en Branco. Es español.
—Portugués —la corrigió Gabrielle de la Tourbillon.
—Los mató a todos —gruñó Liselotte La Grange, recorriendo con ojos desafiantes el camerino. Aunque tenía más de ochenta años, sus ojos ardían bajo los efectos de la rabia y del alcohol.
—¿Es posible? —preguntó Eddie Garstrang—. ¿También al perro?
—Sin duda es posible —respondió Oscar desde el rincón que ocupaba en la habitación—. Carlos Branco bien pudo haber matado al perro en un acto de despecho, simplemente movido por el deseo de hacer daño a Maman. Pudo haber matado a Traquair porque, durante cuarenta años, el gran La Grange disfrutó del lujo de contar con un asistente personal de vestuario y él nunca pudo hacerlo. Quizá mató también al anterior asistente de vestuario de La Grange, el que murió en Estados Unidos. Es posible…
—Está usted en lo cierto, señor —le interrumpió Liselotte La Grange, volviéndose hacia Oscar y alzando su copa en dirección a él—. Branco nos odiaba porque sin nosotros no era nada…, tan sólo un actor más que explicaba divertidas historias.
—Era un gran actor —murmuró el doctor Ferrand.
—Hay cientos como él —replicó Maman. Levantó los ojos hacia el médico de blancos cabellos y su mirada se suavizó—. Era un buen actor, Pierre, debo reconocerlo. Sus actuaciones eran más que correctas en el papel adecuado. —Aceptó un poco más de champán y volvió a recorrer la habitación con los ojos. Estaba rodeada de su corte exactamente como solía hacerlo su hijo—. Concedamos pues que Branco era un buen actor. Estaba perfecto en el papel de Polonio. Pero no era un gran actor. Hay una diferencia. No era un La Grange…, y él lo sabía. Durante toda su vida nos odió por ello.
—Estaba celoso de la gloria de los La Grange —añadió con suavidad Gabrielle.
—¿Y decidió entonces ponerle fin? —preguntó Eddie Garstrang—. ¿Es ésa la idea? Harto de toda una vida oyendo hablar de la gran y gloriosa familia que había dominado el teatro francés durante un siglo y medio, les asesinó: al padre, al hijo y también a la hija. Puso fin «a la gloria de los La Grange» de una vez por todas. ¿Es eso?
—Eso creo —respondió el brigadier Malthus, entrecerrando los ojos—. Quizás el señor Marais pueda decirnos más. —El policía bajó la mirada hacia la cabeza calva y salpicada de manchas del gestor de la Compagnie La Grange—. Cuando hemos arrestado a Branco, éste ha dicho que usted «lo había oído todo», señor Marais. ¿Qué es lo que ha oído?
—Nada —respondió él, alzando sus ojos acuosos para mirar al policía—. No he oído nada.
—Discúlpeme —dijo Oscar, inclinándose alrededor del espejo de cuerpo entero para mirar a Marais a los ojos—, pero esta misma tarde, en esta misma habitación, si mal no recuerdo, ha oído usted hablar a Branco.
—No he oído nada —repitió el administrador, dedicando a Oscar una mirada preñada de desprecio—. He leído sus labios… en ese espejo, como ya le he dicho.
—Pero en un espejo la imagen está invertida —dijo Oscar en voz baja—. ¿Puede usted leer los labios cuando hablan al revés?
Marais soltó un bufido visiblemente desdeñoso y se volvió hacia Malthus.
—Está bien. Oigo un poco… cuando quien habla levanta la voz. Esta tarde he oído discutir a Branco y al señor La Grange.
—¿Aquí? —preguntó Malthus.
—Sí.
—¿Y estaba usted con ellos?
—Estaba fuera, entre bastidores.
—Pero ¿Branco sabía que estaba usted allí?
—Me ha visto al salir.
—¿Y Branco sabe que usted oye?
—Sólo oigo un poco, pero él lo sabe, sí. Conoce mi secreto. Y yo conozco el suyo.
—¿Y cuál es el secreto de Branco? —preguntó el brigadier.
—Durante veinte años me he reservado un pequeño porcentaje de la taquilla del teatro… para complementar mis ingresos. Hace quince años, por casualidad, el señor Branco descubrió lo que estaba haciendo. Amenazó con contárselo al señor La Grange, a menos que yo accediera a compartir mis ganancias con él.
—Le chantajeó —dijo Malthus con un hilo de voz.
—Sí —admitió Marais.
—¡Eso no es ningún secreto, hombrecillo! —replicó Liselotte La Grange. Se volvió a mirar a la pequeña y desgarbada figura que estaba de pie a su lado—. Edmond estuvo al corriente de su pequeño hurto prácticamente desde un principio. Y sabía también que Branco era parte de su pequeño subterfugio…, esto es, que Branco compartía las ganancias con usted. Hace años que sabía lo que ustedes dos se traían entre manos. Y le tenía sin cuidado. Lo que le robaban era una nadería. El asesinato de mi hijo nada tiene que ver con el dinero, hombrecillo.
Marais no dijo nada. El brigadier Malthus tendió una mano y le tocó con ella el brazo. Fue un gesto afectuoso.
—Le agradezco su confesión, señor, pero creo que la señora La Grange tiene razón —dijo.
—Por supuesto que tengo razón —chilló la anciana—. Sé lo que ha ocurrido. Está claro. Esta tarde, cuando Carlos Branco quería cancelar la función de esta noche, se ha sentido rechazado… y humillado. Mi hijo le ha llamado «viejo idiota» a la cara y delante de toda la compañía. Ha sido la humillación que ha colmado el vaso y Branco no lo ha soportado. Cuando Edmond ha concluido su discurso, ha regresado al camerino y, poco después, Branco, que ya estaba vestido para la función, le ha seguido hasta allí y le ha disparado a sangre fría. Eso ha sido lo que ha ocurrido. Ésa es la verdad.
—Sí —dijo el inspector Malthus, mirando a Liselotte La Grange sin ocultar su admiración—, ésa es la verdad.