El rostro en la puerta
Cuando la botella de Madeira del doctor Blanche estuvo vacía, decidimos marcharnos. En el coche que nos llevaba de regreso a la ciudad, Oscar estaba sentado con las piernas estiradas delante de él y el sombrero de paja cubriéndole los ojos.
—Te veo muy relajado, amigo mío.
—Hemos disfrutado de una agradable compañía —respondió—. Y, aunque tengo los ojos cerrados, empieza a hacerse la luz en el horizonte. Ya tuve un destello de claridad en la cárcel de Reading. Ahora me resulta cada vez más evidente.
—Me desconciertas, Oscar. Estoy totalmente perdido. Cuéntame más.
Se echó el sombrero hacia atrás y abrió un ojo.
—Sólo estoy empezando a ver la luz, Robert. No me apures. En cualquier caso, un comienzo es un comienzo. Estoy satisfecho de ello. —Buscó la pitillera en sus bolsillos—. Como bien sabemos, en lo que concierne a cualquier labor creativa, la parte más difícil es empezar. Cuesta tanto ver nacer una hoja de hierba como un roble.
—Eres un tipo curioso, Oscar —dije, contemplando a mi amigo que, con los ojos nuevamente cerrados, se colocaba un cigarrillo entre los labios y lo encendía con éxito con una sola cerilla—. Anoche fuimos testigos de una espantosa tragedia. Ayer por la mañana encontraron ahogada a Agnès. Y aun así, esta mañana pareces realmente contento.
—Créeme si te digo que, aunque no les conocía bien, lamento las muertes de Agnès y de Bernard La Grange —dijo bajando la voz y dejando que el humo del cigarrillo se filtrara lentamente por sus fosas nasales—. Tenían talento y no sólo eran hermosos, sino también demasiado jóvenes para morir. Vuelvo a lamentar la muerte de Washington Traquair, más aún si cabe. —Entreabrió los ojos y giró la cabeza hacia mí—. Sabes bien que no soy un hombre cruel, Robert, pero hoy estoy feliz. Mentiría si lo negara. —Se incorporó en el asiento y se quitó el sombrero, apuntándome con él—. Estoy enamorado.
—¿Enamorado? —repetí, sorprendido.
—Sí, Robert. Puedes felicitarme. Esa Artemisa de ojos de color violeta, seria y menuda, con su cabeza como la flor que se inclina bajo el peso de su esplendor y sus maravillosas y marfileñas manos…
—¿Te refieres a la joven que conociste en Londres? Ya me has hablado de ella antes.
—La he visto en Londres, Robert, en efecto. Y en Dublín. Y también en mis sueños más dulces. Y, ni que decir tiene, que he hablado de ella. ¿Te he dicho que es la perfección misma? Tiene la delicada elegancia de una estatuilla de Tanagra. —De pronto, arrojó el cigarrillo por la ventanilla del coche y sacó del bolsillo interior del gabán un pequeño sobre de color crema que besó antes de mostrármelo con un floreo—. Hoy es para mí un día especialmente feliz porque me ha escrito. Y sus palabras son del todo esperanzadoras.
—Ah —exclamé—. Corresponde a tus sentimientos.
—Eso parece, Robert —dijo, sonriendo de oreja a oreja—. Sé que nuestro amigo Rollinat es un audaz campeón de los placeres de la perversión y de los oscuros deleites de la fornicación entre los caídos, pero yo no busco el amor entre los perdidos. ¡Yo deseo el amor de Constance! He visto en sus ojos soñadores la tierna pureza de la niñez.
—Ah, sí. Constance. Ése es su nombre.
Se inclinó hacia mí, visiblemente entusiasmado.
—El nombre desprende una simplicidad casi forestal, ¿no te parece? Su dulzor está en absoluta disonancia con este mundo tosco y presto en el que vivimos… ¡Como una margarita en el borde de las vías del tren!
—¡Oscar! —le reprendí—. Ya has utilizado esa frase antes… al referirte al nombre de otra dama.
—¿Es eso cierto? —Se echó a reír—. No puede ser.
—Lo es, Oscar. Utilizaste esas mismas palabras con Gabrielle de la Tourbillon. Cuando bailaste con ella durante la travesía del Atlántico. Ella misma me lo contó.
—¿Eso hizo? —Pareció realmente avergonzado—. ¿Y te ha contado la señorita de la Tourbillon la verdad sobre su nombre? —preguntó.
—No se lo he preguntado. No me ha parecido oportuno.
—Pues deberías hacerlo, Robert —prosiguió, burlón—. Deberías hacerlo si tienes intención de casarte con ella.
—No voy a casarme con ella, Oscar —protesté—. No seas absurdo.
Mi amigo se rió.
—Lamento oír eso…, sobre todo teniendo en cuenta que ambos tenéis notables abuelos. ¡Gabrielle desciende de los Guillotin! Es descendiente directa del profesor de anatomía que dio a la guillotina su nombre.
Miré a mi amigo sin ocultar mi asombro.
—¿En serio? ¿Cómo sabes eso?
—Porque ella misma me lo dijo. Porque se lo pregunté. Los nombres no dejan de fascinarme. Gabrielle y su familia cambiaron su apellido debido a sus macabras connotaciones. Una lástima, sin duda. Espero que mis nietos no decidan cambiar su apellido.
—No lo harán —le reprendí—. Wilde es un apellido maravilloso.
—También lo es Guillotin —exclamó—. Hay en Guillotin un ligero afilamiento. ¡No me lo negarás!
Sin dejar de reír, mi amigo me dejó en la esquina de la plaza de la République y el bulevar del Temple y siguió en dirección a Montmartre en busca de Jacques-Émile Blanche y Maurice Rollinat.
Por mi parte, recorrí mucho más sobrio el callejón adoquinado adyacente al Théâtre La Grange y giré por la estrecha callejuela que llevaba a la entrada de artistas. Se habían llevado el carruaje abrasado. Un solitario policía hacía guardia en la esquina fumando un cigarrillo y viendo, sin la menor muestra de interés, cómo una docena de tramoyistas armados con carretillas, escobas y palas, limpiaban la evidencia remanente de la conflagración. Eddie Garstrang también les observaba.
Me detuve y me quedé durante un instante a su lado. Curiosamente, desde nuestro duelo los sentimientos que yo albergaba hacia el norteamericano habían cambiado. Ya no le despreciaba ni le veía como a un rival. Tampoco era un amigo. Dejando a un lado a Gabrielle, no teníamos ningún interés en común, pero precisamente por ella —por haber luchado por la conquista del mismo territorio, un territorio que habíamos terminado compartiendo— éramos, en cierto modo (o así lo sentía yo), camaradas de armas. Me ofreció un cigarrillo.
—Gracias —dije—. ¿Qué ocurre? —pregunté, asintiendo con la cabeza hacia el teatro.
—Su dueño y señor está con los suplentes, repasando el texto. La matinée se ha cancelado, no así la función de la noche. El señor Branco dice que esto es un insulto a los muertos. Marais dice que es esencial. El teatro necesita el dinero. El viejo rufián afirma que la gloria de los La Grange así lo exige. No tengo ni idea de dónde puede estar Gabrielle. Es toda suya si logra encontrarla. Yo voy de camino a un bar. He decidido emborracharme.
Sonreí.
—Creía que no bebía antes de jugar a las cartas.
—Y así es. Pero esta noche no voy a jugar a las cartas. Tampoco lo hice anoche. Ya no tengo que seguir jugando. —Aspiró hondo el humo del cigarrillo y, sujetándolo con fuerza con los labios a un lado de la boca, dejando a la vista dos filas de pequeños dientes blancos, me devolvió la sonrisa con una mueca grotesca y torcida—. Soy un hombre libre —ronroneó—. Lo soy desde que los relojes han dado la medianoche. La Grange contrató mis servicios por un plazo de seis meses. He cumplido con el plazo acordado y he saldado mi deuda. Estoy en paz.
—¡Bravo! —exclamé, tendiendo la mano para estrechar la suya.
—Gracias, hijo —dijo, echándose a reír—. Qué descanso.
Le dejé y entré al teatro. El actor-director estaba en el escenario trabajando con los suplentes. Yo me quedé entre bastidores, observándoles, hasta que La Grange por fin me vio.
—Estoy aquí, señor —dije, articulando sin dar voz a mis palabras.
Él me gritó entonces:
—Quiero a la compañía en escena a las seis. —Asentí con la cabeza—. Haga llegar el mensaje, mon petit. Ésta será una noche memorable. ¡Podrá usted contar a sus nietos que estuvo aquí!
A pesar de que tenía los hombros encogidos, había lustre en sus ojos. Tras sisear la palabra «¡Sí!», entre dientes, La Grange se volvió hacia los actores.
Cuando me volví de espaldas, me encontré con Richard Marais a mi lado. Estaba tan cerca de mí que nuestros rostros a punto estuvieron de tocarse. Tenía la calva morena y manchada. La sien izquierda le palpitaba rítmicamente. Era un hombre realmente feo.
—Ya me he encargado yo —susurró.
—¿A qué se refiere? —pregunté.
—A la convocatoria de la reunión… de las seis. Todos están al corriente. Me pidió que la convocara hace una hora.
—Bien —dije, disculpándome—. Gracias.
Fui al camerino de La Grange y me dediqué a cumplir con mis tareas como de costumbre: clasificar la ropa para su lavado, limpiar los cepillos, dejar preparado el vestuario que La Grange utilizaría esa noche para el personaje de Claudio, sacar brillo a sus botas y al cinturón… Cuando terminé con mis tareas, me sentí repentinamente agotado. La puerta de la habitación destinada al asistente de vestuario —el cubículo que lindaba con el camerino— estaba entreabierta. La empujé, abriéndola del todo. Aunque no había luz en la habitación, pude vislumbrar la silueta del diván. Me tumbé en él, cerré los ojos y pensé en Washington Traquair.
A las seis, el gran Edmond La Grange estaba de pie en lo alto de la pequeña escalera de madera que formaba parte de las murallas del castillo de Elsinor y se dirigía a la compañía que llevaba su nombre.
Habló afectuosamente de Bernard y de Agnès, refiriéndose a su belleza, su juventud, su gran talento y su contribución al «Hamlet perfecto» y habló también del legado de la familia La Grange. Explicó que desde hacía apenas unas horas se había quedado sin herederos: el apellido La Grange había estado en el corazón de París desde los tiempos de Molière hasta ese instante. Después de su muerte, desaparecería para siempre.
—Pero la función debe continuar.
—El apellido debe continuar —croó Liselotte La Grange. La anciana estaba sentada en una silla en un extremo del escenario, con el perro rascando y olisqueando a su lado. Eddie Garstrang estaba de pie detrás de ella con una sonrisa en los labios.
El gran La Grange explicó entonces que, aunque Carlos Branco —«nuestro Polonio»— había insistido en cancelar la función de esa noche, «por respeto a Agnès y a Bernard», se equivocaba:
—Polonio es un viejo idiota. Su voluntad ha sido revocada. —Mientras La Grange pronunciaba esas palabras vi a Carlos Branco de pie junto al escenario, entre bastidores. Miraba fijamente al suelo. Al tiempo que el actor-director hablaba, él negaba despacio con la cabeza sin levantar los ojos—. Esta noche —concluyó La Grange—, los suplentes, dos jóvenes actores que están aquí no por ser los hijos de nadie, sino por ser excelentes adalides de su arte, encamarán a Hamlet y a Ofelia. —Invitó al par de actores a dar un paso adelante y a saludar con una inclinación de cabeza. Les dedicamos nuestro aplauso.
Cuando el discurso tocó a su fin, vi aparecer a Oscar por detrás de la multitud. Se acercó a Gabrielle de la Tourbillon y le puso una mano en el hombro. Yo había visto cómo a Gabrielle se le llenaban los ojos de lágrimas mientras escuchaba las palabras de La Grange. Se volvió hacia Oscar y le abrazó.
La compañía se dispersó y el escenario se vació. La Grange regresó a su camerino. Le seguí al tiempo que le felicitaba por su discurso. Cuando llegamos, vi al entrar que sus ojos estudiaban con atención la estancia.
—¿Está todo a punto? —preguntó.
—Por supuesto —respondí—. Como siempre.
—Gracias —dijo, volviéndose hacia mí con una sonrisa—. Se lo agradezco. —Se sentó en su taburete y me miró por el espejo del tocador—. Esta noche yo mismo me vestiré —dijo—. Por una vez, me gustaría quedarme a solas.
—Lo entiendo, señor —dije.
—Vaya a buscar a su amigo Oscar —añadió, agitando hacia mí la mano en el espejo—. Disfrute de la obra desde el proscenio esta noche. Puede que vea un gran Hamlet…, eso siempre que Polonio no olvide sus palabras. —Se rió y giró en el taburete para mirarme a los ojos—. Los dos chicos son buenos actores, quizás incluso tanto como Bernard y Agnès.
La Grange se volvió hacia el tocador y una vez más levantó la mano para indicarme que le dejara a solas. Salí de la habitación y cerré la puerta a mi espalda. Al hacerlo, le oí moverse en el interior. Me pregunté si estaría a punto de llamarme. No fue así. Para mi sorpresa, le oí hacer girar la llave en la cerradura. Nunca antes le había visto hacerlo.
Cuando me alejaba ya por las bambalinas sumidas en la semioscuridad, oí hablar a Oscar desde el otro extremo del escenario. Aunque no alzó la voz —nunca alzaba la voz—, era él sin duda alguna. Su modo de hablar, ya fuera en inglés o en francés, era único: carente de esfuerzo, fluido, oracular. Mientras cruzaba el escenario vacío, le oí decir:
—Las mujeres están hechas para ser amadas, no comprendidas.
Seguí la estela de su voz y encontré a mi amigo entre bastidores, en la esquina superior izquierda del escenario, oculto detrás de un decorado y muy cerca del lugar donde habían hallado el cuerpo ahogado de Agnès La Grange. Hablaba con Gabrielle. Cuando llegué, ella se volvió y preguntó:
—¿Qué hora es? Todos se han ido ya. Debo cambiarme o me retrasaré —dijo, besando levemente a Oscar en la mejilla—. Le veré después —añadió. Se detuvo al pasar por mi lado y me puso una mano en el rostro. Oscar apartó la mirada. Gabrielle y yo nos besamos como se besan los amantes, aunque no fue un beso como los que habíamos compartido hasta entonces. Aquél era el final del romance y, sin mediar palabra, ambos lo sabíamos. Se alejó apresuradamente en dirección a su camerino.
—Bien —dijo Oscar, cuando ella se marchó—, ¿cómo están las cosas con el gran La Grange? ¿No deberías estar atendiendo a tus obligaciones?
—Esta noche mis servicios no son necesarios. Va a vestirse sin mi ayuda. Quiere estar solo.
Oscar pareció turbado ante la noticia. Cuando le dije que La Grange me había indicado con un gesto de la mano que abandonara el camerino y se había encerrado con llave dentro tras mi partida, salió de detrás del decorado y cruzó con la mirada el escenario en dirección al camerino de La Grange. Yo miré por encima de su hombro. Desde donde estábamos podíamos ver claramente la puerta cerrada.
De pronto, mi amigo tiró de mí hacia atrás. Al otro lado del escenario vimos aparecer entre bambalinas a Carlos Branco. Iba vestido ya de fantasma del padre de Hamlet, envuelto en su capa (la misma que había cubierto el cuerpo de Bernard La Grange la noche antes) y llevaba puesto el yelmo con su visera. Se dirigió con paso enérgico hacia el camerino de La Grange. Llamó a la puerta y esperó un instante. Brevemente miró hacia donde estábamos nosotros. Luego se volvió una vez más hacia la puerta, se quitó el yelmo y la visera y llamó de nuevo. La puerta se abrió y vimos aparecer a La Grange. El gran actor esbozó una gélida sonrisa y asintió con la cabeza antes de dar un paso atrás al tiempo que Branco entraba a la habitación.
Oscar tiró de mí hasta que quedamos ambos ocultos detrás del decorado.
—¿Nos han visto? —susurró.
—Branco tiene que habernos visto. Ha mirado directamente hacia aquí.
—¿Y La Grange? ¿Nos ha visto?
—No lo sé. ¿Importa eso?
De pronto, mientras hablábamos, sonó un disparo.
Salimos de detrás del decorado y cruzamos corriendo el escenario hacia el camerino de La Grange. La puerta estaba abierta. Encontramos al actor sentado delante del tocador, con el cuerpo desplomado encima. Su cabeza reposaba en un lustroso charco de sangre violeta. Junto a los dedos extendidos de su mano derecha estaba el Colt. La Grange estaba muerto.