23.

Los elementos

Cuando salimos corriendo del camerino, La Grange tropezó en la oscuridad de las bambalinas. Oscar y Garstrang le ayudaron a levantarse. Salimos corriendo, desesperados, por la entrada de artistas y bajamos los escalones que descendían al callejón adoquinado. Olimos y oímos el fuego antes de poder verlo: el hedor del cuero en llamas, el chisporroteo de la madera al arder. Allí, al fondo del negro callejón, como una hoguera encendida en la cima de una colina, vimos aparcado un landó tirado por un solo caballo con el coche envuelto en llamas.

El carruaje era una bola de fuego, un horno rugiente, y perfiladas contra el resplandor que manaba de él se movían frenéticamente las siluetas de hombres que intentaban apagar las llamas. El cochero, el portero de la entrada de artistas, Richard Marais, Carlos Branco y actores y tramoyistas corrían desde y hacia el fuego con cubos llenos de arena y agua que cargaban en el abrevadero cercano. Actuaron con acierto: lograron contener el fuego, que no llegó a extenderse. Aunque el caballo se salvó, no ocurrió lo mismo con el carruaje y tampoco con la única figura que seguía en su interior: Bernard La Grange.

—Santo Dios, Oscar —susurré—. ¡Podríamos haber muerto todos! —Nos quedamos allí, impotentes, en mitad del callejón, traspuestos ante la espantosa escena que tenía lugar delante de nuestros ojos. Repetidamente, La Grange intentaba correr hacia las llamas, pero Garstrang logró retenerle.

—No hay nada que hacer —dijo.

Debió de pasar media hora hasta que el fuego por fin remitió y los restos del vehículo abrasado se enfriaron lo suficiente para que pudiéramos subir al coche y sacar de él el cuerpo chamuscado del que había sido hasta entonces aquel hermoso joven. La Grange y Carlos Branco, ambos bañados en lágrimas, intentaron sacar el cuerpo del carruaje. Los miembros de Bernard se separaron del resto del cadáver en sus propias manos.

—¿Qué significa esto? —aulló La Grange.

A sugerencia de Oscar, Richard Marais se marchó en busca de la policía.

—Pregunte por Malthus —dijo La Grange.

—Es medianoche —dijo Oscar—. Traed a quien sea.

Llevaron los restos del cuerpo de Bernard al teatro y los dispusieron entre bastidores. De la barra de la que colgaba el vestuario ubicada en el borde del escenario, Carlos Branco cogió una capa: era precisamente la capa que utilizaba cuando encarnaba al fantasma del padre de Hamlet. Cubrió con ella el cadáver. Los demás rodeamos el cuerpo del joven fallecido presas del desconsuelo.

Gabrielle de la Tourbillon había bajado del apartamento alertada por el ruido. Llevaba puesta una capa de invierno con capucha sobre el camisón. Nos sirvió unos vasos con brandi.

—¿Dónde está Maman? —preguntó La Grange.

—En la cama. Dormida —respondió Gabrielle.

—Bien —masculló el actor—. Dejadla dormir.

Marais había regresado media hora más tarde. El oficial de policía que le acompañaba no era el brigadier Malthus. No llegué a captar su nombre, pero sí pude oler el vino en su aliento y el sudor que impregnaba su uniforme. No nos retuvo mucho tiempo. La Grange identificó formalmente el cuerpo de la víctima como el de Bernard La Grange: si bien el pelo negro y sedoso del joven actor había quedado chamuscado hasta la raíz, su rostro, aunque abrasado y ennegrecido, era perfectamente reconocible. El cochero confirmó lo ocurrido. A las once y media —había oído el tañido de una campana— un joven había salido por la entrada de artistas y había recorrido alegremente el callejón hacia el coche que esperaba al fondo. El callejón estaba ciertamente concurrido —la función acababa de concluir—, pero el cochero reparó enseguida en el joven porque caminaba directamente hacia él y porque lo hacía de forma decidida. En cuanto llegó al carruaje, Bernard le gritó antes de subir: «Será finalmente un solo pasajero. A Le Chat Noir de Montmartre, se lo ruego».

—¿Iba solo cuando subió al coche? —preguntó Oscar.

—Iba solo, sí, aunque había otras personas cerca, si a eso se refiere.

—¿Abrió él mismo la portezuela del coche?

—Sí. No. —El cochero vaciló—. No lo recuerdo. Probablemente no. En ese momento estaba encendiendo un cigarrillo. Me acuerdo bien.

—Gracias —dijo Oscar.

—Gracias a usted —dijo el oficial de policía, mirando a Oscar con recelo. Humedeció la punta de su lápiz con la lengua y echó una mirada a su libreta antes de volverse hacia el cochero—. ¿Y entonces?

—Y entonces…, un instante después, justo cuando soltaba el freno para emprender la marcha, sentí la explosión. El carruaje se balanceó. Fue como si estallara una pequeña bomba, un violento estallido de ruido y de calor. Salté al suelo, desenganché el carruaje y tiré del caballo para ponerlo a salvo.

Carlos Branco miró al cochero sin ocultar su descrédito.

—¿Salvó usted al caballo antes que al muchacho?

El cochero se encogió de hombros.

—Era una bola de fuego —dijo Eddie Garstrang—. No había nada que hacer.

—Y tampoco podemos hacer nada más por esta noche —dijo el policía, cerrando su libreta y reprimiendo un bostezo—, salvo dejarles con sus oraciones.

—¿No desea al menos examinar el carruaje? —preguntó Oscar.

—Esta noche no —respondió con frialdad el oficial—. Es tarde y está oscuro. Me voy a la cama. Les aconsejo que hagan lo mismo. —El policía clavó los ojos en Oscar, desafiándole a que volviera a hablar. Mi amigo guardó silencio. El oficial se volvió entonces hacia Edmond La Grange—: Dejaré esta noche a un hombre en la calle.

Había llegado un coche fúnebre que debía llevar el cuerpo de Bernard La Grange a la morgue. Dos portadores —«dos fornidos hombretones con el rostro de carnicero», así es como Oscar les describió en su diario— llegaron a las bambalinas y, sin mediar palabra ni reconocer nuestra presencia, se concentraron de inmediato en su labor. Ignorando los sollozos de desconsuelo de La Grange y de Carlos Branco, destaparon el cadáver, arrojando la capa de Branco a un lado sin la menor ceremonia, e hicieron rodar el cuerpo como si de la carcasa de un cerdo se tratara hasta una camilla de lona. Juntos, dejando escapar un único gruñido, levantaron la camilla y, sin pausa, se llevaron su triste carga.

—Tropas de ángeles te cantan, acompañándote en tu descanso —susurró La Grange, viendo cómo se alejaban.

El oficial de policía recorrió con los ojos el grupo de rostros macilentos y desconcertados.

—Mi más sincero pésame —dijo—. Buenas noches. El brigadier Malthus se pondrá al frente del caso mañana. Les ruego que permanezcan en las inmediaciones por si necesitemos interrogar a algunos de ustedes.

—Estaremos todos aquí —dijo muy calmado Edmond La Grange—. Mañana por la noche tenemos función de Hamlet.

—No —protestó Branco—. No podemos hacer un Hamlet sin el príncipe. —Miró a La Grange visiblemente desesperado y después se volvió hacia el policía—. Hemos perdido a nuestra Ofelia. Hemos perdido a nuestro Hamlet. Eran actores sin igual. No podemos seguir.

—El suplente conoce bien el papel —dijo La Grange—. La función continúa.

—No —suplicó Carlos Branco—. Por el amor de Dios, no.

El oficial de policía se marchó. En cuanto desapareció, Oscar me tocó el brazo, apartándome ligeramente del lado de Gabrielle.

—Creo que también nosotros deberíamos marcharnos —dijo. Tendió la mano a Edmond La Grange—. No tengo palabras…

—No diga nada —respondió el director de la compañía con un hilo de voz—. Hablaremos mañana. —Oscar asintió con la cabeza y se volvió, presto a marcharse. De pronto, alzando la voz, el anciano actor le llamó—. Una cosa antes de que se vaya, amigo mío —pidió—. Por favor. —Oscar giró sobre sus talones—. Cuando nos hemos enterado de la muerte de Bernard, usted ha preguntado enseguida: «¿Pasto de las llamas?». ¿Cómo lo ha sabido?

Oscar miró a Edmond La Grange.

—El perro de Maman murió enterrado en un baúl lleno de tierra —respondió con suavidad—. Su asistente de vestuario, mi pobre amigo Traquair, murió respirando aire envenenado. Agnès murió ahogada. Tierra, aire y agua. Tan sólo faltaba un elemento: el fuego.

La mañana siguiente a la espantosa muerte de Bernard La Grange, Oscar pasó a recogerme en coche por mi habitación de la calle de Beauce y, juntos, nos dirigimos a Passy.

—¿De verdad crees que todas estas muertes están relacionadas? —pregunté a mi amigo.

Eran las once y el cielo estaba nublado. Oscar iba vestido con un traje de color amarillo canario harto improbable (y sin duda poco aconsejable para la estación del año). Dejó un sombrero de paja en el asiento entre ambos y me ofreció una bola anisada de un cucurucho de papel.

—¿Desayuno? —preguntó. Estaba especialmente juguetón y resplandeciente—. ¿Que si están relacionadas las muertes? —murmuró—. Sí —dijo enérgicamente.

—¿Y por los elementos de tierra, aire, agua y fuego?

Oscar asintió con la cabeza.

—Me inclino a pensar que así es.

Le miré y negué con la cabeza.

—Y yo me inclino a pensar que esta vez, Oscar, has dejado que tus jugos creativos se desborden en exceso.

—¿De verdad es eso lo que crees? —Se rió—. Según creo entender, la creatividad no es el hallazgo de algo, sino la capacidad de hacer algo con ello después de su hallazgo.

—Efectivamente. Y creo que estás haciendo de esto mucho más de lo que los hechos justifican. ¿Muerte, sea por asesinato o por suicidio, por tierra, aire, agua y fuego? Francamente, Oscar. Me resulta del todo increíble.

—Oh, no seas incrédulo, Robert —exclamó, forzándome a aceptar otro dulce anisado—. La incredulidad nos roba muchos placeres y no nos da nada a cambio.

—La tragedia de anoche bien pudo ser un accidente, Oscar. ¿Has considerado en algún momento esa posibilidad?

—Por supuesto, Robert. Como tú, también yo oí cómo el cochero nos decía que Bernard estaba encendiendo un cigarrillo cuando subió al coche.

—¿Reparaste en ello?

—Así es. Pero ¿pudo una simple cerilla provocar una conflagración tan repentina?

—Tenía una cerilla encendida en la mano… ¡y tres viales llenos de láudano en el bolsillo! —dije, con una discreta nota de triunfo en la voz. (Desde la noche anterior había deseado comentárselo a Oscar)—. Tú viste cómo Rollinat los metía allí. Eso es lo que me dijiste.

—Así es. Y sí, Robert, el láudano es una tintura de opio. Y se prepara con éter, por lo tanto es muy inflamable. De algún modo, la cerilla encendida pudo entrar en contacto con el láudano. Pero ¿de forma accidental? ¿No te parece mucho más probable el asesinato? ¿No es acaso mucho más probable que, cuando Bernard La Grange subió inocentemente al carruaje, una mano desconocida arrojara tras él al interior del coche algún artefacto incendiario?

—O quizá fuera un suicidio —sugirió tímidamente el doctor Émile Blanche—. Creo, caballeros, que el suicidio es la explicación más plausible.

Nos llevaron en presencia del gran hombre en cuanto llegamos a la clínica de Passy. Al parecer, nos esperaba. En la biblioteca del médico ya estaban servidos el café y el Madeira en una bandeja junto a la ventana de la tribuna. Blanche parpadeó conmovedoramente al mirarnos desde detrás de sus anteojos.

—Tal y como la anciana señora La Grange nos recordó ayer, el suicidio es un rasgo hereditario. Las familias lo llevan en la sangre. Agnès La Grange se quitó la vida. Era la gemela de Bernard. Éste debe de haber sentido que, al perder a su hermana, perdía la mitad de sí mismo. Su madre se quitó la vida. Su hermana se quitó la vida. Al hacerlo, le dieron permiso a él para que hiciera lo mismo.

—Todo esto resulta muy triste —dijo Oscar con tono soñador, sosteniendo la copa de Madeira en alto y mirando a través del oro líquido hacia la ventana de la tribuna y el cielo gris que se extendía al otro lado.

—Absolutamente desolador —manifestó el doctor Blanche—. Y no sólo para la familia La Grange. Mi pobre Jacques-Émile está muy afligido por la noticia.

—Sí —comentó Oscar, despertando de pronto de su ensueño—. Jacques-Émile. Lo siento por él. De hecho, doctor, era a él a quien queríamos ver en Passy esta mañana.

—Me temo que eso no va a ser posible. Se ha ido a Montmartre para estar con su amigo Rollinat. —Suspiró brevemente y nos ofreció más vino—. A pesar de que estos poetas nihilistas como el joven Rollinat hablan de la muerte con pasmosa facilidad, la realidad de la muerte les sacude de todos modos. Les sacude… y les duele.

—¿Jacques-Émile y Bernard La Grange eran amigos? —pregunté.

—Muy buenos amigos —respondió el médico, sonriéndome—. Íntimos. Luchaban juntos, mano a mano…, luchaban y practicaban esgrima. Era precisamente a través de sus combates como expresaban su amor mutuo. Así ocurre a menudo entre los hombres.

—¿Y Agnès? —preguntó Oscar—. ¿Jacques-Émile amaba a Agnès?

—Usted sabe muy bien que sí. Apasionadamente. Profundamente. Desesperadamente.

—¿Y ella le correspondía?

—¡Como a un hermano! —El médico dejó escapar una risa hueca. Se quitó los anteojos de montura metálica y negó apesadumbradamente con la cabeza—. Como le dije el otro día, y no debería haberlo hecho, pero creía que usted estaba al corriente, el padre de Agnès era el gran amor de la vida de la joven.

—¿Y llegó ese amor a…? —Oscar vaciló—. ¿Llegó ese amor a… concretarse? —preguntó.

El doctor Blanche se inclinó hacia delante y volvió a ponerse los anteojos.

—¿Qué quiere decir exactamente, señor Wilde?

—¿Llegó a consumarse? —preguntó Oscar.

—¡Santo Dios, no! —El doctor Blanche se levantó y se acercó a la ventana como en un intento por acercarse al aire fresco del exterior. Desde allí se volvió a mirar a Oscar—. ¡Menuda ocurrencia! —exclamó, negando con la cabeza.

—¿Está usted seguro de eso? —insistió mi amigo, inclinándose hacia delante y tendiendo hacia el médico las manos en un gesto de súplica—. Discúlpeme por insistir, pero supongo que, dadas las circunstancias, entiende usted la importancia de la cuestión.

—Por supuesto —respondió el médico, más calmado—. Si Agnès y su padre eran amantes, el odio que ella podía sentir hacia sí por causa de ello bien podría haberla llevado al suicidio…, o quizá la vergüenza podría haber empujado a La Grange a matarla.

—Así es —convino Oscar secamente.

—Pero no eran amantes —prosiguió el médico, tomando la botella y volviendo a llenar nuestras copas de Madeira—. Estoy seguro de ello. A pesar de lo delicado de la cuestión, la abordé con ambos, juntos y por separado. Edmond La Grange quería a su hija de un modo natural. Resulta del todo inconcebible que llegara a conocerla carnalmente. Me dijo que simplemente pensar en ello le repugnaba. Me lo dijo en privado y lo hizo también después en presencia de la propia Agnès.

—¿Y usted le creyó? —preguntó Oscar.

—Le creí, sí. Hace más de treinta años que soy médico, señor Wilde. Sé muy bien cuándo mis pacientes me mienten. —Volvió a ocupar su asiento y tomó un par de sorbos de vino con actitud reflexiva—. Y creo igualmente en la veracidad de las negativas de Agnès. El amor que sentía hacia su padre era complicado. Contenía lo que hoy conocemos por «carga erótica». ¿Le resulta familiar el término?

—Me resulta caro —dijo Oscar—. Eros ha sido siempre el más caro de todos los dioses.

El doctor Blanche reaccionó a este comentario con una risa tímida.

—Los sentimientos que Agnès albergaba hacia su padre la turbaban —prosiguió—. Sin duda pudieron inducirla a quitarse la vida. En cualquier caso, si realmente llegó a quitarse la vida, lo hizo empujada por la frustración y no por la consumación de esa carga.

—¿Quiere eso decir que Agnès y Edmond La Grange no dieron vida a la bestia de dos espaldas? —musitó Oscar, vaciando despacio su copa y mirando al médico—. ¿Conoce usted el término?

Blanche sonrió.

—No, aunque puedo imaginar su significado. Suena incómodo. —El médico se levantó y se volvió hacia Oscar, juntando las manos a la espalda y poniéndose de puntillas como si estuviera dirigiéndose a una clase de alumnos—. Señor Wilde —dijo—, La Grange y su hija no eran amantes, estoy convencido de ello. Agnès me dijo que estaba dispuesta a jurar por la santa Biblia que no había compartido el lecho de su padre. Sabía que con ello habría estado en pecado. Me dijo que jamás compartiría el lecho con un hombre con el que no pudiera casarse.

—¿Habló de pecado, dice usted? ¿Llegó incluso a pensar en el matrimonio? Me sorprende, doctor. —Oscar dejó su copa de vino vacía en la pequeña mesa auxiliar que tenía junto a él—. ¿Quiere eso decir que era virgen? —preguntó, echándose adelante en la silla y alzando los ojos hacia Blanche.

El médico arqueó una divertida ceja.

—Yo no he dicho eso, señor Wilde. Agnès era actriz. Creo que tenía un amante. Y de reciente adquisición.

—¿No se referirá usted a su hijo?

—No, no me refiero a Jacques-Émile…, aunque Agnès sí le habló a mi hijo de su amante.

—¿Mencionó en algún momento su nombre?

—Creo que no. Me parece que era un hombre de avanzada edad.

—Ah —suspiró Oscar—. «El hombre de avanzada edad»: he ahí un término que a ambos nos resulta familiar. No conozco expresión más deprimente que ésa, ¿no le parece?