22.

«Lo llevan en la sangre»

La Grange había llamado inmediatamente a la policía.

Cuando, poco después de las dos, Oscar y yo llegamos al teatro, se habían llevado del edificio el cuerpo de Agnès La Grange y la policía, bajo la enérgica dirección del brigadier Malthus, concluía una serie de interrogatorios preliminares con quienes Malthus describía como «testigos esenciales».

—Ustedes forman parte de esa categoría, caballeros —nos dijo afablemente en cuanto nos presentamos en el camerino de Edmond La Grange—. Al menos, eso creo.

El camerino estaba abarrotado y aun así reinaba en la pequeña estancia un silencio sepulcral. Malthus, dos jóvenes agentes uniformados y los ocho miembros de mayor antigüedad de la Compagnie La Grange, estaban de pie y en fila, hombro contra hombro, como un círculo de dolientes alrededor de una tumba. El doctor Émile Blanche estaba también allí. Había llegado desde la clínica hacía una hora, no porque se hubiera enterado de la noticia, sino porque estaba preocupado al ver que Agnès no había regresado a Passy la noche anterior tal como él y su equipo esperaban. El doctor Blanche estaba sentado en el borde de la tumbona de Molière junto a Liselotte La Grange. Tenía la mano de la anciana en la suya. (Como no la conocía bien, le había ofrecido instintivamente el consuelo que sus seres más próximos ya no podían darle). Carlos Branco estaba derrengado contra la cara interna de la puerta del camerino, cabizbajo, con los ojos abiertos y la mirada perdida en el suelo. Llevaba un batín de rayas de colores brillantes que se había puesto antes de enterarse de la noticia.

El gran La Grange estaba sentado en mitad de la multitud, casi invisible, inclinado sobre el tocador, los brazos cruzados, los ojos cerrados, la cabeza inclinada en un ángulo curioso, como si estuviera todavía intentando huir de un horror invisible. El brigadier Malthus estaba de pie a su lado. De vez en cuando, el oficial de policía posaba una mano tranquilizadora en el hombro del anciano actor. Los dos hombres eran amigos. Tenían la misma edad. Edmond La Grange, Pierre Ferrand y Félix Malthus habían ido juntos a la escuela.

El brigadier no se correspondía con el ideal de policía francés que tenían los caballeros ingleses. Era impresionantemente alto y cadavéricamente delgado, y, aun así, de porte erguido y juvenil para su edad. Pulcramente afeitado y con el pelo canoso, tenía unos pómulos altos y marcados y una nariz aguileña. Vestía un traje de sargo de color azul marino de corte perfecto. En la solapa lucía el lazo distintivo de los comandantes de la Légion d’Honneur. Su aspecto era el de un abogado o un banquero, aunque combinado con la actitud sorprendente, afable y algo socarrona de un profesor universitario moderadamente excéntrico.

—¿Se han enterado de la espantosa noticia? —preguntó cuando hubo confirmado que éramos quienes creía que éramos.

—Hace un momento —respondió Oscar—. Nos lo ha dicho el portero de la entrada de actores en cuanto hemos llegado.

Malthus soltó un suspiro y se pasó durante un instante la lengua por el labio inferior como un lagarto buscando alimento.

—Es realmente desconsolador —dijo. (Su voz no era tampoco la de un policía de París, sino la de un hombre culto y refinado).

—Una auténtica desgracia —afirmó Oscar—. Trágico —añadió con lágrimas en los ojos.

—Estoy intentando averiguar quién fue la última persona que vio a la señorita La Grange —prosiguió delicadamente Malthus—. A fin de determinar su estado de ánimo. ¿Lo entiende? —Oscar asintió con la cabeza—. Todos la vieron saludar tras la función, naturalmente. Sin embargo, nadie parece haberla visto desde ese momento. —El policía recorrió con los ojos a los presentes congregados en el camerino y sonrió. Tenía los ojos de color azul celeste. Despacio, los volvió hacia mí—. Señor Sherard —empezó amigablemente—, tengo entendido que es usted el asistente de vestuario de monsieur La Grange, ¿no es así?

—Sí, señor —dije.

—Me dice el señor La Grange que le dio una nota para que se la llevara a su hija al término de la función de anoche.

—Así es, señor.

—Pero devolvió usted la nota porque la señorita La Grange no estaba en su camerino.

—Sí, señor.

—Su habitación estaba vacía.

—Yo puedo confirmarlo —dijo Gabrielle de la Tourbillon. Estaba de pie al fondo de la habitación, en el rincón más alejado, junto al aparador, semioculta detrás de Eddie Garstrang y el doctor Ferrand. Yo no me había percatado de su presencia hasta entonces. No la había visto esa mañana. Tras pasar la noche juntos en la calle de la Pierre Levée, me había despertado al alba y ella ya no estaba. Me sonrojé al verla así, inesperadamente, y al oírla hablar.

El brigadier Malthus pareció no reparar en la vergüenza de la que fui presa. Se volvió a mirar hacia donde estaba Gabrielle.

—Como ya nos ha dicho, señorita —dijo muy cortés—. Así ha sido anotado. —Frunció el labio inferior y se volvió a mirar a Oscar—. Señor Wilde —empezó.

—Lamentablemente, no puedo serle de mucha ayuda —dijo Oscar—. Vi la obra en compañía del señor Garstrang. Al término de la función, salimos del teatro con el resto del público y rodeamos tranquilamente el edificio hasta la entrada de actores. El señor Garstrang me dijo que, como de costumbre, iba a jugar a las cartas con el señor La Grange y se despidió de mí. Después subió al apartamento privado situado encima del teatro mientras yo esperaba delante de la entrada de actores, fumando un cigarrillo.

—¿Vio salir del teatro a la señorita La Grange?

—La entrada de actores está siempre abarrotada al término de las funciones. Todos parecen tener prisa por marcharse. Vi salir a varios de los actores. Hablé brevemente con Bernard La Grange cuando salió… para felicitarle, pero no vi a Agnès.

—Gracias, señor Wilde —dijo el oficial de policía, inclinando la cabeza hacia Oscar. Una vez más, recorrió la estancia con los ojos—. Gracias, damas y caballeros. Han sido ustedes de gran ayuda en las circunstancias más penosas. En los próximos días necesitaré hablar con uno o dos de ustedes con más detenimiento. —Asintió con la cabeza en dirección al doctor Blanche y al tramoyista que había hallado el cuerpo—, aunque parece muy claro lo que ha ocurrido, ¿no están de acuerdo conmigo? —Apoyó una afectuosa mano sobre el hombro de La Grange mientras seguía dirigiéndose a la habitación—. El suicidio no es un crimen…

—¡Es pecado! —exclamó Liselotte La Grange.

—Es una tragedia. Es desolador. Ofrezco mis más sinceras condolencias a aquellos de ustedes que conocían y querían a Agnès La Grange.

—Su madre se suicidó —dijo Liselotte La Grange, alzando la voz y mirando a los ojos al brigadier Malthus—. El suicidio es una característica hereditaria.

El doctor Blanche acarició la mano de la vieja dama. La señora La Grange retiró la suya sin ocultar su enojo.

—Lo llevan en la sangre —graznó—. Lo llevan en la sangre. —Nadie le prestó la menor atención.

El brigadier Malthus se inclinó sobre Edmond La Grange y le habló al oído.

—En algún momento debería ver a Bernard. No está aquí. ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

La Grange abrió los ojos y los alzó hacia el oficial de policía, visiblemente agotado.

—No. No le he visto desde anoche. —Giró la cabeza hacia la puerta y miró a Oscar—. El señor Wilde encontró ayer a Agnès. Quizá pueda ayudarles a encontrar a Bernard.

El brigadier se volvió hacia Oscar con las cejas arqueadas.

—Podría probar en la Sala de los Muertos —sugirió Oscar.

—Gracias —dijo el oficial de policía—. Me complace saberlo. Por ahora, eso es todo. Debemos marchamos.

Poco a poco, en cuanto Malthus y sus hombres se marcharon, el camerino empezó a vaciarse. Nadie miraba a nadie directamente a los ojos. Y nadie, salvo Liselotte La Grange, habló. La anciana señora se puso en pie, apoyándose en el brazo del doctor Blanche.

—La obra debe continuar —vociferó.

—Por supuesto, Maman —dijo Edmond con un hilo de voz.

A medida que la habitación iba vaciándose, observé muy atentamente a La Grange. Poco a poco, fue irguiendo la espalda y sus ojos volvieron a brillar.

La noticia de la muerte de Agnès no tardó en extenderse. Los miembros de la compañía empezaron a llegar, entrando sigilosamente al teatro horas antes de lo habitual. También hicieron su aparición los periodistas. Richard Marais los reunió en el escenario y, a las cinco, La Grange emergió de su camerino para dar una breve rueda de prensa. Concedió una entrevista a uno de los presentes (un viejo amigo, uno de los amigotes con los que jugaba a las cartas). Yo me quedé de pie en uno de los rincones del camerino mientras los dos hombres hablaban: La Grange mantuvo la calma en todo momento. Habló de Agnès sin derramar una sola lágrima, aunque dando muestras de un afecto conmovedor. Describió la contribución de la joven al «Hamlet perfecto» con patente orgullo. Aunque su autocontrol resultó extraordinario, a última hora de la tarde, cuando le dejé solo en la habitación para que tomara su habitual siesta «pre-función», pude oírle llorar desde bambalinas.

La policía no dio con Bernard La Grange en la Sala de los Muertos. Oscar le encontró —tal y como había previsto— en el estudio que Sarah Bernhardt tenía en Montmartre y en compañía de Maurice Rollinat. Fue el propio Oscar quien dio a Bernard la noticia de la muerte de su hermana. Aparentemente, el joven actor se tomó la noticia con calma y con gran estoicismo, tal como lo había hecho su padre. No dijo nada, o, mejor, como Oscar me lo describiría poco después, empezó a citar un verso de un poema de Baudelaire y a continuación, «al parecer reconociendo lo vana que sonaba la rima en comparación con la realidad de lo que había ocurrido, guardó silencio». Oscar le contó a Bernard lo poco que sabía de las circunstancias que habían rodeado la muerte de Agnès y también que el oficial de policía que investigaba la tragedia parecía un hombre competente y extremadamente escrupuloso: «De hecho, un hombre decente y civilizado».

—¿Se trata acaso de Malthus? —preguntó Bernard.

—En efecto —respondió Oscar—. Creo que es amigo de su padre.

Bernard La Grange se rió.

—Aun así, se puede confiar en él. ¿Qué opina él?

—¿Malthus? ¿De la muerte de Agnès? Cree que ha sido un suicidio.

—Sí —dijo Bernard en voz baja—. Lo llevamos en la sangre.

Sarah Bernhardt rodeó al joven actor entre sus brazos y le abrazó como lo habría hecho una madre. Maurice Rollinat le abrazó también y al hacerlo (como Oscar pudo ver, aunque Sarah no pudiera hacerlo) deslizó tres pequeños viales de cristal de opio líquido en el abrigo de su abrigo.

A las seis, Oscar llevó a Hamlet de regreso al teatro. Bernard La Grange no pareció ni sorprendido ni perplejo al saber que su padre y su abuela deseaban continuar con la función de la noche. También era lo que él quería.

—Ésta es nuestra profesión —dijo.

Los La Grange, père et fils, estuvieron magníficos esa noche, absolutamente estremecedores en su intensidad. La suplente de Agnès estuvo asimismo a la altura de las circunstancias.

—Es una joven gran actriz —me murmuró Edmond La Grange mientras estábamos juntos entre bastidores.

Otros miembros de la compañía se mostraron mucho menos seguros en sus respectivas actuaciones: Gabrielle de la Tourbillon se mostró más muda de lo que yo jamás la había visto en escena, y Carlos Branco olvidó sus intervenciones en varias ocasiones.

—Encarna a Polonio —oí mascullar burlón a Edmond La Grange—. Polonio es un viejo idiota. Nadie se dará cuenta. A nadie le importará.

Al término de la función, La Grange me mandó que buscara a Oscar y a Bernard para invitarles a que se reunieran con él en su camerino a tomar una copa.

—Si ve a Garstrang o a Marais, asegúrese de que se hagan cargo de Maman —añadió cuando yo estaba a punto de salir—. No la quiero aquí. Ya he tenido que soportarla bastante.

Encontré a Bernard en la entrada de artistas, hablando con una joven. Se trataba de una hermosa muchacha que vestía capa y sombrero azules. Era sin duda un miembro del público que se había acercado a pedirle un autógrafo. Oscar estaba con ellos, fumando un cigarrillo. Bernard dio su autógrafo a la joven y le besó la mano en una demostración de galantería típicamente gala. Le dije que su padre deseaba verle.

—¿Debo? —preguntó, exhausto.

—Creo que sí —opinó Oscar.

Les acompañé al camerino de La Grange. El anciano actor se había desvestido y había vuelto a vestirse. Había abierto ya una botella de champán. Alzamos nuestras copas y brindamos en memoria de Agnès… y por el Théâtre La Grange y «el Hamlet perfecto».

La Grange anunció entonces que, por una vez, no estaba de humor para jugar a las cartas. Había ordenado a Marais que pidiera un coche y propuso llevarnos a cenar… en honor de Agnès.

—He reservado mesa en el Pharamond. Es el restaurante favorito de Oscar. Él nos hablará de las heroínas de Shakespeare y de la mortalidad. ¿No es así, querido amigo?

—Si ése es su deseo… —respondió el aludido.

Bernard se levantó y dijo que, desgraciadamente, no podía unirse a nosotros: se había comprometido a ir a Le Chat Noir con Maurice Rollinat y Jacques-Émile Blanche. Estaba convencido de haberlo mencionado anteriormente.

—¿A Le Chat Noir? —repitió Edmond—. ¿Esta noche?

—No he visto a Jacques-Émile desde la noticia sobre Agnès…; la adoraba. Debe de estar desolado. Creo que debería ir a verle.

Edmond La Grange vació el champán de su copa y la dejó sobre el tocador.

—Es cierto. Lo habías mencionado, y lo entiendo —dijo—. Ve. Toma un coche. Yo lo pagaré. De hecho, toma el coche que espera en la entrada de artistas. Yo pediré otro.

Bernard abrazó a su padre, pidió a Oscar un cigarrillo, nos dio las buenas noches y se marchó.

—Cuídese —dijo Oscar, abriendo su pitillera y dando a Bernard dos o tres de sus cigarrillos.

Nos quedamos en el camerino, terminando nuestras copas. El reloj marcó la media.

—Quizá sea mejor que nos olvidemos del Pharamond —dijo La Grange—. Aquí se está muy a gusto. ¿Les parece si nos quedamos y abrimos otra botella?

Un minuto más tarde, mientras yo había salido a buscar una segunda botella de Perrier-Jouët de la caja que se guardaba en un rincón del cubículo destinado al asistente de vestuario, oímos una espantosa algarabía procedente de bambalinas: chillidos, gritos de alarma, correteos… La puerta del camerino se abrió violentamente.

Era Eddie Garstrang, sin duda conmocionado.

—¡Es Bernard! —gritó—. En la calle…

—¿Está muerto? —jadeó Edmond La Grange.

—Casi con toda certeza.

—¿Pasto de las llamas? —preguntó Oscar.

—Exacto.