21.

«La importancia de la presteza»

Salimos confundidos de la clínica. ¿Por qué había permitido La Grange que el mundo —incluidos nosotros— creyera que Agnès había desaparecido cuando él sabía desde un principio dónde estaba?

—Y el buen doctor Ferrand también lo sabe —musitó Oscar, volviendo a subir al coche.

—Al menos, la pobre muchacha se encuentra bien y a salvo —dije.

—Eso parece.

Esa tarde Oscar iba a tomar el té a casa de Sarah Bernhardt y a mí me esperaban en el teatro. Mi amigo me dejó en el bulevar del Temple y me dijo que vendría a reunirse conmigo en cuanto le fuera posible.

—No estoy de humor para la divina Sarah —suspiró—. Las exigencias de la divinidad son incesantes. Sin embargo, le envié un telegrama diciéndole que iría a verla. Me espera y es una buena amiga, de modo que tengo que ir.

Se fue y, a posteriori, se alegró de haberlo hecho. Se encontró con que Maurice Rollinat y Bernard La Grange habían sido también invitados. En la velada sirvieron té de Darjeeling y absenta suiza, sándwiches de pepino y pipas de hachís. El cuarteto —dos actores y dos poetas— hablaron mucho de dinero (como suelen hacer los poetas y los actores), pero también del amor y de la lujuria, del éxito y del fracaso, de los excesos, la decadencia y el asesinato.

—Quiero comer los frutos de todos los árboles del jardín del mundo —declaró Bernard La Grange, tumbado y con la cabeza recostada en las rodillas de Bernhardt al tiempo que acariciaba con la mano izquierda la pierna de Rollinat—. Ésas son sus palabras, señor Oscar Wilde. Su filosofía. Usted habla. Yo actúo. Quiero experimentarlo todo. Las cumbres. Las profundidades. —Le lanzó una mirada y abrió aún más sus almendrados ojos—. Sobre todo las profundidades. Me siento más vivo cuando visito la Sala de los Muertos. ¿No le resulta extraño?

—Hábleme del asesinato —dijo Oscar, chupando su pipa de arcilla de hachís y mirando a su vez a Bernard—. Creo recordar que Charles Baudelaire atesoraba la idea de que el hachís provoca en los hombres tentaciones asesinas.

—¡En ese caso, deme más, se lo ruego! —exclamó el muchacho, tendiendo la mano hacia la pipa de Oscar—. ¡Debo experimentarlo todo!

—¿Incluye eso del asesinato? —preguntó Sarah, acariciando el hermoso y sedoso cabello del joven actor.

—¿Mataría o se dejaría matar? —preguntó Rollinat, tomando la mano del muchacho y poniéndosela de nuevo en la pierna.

—Ambas cosas —respondió Bernard muy serio—. Es la experiencia lo que cuenta.

Sarah Bernhardt se rió, inclinándose hacia delante y besando al joven Hamlet en la frente.

—No tenga prisa por morir —dijo—. Ha recibido críticas espléndidas.

Bernard La Grange se sentó bruscamente.

—Jamás leo las críticas, Sarah. Carecen de sentido. Debería usted saberlo.

Oscar sonrió.

—Bernard tiene razón, Sarah. No debería leer las críticas. Es usted una artista. ¿Por qué iba una artista a preocuparse por el estridente clamor de la crítica? ¿Por qué aquellos que son incapaces de crear se atreven a estimar el valor de cualquier impulso creativo? ¿Qué pueden saber ellos sobre el arte? ¡Desprecio a los críticos! —Aspiró hondo el humo de la pipa y cerró los ojos.

—¿Acaso no lee usted los periódicos, amigo mío? —preguntó la actriz con ánimo jocoso—. No deja de aparecer en sus páginas.

Oscar se volvió a mirar a la actriz desde sus ojos entrecerrados.

—No responderé a eso, mi querida señora —murmuró—. Desprecio todos los periódicos, con sus espantosos artículos sobre política, juicios policiales y personalidades varias. Hace tiempo que dejó de importarme lo que escriben sobre mí. ¡Mi tiempo está por completo dedicado a los dioses y a los griegos!

Bernard La Grange se recostó de nuevo sobre el regazo de la divina Sarah y se volvió a mirar a Oscar.

—¿Ha saboreado usted el amor griego? —preguntó—. ¿Lo ha hecho? ¿Se atrevería? —Oscar no respondió—. Maurice y yo le llevaremos al Café Alexandre. Está cerca del teatro. Hay allí muchachos que son como los mismísimos dioses griegos, con la piel suave como el alabastro y con hojas de vid en el pelo.

—¿Entonces no me ama? —preguntó Sarah Bernhardt, inclinándose hacia el joven actor una vez más y besándole suavemente en las sienes.

—La amo, Sarah. Naturalmente que la amo. —Alzó la mano y le acarició la mejilla con el dorso de sus largos dedos morenos.

La actriz le miró desde las alturas y sonrió.

—Por mi edad, podría ser su madre. Bien que lo sé.

Bernard La Grange contuvo un pequeño jadeo de auténtico júbilo y volvió a incorporarse.

—¡Seré el Edipo de su Yocasta! —declaró, visiblemente excitado.

—¡Oh, sí! —exclamó Sarah—. ¡Sí, por favor! —Se rió y, tomando la cabeza de Bernard entre sus manos, volvió el rostro del joven hacia el de ella—. Pero esta noche, debe usted ser el Hamlet de la Gertrudis que encarna la señorita de la Tourbillon.

—Y el de su hermana Ofelia —dijo Oscar, dejando la pipa sobre la mesa y buscando un sándwich de pepino—. Tengo entendido que Agnès regresa a escena.

—Prefiero a la suplente —se rió Bernard La Grange, poniéndose en pie. Acto seguido, estiró los brazos y bostezó, antes de mirar en derredor y tomar un vaso de absenta.

—Veo que se permite beber antes de una función —observó Oscar, ladeando la cabeza y observando con atención al hermoso joven—. No sigue usted el ejemplo del gran Edmond La Grange.

—¿Y qué puede importarme a mí el gran Edmond? —preguntó Bernard, vaciando el contenido de su vaso de un sorbo.

—Es su padre —dijo Oscar—. Y un gran actor.

—Representa una magnífica tradición —añadió Sarah.

—Representa el pasado —puntualizó Bernard—. Representa el pasado. —Repitió la frase como si se tratara de un ejercicio de elocución—. El pasado. No existe. Ha desaparecido. Está muerto y enterrado. A mí me interesa el presente —concluyó, besando a la señora Bernhardt en la frente—. Y el futuro —añadió, besando a Maurice Rollinat en los labios.

A mi regreso al Théâtre La Grange preparé como de costumbre el vestuario del gran hombre para la función de la noche. Aunque el que lucía para el personaje de Claudio no era un vestuario elaborado, me obligaba a lustrar el cuero y la plata de sus botas y cinturones hasta dejarlos relucientes.

—Claudio es un usurpador —me recordaba La Grange a menudo—. Todo el boato de la majestad es fundamental en él. Tiene que ser la estampa misma de su personaje porque es incapaz de sentirlo.

Cuando llegó al camerino, justo en el momento en que el reloj daba las ocho, Edmond La Grange se me antojó extremadamente dulzón. Canturreaba una melodía que había oído silbar a Traquair en alguna ocasión: «Carry Me Back to Old Virginity». La canción era obra de Jimmy Bland, el amigo de Oscar.

—¿Cómo está, señor? —pregunté intentando disimular mi incomodidad y evitando su mirada, sin saber qué decir.

—¿Cómo está usted, mon petit? —respondió, quedándose de pie en el centro de la habitación a la espera de que le ayudara a quitarse el gabán. Estaba tan acostumbrado a que le vistieran y le desvistieran que en esos instantes se limitaba simplemente a quedarse con los brazos abiertos a la espera de disfrutar del servicio que daba por supuesto—. ¿Ha estado ocupado? —preguntó—. ¿Ha disfrutado de la compañía del señor Wilde?

—Sí —respondí, quitándole el gabán.

—Creo que ha estado buscando a Agnès —dijo, mirándome a los ojos en el espejo de cuerpo entero y arqueando inquisitivamente una ceja.

Aparté la mirada.

—Sí —respondí—. La hemos encontrado.

—Ah —exclamó, riéndose entre dientes—. Eso me había parecido. Me pareció que eran ustedes los que llegaron a la clínica cuando yo salía.

Mientras yo colgaba su gabán y me ocupaba de sacar y desabrochar sus camisas, Edmond La Grange se sentó en su taburete delante del tocador y, presa de una despreocupación que se me antojó genuinamente natural, me contó su historia. Según explicó, había sido Agnès quien había decidido tomarse unos días de descanso y de recuperación. Le había dicho dónde iba y él había aprobado su decisión, no sin antes haber consultado con el doctor Ferrand, que a su vez había dado su bendición al plan de la joven. Ferrand era amigo y colega del doctor Blanche y tenía depositada en él una gran confianza. La Grange no había revelado a nadie más el paradero de Agnès porque ése era el deseo explícito de la muchacha. Se disculpó por habernos engañado: esperaba que yo comunicara sus disculpas a Oscar. Lamentaba su necesidad. Se había visto obligado a respetar los deseos de Agnès: había intentado simplemente proteger su privacidad. Confiaba en que entenderíamos su proceder. Estaba seguro de ello. Y la buena noticia era que su hija se encontraba mucho mejor. De hecho, estaba dispuesta a volver a la obra. El plan —concertado con la propia Agnès y con el doctor Blanche esa misma tarde, apenas unos minutos antes de que nuestros carruajes se cruzaran bajo las puertas de entrada del Hotel Lamballe— era que Agnès pasaría los días descansando en Passy y que, siempre que se lo permitieran sus fuerzas, volvería en coche a la ciudad para la función. La Grange me pidió que reuniera en el escenario a toda la compañía cuarenta y cinco minutos antes de la función para que pudiera explicarles cómo estaban las cosas.

Escuché su narración sin interrumpirle. Cuando terminó de hablar, esbozó una radiante sonrisa e inclinó la cabeza como si me dedicara una modesta reverencia antes de volverse hacia el tocador.

—Ahora debo dormir —susurró. Abrió el cajón derecho de la mesilla del tocador y buscó su antifaz. Al abrir el cajón, vi deslizarse en él el Colt. La Grange lo acarició afectuosamente. Murmuró entonces por encima del hombro, burlón—: No más duelos.

Encontró el antifaz y se levantó.

Mon petit —dijo, llevándose la mano al bolsillo del pantalón—. Aquí tiene la llave de la calle de la Pierre Levée. Utilice la habitación esta noche. Es suya. Disfrute. Creo, y espero, que encontrará a la señorita de la Tourbillon en buena disposición. Sé que está libre. Garstrang jugará a las cartas conmigo.

Se sentó en el borde la tumbona de Molière y estiró las piernas, mostrándome los pies para que le quitara los zapatos.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Naturalmente, mon petit. Lo que quiera. —Se recostó sobre la tumbona al tiempo que yo le colocaba un cojín debajo de la cabeza.

—¿Es éste el diván en el que murió Molière en 1673?

La Grange se rió por lo bajo y cerró los ojos.

—Lo dudo mucho —respondió, cubriéndose los ojos con el antifaz de terciopelo—. Es una historia de esas que corren entre los actores y, como bien debe de saber a estas alturas, son pocas las historias que circulan entre los actores a las que puede darse alguna credibilidad.

Mientras Edmond La Grange dormía aproveché para dar una vuelta por el teatro y comunicar sus instrucciones a la compañía. A las siete y cuarto de la tarde, como era de rigor, las tropas de La Grange se habían reunido en el escenario. Bernard La Grange fue el ultimo en llegar. No había tenido conocimiento de la reunión. Llegó en compañía de Oscar: habían viajado juntos desde la residencia de Sarah Bernhardt. Se quedaron juntos al borde de la multitud, detrás de Maman, que se había sentado en una pequeña silla y era atendida por Eddie Garstrang.

—Me estoy muriendo y nadie me escucha —sollozaba la anciana—. A nadie le importa.

Edmond La Grange se dirigió a la compañía desde la parte delantera del escenario. No era un hombre alto. Se había encaramado a una pequeña escalera de madera (parte de las murallas del castillo de Elsinor) colocada allí por el regidor. Richard Marais, el administrador de la compañía, estaba de pie junto a él. La Grange dio un buen discurso: fue (como ya me había anunciado) un grito de guerra. Saludó a su compañía, la misma que había creado «el Hamlet perfecto». Les dio las gracias por su lealtad y por haber unido fuerzas durante las dificultades de los últimos días y anunció a continuación que tenía buenas noticias.

—¡Nuestra Ofelia está recuperada! —Explicó que la joven no había estado desaparecida, sino indispuesta, y que había estado descansando. Aun así, Agnès volvía esa noche al teatro y, con el beneplácito de los dioses, se haría cargo de su papel a partir de entonces tal y como estaba anunciado.

Cuando La Grange puso fin a su discurso, Agnès, mostrando un don de la oportunidad propio de su vocación, apareció ante las candilejas en la parte delantera del escenario. Todos aplaudimos su aparición.

Al término del discurso, el elenco de actores y el resto de la compañía regresaron a sus puestos. Richard Marais se hizo cargo de Liselotte La Grange.

—Al menos él se libra de oír sus graznidos —observó Eddie Garstrang.

Éste y Oscar bajaron al anfiteatro y se acercaron al bar del teatro a tomar una copa. Más tarde disfrutaron de la función desde uno de los palcos del proscenio. A Oscar le intrigaba que Garstrang —un norteamericano procedente de las Rocosas y jugador profesional cuyo dominio del francés era apenas suficiente— se mostrara totalmente fascinado por la obra. Se le ocurrió que los dos no se habían sentido tan cómodos en compañía del otro desde el desayuno que habían compartido en Leadville, Colorado, hacía casi un año.

Como era habitual, yo vi la función de pie entre bastidores. Esa noche no disfrutamos de un Hamlet perfecto. Hubo momentos de incertidumbre: Agnès parecía más frágil que nunca y en su escena con el viejo Polonio se equivocó en dos ocasiones. Aun así, la ovación que estalló al final sugirió que el público había quedado claramente satisfecho.

Más tarde, La Grange me dio una nota garabateada para que la subiera al camerino de Agnès. Leí la nota. Quizá no debería haberlo hecho, pero de pronto me vi solo a la luz de una bujía de gas en la escalera que llevaba a los camerinos del primer piso y lo hice. La nota decía simplemente:

Has estado maravillosa.

Tu futuro es prometedor.

Te quiero. ELG.

Cuando llegué al camerino de Agnès, encontré a Gabrielle de la Tourbillon delante de la puerta.

—No está aquí —dijo, inclinándose hacia delante y besándome suavemente en la boca—. Se ha ido.

—¿Está segura?

—Se quita el maquillaje en cuanto se ahoga. Cuando sale a saludar tras la función, está preparada para marcharse. —Se volvió a mirar a la puerta del camerino—. He venido a decirle que ha estado soberbia, pero se ha ido. Supongo que estaba exhausta. —Se acercó entonces a mí y dejó que su peignoir se abriera para dejar a la vista sus pechos. Se rió—. Todavía tengo que vestirme. ¿Salimos a cenar?

—Sí —dije—. Tengo la llave.

—No tardaré.

Regresé de inmediato junto a La Grange y le di la noticia. Él se encogió de hombros y recuperó su nota, la dobló y la guardó en el cajón del tocador.

Quince minutos después, encontré a Oscar que esperaba a solas en la entrada de actores. Fumaba apoyado contra la pared bajo la luz de la lámpara.

—Mira lo que me ha dado Garstrang —dijo, alborozado—. ¡Un Lucky Strike!

Le dije a mi amigo que no podía salir a cenar con él.

—¿Podrás perdonarme? —dije—. Voy a cenar con Gabrielle.

Oscar sonrió.

—¿Tienes la llave? —preguntó.

—Sí.

—Me alegro. Disfruta. Y no te sobreexcedas con el láudano. Yo volveré al hotel. Tengo mucho en que pensar.

La encontraron por la mañana. Fue uno de los tramoyistas quien la descubrió mientras barría el suelo: era la primera labor del día. El teatro se barría en cuanto abría sus puertas, a las diez de la mañana. Agnès La Grange fue hallada en la parte trasera del escenario, tras los cortinajes de terciopelo negro, en el pequeño almacén, flotando boca abajo en el interior del tanque de agua utilizado en la obra para simular el estanque del arroyo en el que Ofelia encuentra la muerte.

El médico de la policía concluyó que debía de haber muerto alrededor de la medianoche.