20.

Passy

Aunque, naturalmente, no era su cuerpo.

La Grange se dio cuenta enseguida. Se volvió a mirar al tramoyista y a la muchacha del guardarropa, a Marais y a Branco, y les dijo que eran una pandilla de estúpidos.

—¿Cómo se puede ser tan infinitamente estúpido? ¿Acaso estáis ciegos además de sordos? —preguntó visiblemente enojado, arrebatando bruscamente la lámpara de parafina de manos de Marais y acercándola al cuerpo que yacía en el ataúd.

No, no era Agnès. Era una simple réplica de cera: la réplica de cera del cuerpo de Ofelia que el Théâtre La Grange había recibido del célebre museo Grévin. Era la réplica de cera de la Ofelia ahogada que había sido utilizada durante todas las noches en la escena del cementerio. La cabeza de la Ofelia muerta —modelada empleando la cabeza de Agnès La Grange— había desaparecido, aunque justificadamente. Había desaparecido porque se la habían quitado esa misma mañana, cumpliendo órdenes del propio La Grange, para llevarla a los talleres del museo a fin de que pudieran modelar una segunda cabeza a imagen y semejanza de la de la suplente.

—Agnès tiene el pelo negro y la tez morena —dijo La Grange sin disimular su frialdad—. Y su suplente es pelirroja y tiene la tez pálida. Quizá no hayan ustedes reparado en ello, caballeros, pero me atrevo a pensar que el público sí lo hará. —Levantó en el aire uno de los brazos de la figura de cera—. Ya ven —añadió—, también le han quitado las manos.

La Grange volvió a endosar la lámpara a Richard Marais y se volvió de espaldas con actitud desdeñosa. Forcejeó a tientas con los negros cortinajes, intentando encontrar el camino de regreso al escenario.

—¡Que alguien me ilumine! —rugió en la oscuridad—. ¡Fuera!

Oscar y yo le seguimos de regreso al camerino. Sobre el tocador estaban los periódicos con las críticas de la producción. En cuanto las vio, a La Grange le cambió el humor. Se rió entre dientes. Cogió el montón de diarios y se los metió bajo el brazo.

—Les ruego que me disculpen, caballeros. Ha sido un arrebato del todo injustificado. Como podrán ver, estoy rodeado de incompetentes y de imbéciles. Salgamos a tomar una copa y hablemos.

Tomamos un coche en el bulevar del Temple y, cuando cruzábamos la transitada plaza de la République, el anciano actor-director dividió los periódicos entre nosotros.

—Leamos nuestras críticas, Oscar —sugirió.

—Son buenas —dije—. De hecho, son excelentes. «El Hamlet perfecto».

—Todos los críticos tienen su precio —murmuró Oscar, alisando el periódico sobre su rodilla y sonriendo a La Grange—. A juzgar por su aspecto, no creo que sean muy caros.

Cuando llegamos a la calle de la Pierre Levée, me desconcertó ver que fue el propio Eddie Garstrang quien nos abrió la puerta del almacén que daba acceso al nido de amor de La Grange. Llevaba una caja de botellas en las manos: vacías, los restos de la noche. Me miró con los ojos brillantes y se rió.

—No tema. Estoy solo.

—Y no ha estado con Gabrielle —intervino La Grange—. Doy fe de ello.

El anciano actor tomó la llave de manos de Garstrang y se la guardó en el bolsillo antes de ponerme la mano en el hombro en un gesto afectuoso.

—Con los años aprenderá a no ser tan celoso.

Garstrang se marchó, silbando durante un instante y gritando después sin tan siquiera volverse:

—Estaré en el teatro si me necesita, jefe.

—Muy gallardo le veo —comentó Oscar, viendo cómo se alejaba.

—¿Así es como lo llama usted? —gruñó La Grange, iniciando el ascenso de los empinados escalones de madera que comunicaban el almacén con el piso superior.

—Dado que es norteamericano —explicó Oscar, respirando cada vez con más dificultad a medida que ascendía— y avezado tirador. —Habíamos llegado al desván. La pálida luz del sol de la mañana entraba a raudales por las ventanas—. ¿Le mantiene usted ocupado? —preguntó.

—No mucho. Marais se encarga de todo el papeleo importante. Garstrang manda cartas de agradecimiento y se ocupa de la correspondencia con mis admiradores, pero juega maravillosamente a las cartas. —La Grange tendió los brazos, invitándonos a elegir alguno de los divanes y otomanas disponibles—. Ni que decir tiene que pierde siempre, pero no olviden que juega conmigo. Y yo soy muy bueno.

—Y Garstrang está muy dispuesto a complacerle —añadió Oscar con una sonrisa de oreja a oreja y repantigándose en un sofá de color ciruela. Estiró los dedos y palpó la textura de los cojines de terciopelo que tenía a su lado—. Esto es deliciosamente confortable. —Suspiró y miró hacia la cabeza de Epicuro colocada encima del aparador—. Su maestro estaría orgulloso de usted.

La Grange encontró unas copas y nos ofreció absenta, brandi o champán.

—Champán, si es usted tan amable —dijo Oscar—. Tenemos que brindar por «el Hamlet perfecto».

El actor nos sirvió las bebidas, aunque él se abstuvo de unirse a nosotros. Nunca bebía antes de una función.

—En mi vida tengo sólo tres reglas —manifestó, tomando asiento en el diván situado exactamente delante de Oscar—, y hace ya tiempo que olvidé las otras dos. —Mi amigo se rió. La Grange se inclinó hacia delante y ofreció a su invitado un cigarrillo turco—. ¿Cuál es para usted la primera regla en su vida? —preguntó.

Oscar aceptó el cigarrillo y lo hizo rodar con suavidad entre los dedos antes de colocárselo con delicadeza entre los labios.

—No tiene sentido argumentar contra lo inevitable —respondió con gran solemnidad—. La única argumentación posible contra un viento del este es ponernos el abrigo.

—¡Eso es maravilloso, Oscar! —exclamé, adelantándome para encenderle el cigarrillo.

—Lo sé —ronroneó, envolviendo con las palmas de las manos la parpadeante llama de la cerilla.

—Es la primera vez que lo oigo.

—Es nuevo. Aunque, desgraciadamente, no es mío. Salió de los labios del gran James Russell Lowell, poeta, filósofo, embajador y amigo. Le he visto en Londres, en compañía de George Palmer y de Paul White. Cenamos juntos. Bebimos. Él habló. Yo garabateé. —Movió habilidosamente con la lengua el cigarrillo turco de un lado a otro de la boca mientras buscaba su libreta en el bolsillo interior del gabán con las dos manos. Por fin dio con ella (una pequeña y delgada libreta con la cubierta forrada de piel de serpiente) y la abrió sin demora—. Escuchen: «Lo que los hombres más valoran es un privilegio, incluso si se trata del de doliente principal en un entierro». ¿No es delicioso? —Aspiró despacio el humo del cigarrillo antes de volver a hablar—. ¿Y qué me dicen de esto?: «El mayor homenaje que podemos conceder a la verdad es utilizarla». —Alzó los ojos, sonriente, y vio entonces que Edmond La Grange no estaba ya sentado delante de él. El viejo actor se había levantado y se había acercado a la enorme ventana desde la que se dominaban los tejados del norte de París. Oscar cerró su libreta y volvió a guardarla con discreción en el bolsillo de su gabán—. ¿Dónde está Agnès? —preguntó—. ¿Se encuentra bien?

—No lo sé —respondió La Grange sin apartar los ojos de la ventana—. Ya ha hecho esto en anteriores ocasiones. Me refiero a lo de desaparecer.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Oscar, moviéndose hacia delante en el sofá.

—Durante un día…, un día y una noche, como mucho. Pero hasta ahora jamás había faltado a una función. Esto no es propio de ella. Estoy preocupado. —Se volvió hacia la habitación y miró a Oscar a los ojos—. No sé si está usted al corriente de que su madre, Alys Lenoir, se quitó la vida. Temo por mis hijos. ¿Nacieron acaso con cierta vena autodestructiva en su naturaleza?

—¿Llamará a la policía? —preguntó Oscar.

—Sí —respondió La Grange sin más rodeos—. Aunque Maman se opone, lo haré. Si Agnès no ha regresado por voluntad propia el domingo, llamaré a la policía. Mientras tanto, la estamos buscando. El doctor Ferrand la busca. Marais también.

—Marais no es un hombre en quien se pueda confiar —se apresuró a apuntar Oscar.

La Grange se rió.

—En esto sí, créame. Quizá no lo sea en otras cuestiones. —El anciano actor se llevó las manos al rostro marchito y se presionó los ojos con sus toscos dedos antes de dejar escapar un largo y profundo suspiro y de volver a reírse, esta vez con menos brío—. Marais es mi gestor y lleva años estafándome. Lo sé prácticamente desde el primer momento. Por favor, no le diga que sabe que yo lo sé. Es el temor a ser descubierto lo que le mantiene a mi lado. Marais cumple con su cometido. Me complace compartir mi dinero con él del mismo modo que estoy dispuesto a compartir a mi amante con mi joven asistente de vestuario, aquí presente. Así soy yo.

Dejamos a Edmond La Grange solo en la calle de la Pierre Levée.

—Un gran hombre está hecho de las cualidades que conforman o que requieren las grandes ocasiones —dijo Oscar reflexivamente, cerrando de un tirón la puerta del almacén a nuestra espalda—. ¿Te parece que La Grange es un gran hombre, Robert?

—Es sin duda un gran actor.

Mi amigo se rió entre dientes.

Caminamos juntos del brazo por la calle adoquinada en dirección al Canal Saint Martin. Reparé en que Oscar caminaba con desacostumbrada alegría en su paso.

—Te veo muy gallardo esta mañana —comenté.

—No he dormido esta noche —fue su respuesta—. ¡Me alimenta la energía de los exhaustos! He viajado en el tren nocturno y esta noche el canal inglés se ha mostrado especialmente francés.

Me reí.

—¿En otras palabras: inquieto, tosco y grosero?

Me regaló una de sus sonrisas.

—Algo parecido, Robert, aunque creo que la chanza funciona mejor si no la explicas.

—No hay duda de que estás en buena forma —dije.

—El juego ha dado comienzo —respondió—. La marea ha irrumpido por fin en las cuestiones de los hombres. Estoy entusiasmado. Empiezo a vislumbrar algo en la oscuridad del cristal.

—Estoy confundido. Estaba convencido de que te habías ido a Londres porque creías que habían atentado en dos ocasiones contra tu vida y no te sentías aquí bienvenido. ¿Acaso has cambiado de opinión?

—Los estúpidos y los muertos son los únicos que nunca cambian de parecer —declaró, volviendo a sacar la libreta forrada de piel de serpiente del bolsillo de su gabán y agitándola delante de mí en un gesto triunfal—. ¡Rusell Lowell tiene una gema para cada ocasión! —Retiró su brazo del mío y me rodeó el hombro con él—. Creo que quizá ya no corro tanto peligro —dijo, más calmado—. Y creo también que puedo cumplir con mi obligación con el pobre Washington Traquair mejor aquí que en Londres. Murió asesinado, Robert, y yo voy a descubrir quién le mató.

Habíamos llegado a la fila de coches de alquiler de la plaza de la République. Subimos a un simón y partimos primero con destino a mi habitación de la calle de Beauce para recoger el equipaje de Oscar y de allí nos dirigimos al paseo Voltaire para pedir una habitación para mi amigo en su hotel. Durante el trayecto, me pidió que le pusiera al día de todo lo que había ocurrido durante su ausencia.

—No omitas un solo detalle, Robert. Quiero saber quién estaba con quién, dónde y cuándo…, y la impresión que cada uno de ellos provocó en ti. Cuéntame todo lo que hayas visto, todo. Eres poeta y bisnieto de un laureado. —Golpeó la libreta de piel de serpiente con el índice—. «El ojo es la libreta del poeta», o al menos eso dicen.

Le conté todo lo que pude recordar. (También le conté que no era una simple cuestión de timidez lo que me impedía darle más detalles de la noche que había pasado con Gabrielle de la Tourbillon). Él escuchaba con atención. Me pidió que repitiera algunos detalles, sorbiendo por la nariz o gruñendo entre dientes para sugerir interés o sorpresa.

—¡Bravo! —exclamó cuando concluí mi narración—. Te has ganado el almuerzo. Has pintado el paisaje con el ojo de un auténtico Corot.

Me reí.

—¿Quizás un poco demasiado impresionista para tu gusto?

—Todo lo contrario. El ojo de Corot no podía ser más claro. Había recibido una educación clásica. Como bien debes saber, Corot vivió aquí, en el paseo Voltaire. Eso debe de explicar que haya pensado en él. Ayer por la tarde, en la estación de Victoria, ¡de pronto caí en la cuenta de que los impresionistas son a París lo que la niebla es a Londres!

—No hay duda de que estás en forma, amigo mío —dije.

Mientras el simón esperaba delante del hotel, Oscar pidió un almuerzo sencillo para los dos (pan, queso, tortilla de queso con tomate y una botella de tinto del Ródano) y me relató sus aventuras en Londres y en Reading. Normalmente, él comía muy despacio y se mostraba como un pausado conversador. No fue así en esa ocasión. Comió, bebió y habló dando muestras de una rapidez casi febril. En cuanto terminamos de almorzar, arrojó la servilleta encima de la mesa y se levantó.

—No hay tiempo para lamentaciones ni para café —anunció—. El coche espera. Debemos ponernos manos a la obra. Hay que encontrar a Agnès La Grange.

—¿Sabes dónde está? —pregunté, perplejo, saliendo apresuradamente tras él a la calle.

—Creo que sí.

Indicó al cochero que nos llevara a Passy, en el extremo más al oeste de la ciudad.

En su día, Passy había sido una pequeña aldea de cuento de hadas que comprendía una iglesia, un pequeño château y un puñado de casas de piedra apiñadas en la rocosa ladera de una colina junto al Sena. Con el tiempo se había convertido en un bullicioso y sofisticado suburbio parisino. Recordé a Oscar que conocía el lugar porque era allí donde Balzac había vivido y escrito la mejor parte de su obra. Durante mi primera visita a París había ido de peregrinación hasta allí para ver la casa del gran escritor.

—Ah, sí —dijo Oscar con una sonrisa—. Balzac, tu héroe. La más extraordinaria combinación de temperamento artístico y espíritu científico. Habría sido sin duda un gran detective. Aun así, hoy no visitaremos su casa, Robert, sino el château vecino: el Hotel Lamballe, que en su día fue la casa de la princesa de Lamballe, la malograda amiga de la reina María Antonieta, en memoria de la cual Maman La Grange ha bautizado a su caniche. En la actualidad alberga la clínica fundada y dirigida por el padre y el abuelo de tu gran amigo Jacques-Émile Blanche. Creo que es allí donde Agnès La Grange ha buscado refugio.

—¿Entre los dementes y los perdidos?

—Y los ilustres —añadió Oscar—. Los doctores Blanche atraen a una suerte de pacientes de muy alto nivel. No estamos hablando de la cárcel de Reading: aquí los pacientes vienen por su propia voluntad. Delacroix, Degas, Dumas, Berlioz…, todos han buscado aquí refugio. Los Blanche entienden el temperamento artístico. Al parecer, a Gérard de Nerval le permitieron hospedarse allí en compañía de su langosta.

Mientras subíamos colina arriba en dirección a Passy y el carruaje giraba a la derecha y, cruzando las altas puertas de hierro forjado se adentraba en la clínica, otro coche, un Hackney, salía en ese momento.

—¿Has podido ver quién era? —preguntó Oscar, volviéndose a mirar por la ventanilla trasera del coche.

—No. ¿Quién era?

Negó con la cabeza.

—Quizá me haya equivocado.

A primera vista, la célebre clínica de los doctores Blanche ofrecía una turbadora mezcla entre lo sereno y lo macabro: una hermosa casa del siglo XVIII bañada por la luz del sol y llena de flores recién cortadas. Dentro, figuras atormentadas, en su mayoría deprimidas, que se movían arrastrando los pies y deambulando a solas a lo largo de los pasillos de altos techos. Nos recibió en el vestíbulo de mármol un pálido joven de mejillas hundidas y ojos inyectados en sangre que estaba sentado a una mesa de estilo Luis XV colocada bajo una recargada araña veneciana. Junto al joven, vimos una jeringa hipodérmica metida en un cuenco de porcelana con forma de riñón. Según nos dijo, era el secretario del doctor Blanche.

Mientras nos acompañaba por una serie de inmensas y preciosas recepciones hacia la consulta del médico, declaró que era también paciente del centro.

—Aquí todos tenemos algo que hacer. Forma parte del tratamiento. —Miró a Oscar de arriba abajo mientras caminábamos—. Espero que el ama de llaves pueda proponerles algo que les convenga. Siempre falta gente en la lavandería.

Cuando por fin llegamos a la última de las recepciones intercomunicadas (se trataba de un salón de música: a Oscar le decepcionó no reconocer al anciano caballero que estaba sentado al piano), el joven nos condujo al rincón más alejado y desde allí subió con nosotros un par de escalones de escasa altura que comunicaban con una puerta de doble hoja. El muchacho llamó alegremente a las puertas y, sin esperar respuesta, las abrió de un empujón y se hizo a un lado para dejarnos pasar.

—Les veré durante la cena —dijo, retirándose—. Esta noche tenemos liebre a la cazuela.

Oscar se adelantó al interior de la consulta del médico, una perfecta biblioteca de un caballero de campo, con las paredes revestidas de paneles de madera pintados de verde entre estanterías de nogal y un amplio ventanal que daba a un jardín cuyos parterres de césped descendían hasta la orilla del río.

—Sí —dijo el doctor Blanche—. Es la biblioteca de sus sueños. Sé lo que está pensando, señor Wilde. Es mi trabajo.

—¡Y conoce usted mi nombre! —exclamó Oscar.

—Y también el del señor Sherard —dijo el médico, saliendo de detrás de su mesa y viniendo hacia nosotros para estrecharnos la mano—. Mi hijo me ha hablado mucho de ustedes. Tiene en gran estima su amistad. Es para mí un placer conocerles.

Era sin duda un placer conocerle. Émile Blanche era uno de los hombres con mayor encanto natural que jamás he conocido. Me gustó en cuanto le vi y confié en él. Tras unos anteojos de lectura redondos de montura metálica y un gorro de terciopelo marrón, no era exactamente poseedor de un aspecto notable —supongo que debía de rondar los cincuenta y pocos años, iba conservadoramente vestido, bien afeitado y era de estatura y constitución medias—, pero su actitud, afable y risueña, cortés e inquisitiva, resultaba de inmediato cautivadora. Detrás de sus anteojos chispeaban unos ojos pequeños y brillantes. Tenía una boca perfilada en una perenne sonrisa que dejaba a la vista unos dientes relucientes e inmaculados cada vez que sonreía.

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó, invitándonos con un gesto de la mano a tomar asiento en un par de sillas de respaldo alto situadas delante de su escritorio—. Aparte de ofrecerles una copa de Madeira. Es medicinal. Soy médico. No pueden rechazarlo.

Se dirigió a un pequeño armario situado junto a la ventana y nos sirvió sendas copas de licor.

—Tiene el color de nuestro oro, ¿no le parece? —me dijo al tiempo que me daba mi copa—. Jacques-Émile dice que llama usted vino amarillo al vino blanco. Es un gran admirador suyo.

—Y nosotros de él —respondió enérgicamente Oscar.

—Y de usted también, naturalmente —añadió el doctor Blanche, haciendo entrega a Oscar de su copa de Madeira—. En este momento está pintando el retrato de una joven dama a la que le ha dado un ejemplar de sus poemas para que los sostenga en la mano. Dice que así está seguro de que en cualquier caso habrá poesía en el cuadro.

Oscar inclinó la cabeza para agradecer el elogio.

—¿Se trata por casualidad del retrato de Agnès La Grange? —preguntó.

—No —replicó el médico, alzando su copa hacia nosotros en un silencioso brindis—, aunque bien es cierto que Jacques está pintando a Agnès. Es una joven preciosa. Exquisita. Está aquí alojada. Jacques-Émile la trajo. Con la aprobación del médico de la joven, naturalmente. El doctor Ferrand vive aquí, en Passy. Es un gran médico y un buen hombre. Agnès estaba ansiosa por unirse a nosotros: quería alejarse del teatro y huir de sus problemas. La pobre muchacha es presa de la turbación. Está enamorada de su padre.

—¿De Edmond La Grange?

—Sí. El señor La Grange ha estado aquí hace apenas un instante. A punto han estado de coincidir con él. Viene a verla a diario. Está muy preocupado por ella. —El doctor Blanche estudió muy serio nuestros rostros desconcertados—. Pero ustedes debían de saberlo, ¿me equivoco? —preguntó, dejando la copa de vino encima de su mesa.

—No —respondió Oscar con un hilo de voz—. No lo sabíamos.

El doctor Blanche me miró.

—Creía que Jacques-Émile se lo había dicho.

—No —respondí.

El médico dejó escapar un suspiro y se quitó los anteojos. Parpadeó, sacó un pañuelo del bolsillo de su gabán y limpió los cristales.

—He hablado a deshora —confesó—. Creía que lo sabían. Les ruego que me disculpen —añadió, volviendo a ponerse los anteojos.

—No se preocupe —dijo Oscar—. Somos amigos de Agnès. Y también de su padre.

—Lo sé —reconoció el doctor Blanche, volviendo a tomar su copa de Madeira—. Jacques-Émile me lo ha dicho.

Oscar se inclinó hacia delante en su silla.

—Y dice usted que Edmond La Grange acaba de estar aquí… —empezó, vacilante.

—Visitando a Agnès —añadí. Oscar se volvió a mirarme. Entendí que no debería haber intervenido.

—No me interpreten mal, caballeros —se apresuró a decir el médico—. El señor La Grange adora a Agnès, pero la quiere como todo padre debe querer a su hija. —Nos miró por tumos y esbozó una sonrisa tranquilizadora—. El amor que ella le profesa es más complicado…, eso es todo. Se debe al hecho de no haber tenido madre. Y a su vida en el teatro. También al papel de Ofelia. De hecho, son toda una suerte de cosas. Si he de serles sincero, no estoy demasiado preocupado. Agnès lo superará. De hecho, parece mucho más feliz que cuando llegó. En aquel entonces no podía dormir. Y ahora duerme profundamente.

—¿Podemos verla? —preguntó Oscar.

—He hecho que se sientan preocupados —respondió el doctor Blanche, volviendo a quitarse los anteojos—. Y recelosos.

—No, recelosos no —respondió Oscar con suavidad.

—Recelosos, señor Wilde. Leo en las mentes, es mi trabajo. —El médico se levantó—. Me hago cargo de su preocupación. Quieren a Agnès. —Su sonrisa nos desarmó por completo—. Pueden ver como duerme, por supuesto.

El doctor Blanche se acercó a la estantería de nogal situada junto a la chimenea, se inclinó hacia delante e hizo girar una pequeña manilla semioculta bajo la repisa de la chimenea. La estantería se abrió al instante.

—Por aquí, caballeros.

Seguimos al médico por una puerta oculta y subimos tras él por una estrecha escalera circular de piedra que llevaba al piso superior. La escalera se abría de inmediato a un ancho y desierto pasillo de paredes pintadas de color crema y lustroso suelo de madera. La austeridad de la decoración contrastaba claramente con el elaborado mobiliario del piso inferior.

—Tenemos habitaciones para treinta pacientes —explicó el doctor Blanche, conduciéndonos por el pasillo. Hablaba entre casi inaudibles susurros y, aun así, su voz reverberaba por doquier. Nos detuvimos al llegar a la tercera habitación. Había un pequeño cuadrado de cristal abierto en el panel superior de la puerta, parcialmente cubierto por una fina cortina de algodón. El doctor Blanche se hizo a un lado para que pudiéramos mirar por el ventanuco. Agnès estaba acostada en una estrecha cama situada en uno de los rincones de la habitación. Llevaba un largo camisón blanco e iba descalza. Tenía los ojos cerrados. Se la veía serena.

—La Bella Durmiente —murmuró Oscar.

—La despertaremos a la cinco —dijo el médico—. Esta noche quiere ir al teatro. Desea retomar su papel.

—¿Le parece conveniente? —pregunté.

—Lo cierto es que mentiría si le dijera que me parece aconsejable —respondió el doctor Blanche—, pero nuestros pacientes no son nuestros prisioneros. Todos necesitamos trabajar. «A Dios gracias, todas las mañanas al levantarnos tenemos algo que hacer, nos guste o no».

—James Russell Lowell —dijo Oscar en voz baja.

—De modo que también usted lee mentes —dijo el médico con una sonrisa.

—No —respondió Oscar—. Yo leo libros.