19.

La primera noche

En París, ese mismo lunes por la noche, la nueva producción de Hamlet de la Compagnie La Grange estrenó su espectáculo con una gran ovación.

Le tout Paris estaba allí. Henri-Clément Sanson y su sobrino Charles, el último vástago del linaje de los Sanson, estaban sentados en uno de los palcos. El primer ministro de Francia, Charles du Clerc, disfrutó de la función desde el palco real. Anatole France, que parecía muy joven, ocupaba también un palco. Émile Zola estaba en otro y parecía muy mayor. Yo les observaba entre bastidores por un pequeño agujero abierto para ese cometido en el arco del proscenio. Sarah Bernhardt fue de las últimas en ocupar su localidad en el abarrotado auditorio: llegó en compañía del joven artista Jacques-Émile Blanche. Ocuparon sus localidades en los asientos centrales, en la misma fila que Jean Mounet-Sully (según palabras de la propia Bernhardt, el mejor Hamlet de su tiempo) junto con el compositor Charles Gounod y Maurice Rollinat, el poeta de rostro cetrino. Fue precisamente Rollinat, el laureado de la mortalidad, a quien se le ocurrió llegar acompañado de los Sanson. Henri-Clément Sanson parecía estar al borde de la muerte.

—¡Creía que había muerto! —exclamó Edmond La Grange cuando le informé de la presencia del verdugo minutos antes de que se levantara el telón—. Vino a ver mi Hamlet hace cuarenta años y ya entonces era un anciano. Aunque es un borracho y un sodomita, adora el teatro.

—Lo sé —dije—. Le conozco.

—Los Sanson han sido a la guillotina lo que los La Grange al drama…, aunque eso es ya agua pasada.

—Creo que le acompaña su sobrino.

—Si eso es lo que desea usted creer… —dijo La Grange, dejando morir ahí la frase. Luego se levantó y echó atrás la cabeza y los hombros antes de estudiar su propio reflejo en el espejo como si fuera un connoisseur inspeccionando a un anciano maestro—. Ahora es Claudio quien se impone —dijo—. Tiene el carácter de un rey. —Se volvió a mirarme y levantó los brazos mientras yo le ataba un cinturón de piel y oro alrededor de la cintura—. El pobre y patético Henri-Clément carecía de los arrestos necesarios… y eso no ayuda cuando tu oficio es el del verdugo. No soportaba la sangre. De hecho, le provocaba alergia. Se refugió en la bebida y en los muchachos. Después de dieciocho actuaciones (tan solo dieciocho ejecuciones) abandonó su vocación. ¡Empeñó la guillotina para saldar sus deudas de juego! Desde luego, sería una gran comedia si no fuera tan trágico.

El pequeño carillón que decoraba el aparador del camerino dio la hora.

—Elsinor me llama —anunció La Grange, inspeccionando su reflejo en el espejo de cuerpo entero por última vez—. Ha sido un acierto haber renunciado a la barba. —Cuando fue a abrir la puerta, anticipándose a la llamada del director del teatro, me lanzó una curiosa mirada—. ¿Y cómo diantre conoció usted a Sanson? —preguntó.

Vacilé.

—Le conocí en compañía de su hijo… y de Maurice Rollinat —dije—. En casa de la señora Bernhardt.

Edmond La Grange negó con la cabeza.

—Sarah frecuenta compañías muy raras —apuntó, abriendo de un tirón la puerta del camerino—. De todos modos, es una gran artista y una mujer generosa. Esta noche nos aclamará.

—Todo París le aclamará —dije.

—Quizás. A menos, claro está, que el último de los Sanson decida morir en mitad del segundo acto. Es justo lo que necesitamos. —Se rió al tiempo que se adentraba en la oscuridad de bastidores—. ¿Quién desearía ser actor en semejantes circunstancias?

—No creo que vaya a morir nadie esta noche.

—Yo no estaría tan seguro, mon petit —susurró—. La muerte está por doquier. Como me oirá decir en menos de una hora: «Todo el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eternidad».

Nadie murió esa noche en el Théâtre La Grange. Es más, esa noche vio el nacimiento de una leyenda: la leyenda de «el Hamlet perfecto».

La frase fue de Sarah Bernhardt. La utilizó en el discurso improvisado que pronunció desde las almenas del castillo de Elsinore durante la larga fiesta celebrada en el escenario mismo del teatro tras el triunfal estreno. Declaró asimismo que había habido en el pasado —y las habría también en el futuro— interpretaciones del papel de Hamlet que rivalizarían con la del joven Bernard La Grange (destacó a Jean Mounet-Sully que la escuchaba ligeramente enfurruñado entre la multitud), pero dudaba mucho que hubiera habido en el pasado o que hubiera en el futuro una producción en la que todos los papeles protagonistas estuvieran tan magníficamente representados y que revelaran de un modo tan absoluto la pasión, el dolor, la poesía, el desamor, el heroísmo y la verdad de la obra. Bernhardt —que había encarnado a Ofelia y que mostraba además un saludable respeto por sus propios logros— proclamó que la interpretación que Agnès La Grange había hecho de su personaje había superado la suya.

—Jamás había visto la locura representada con tan lastimosa intensidad. ¡Los dioses derramarán sus lágrimas por esta Ofelia!

Según la diva, la producción de su querido amigo Edmond era «la culminación de una gran tradición, el florecimiento de la gloria de la familia La Grange. Y, damas y caballeros, piénsenlo bien: en años venideros la gente seguirá hablando de esta noche (la noche del Hamlet perfecto) y ustedes dirán, con el corazón inflamado y lágrimas en los ojos: “¡Yo estuve allí!”». Entre vítores y aplausos, y mientras Jacques-Émile Blanche y Charles Gounod se adelantaban para ayudarla a bajar de las almenas, Sarah añadió que planeaba utilizar la nueva e incomparable traducción de la obra firmada por La Grange/Oscar cuando, a su debido tiempo, decidiera que había llegado la hora de ensayar el papel principal.

El discurso de Bernhardt eclipsó por completo el de Edmond La Grange, que había hablado justo antes que ella. Aun así, y para sorpresa mía, el gran actor no pareció darle la menor importancia. Cuando se levantó para dirigirse a la compañía, su hija Agnès se sentó a sus pies, rodeándole estrechamente entre sus brazos. Edmond la miró mientras hablaba y le acariciaba afectuosamente el pelo. La Grange dijo lo que se esperaba de él —halagó a sus colegas y dio las gracias a sus amigos—, aunque habló desganadamente y sin sentimiento. Habló como si estuviera en otro lugar y en otra época. Creí conocer el motivo de su actitud. En cuanto las salidas a saludar habían tocado a su fin —y estaban en todo caso orquestadas por La Grange: era la señal que él daba al regidor la que convocaba una nueva salida—, él había desaparecido inmediatamente del escenario. Entre bastidores le di su toalla y una copa de champán helado. Se tomó el champán de un único trago y ya en el camerino, a solas, mientras yo le desnudaba, le pasaba la esponja, le secaba y volvía a vestirle, pidió más champán. Tomó sin pausa una copa tras otra.

—Está borracho —masculló Carlos Branco riéndose entre dientes cuando La Grange empezó a pronunciar su discurso.

—¿Acaso algo se lo prohíbe? —intervino el doctor Ferrand.

Yo estaba de pie detrás de los dos hombres.

—¿Les apetece una copa de champán, señores? —pregunté, solícito.

Carlos Branco se volvió hacia mí con una sonrisa en los labios y susurró:

—A diferencia de su amo, yo no necesito beber esta noche. Estoy más feliz que nunca.

Fue, en efecto, una noche para la felicidad. Hasta Maman parecía relativamente satisfecha. Masculló entre gruñidos que Claudio no tenía el aspecto correcto sin la barba y que Gertrudis estaba demasiado pálida para ser la madre de Hamlet, pero que, en términos generales, reconocía que el Théâtre La Grange tenía un triunfo en las manos.

—Y ya van unos cuantos —replicó.

Cuando los discursos por fin se acabaron, las bujías de gas palidecieron. Se sirvió vino y comida y dio comienzo el baile. El chef d’orchestre tocaba el violín mientras Laertes hacía lo propio con el acordeón y la Princesa de Lamballe —la caniche de Maman— corría ladrando entre los invitados. Bernard La Grange, el reconocido héroe de la noche, ocupó el centro del escenario y bailó como un derviche, la mayor parte del tiempo solo, aunque en ocasiones, cuando la música se calmaba, tomaba a una de las damas presentes entre sus brazos (la suplente de Ofelia, una muchacha de ojos verdes y suaves cabellos rojos), estrechándola de tal modo contra su cuerpo que la joven parecía a punto de morir sofocada. Agnès La Grange bailaba con Jacques-Émile Blanche; Carlos Branco, con Sarah Bernhardt, y el anciano verdugo, Henri-Clément Sanson, intentaba hacerlo con su sobrino hasta que ambos tropezaron y fueron a dar al suelo. Fue entonces cuando Maurice Rollinat, entre risas y maldiciones, les llevó a casa.

Yo bailé con Gabrielle de la Tourbillon. Liselotte La Grange se mantuvo con Richard Marais ligeramente apartada de la multitud, observándonos en la semioscuridad.

—¿Ve usted eso? —preguntó Maman sin ocultar su desprecio—. Gertrudis con el asistente de vestuario de mi hijo. Absolutamente repugnante. —Escupió las palabras para que pudiéramos oírla.

—Ignore a Maman —susurró Gabrielle, tocándome la oreja con los labios—. Es vieja y está celosa.

Estreché su cuerpo contra el mío y le dije que esa noche me había abrumado del todo con su actuación y que la amaba con toda mi alma. Ella sonrió y volvió a besarme la oreja antes de decirme que tenía la llave de la calle de la Pierre Levée. Yo le contesté que prefería que fuera ella la que viniera a mi habitación de la calle de Beauce. Ella susurró que así lo haría.

Era ya pasada la una cuando salimos del teatro. Sarah Bernhardt y su corte se habían marchado hacía ya un buen rato. Richard Marais había acompañado a Maman y a la Princesa de Lamballe a sus aposentos. Cuando, tomados de la mano, Gabrielle y yo nos preparábamos para irnos, vimos a Agnès que llevaba a su padre de la mano hacia el camerino del actor. Cuando llegaron al borde de las bambalinas, La Grange tropezó y cayó hacia delante. El doctor Ferrand y Eddie Garstrang, que estaban cerca, corrieron a evitar la caída. El norteamericano nos vio marcharnos y, encogiéndose de hombros, se rió sin dejar de miramos, aunque sin malicia.

Cuando por fin nos deslizamos a la oscuridad de la noche, Hamlet seguía estrechando en sus brazos a la suplente de Ofelia: ya no bailaban, sino que estaban de pie muy juntos, entrelazados, envueltos en los negros cortinajes de terciopelo que cubrían el fondo del escenario, haciendo el amor. El viejo Polonio parecía tener también la carnalidad en mente: Carlos Branco bailaba con otra de las damas (la suplente de Gertrudis). Le había bajado el decolleté de encaje, dejando a la vista sus pechos. Nadie parecía reparar en ello o, si lo hacían, a nadie le importaba. Estábamos en la primavera de 1883. Era la noche del Hamlet perfecto y aquél era el París de la décadence.

Desafortunadamente, el que conservo de esa noche con Gabrielle de la Tourbillon en la calle de Beauce es un recuerdo difuso. Yo era joven y jamás había compartido mi cama con una mujer que no fuera prostituta. Los detalles de la experiencia deberían haber quedado grabados en mi memoria y, como habría dicho Oscar, engalanados con enmarañadas cuentas de oro. Por desgracia, la realidad es muy distinta. Lo que ocurrió fue que, durante la fiesta, mientras se pronunciaban los distintos discursos, Bernard La Grange y Maurice Rollinat, «por simple diversión», habían adulterado el vino con láudano.

El recuerdo que conservo de los días siguientes es mucho más claro.

La tarde del día posterior a la triunfal noche del estreno, la compañía se reunió en el escenario a las dos para recibir las «notas» de producción. Edmond La Grange estaba totalmente recuperado. Empezó felicitando a sus tropas por el logro conseguido hasta el momento y leyó un telegrama que había recibido de Oscar la noche anterior:

NO ES CRIMEN EL FRACASO, SINO LA POBRE AMBICIÓN.

APUNTAD MÁS ALTO DE LO QUE CREÉIS MERECER,

Y LA GLORIA SERÁ VUESTRA.

La Grange refrendó la exhortación de Oscar y a continuación repasó la obra, escena a escena, abordando las distintas cuestiones que tenía en mente. El único miembro de la compañía que no apareció en la reunión fue Agnès. La Grange dijo que su ausencia carecía de importancia. La actuación de su hija había sido pura perfección. Ella era pura perfección.

Cuando cayó la noche y a punto estaba de empezar la segunda función y Agnès seguía sin aparecer, La Grange siguió tomándose relajadamente su ausencia. Dio instrucciones al director del teatro para que avisara a la suplente de que debía estar a punto, pero predijo que, aunque tarde, cosa harto reprensible, Agnès llegaría al teatro a tiempo para su primera aparición.

No fue así. En su lugar salió a escena la suplente de ojos verdes.

La función transcurrió sin mayores problemas. Yo la vi desde bambalinas. A pesar de que carecía del fuego de la primera noche y de que, entre bastidores, reinaba en el aire una silenciada ansiedad, no cundió el pánico en ningún momento. Carlos Branco, en su papel de Polonio —el padre de Ofelia—, fue el único actor cuyo trabajo quedó obviamente desequilibrado. Como era de prever, Bernard La Grange, en su rol de Hamlet, estaba más comprometido físicamente con su personaje con la suplente que con su propia hermana. Y, cuando por fin cayó el telón, el público se levantó entre vítores, al parecer ajeno al hecho de que algún imprevisto había tenido lugar. Como comentó el propio Richard Marais: «Una jovencita loca con paja en el pelo en nada se diferencia de otra».

El regidor, que disfrutaba de la obra entre bastidores en compañía de Marais y de Maman, se rió.

—Salvo que una es medio india y que la otra es pelirroja.

Liselotte La Grange soltó un bufido.

—Y que una es La Grange y la otra no.

El miércoles seguía sin haber ni rastro de Agnès. Su padre mandó a Garstrang, a Marais y al médico en su busca. No pensaba llamar a la policía…, aún no. El escándalo sin duda sería perjudicial para el negocio. Al público que llenaba esa noche el teatro se le dijo que la señorita La Grange estaba indispuesta.

El jueves por la mañana yo estaba en el camerino de mi amo, preparando su vestuario para la función de la noche. Acababa de leer dos o tres de las maravillosas críticas de la función del estreno que habían empezado a aparecer en los diarios de París. La frase de Sarah Bernhardt —«el Hamlet perfecto»— se repetía en todos ellos. Cuando pensaba que quizás esa mañana debería mandar un telegrama a Londres para poner al día a Oscar sobre la noticia de la misteriosa desaparición de Agnès, de pronto se abrió la puerta del camerino de La Grange.

—Oscar, por el amor del cie… ¿Qué haces aquí?

—He vuelto… y por un buen motivo.

—¿Qué motivo es ése?

—No estoy seguro de saberlo con certeza.

—¿Te has enterado de la noticia?

—Acaba de decírmelo el portero, sí.

Oscar entró al camerino. Tenía un aspecto magnífico, una especie de cruce entre un dandi georgiano y un senador romano. Enseguida adiviné que se sentía estupendamente porque cuando pasó por delante del espejo de cuerpo entero se detuvo a contemplar en él su reflejo.

—¿Qué ha ocurrido, Robert? —preguntó—. Cuéntamelo todo.

Antes de que pudiera dar a mi amigo una respuesta, Oscar giró bruscamente sobre sus talones. Había visto llegar a Edmond La Grange hasta la puerta a su espalda. Se quitó entonces su guante violeta y le tendió la mano.

Cher maître! —saludó.

Cher collaborateur! —exclamó La Grange.

Justo entonces, en el preciso instante en que los dos hombres estaban a punto de darse un abrazo, se oyó un ruido repentino y aterrador: el grito de una mujer seguido de chillidos de angustia y de una voz masculina hablando también a voz en grito. El arrebato provenía de algún punto del escenario.

Salimos juntos del camerino y nos adentramos apresuradamente entre bastidores, engullidos por la oscuridad reinante. En la penumbra seguimos la estela de los frenéticos gritos hacia el fondo del escenario hasta llegar a una zona donde se almacenaban los decorados. Allí, tras el telón de fondo pintado como el cielo de Elsinore, encontramos a una docena de personas de pie, heladas e inmóviles en grotescas posturas con los brazos sobre sus cabezas como marionetas colgadas en el escaparate de una juguetería. El dolor distorsionaba el rostro de Carlos Branco. Richard Marais sostenía en alto una lámpara de parafina sobre el ataúd que se utilizaba para llevar el cuerpo de Ofelia a la tumba. Uno de los tramoyistas gritaba, histérico. Una de las muchachas del guardarropa chillaba y sollozaba a la vez. Acostado en el interior del ataúd estaba el cuerpo decapitado de Agnès La Grange.