18.

La cárcel de Reading

Oscar visitó la cárcel de Reading por invitación expresa de su amigo George Palmer, y en compañía de Palmer y del capellán de la cárcel, el reverendo Paul White. La fábrica de galletas Huntley & Palmer estaba ubicada en unos terrenos inmediatamente contiguos a la cárcel y George Palmer era miembro del Consejo de Visitantes del centro penitenciario. Según Oscar, era «un caballero inglés dotado de un gran sentido del humor y gran admirador de la danza folklórica escocesa, además de empresario, avezado deportista y cuáquero, y la mejor de las compañías a pesar de semejante lista de aflicciones».

Oscar no sólo conocía bien a George Palmer, sino que le admiraba y confiaba en él. Los sentimientos que albergaba hacia el reverendo White eran ya más equívocos. En el diario que llevaba en esa época, anotó:

White es evidentemente un hombre virtuoso, lo cual es siempre motivo de sospecha. Hay en él algo que resulta demasiado bueno para ser cierto. Su inglés hablado es tan perfecto que me lleva a pensar que no es su lengua materna. Tengo la impresión de que hemos coincidido antes de nuestro reciente encuentro, aunque él lo niegue rotundamente. Cuando insisto en preguntar sobre su pasado, es poco lo que revela. Se niega a hablar de la vida previa a su descubrimiento de Cristo y explica que en aquel entonces se había adentrado en el valle de la sombra de la muerte y que no tiene el menor deseo de volver a visitarlo.

El motivo que había llevado a George Palmer a sugerir ese lunes en particular para su excursión matinal era la llegada a la cárcel de Reading de un sujeto que él calificó de «célebre presidiario»: el famoso Roderick Maclean.

—Maclean es a los asesinatos lo que usted a la estética, Oscar.

—¿Es cierto eso? —respondió él, no del todo halagado por la comparación—. Pero ese hombre es un loco, ¿me equivoco?

—Eso parece. Como usted bien sabe, Maclean envió uno de sus versos a la reina Victoria y cuando Su Majestad no expresó hacia ellos el menor aprecio, él decidió vengar su orgullo herido. Le disparó en la estación de tren de Windsor. Acusado de alta traición, no fue declarado «culpable, sino demente». Está en Reading de camino al manicomio de Broadmoor. No sé en qué estado se encuentra, pero al menos podrá verle y añadirle a su colección de curiosidades.

—Estoy profundamente intrigado por conocerle, George. Gracias. Siento fascinación por aquellos que han dejado su huella en el mundo…, sea ésta de la suerte que sea. Me maravillan quienes están decididos a cumplir con su destino… a cualquier precio.

En cualquier caso, la visita a Reading tenía a Oscar muy excitado. Se preguntaba si la experiencia le turbaría, y, de ser así, hasta qué punto. El año anterior apenas había dado importancia a su visita a la penitenciaría de Lincoln, en Nebraska: desde entonces le había sorprendido la frecuencia con la que había vuelto a visitar el lugar en sueños y cuán a menudo esos sueños se convertían en pesadillas. Más recientemente, había leído el testimonio de Charlotte Brönte, en el que la autora relataba su visita a la prisión de Newgate durante la Gran Exposición de 1851 y se había visto atormentado por la descripción de la señorita Brönte en la que ésta describía cómo había tomado la mano de una joven que había asesinado a su propio hijo y estaba a la espera de morir en la horca.

En su diario, Oscar anotó los sentimientos encontrados que la visita a la cárcel de Reading provocaba en él:

Me sentí horrorizado y fascinado a la vez. Horrorizado por la fealdad de todo lo que vi; asqueado por la sordidez y la crueldad; la espantosa comida (el almuerzo consistía en agua mugrienta, carne gris y patatas negras); el llamado sistema «separado», según el cual cada uno de los internos está separado de los demás y en completo silencio, encapuchado y enmascarado cuando abandona su celda; la horrenda y debilitadora monotonía de sus vidas (en las que nada ocurre jamás). No existe trabajo, recreación u ocupación alguna, salvo para aquellos que han sido condenados a «trabajos forzados», cuyo destino es tirar de la rueda trituradora, despedazar rocas en el patio de la cárcel o someterse al llamado «lanzamiento de peso», que no es otra cosa que tener al prisionero levantando una bala de cañón de diez kilos hasta la altura del pecho, moverla tres pasos a derecha o a izquierda y volverla a poner en el suelo. La tarea se repite hora tras hora bajo la supervisión del celador.

Me horrorizó lo que vi y quedé absolutamente fascinado por el modo en que Palmer y White —ambos hombres probadamente civilizados— no parecían cuestionar en ningún momento lo adecuado del sistema. Me sorprendió también descubrir que aquel lugar espantoso —ese infierno en la tierra— fuera no sólo una cárcel para hombres, sino también para mujeres, y me asombró descubrir la variedad de edades, tipologías y nacionalidades de los internos allí encerrados: hombres que eran prácticamente caballeros y simples vagabundos, rateros y asesinos, árabes e irlandeses, deudores y borrachos, niños y vejestorios al borde de la muerte. «¿Tratan de modo distinto a los jóvenes y a los viejos?», pregunté. «Naturalmente», respondió el capellán, muy serio. Estábamos en el vestíbulo central del edificio. El reverendo White se acercó a un gran armario de repisas vacías colocado contra una pared cercana y me indicó que le siguiera. Sacó del bolsillo un manojo de llaves, eligió una, la hizo girar en la cerradura y abrió de un tirón las puertas del armario. Alineados y encadenados a la pared posterior del armario, como si de rifles en una armería se tratara, había una docena de látigos. «Éstos son nuestros látigos de nueve colas, un mal necesario en el caso de que haya que mantener la disciplina. Como puede ver, los tenemos de varios tamaños. Los pequeños son los que utilizamos con los hombres de entre diez y dieciséis años. La vara de abedul mide treinta y cinco centímetros en vez de cincuenta. La longitud del mayal, desde el extremo del mango a la punta de las colas mide un metro en vez de un metro y veinte centímetros. El peso es de dos kilos y medio, y no de tres y medio». No pude contener mi asombro ante la cruel precisión de esos instrumentos.

La visita a la cárcel duró dos horas. El prometido encuentro con la curiosidad que era Roderick Maclean fue breve. El pobre hombre estaba encarcelado en la planta BI, en una de las «celdas oscuras». La habitación carecía de ventana y estaba sumida en la oscuridad. El celador que abrió la puerta para dejar entrar a las visitas hizo entrega al capellán de una lámpara de aceite en cuanto los recién llegados entraron a la celda. A la luz amarilla de la lámpara, el prisionero quedaba claramente visible. Estaba encogido en el extremo más alejado de su cama metálica, inmovilizado por una camisa de fuerza.

—¿Es realmente necesario? —preguntó Oscar.

—Está loco —fue la respuesta del capellán—. No es sólo un peligro para los demás, sino también para él mismo.

Cuando Oscar y el reverendo White se acercaron al hombre, éste dio un respingo y cerró los ojos contra la luz.

—No se alarme, señor —dijo Oscar.

—Éste es el señor Oscar Wilde —anunció el capellán.

El prisionero giró la cabeza y abrió los ojos para clavar una intensa mirada en su rostro.

—¿El poeta? —preguntó con un ronco suspiro. Su voz sonó mucho más refinada de lo que Oscar había esperado—. ¿Oscar Wilde, el poeta?

Éste inclinó hacia él la cabeza.

Maclean forcejeó de pronto contra su camisa de fuerza en un intento por acercarse a la luz. Se inclinó hacia delante y levantó la cabeza en dirección a Oscar. Había en su acento un ligero deje marcadamente escocés.

—¿Ha venido usted a verme? —susurró.

—Así es —dijo Oscar—. Leí el poema que dedicó a Su Majestad. Apareció publicado en la prensa. Es un poema excelente, señor Maclean. Me habría sentido orgulloso de haber escrito un poema tan colmado de emoción.

Maclean alzó la mirada hacia Oscar mientras las lágrimas le surcaban las mejillas.

Oscar volvió a saludarle con una inclinación de cabeza y se retiró de la cama en dirección a la puerta de la celda.

—Ahora debo marcharme —dijo en voz baja—. Buenos días, señor Maclean. Me alegro de haberle conocido. Reciba el saludo de otro poeta. —Se detuvo en el descansillo situado justo al otro lado de la puerta del loco al tiempo que el celador cerraba ruidosamente la puerta. Luego se dirigió a George Palmer y le dijo:

—Lamento mucho no haber podido estrecharle la mano. ¿De verdad es estrictamente necesario el uso de la camisa de fuerza?

—Eso dice el médico —respondió el reverendo White.

Oscar se volvió entonces y clavó la mirada en los cálidos ojos marrones del capellán.

—¿No hay nada bueno en este sitio espantoso? —preguntó.

—Ahora vamos a la capilla —repuso el capellán—. A mis dominios. —Sonrió—. Y a los de Dios, por supuesto. La capilla es un buen sitio.

—Esperemos que los prisioneros encuentren aquí alguna suerte de consuelo —intervino George Palmer cuando llegaron a la capilla.

—Mientras ponderan el error de sus actos —añadió el capellán sin disimular su soberbia—. La capilla fue diseñada para tal propósito.

En efecto: había sido diseñada como un pequeño anfiteatro griego dotado de innumerables filas de bancos individuales de madera que se elevaban uno encima del anterior en diversas filas ante un sencillo altar de piedra. A Oscar los bancos le parecieron ataúdes abiertos y colocados de pie, lo bastante espaciosos como para dar cabida a un hombre adulto. Cuando el prisionero entraba en el banco que le había sido asignado, el resto de internos desaparecían de su vista: el único ser humano que veía era el capellán.

El reverendo White se situó en los escalones que llevaban a su altar con George Palmer y Oscar a cada lado, supervisando la escena.

—Y con él crucificaron a dos ladrones —murmuró Oscar—: Uno a su diestra y el otro a su izquierda.

—San Marcos, quince, veintisiete —dijo el capellán—. Como podrá imaginar, es uno de mis textos favoritos.

—¿Qué es lo que ve cuando mira desde aquí a su congregación a los ojos, padre? —preguntó Oscar.

—Nunca les miro a los ojos —respondió el clérigo—. No, no les veo los ojos. Los hombres llevan la cabeza cubierta por unos gorros semejantes a capuchas que les tapan la cara. Las mujeres, por su parte, utilizan gruesos velos.

—Pero esa mujer de allí no lleva velo alguno —dijo Oscar. Se había vuelto hacia la derecha y miraba la primera fila de los pequeños bancos de madera. Sentada inmóvil en el penúltimo banco había una anciana vestida de negro con el pelo blanco recogido y sujeto con una redecilla. Tenía el fracaso impreso en los hombros y sobre sus rodillas descansaban unas manos nudosas, víctimas del dolor y de la edad. Su oscuro rostro (marrón como el banco de roble que ocupaba) estaba grotescamente hinchado. Oscar no llegó a saber si la hinchazón era producto de la bebida, de las lágrimas o de la enfermedad.

El capellán se sobresaltó al ver a la pobre mujer.

—No es una de nuestras prisioneras —dijo.

—¿Es acaso un fantasma? —preguntó Oscar.

El clérigo no se rió.

—Trabaja aquí —respondió secamente—. Limpia la capilla cuando está dispuesta.

La mujer había girado la cabeza en dirección a los tres hombres que estaban de pie delante del altar, pero era en el capellán en quien tenía fijos los ojos. Su mirada no vacilaba. ¿Era una mirada insolente o quizá colmada de reproche? ¿O quizá devota y preñada de desesperación?

El capellán gritó a la mujer sin disimular su enojo.

Vai-te embora![3] ¡Desaparece![4]

La mujer no se movió ni apartó los ojos.

—¿Cuál es su historia? —preguntó Oscar—. No es inglesa.

—Su historia es un misterio. Hace muchos años que está aquí. —El capellán negó con la cabeza en un gesto cansado—. La tenemos aquí en un acto de caridad.

George Palmer estudiaba en ese momento su reloj de bolsillo.

—Será mejor que nos vayamos, caballeros. Debemos presentar nuestros respetos al alcaide.

Salieron de la capilla, dejando a la anciana sentada en su pequeño banco, y caminaron presurosamente y en silencio en dirección al despacho del alcaide.

—No nos quedaremos mucho rato —masculló Palmer.

—Se quedarán el tiempo suficiente para poder disfrutar en mi compañía de una taza de té dulce con una pequeña nube de brandi —dijo el alcaide, abriendo de par en par la puerta de su despacho y estrechando la mano derecha de cada uno de sus visitantes entre las suyas. Era un hombre gordo, estridente, rechoncho, rubicundo e implacablemente genial. Aunque Oscar nunca llegó a saber su nombre, en las páginas de su diario le bautizó con el apodo de «Coronel Pickwick». Lucía un bigote militar y combinaba un porte claramente castrense con esa chispeante bonhomía, el buen humor y el buen corazón que la mayoría de los lectores de Dickens encuentran irresistible, pero que la sensatez típicamente irlandesa de Oscar hallaba en cierta medida irritante.

—Señor Wilde, señor Wilde, señor Wilde —empezó, dando repetidas muestras de entusiasmo y sin soltar a Oscar mientras arrastraba a mi amigo por la habitación—. Me han dicho que el amigo Maclean no estaba en su mejor momento esta mañana. Le ruego que nos disculpe. Tuvo un pequeño ataque y hemos tenido que amarrarle. Sé que ambos son poetas… y también que le habría gustado charlar con él. Lástima, no ha podido ser. Aun así, nil desperandum, como dicen ustedes, los eruditos. ¡Tenemos a un hombre famoso al que quizá le interese conocer!

El alcaide por fin soltó la mano de Oscar y abrió de un tirón una puerta acristalada que comunicaba su despacho con una antecámara situada al otro lado.

—Ja, ja —chilló cuando la puerta volvió a cerrarse para desvelar la erguida figura de un anciano alto, delgado y de rostro macilento, con una mata de cabello blanco y rizado y unos penetrantes ojos azules—. Si papá mató a mamá, ¿quién mató a papá? ¡Marwood!

Oscar reconoció el manido chiste e identificó al instante los rasgos del erguido anciano. Había visto a menudo retratos de William Marwood en la prensa más sensacionalista. El señor Marwood sonrió y al hacerlo dejó a la vista una desmañada hilera de dientes mellados y amarillos. Dio un paso hacia él y le puso en la mano una tarjeta de visita. Oscar la miró:

William Marwood. Verdugo.

Horncastle, Lincolnshire

Oscar y el verdugo se dieron la mano.

—Marwood y yo somos viejos amigos —tronó el Coronel Pickwick—. En otros tiempos cuidaba de mis botas. Era zapatero remendón antes de dedicarse a colgar a la gente. —El alcaide levantó por turnos los pies para presumir de sus lustrosas botas—. Aunque era un gran zapatero, tenía una misión más importante en la vida. ¿Qué edad tenías cuando te convertiste en verdugo, Will?

—Cincuenta y cuatro años —respondió el hombre, visiblemente complacido. Tenía una voz fina y curiosamente aguda—. Hace ya nueve años que lo hago. Aunque debo confesar que llevo toda la vida pensando en ello.

—Es ese «pensar en ello» lo que marca la diferencia, señor Wilde —dijo el Coronel Pickwick—, como usted bien sabe. —El alcaide sacó pecho, se retorció el bigote y guiñó un ojo en dirección a William Marwood—. No sé cómo le juzgará a usted la historia, señor Wilde, pero Marwood tiene su lugar asegurado. No sé si sabe que la invención de la «larga caída» es obra suya. —Miró orgulloso a su viejo amigo y tendió una mano para posarla sobre el hombro del verdugo—. Gracias al ingenio de Marwood, la caída entre la trampilla y el punto en el que la cuerda se tensa es hoy en día de tres metros. Resulta una experiencia mucho más limpia y sin duda más dulce. Se acabaron todas esas sacudidas y pataleos durante la agonía, un espectáculo espantoso de cerca, como le dirá el padre.

Alguien llamó en ese instante a la puerta del despacho.

—¡Pase! —gritó el Coronel Pickwick. Entró un joven celador con una bandeja con tazas y platos, una tetera, una jarra de leche, una botella de brandi barato y un gran plato de bocadillos de jamón—. Excelente —gruñó el alcaide, frotándose las manos—. Coman, caballeros —ordenó al tiempo que servía una generosa dosis de brandi en cada una de las tazas—. Y beban. Tenemos un día frío.

Los cinco hombres formaron un círculo alrededor del escritorio del alcaide.

—Una ocasión harto inusual —dijo Oscar, llevándose un sándwich de jamón a la boca—. No la olvidaré mientras viva.

—¿Quién de nosotros es el Sombrerero Loco? —preguntó el Coronel Pickwick, acompañando su intervención con un guiño y una sonora carcajada—. Diría que Marwood se parece un poco a la Liebre de Marzo, ¿no cree usted, señor Wilde?

El verdugo pareció tomarse la observación como un cumplido y alzó su taza de té con brandi hacia el alcaide.

—El padre bien podría ser lirón —prosiguió el Coronel Pickwick, tomando carrerilla—. Pero, maldita sea, ¡no tenemos a nuestra Alicia!

—Está la extraña anciana que hemos visto en la capilla —sugirió Oscar.

El Coronel Pickwick estalló en un arrebato de buen humor.

—Oh, no, santo Dios. Está demasiado chiflada incluso para Alicia en el País de las Maravillas. Tan loca como el propio Maclean. Si la toleramos entre nosotros, es por deseo expreso del padre. —Añadió un chorro de brandi a la taza de Oscar y levantó entonces la suya—. Un brindis, caballeros. Por nuestro nuevo amigo, el señor Wilde, y por nuestro viejo amigo, el señor Marwood…, ambos artistas, cada uno a su manera. A su salud.

Los cinco hombres alzaron sus tazas, brindando entre sí. En la puerta acristalada que comunicaba con la antecámara del alcaide, Oscar vio el reflejo del grupo y sonrió al reparar en su inverosimilitud: un poeta, un alcaide de prisión, un verdugo, un cura y un fabricante de galletas, todos ellos de pie en círculo. Años más tarde reflexionó con frecuencia en el hecho de que jamás había brindado con un grupo tan variopinto.

—Y un brindis adicional por Marwood —anunció el alcaide, cogiendo la botella de brandi de la mesa—. Se jubila este año.

—Mi vista ya no es la que era —dijo el señor Marwood a modo de explicación—. Y he perdido firmeza en las manos. —Alzó una mano temblorosa para probar su argumentación.

El Coronel Pickwick se rió.

—Puede permitírselo, sin duda. La Corona le paga un estipendio de veinte libras al año más diez libras por obra. Es un hombre rico.

—Rico en recuerdos, desde luego —dijo muy serio el señor Marwood—. Jamás lo he hecho por dinero.

—¿A cuántos has colgado durante tu vida en activo, amigo mío? —preguntó el alcaide.

—A ciento sesenta y cuatro hombres y ocho mujeres en nueve años, aunque no me jubilo hasta el verano. Espero tener una primavera muy ajetreada.

—Bien, brindo por ello, William —dijo el alcaide, vaciando los restos de la botella de brandi en las tazas que los hombres sostenían delante de él.

A Oscar le sorprendió reconocer hasta qué punto se encontraba a gusto entre esos hombres. Aunque el Coronel Pickwick resultaba sin duda demasiado estridente para su gusto, su franqueza y su innata hospitalidad del alcaide eran cuando menos encantadoras. A Oscar le llamó particularmente la atención Marwood y la devoción que éste mostraba por su oficio. Cuando informó al verdugo de que acababa de regresar de Francia, Marwood dio inicio a un interesante discurso sobre las ventajas de la soga respecto a la guillotina, al tiempo que formulaba una fascinante descripción de las «familias» de verdugos en ambos países.

—El día que me jubile —le comentó a Oscar—, tengo pensado escribir la historia de la ejecución, y creo que los capítulos dedicados a Francia serán los más interesantes. Para cualquier francés su legado lo es todo. —Marwood se confesó un admirador especial de las seis generaciones de la familia Sanson—. Ni que decir tiene que vivieron su apogeo durante la Revolución Francesa. Durante los quinientos tres días del Terror, los Sanson ejecutaron a un total de dos mil trecientos dieciocho hombres, mujeres y niños… y no cometieron un solo error. ¿Sabía usted eso, señor Wilde?

—No, no lo sabía —confesó Oscar—. Pero ahora que lo sé, no lo olvidaré.