Una noche para el recuerdo
La Grange parecía no dar la menor importancia a la desaparición de su hija y envió al regidor en su busca. Sin embargo, cuando, veinte minutos más tarde, el hombre regresó sin noticias de la joven, el gran actor se limitó a encogerse de hombros.
—Ha encarnado el personaje de Ofelia a la perfección. Está exhausta…, algo, por lo demás, que era de esperar. No se requiere su presencia durante el resto del día. Dejémosla.
Poco después de las seis, los actores y técnicos que participaban en la producción de Hamlet abandonaron el teatro. A las ocho, Edmond La Grange, Carlos Branco, Gabrielle de la Tourbillon y una docena de actores más volvían al escenario para la función nocturna de L’avare.
—Lamento decirle que el teatro no está lleno, señor —anunció Richard Marais poco antes de las ocho, asomando brevemente su calva cabeza por la puerta del camerino de La Grange—. He cerrado la platea.
—Muy bien. —El actor asintió con la cabeza desde su tocador—. No se lo diga usted a nadie.
Cuando Marais se marchó, La Grange me miró desde su silla.
—Y usted tampoco.
—Por supuesto que no, señor…, si usted me lo pide. Aunque ¿me permite preguntar por qué?
—¿No lo adivina? Si los actores saben que la platea está vacía, dejan de actuar para ella. Simplemente vuelcan su atención hacia los palcos y la actuación pierde fuerza. El teatro parece haberse convertido en un lugar más pequeño y sin duda más vacío. Y no es eso lo que queremos, sobre todo con una comedia. Hay que representar siempre una comedia como si el teatro estuviera a punto de reventar.
Miré el reflejo del rostro del gran actor en el espejo de su tocador: la densa mata de pelo blanco salpicada de henna; la frente surcada de profundas arrugas; la punta de la nariz y las mejillas pintarrajeadas de lápiz de labios; los ojos brillaban, perfilados con una oscura capa de magenta. La Grange parecía viejo y ridículo… y, aun así, estaba magnífico.
—¿Nunca se cansa, señor? —pregunté.
—¡Llevo exhausto cuarenta años! —rugió, girando sobre el taburete y mirándome a los ojos—. Pero sigo adelante, mon petit, porque es mi deber. Esto es lo que sé hacer. Y esta noche, quién sabe, quizás haya ahí fuera alguien que no me haya visto actuar antes y que jamás vuelva a verme hacerlo. Para ellos, debo estar sublime. —Se levantó y extendió los brazos. Le rodeé la cintura con la riñonera de Harpagón y se la ajusté bien—. ¿Dónde está Oscar? —preguntó.
—No estoy seguro —respondí—. Supongo que tomando una copa de vino. Voy a encontrarme con él más tarde. Vamos a casa de la señora Bernhardt.
—Claro —murmuró—. La fiesta de Sarah.
—¿No acudirá usted, señor?
—No, mon petit. No asistiré. Estaré jugando a las cartas. Es lo que sé hacer.
Esa noche, Sarah Bernhardt daba una de sus célebres soirées en su casa de la calle Fortuny. Yo estaba invitado porque lo estaba también Oscar, y como La Grange planeaba, como de costumbre, jugar a las cartas en su apartamento con Garstrang, Branco y el médico, mi amigo sugirió que aprovechara la ocasión.
—Carpe diem —me susurró con tono conspirador cuando le vi entre los bastidores del teatro al término del ensayo general de Hamlet—. Trae a Gabrielle a casa de Sarah, Robert, y después llévatela y acuéstate con ella. Ha tenido un día muy largo. ¡Estará demasiado cansada para rechazarte! Tendré un coche esperando cuando caiga el telón.
Poco antes de las once, ayudé a subir a Gabrielle de la Tourbillon al landó que Oscar me había prometido. A la luz de la luna de finales de febrero, vestida con un ajustado corsé de satén del color de los zafiros sobre una falda de gasa a juego, un collar de diamantes rodeándole el cuello y otros tantos diamantes en el pelo, Gabrielle parecía una princesa de un cuento de hadas ruso. Una vez más, estaba preciosa.
—La amo —murmuré al tiempo que la ayudaba a subir al carruaje.
—Me alegra saberlo —respondió ella con una risa exquisita—. A las damas nos complace ser amadas.
Oscar estaba ya dentro del carruaje, acurrucado en el rincón y vestido de noche, con un ramillete de lilas en el ojal de la chaqueta. No estaba solo. Sentado delante de él y vestido, a pesar de la época del año, con unos sencillos pantalones negros, una camisa blanca y un chaleco desabrochado, estaba Bernard La Grange. Tenía la cabeza echada hacia atrás contra el antimacasar y los ojos entrecerrados.
—He estado saludando al gran Hamlet —dijo Oscar al tiempo que Gabrielle subía al coche—. Y ahora —añadió, llevándose a los labios el guante blanco que envolvía la mano de la dama— puedo saludar también a la nonpareil de las Gertrudis. —Miró por turnos al actor y a la actriz y les sonrió—. Esta tarde han sido ustedes madre e hijo… y han estado absolutamente convincentes. Ahora parecen tan jóvenes que bien podrían ser hermanos. —Gabrielle se sentó junto a Oscar y se inclinó para besarle en la mejilla.
Yo tomé asiento al lado de Bernard.
—¿Cómo está su hermana? —pregunté.
—No lo sé —respondió él, volviéndose a mirar por la ventanilla del coche. El carruaje echó a andar con una sacudida por la callejuela y se adentró en el bulevar del Temple.
—¿Dónde está? —preguntó Oscar—. ¿Lo sabe?
—No estoy seguro. —El joven actor se volvió hacia él y esbozó una débil sonrisa.
—Está usted en un buen sitio —dijo Oscar—. Entre amigos.
El landó pasó por delante del teatro y empezó a ganar velocidad. Fui en ese instante presa de un júbilo extraordinario. Miré a Gabrielle de la Tourbillon, sentada delante de mí, con sus rodillas tocando las mías, y me maravilló la intensidad del deseo que despertaba en mí. Quizás ella me había leído el pensamiento.
—¿Le parece excesivo el décolletagé? —susurró—. Después de esta tarde, deseo firmemente devolverle la fe.
—Es usted pura perfección —dije en voz baja.
Ella se volvió hacia Oscar.
—¿Le parece que me he excedido con los diamantes?
—La experiencia me dice que, en lo que concierne a los diamantes, a las lisonjas y a las tostadas de anchoa, jamás corremos el peligro de cometer un exceso —respondió él, ladeando la cabeza y entrecerrando los ojos. Ella se rió—. ¿Son un regalo? —preguntó.
—Sí…, de Edmond. —Gabrielle contuvo el aliento al pronunciar su nombre y se inclinó para pegar sus dedos a mi rodilla—. Espero que no le importe.
Sonreí y negué con la cabeza. Aunque no dije nada, pensé: «¿Por qué iba a importarme? También usted es un regalo de Edmond, ¿o quizá me equivoco?».
Visiblemente nerviosa, Gabrielle se tocó los diamantes con la mano y vi que de pronto parecía avergonzada. Se volvió hacia Bernard con una expresión de ansiedad en el rostro.
—Sé que fue una muestra de extravagancia de parte de su padre. Espero que no le importe.
—Lo que Edmond La Grange haga con su dinero no es asunto mío. ¿Por qué iba a importarme?
Cuando Bernard habló, Gabrielle empezó a sonrojarse.
—Lo siento —dijo, agitando las manos de un modo que se me antojó extravagante—. Yo…
—No —la interrumpió Bernard—. No se disculpe. Soy yo quien debería hacerlo. —No la miraba. Tenía los ojos fijos en la ventanilla del carruaje—. Discúlpeme, se lo ruego. En este momento estoy muy confundido. Es un momento difícil.
Puse una mano tranquilizadora sobre la rodilla de Gabrielle al tiempo que Oscar hacía lo posible para despejar el ambiente.
—¡Será usted la mujer más hermosa del baile, querida!
—¿Habrá baile? —pregunté.
—Por supuesto —dijo él—. Y fuegos artificiales. Y tragafuegos. Y leones, linces y leopardos paseándose por el salón.
—Espero que haya también comida —dijo Gabrielle, de pronto recuperada—. Estoy famélica.
—Habrá comida —se rió Oscar—. Y bebida.
—Y láudano —dijo Bernard en voz baja—. Necesito láudano. Tengo que dormir.
Al final, no hubo fuegos artificiales ni tragafuegos en la soirée de Sarah Bernhardt. Aparte de su perrito, Hamlet III, tampoco se contó con la presencia de ningún cuadrúpedo. Hubo, eso sí, una docena de pingüinos desfilando por la fuente del jardín y, en la escalera principal, un trío de sirenas vivas. Sus largas y oscilantes colas, elaboradas con escamas de madreperla, brillaban y refulgían; sus largos mechones de cabello caían sobre sus hombros descubiertos y sobre sus pechos desnudos.
—Son auténticas —insistía la anfitriona—. Y muy caras. Se las compré a un pirata en el golfo de Vizcaya. ¡Tuve que pagar un precio adicional porque cuando cantan lo hacen en francés!
Yo jamás había visto una fiesta semejante. Y tampoco he vuelto a asistir a ninguna igual. Ahora que vivimos permanentemente bajo el despiadado resplandor de la luz eléctrica, hemos olvidado ese halo de cuento de hadas de un mundo iluminado por la oscilante llama de las velas. Esa noche, la casa de Sarah estaba iluminada tan sólo por la luz de las velas: velas diminutas, a miles; velas que deslumbraban y chisporroteaban antes de apagarse para ser sustituidas por otras miles. La señora Bernhardt contaba con los servicios de treinta criados que atendían a sus invitados durante la soirée, seis de los cuales se encargaban exclusivamente de reemplazar y encender las velas extintas.
Merece la pena recordar que en la década de 1880, los teatros de París eran los más llenos y célebres del mundo. Medio millón de parisinos iban al teatro una vez por semana, y más de un millón lo hacían una vez al mes. Los actores y actrices principales del teatro francés eran festejados —y empleados— desde Nueva Orleans a San Petersburgo. Sarah Bernhardt y Edmond La Grange eran figuras de renombre mundial y por ello también poseedores de fabulosas fortunas. La Grange era más rico que Bernhardt: aunque de hecho ella ganaba mucho más que él, La Grange ahorraba su fortuna mientras que ella despilfarraba la suya a manos llenas.
Esa noche en la calle Fortuny no se reparó en gastos. Comimos langosta y langostinos frescos, gambas en conserva, salmón escalfado y halibut asado, ostras de Cancale y caviar persa (y es que la noche tenía un motto náutico), todo ello regado con una inmensa variedad de vinos y licores de todo tipo. Al vernos llegar, la anfitriona depositó en nuestras manos una copa de Vin Mariani.
—El papa León trece me lo dio a conocer —declaró—. La combinación de hierbas, alcohol y cocaína es irresistible. No conozco tónico igual. ¡No hay un vigorizador de los órganos reproductivos más maravilloso!
—¿Es eso lo que Su Santidad le dijo? —preguntó Oscar.
Sarah soltó una estridente carcajada.
—¡No! Fue lo que me dijo Julio Verne. Está en el invernadero, mirando la luna. Vaya a conocerle, Oscar. Le adorará. —Lo besó con afectó en ambas mejillas y, cortésmente, me acarició la cara con el dorso de la mano—. Y el amigo de Oscar —murmuró. Bajó los ojos y vio que los dedos de mi mano derecha tocaban levemente la falda de gasa de Gabrielle. Sus ojos se abrieron como platos y abrazó a su colega—. Se ha puesto usted los diamantes de Edmond, Gaby —dijo—. Le favorecen: tiene un cuello ideal para ellos. No sé si sabe que yo estaba con él cuando los compró.
—Sí, lo sé —reconoció Gabrielle con una sonrisa—. Edmond me lo ha contado.
—Entiendo que él no vendrá —comentó Sarah. Acto seguido se volvió hacia Oscar y hacia mí y explicó—: Edmond nunca se deja ver en fiestas privadas. Hay que pagar para ver al gran Edmond La Grange. No me parece una mala estrategia —añadió mirando en derredor—. ¿Dónde está Bernard? Le he visto con ustedes cuando han entrado. —Giró en redondo y por fin le localizó entre la multitud, junto a la puerta que comunicaba con el comedor. Sarah se rió—. ¡Ya ha encontrado a Maurice y al Chino! Desde luego, no hay duda de que tiene un sexto sentido para la depravación. Pero es un joven hermoso, eso es innegable. Mucho más guapo de lo que jamás lo fue su padre.
—Es el mejor Hamlet que he visto nunca.
—¿En serio? —La señora Bernhardt arrugó la frente y vació su copa de Vin Mariani—. ¿Puede realmente un mestizo como él encamar al príncipe de Dinamarca?
—¿Puede una mujer? —preguntó Oscar con una sonrisa.
Sarah estalló en carcajadas una vez más y, levantando los brazos por encima de su cabeza y bamboleando las caderas a un lado y a otro como Salomé delante del rey Herodes, se separó de nosotros hasta desaparecer entre los presentes. Me volví a mirar hacia la puerta del comedor. Bernard La Grange y Maurice Rollinat habían desaparecido. El criado chino daba a elegir en ese momento a otra pareja de invitados entre unas pipas de jade de opio y lo que parecían ser jeringuillas llenas de cocaína.
—La libertad es la única ley que conoce el genio —sentenció Oscar, contemplando la escena. Como siempre, era el hombre más alto de la sala—. Saldré a buscar a Julio Verne. Vosotros dos deberíais bailar. Estoy seguro de que Sarah debe de tener una orquesta oculta en alguna parte.
De hecho, nuestra anfitriona había contratado los servicios de un brillante pianista polaco cuyo repertorio parecía no conocer límites. Piezas de Offenbach, valses de Chopin, el «Oh, Dem Golden Slippers» de Jimmy Bland (amigo de Oscar)… Paderewski, el pianista de enmarañados cabellos, se atrevía con todo. Mientras tocaba, nosotros bailábamos y, con Gabrielle de la Tourbillon en mis brazos, supe por fin que lo único que quería de esta vida era poseerla, ¡y no durante una sola noche, sino durante toda la eternidad!
Hacia las dos de la mañana, Oscar por fin nos encontró.
—Creo que debemos irnos, niños…, ¡antes de que canten las sirenas!
—¿Dónde está Bernard? —preguntó Gabrielle.
—Le verá usted en el vestíbulo —dijo Oscar—. Reparará usted en él, se lo prometo.
Tomó a Gabrielle de la mano y nos guió entre la multitud. Todas las habitaciones estaban abarrotadas. El humo llenaba el aire, el calor era intenso y los rostros brillaban a la luz de las velas. A medida que nos abríamos paso entre ellos, los poetas hablaban mientras las musas fingían escuchar, los actores fanfarroneaban mientras las actrices se reían, vimos a una de las chicas del coro de la Opéra Comique (una amiga de Gabrielle) que desabrochaba los pantalones del presidente de la Académie Française y vimos también a dos negros que se besaban.
—La vida y la lujuria, baja astucia y alta inteligencia —gritó Oscar sin tan siquiera volverse de espaldas—. Mirad a vuestro alrededor. Sarah les conoce a todos. Toca la ropa de ese anciano caballero cuando pasemos junto a él, Robert. Es Ferdinand de Lesseps. ¡Podrás contar a tus nietos que estuviste aquí!
Cuando llegamos al vestíbulo, dejamos por fin la algarabía a nuestra espalda. De pronto se había hecho el silencio. Las sirenas habían abandonado la escalinata. En las escaleras, contra las paredes y entre las cuatro puertas que daban al vestíbulo, los invitados aguardaban juntos en silencio, algunos de la mano, formando un anillo humano. En el interior de la improvisada arena, dos hombres en mangas de camisa se batían con espadines. Se trataba de Bernard La Grange y Jacques-Émile Blanche, el joven artista de pálida tez.
—¡Esto es una locura! —susurró Gabrielle, estrechándome con fuerza la mano.
—¡Esto es la juventud! —jadeó Oscar.
Bernard era sin duda el espadachín más fuerte de los dos. Con un ataque tras otro, iba acosando implacablemente a su oponente en círculos. Cuando Blanche lograba un breve contraataque, Bernard lo rechazaba sin esfuerzo aparente para volver a atacarle con una teatral réplica.
—¡No puedo soportarlo! —siseó Gabrielle—. Sáquenme de aquí, por favor. —Sus palabras se perdieron sin embargo bajo el estallido de jadeos y de gritos procedentes del círculo de espectadores en el instante en que Jacques-Émile Blanche se lanzaba hacia delante en un arrebato de frenesí.
—¡Tocado! —gritó Bernard La Grange, girando sobre sus talones—. ¡Y bien tocado! —Cayó durante un instante sobre un grupo de invitados que estaban de pie junto a la puerta del comedor y de inmediato volvió a ocupar su lugar en la arena, abriendo los brazos para mostrar su camisa desgarrada y manchada de un rojo intenso.
—¡Santo Dios! —exclamó Gabrielle, soltándome la mano. A lo largo y ancho de la sala, las mujeres chillaron y los hombres vitorearon.
—¡Es vino! —dijo Oscar entre dientes—. Vino tinto. El muchacho es actor. Recuerde quién es su padre.
Uno de los invitados situados junto a la puerta del comedor alzó su copa vacía para dar fe de la veracidad de la afirmación de Oscar mientras Bernard La Grange volvía al combate. A partir de entonces le oímos mascullar cada uno de sus movimientos al tiempo que los realizaba:
—Ataque, ataque, croisé, coulé, corte. Ataque, ataque, quite, prise de fer.
—Vamos —dijo Oscar, tirando de nosotros alrededor del perímetro del círculo donde tenía lugar el combate—. Os llevaré a casa.
—¿No corre peligro? —preguntó Gabrielle, al tiempo que Oscar la ayudaba a subir al coche que esperaba en la puerta.
Él se rió.
—Creo que encontrará en la heroína todo el apoyo que necesita.
Eran más de las tres cuando llegamos a la callejuela situada junto al bulevar del Temple. El aire nocturno era frío, aunque la luna amarilla brillaba en el cielo. Gabrielle tiritaba cuando nos quedamos de pie junto al landó al final del callejón que llevaba a la entrada de actores del teatro.
—¿Y bien, queridos míos? —preguntó Oscar, sonriendo sin dejar de mirarnos.
—Buenas noches, Oscar —dijo Gabrielle, ofreciéndole su rostro para que la besara—. Gracias por esta velada tan memorable. —A continuación entrelazó su brazo en el mío y me atrajo hacia ella.
Oscar soltó una risilla. Estaba visiblemente ebrio.
—Creo que esto bien merece un Lucky Strike, ¿no te parece, Robert? Daré un paseo por la calle hasta que decidáis cómo deseáis dormir esta noche. —Se alejó por la calle adoquinada. Segundos más tarde oí el chasquido de una cerilla y vi el destello de la llama cuando Oscar encendió el cigarrillo. Luego giró al llegar a la esquina del bulevar. Pegué entonces mis labios a los de Gabrielle. Ella abrió la boca y su lengua buscó la mía. Fue en ese momento cuando oímos lo que pareció un desesperado grito de ayuda.
Al instante me deshice del abrazo de Gabrielle y corrí calle arriba seguido de nuestro cochero. Al doblar la esquina hacia la fachada del teatro, vi una figura tumbada boca arriba sobre la alcantarilla junto al abrevadero de caballos. Era Oscar. Tenía la cabeza y el torso empapados y la camisa de seda blanca, desgarrada y sucia. Me arrodillé junto a él y le tomé en brazos.
—Gracias, Robert —farfulló, contemplando con ojos entrecerrados su ropa destrozada—. Con semejante estampa, supongo que se tercia mantener la boca ligeramente abierta.
Esa noche no llevé a Gabrielle a mi habitación. Dejé que regresara al apartamento que La Grange ocupaba en el teatro mientras yo ayudaba a Oscar a subir al landó y le acompañaba a su hotel del paseo Voltaire.
Presentaba numerosas contusiones y magulladuras y, aunque visiblemente afectado por lo ocurrido, no estaba malherido. Su narración de lo sucedido fue perfectamente lúcida. Mientras disfrutaba de su cigarrillo delante del teatro, examinando el cartel de la próxima producción de Hamlet e intentando descubrir en él su nombre a la luz de la luna, había oído un repentino fragor de pasos a su espalda. Antes de poder volverse, un hombre con las manos enguantadas —Oscar estaba seguro de que era un hombre— le había agarrado brutalmente del cuello, tirando de él hacia el abrevadero, obligándole una vez allí a girar en redondo y sumergiéndole la cabeza y los hombros en el agua helada. Si Oscar no hubiera conseguido librarse de él, sin duda le habría ahogado. Pero había forcejeado con el desconocido hasta conseguir sacar la cabeza del agua y gritar para pedir ayuda. De pronto, se vio libre y cayó al suelo de espaldas al tiempo que los pasos huían a la carrera. Le pareció haber oído gritar «Non!» a una voz y también que ésta le resultaba familiar, aunque no estaba seguro. Quizás había sido mi voz. Obviamente yo había gritado al rodear corriendo el edificio en su ayuda.
Mientras ayudaba a mi amigo a desvestirse, hice cuanto estuvo en mi mano para calmarle, aunque fue en vano.
—Mi cabeza es un auténtico torbellino, Robert. Tengo preguntas y ninguna respuesta. ¿Qué ocurre? ¿Quién intenta matarme? ¿Y por qué? ¿Y realmente están intentando matarme o sólo quieren asustarme? Y estos brutales asaltos a mi desgraciada persona… ¿están de algún modo relacionados con la misteriosa muerte del pobre Traquair? ¿Y qué ocurrió realmente con el pobre perro al que encontramos muerto y enterrado en mi equipaje a bordo del SS Bothnia? ¿Está acaso la olvidada María Antonieta vinculada de algún modo con lo ocurrido esta noche?
No supe qué responder. Por fin, tras darle un vaso de whisky con agua caliente, le convencí para que se acostara. Allí le dejé, exhausto, tomando su bebida a pequeños sorbos, fumando el último de sus Lucky Strike y leyendo La vida de san Porfirio a la luz de las velas. Yo regresé en coche a mi habitación de la calle de Beauce y me tumbé en la cama, completamente vestido e imaginándome desnudo en los brazos de Gabrielle de la Tourbillon.
Poco después de las diez en punto de la mañana siguiente pasé a buscar a Oscar a su hotel. Nos esperaban en el Théâtre La Grange, donde iba a tener lugar el segundo ensayo general. Aunque Oscar no debía de haber dormido más de cinco horas, parecía fresco y claramente orgulloso de sus heridas. A mi llegada, le encontré en el vestíbulo del hotel, vestido y bien acicalado delante del espejo, admirando las abrasiones violáceas y anaranjadas que le teñían las mejillas. Ya había salido en busca de un crisantemo a juego para el ojal de su chaqueta.
Me saludó, y no con un «buenos días» ni con una palabra de agradecimiento por las atenciones que le había dispensado la noche anterior, sino con una pregunta sobre Los crímenes de la calle Morgue de Edgar Allan Poe.
—Has leído la historia, ¿verdad, Robert? ¿Acaso Poe lleva a su detective a meditar sobre el misterio del crimen para el que no existe aparentemente causa justificada? No me lo parece. Diría que mi héroe ha desperdiciado una gran oportunidad.
Miré a mi amigo sin ocultar mi desconcierto. No supe qué decir. Él tenía sus preocupaciones y yo —que no había logrado pasar la noche con Gabrielle— las mías. Juntos, en silencio, abordamos un landó y nos dirigimos al teatro y, una vez allí, y por insistencia de Oscar, antes de que empezara el ensayo general, pedimos lo que él llamó «una breve y formal audiencia» con Edmond La Grange.
Eran las once. El actor estaba en su camerino, preparándose para encarnar al personaje de Claudio. No me reprendió por mi retraso y saludó cordialmente a Oscar, en cuyas magulladuras no reparó a simple vista.
—Pase, siéntese, cher collaborateur. Ayer nos concentramos en la escenografía y en el vestuario. Hoy nuestra mayor preocupación será el texto.
—Antes de eso, tengo algunas preocupaciones de naturaleza no literaria que desearía compartir con usted —dijo Oscar—. ¿Me permite?
—Por supuesto —respondió La Grange, girando en redondo sobre el taburete para volverse de espaldas al tocador. Acto seguido se cruzó cómodamente de brazos y concedió a Oscar toda su atención—. Somos amigos, además de colegas. Hable.
Oscar habló. Y lo hizo bien, concisamente, sin hipérbole alguna. Compartió sus preocupaciones con La Grange como la noche anterior lo había hecho conmigo. Y, cuando terminó de hablar, el anciano actor respondió con igual economía y relajación, centrándose por turno en cada una de las preguntas de Oscar y desestimándolas después sin el menor asomo de ceremonia. El lastre que había caído desde el peine del teatro había sido un accidente, así de simple. El asalto del que Oscar había sido víctima en el bulevar del Temple era obra de los bandoleros que merodeaban las calles. Desgraciadamente, París estaba lleno de ellos. El pobre Traquair había muerto por accidente —los escapes de gas mataban a cientos de hombres, mujeres y niños inocentes todos los años— o, sí, probablemente se había quitado la vida porque se sentía solo tan lejos de su casa. Y en cuanto al asunto de la desgraciada caniche de Maman encontrada muerta y enterrada en el baúl que acompañaba a Oscar durante la travesía en barco, había sido sin duda una broma de mal gusto perpetrada por alguno de los marineros del SS Bothnia: La Grange había ya advertido a Oscar de los peligros que implicaba confraternizar con la tripulación.
El segundo ensayo general de Hamlet debía dar comienzo a mediodía. A las once y media, el regidor informó de que Ofelia seguía desaparecida: Agnès La Grange no había llegado aún al teatro. Maman la había buscado en su habitación, pero la joven no estaba allí. El actor-director pareció exasperado más que preocupado por la noticia: dio instrucciones de que la suplente de Ofelia se preparara. A mediodía, sin embargo, justo en el momento mismo en que debía empezar el ensayo, Agnès se deslizó sigilosamente por la entrada de actores. Entró desde allí a bastidores con una sonrisa en los labios, lanzó un beso de disculpa a su padre y corrió a su camerino a cambiarse.
Al término del ensayo, cuando La Grange dio sus notas al reparto y al resto de los miembros de la compañía, Oscar anunció que esa misma noche se iba de París. Ya había presenciado dos ensayos generales: las representaciones eran extraordinarias y la producción poderosa. Su ayuda no era necesaria. Con La Grange y Shakespeare manos a la obra, no había ninguna necesidad de Oscar Wilde.
No tardó en marcharse. Se despidió en privado de La Grange en el camerino de actor y de Eddie Garstrang, Carlos Branco y Gabrielle de la Tourbillon, con la que por mera casualidad se cruzó entre bastidores. Dejó luego zanjada la cuestión del acuerdo económico con Richard Marais y a continuación me pidió que le acompañara a la Gare du Nord.
Oscar había decidido que no era bienvenido en París. A pesar de las enseñanzas que san Porfirio pregonaba en su libro sobre la conveniencia de hacer caso omiso a los malos augurios, había tenido más que suficiente con lo ocurrido: los dioses no veían con buenos ojos su permanencia en Francia. Volvía a casa…, bueno, no exactamente. No regresaba a Dublín, sino a Inglaterra, a Londres, a sus tierras de origen, donde había decidido pasar una temporada entre los aburridos y los conformes; eso era exactamente lo que necesitaban sus nervios. Además, tenía una cita con un posible asesino demente y estaba ansioso por cumplir con sus obligaciones sociales. Me preguntó si podía ir a su hotel del paseo Voltaire a recoger sus cosas y ordenar que se las enviaran a Inglaterra. Y me pidió también que no dejara de estar en contacto permanente con él y que le contara todas las novedades sobre sus amigos parisinos.
Se marchó a Londres en el tren nocturno.
Dedicó el día siguiente a visitar en la capital inglesa a su madre y a su hermano.
Ese mismo día se marchó a Reading a pasar el fin de semana. Se alojó en casa de su amigo George Palmer, el rey de las galletas.
A las once de la mañana del lunes siguiente (el 5 de marzo de 1883), horas antes del estreno de la nueva producción de Hamlet en el Théâtre La Grange, Oscar Wilde cruzaba las puertas de la cárcel de Reading.