15.

Calle de la Pierre Levée

El rostro redondo del gran actor estaba ajado y colmado de arrugas, aunque lleno de vida y salpicado de sonrisas.

—He perdido a dos asistentes de vestuario en los últimos seis meses —jadeó—. No pienso perder a un tercero.

Le miré, estupefacto. La Grange alzó su mano derecha y me mostró un revólver Colt humeante.

—Mi Jarrett —dijo—. También conocido como «El Pacificador». Que así sea.

Con su pálido rostro más blanco que una mortaja, avanzó por el puente hacia nosotros.

—He disparado cuando el doctor ha dado la orden, no antes —dijo La Grange, cuyos ojos vi brillar: los tenía exageradamente abiertos y chispeaba en ellos un destello de malicia—. Lo siento, Garstrang, pero al parecer yo soy el tirador más rápido de los tres.

—La bala del Colt es más veloz —respondió fríamente el norteamericano.

—Pero he disparado desde el doble de distancia…, desde los arbustos, para ser más exacto. —La Grange se volvió y señaló el escondrijo donde había estado apostado, en el extremo más alejado del puente.

—No salgo de mi asombro —dijo Oscar, llegando a la escena desde el extremo del puente que comunicaba con el mirador. Llevaba mi chaqueta y mi gabán en el brazo.

—Aunque imagino que se sentirá también enormemente aliviado —dijo el actor con una sonora carcajada.

—¿Qué es lo que acaba de ocurrir? ¿Puede alguien explicármelo? —preguntó Oscar mirando a La Grange—. ¿Qué hace usted aquí a estas horas tan intempestivas?

—Ayer, como es nuestra costumbre —explicó el anciano actor—, cuando las obligaciones que ocupan la noche de mis sábados con Marais tocaron a su fin, jugué una partida de cartas con Garstrang, el señor Branco y el doctor Ferrand. Garstrang perdió. —La Grange sonrió—. Perdió y se emborrachó. —Se volvió a mirar al norteamericano, quien no mostró la menor emoción—. Garstrang ya me había hablado de la escapada que supuestamente debía tener lugar esta mañana —prosiguió La Grange—. Había prometido «desplumar» a mi asistente de vestuario. Sólo eso: «Dar una lección al cachorrillo», eso es exactamente lo que dijo. Sin embargo, cuando Gabrielle regresó a casa después de haber salido a cenar con usted, Oscar, y vino a mi habitación para darme las buenas noches, me dijo que acababa de ver a Garstrang en el pasillo y que el pobre hombre apenas se tenía en pie. —Miró de nuevo a su silencioso secretario personal—. Decidí entonces que, a tenor de las circunstancias, y tal y como estaban las cosas, no podía fiarme de su puntería. —Bajó los ojos hacia el revólver que empuñaba aún y lo hizo girar en su mano—. Así pues, hoy he venido a hacer lo que he hecho: doblar la punta del cañón de la pistola de Garstrang con un certero disparo del terrible Colt.

La Grange se volvió hacia el doctor, que estaba de pie junto al americano y acunaba la malograda pistola de duelo.

—Le ruego que me disculpe, Pierre. Sé que se trata de una herencia de familia. Le compensaré por esto. Siempre lo hago.

—¿Qué ha ocurrido con mi disparo? —pregunté, devolviendo la pistola al doctor Ferrand.

La Grange entrecerró los ojos y se volvió a mirar más allá del puente, hacia el mirador sobre el que se elevaba el templo. Luego suspiró y negó con la cabeza con fingido pesar.

—Pobre Sibila. Supongo que la bala le atravesó el corazón.

Garstrang dijo entonces con un hilo de voz:

—Su disparo ha salido como poco treinta centímetros demasiado alto. —Sus mejillas habían empezado a recuperar ya el color. Se pasó los dedos por el pelo amarillo y me sonrió. La suya fue una sonrisa amigable—. ¿Había disparado antes una pistola? —preguntó.

—¡Oh, Robert! —exclamó Oscar, aplaudiendo, visiblemente divertido—. ¡Hay que ver lo que somos capaces de hacer por amor!

—Caballeros —dijo Edmond La Grange, volviéndose hacia Garstrang y hacia mí—, dense la mano, se lo ordeno. Y háganlo ahora. Vamos. —Vi brillar en sus ojos una mezcla de autoridad, humor y benevolencia—. Es del todo absurdo que mi secretario y mi asistente de vestuario se enemisten por culpa de mi amante. ¿No les parece que todos podemos disfrutar de ella? ¿Acaso no están para eso las amantes?

—¡Así hablan los grandes hombres! —declaró Oscar—. Haz lo que te dicen, Robert.

Estreché la mano de Eddie Garstrang y lo hice sin la menor sombra de duda. Me sentía extrañamente animado… y curiosamente aliviado.

—Así hablan los hombres sabios —añadió el doctor Ferrand.

—¡Y este anciano dice que es hora de desayunar! —La Grange se metió el Colt en el bolsillo del gabán y abrió los brazos hacia nosotros con las palmas de las manos hacia arriba, como si estuviera a punto de salir a escena a saludar—. Nuestro carruaje espera.

Edmond La Grange había acudido hasta allí con un landó tirado por dos caballos. El cochero carecía por completo de escrúpulos a la hora de ayudar y de instigar a los participantes de un duelo. El hombre esperaba junto al coche, provisto de un montón de vendas y una botella de brandi. Cuando nuestro grupo apareció, desbordante de vigor y de bonhomía, pareció claramente decepcionado.

—¿Tres disparos y ni una gota de sangre? —se burló—. ¿Y me he arriesgado a que me arresten para esto? —Le mostré orgulloso la mano chamuscada y él la miró con un desprecio más que elocuente.

Subimos al vehículo y emprendimos el regreso a la ciudad. Yo iba sentado delante de Eddie Garstrang: aunque no hablábamos, nos mirábamos sin rencor, ya no como enemigos, aunque tampoco como amigos. Supongo que tan sólo como un par de rivales recientemente reconciliados.

—Es curioso cómo puede un duelo despejar el aire —dijo Edmond La Grange, como si me hubiera leído el pensamiento.

—Ha sido un duelo figurado —intervino Eddie Garstrang.

—Ha sido un duelo teatral —dijo Oscar—, un duelo muy en la tradición de Eurípides…, bendito por un deus ex machina.

—¡Amigo mío! —exclamó La Grange, inclinándose hacía Oscar y tocándole levemente la rodilla—, ¿conoce usted la historia del tintero? Es, de entre todas las historias de actores, mi favorita. —Eran apenas las siete de una gélida mañana de febrero. Edmond La Grange tenía sesenta años y no podía haber dormido más de cuatro horas. Aun así, contó su historia con el brío propio de un gran narrador de vodeviles en plena posesión de sus facultades—. Se trata de la aleccionadora historia de un joven actor de repertorio semanal que odiaba al actor principal de la compañía. Al joven actor le consumían los celos y confiaba a su diario personal los detalles de su obsesión. «Esta noche», escribía, «me ha arruinado mi mejor escena», «esta noche ha pisoteado todas mis intervenciones jocosas», «esta noche ha vapuleado mi ronda de saludos tras la función». Más adelante, escribía: «Lunes, 18:15. Querido diario: creo que esta noche voy a darle su merecido. Estrenamos obra nueva y tengo un monólogo de diez minutos. Al frente del escenario. A la luz. Delante mismo de mi público. Y él estará detrás, sentado a una mesa y de espaldas al público, escribiendo una carta. Creo que esta noche por fin venceré…». Horas más tarde, una mano ebria añadía: «22:30. ¡Se ha bebido la tinta!».

Animado por Oscar, mientras el carruaje traqueteaba entre las calles vacías de primera hora del domingo, La Grange contó una historia tras otra. Las contaba como si jamás las hubiera compartido con nadie hasta entonces y lo hacía, en aquel carruaje que no dejaba de zarandearse y ante un magro público de cinco espectadores (se aseguró de que el cochero también le escuchara), con toda la pasión y el garbo que ponía cuando representaba las obras de Molière delante de la sala llena hasta la bandera de su propio teatro. Mientras escuchaba sus historias —que eran, en su totalidad, historias relacionadas con el teatro, pues ésa era la única suerte de historias que conocía—, se me ocurrió que Edmond La Grange era el hombre más divertido y brillante que conocía.

De pronto, el carruaje se detuvo bruscamente. El cochero gritó al anciano actor desde el pescante:

—¿Es aquí?

La Grange se volvió a mirar por la ventanilla del coche.

—Aquí es, sí. È finita la commedia. El desayuno está servido.

Bajamos del coche. No estábamos, como yo había esperado, de regreso en el Théâtre La Grange, aunque sí cerca: había visto cómo el coche se adentraba en la plaza de la République mientras La Grange narraba su última historia. Y, aunque había dado por hecho que nos dirigíamos al bulevar del Temple, aquélla era una calle totalmente distinta.

—¿Dónde estamos? —preguntó Oscar, recorriendo con los ojos la vía adoquinada.

—En la calle de la Pierre Levée —respondió La Grange—. Está llena de almacenes y de pequeñas fábricas, imprentas y ceramistas. El teatro está a ocho calles de aquí, al oeste. A cinco minutos a pie, no más. —Nos llevó entonces al otro lado de la calle hacia una estrecha puerta de madera empotrada en un muro alto de ladrillo desprovisto de ventanas. Sacó con un floreo del bolsillo del gabán una pequeña llave de hierro forjado y nos la mostró como lo habría hecho un mago que mostrara un objeto que está a punto de hacer desaparecer. A continuación abrió la puerta—. Síganme —dijo, cruzando el umbral.

Así lo hicimos y nos encontramos de pronto en el interior de lo que parecía ser el almacén de una fábrica de cerámica. En la penumbra alcanzamos a vislumbrar unas cajas y unos palés de madera llenos de paja y de baldosas amontonadas en altas columnas, dispuestos en filas alrededor de la sala. Seguimos a La Grange por un espacio a oscuras y pasamos por una segunda puerta al taller situado al otro lado. Allí, la luz del sol, que entraba a raudales por una escalera central, casi nos deslumbró.

—Suban —dijo La Grange, señalando la empinada ristra de escalones de madera. Uno tras otro, subimos las escaleras, ascendiendo entre una nube de polvo blanco.

Llegamos a lo alto. La escalera daba acceso a un espacio inmenso, tan amplio y profundo como la Sala de los Muertos, aunque bañado por la fría luz del sol: en el tejado del edificio se habían abierto ventanas abuhardilladas de varios tamaños.

—Bienvenidos a El Paradiso —dijo Edmond La Grange.

A pesar de que la sala tenía las dimensiones de la Sala de los Muertos, la sensación era la de estar en un próspero burdel. El suelo estaba cubierto de alfombras persas; las paredes, revestidas de sedas; había cojines y divanes por doquier y, al fondo, justo delante de la escalera y bajo una gran ventana que daba a los tejados del norte de París, había una cama inmensa y deshecha.

En el centro de la habitación, sobre una mesa larga, baja y estrecha muy semejante a un diminuto altar, estaba servido el desayuno. Había pan y queso, cortes de carne fría, fruta, vino tinto, brandi y champán. El espectáculo recordaba a la cena de Le Chat Noir, con la única excepción de que en el café había habido también absenta. Y, cuidadosamente dispuestos sobre una bandeja de madera colocada en una punta de la mesa, estaban los ingredientes para la preparación del láudano: tintura de opio y éter líquido.

À table, messieurs —dijo La Grange, señalando los cojines y taburetes colocados alrededor de la mesa—. Prepararé el café…, a menos que los contendientes requieran algo más fuerte. —Miró al médico—. Pierre, asegúrese de que nuestros invitados tengan todo lo que puedan necesitar.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Oscar con la voz colmada de estupor—. ¿Dónde estamos?

—Esto es mi pequeño nido de amor —respondió La Grange—. El doctor lo conoce bien. Con los años ha atendido aquí más de una emergencia. Lo comparto con mis amigos…, con los buenos. Esto es, con aquellos en los que puedo confiar.

Oscar recorrió la sala con los ojos sin ocultar su admiración. Vi que su mirada tropezaba y se fijaba en un pequeño busto de mármol situado a solas sobre un elegante aparador chino lacado. La Grange estaba cerca del aparador, agachado delante de una estufa de aceite que en ese instante intentaba encender.

—Como bien sabe, soy un epicúreo, Oscar —gritó por encima del hombro—. Sigo la filosofía de mi héroe.

—Persigue usted el placer. Evita el dolor.

—Cultivo un pequeño círculo de amigos íntimos.

—A pesar de que tiene usted su público…

—Me mantengo al margen de la sociedad. —La Grange se puso en pie—. A diferencia de otros actores cuyo nombre podría mencionar, prefiero vivir apartado de la política. La vida pública tan sólo causa problemas. Me limito a seguir el consejo de Epicuro. —Se volvió hacia el aparador y cogió el pequeño busto de mármol: era la cabeza del filósofo griego. Se la dio a Oscar—. Se parece al doctor Ferrand, ¿no cree?

—Es un rostro hermoso, indudablemente —respondió mi amigo al tiempo que inspeccionaba el mármol.

—Es anciano y barbudo —gruñó el médico.

—Lea la inscripción —dijo La Grange.

Oscar estudió las palabras inscritas en la base de la cabeza.

«: Lathe biõsas», «vivid en secreto».

—¿No sería una traducción más acertada: «Buscad la reclusión»?

—Quizá —respondió Oscar afablemente, devolviendo el busto al lugar que ocupaba encima del aparador—. Hace un par de años que gané un premio de traducción de griego.

La Grange se rió.

—La cuestión es que creo que mi héroe habría dado su aprobación a mi escondite, Oscar. Puede utilizarlo cuando guste, amigo mío. Y traiga a quien le plazca. No habrá preguntas… al menos no por mi parte. Hay una sola llave que llevo siempre encima. De modo que, si se la presto, podrá estar seguro de que nadie más la tiene. Podría de ese modo venir sabiendo que nadie podrá molestarle.

Oscar respondió al ofrecimiento de La Grange con una inclinación de cabeza, dando muestras de su agradecimiento. El anciano actor se volvió entonces hacia Eddie Garstrang y hacia mí.

—Me alegro de que hayamos llegado al acuerdo de que no puedo permitirme que mi asistente de vestuario y mi secretario se peleen por mi amante, caballeros. Es no sólo indigno, sino también innecesario. Si ambos la desean, ambos la tendrán… siempre que ella dé su consentimiento. Tráiganla aquí, háganme caso. Ella conoce bien el lugar. Sí, tráiganla… juntos o por separado. Como lo prefieran.

Durante el desayuno, La Grange nos obligó a tomar parte de un ritual cuando menos jocoso que consistía en pasar de mano en mano la llave de hierro forjado al tiempo que debíamos besarla y pronunciar un juramento en el que asegurábamos que ocultaríamos la existencia del nido de amor…, ¡sobre todo a Liselotte La Grange!

—Aunque quizá Maman sea una mujer de gran sabiduría —comentó el doctor Ferrand—, ¡no es necesario que esté al corriente de todo!

—Los hay que desprecian a mi madre —dijo La Grange—. Sé que algunos miembros de la compañía disfrutan con cierto juego a su costa. ¡Proponen temas estrafalarios en su presencia para ver cuánto tarda en volver a centrar la conversación en sí misma y en el glorioso legado de la Compagnie La Grange! Yo no desprecio a mi madre. La quiero. Soy lo que soy gracias a ella. —Guardó silencio y dejó escapar un suspiro. Nadie habló. La Grange alzó entonces los ojos y nos dedicó una amplia sonrisa… que se me antojó ligeramente incómoda. El modo en que enseñó los dientes convirtió la sonrisa en una mueca—. No me interpreten mal, caballeros —dijo—. Si bien es cierto que estoy agradecido por la devoción que me profesa mi madre, a veces no niego que puede resultar algo agotadora.

—El amor de madre es siempre conmovedor —insinuó Oscar—, aunque a menudo egoísta. —Sus ojos recorrieron apresuradamente la mesa del desayuno como si estuviera midiendo la temperatura de una reunión pública. Devolvió la sonrisa a La Grange—. Su secreto está a salvo con nosotros, señor.

—Gracias —replicó el actor—. Después del desayuno, puede firmar en el libro.

Cuando terminamos de comer, y antes de regresar juntos desde la calle de la Pierre Levée al bulevar del Temple, nuestro anfitrión nos mostró las distintas dependencias del apartamento (la diminuta cocina, el armario de la ropa blanca ampliamente surtido, el cuarto de baño con su claraboya con vistas a las estrellas) y por fin, después de sacar de un cajón del aparador chino lacado un libro de visitas con cubierta de piel, nos invitó por turnos a Oscar, a Eddie Garstrang y a mí a añadir en él nuestros nombres.

—Son ustedes ahora miembros oficiales de mi pequeño club —dijo La Grange, soplando sobre la tinta de nuestras firmas para secarla antes de cerrar el libro y volver a guardarlo con cuidado en el cajón.

—¿Hay que pagar alguna suscripción? —preguntó Oscar con una sonrisa.

—Lo único que pido es el relato ocasional de las aventuras más divertidas que vivan aquí. No hay reglas ni obligaciones.

—¿Y sólo una llave? —prosiguió Oscar.

—Sí, y cambio la llave y las cerraduras muy a menudo. Hasta la criada que viene a limpiar una vez por semana (y que no sólo es maravillosamente pulcra en sus obligaciones, sino también de una discreción absoluta) tiene que pedirme la llave personalmente.

—¿He visto el nombre de Sarah Bernhardt en el libro? —inquirió Oscar.

—Así es —respondió La Grange—. Es usted muy observador, querido amigo. La señora Bernhardt es nuestro único miembro femenino. Le regalé su membrecía como obsequio de boda. Me pareció que podía serle de utilidad.

El doctor Ferrand se rió.

—Estoy seguro de que así es.

La Grange tendió una mano y la posó en el hombro de su amigo.

—Pierre es miembro del club desde hace años. De hecho, creo que se ha convertido en nuestro miembro de más antigüedad.

—Supongo que lo es desde la partida de Carlos Branco —inquirió Oscar.

—Efectivamente —respondió La Grange, mirándolo y arqueando una ceja—. ¿Entiendo entonces que Branco le habló del club? —preguntó.

—No —se apresuró a aclarar Oscar—, en absoluto. He visto su nombre tachado en el libro. No he podido evitar fijarme en el detalle. Eso es todo.

—Ah —dijo el actor—, es usted muy observador, Oscar —repitió al tiempo que empezaba a conducimos hacia la escalera—. La afiliación al club está totalmente sometida a mi albedrío…, diría que incluso a mi antojo. Mi viejo amigo Carlos Branco no es ya miembro del club. Su encarnación de Polonio no ha de ser recordada.