Pistolas al amanecer
Cuando volvimos a subir al carruaje, Oscar entrelazó su brazo al mío y dijo:
—Espero, mi querido amigo, que no estés hablando en serio sobre tu intención de batirte en duelo.
—No he hablado más en serio en toda mi vida, Oscar —respondí.
Él negó con la cabeza y suspiró.
—Es una idea absurda, Robert.
—Es una cuestión de honor.
—No seas ridículo.
—Son muchos los hombres buenos que se han batido en duelo por asuntos del corazón —añadí—. El duque de Wellington, por ejemplo.
Oscar soltó un bufido.
—¡El duque de Wellington! —Se inclinó de pronto hacia delante en su asiento y gritó al cochero—: Llévenos a Passy, cochero. Al Hotel Lamballe. Deprisa.
El carruaje arrancó con una sacudida.
—¿Vamos a Passy? —pregunté.
—He decidido acompañarte al asilo de chiflados del doctor Blanche, Robert. Tienen allí a un paciente que cree ser el emperador Napoleón. Te sugiero que te batas en duelo con él.
Miré a Oscar. Lo hice directamente a los ojos.
—No lo entiendes, ¿verdad? Amo a Gabrielle y será mía. Nada puede interponerse en mi camino.
Mi amigo levantó las manos en el aire.
—¡Oh, Robert, Robert, Robert! —exclamó—. La dama no lo merece. Ya has visto cómo se comporta.
Me volví a mirar por la ventanilla del carruaje. El bulevar del Temple estaba desierto: no había ni un alma a la vista, ni siquiera un perro hurgando entre las basuras. A lo lejos, el reloj de una iglesia dio las dos. No dije nada. Oí a Oscar buscar su pitillera. La abrió y me la acercó.
—Deberías probar uno de éstos —sugirió—. Son norteamericanos. El tabaco está tostado y no secado al sol.
Me volví hacia él, cogí uno de sus cigarrillos y, a la luz de su cerilla encendida, estudié su rostro ancho y bondadoso y sus cálidos ojos de color ámbar.
—El duque de Wellington era soldado, Robert —observó con suavidad—. Un hombre de armas. Y dudo mucho que su contrincante fuera un tirador profesional.
—Ya es demasiado tarde —repliqué—. Estoy comprometido. He lanzado un desafío y el desafío ha sido aceptado. —Me reí de mí mismo—. Será con pistolas al alba.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Al alba —repetí, aspirando el humo del cigarrillo—. Mañana…, es decir, esta noche. El domingo por la mañana en el puente de Buttes Chaumont.
—¿Donde solía levantarse el patíbulo?
—Sí. Dentro de cuatro horas.
—Santo Dios —murmuró.
—Garstrang llevará las pistolas —dije. Aspiré hondo el humo del cigarrillo—. Me gusta el sabor de este tabaco, Oscar. Sí, ya sé que el sabor no es suficiente para nosotros, pero me gusta de todos modos. ¿Cómo se llaman estos cigarrillos?
—Lucky Strike[2] —respondió Oscar con una sonrisa—. Quizá sea un buen augurio.
No recordaré con regocijo las primeras horas del domingo, 25 de febrero de 1883. En cuanto cayó en la cuenta de que yo hablaba en serio, Oscar hizo entrega de dos monedas de plata al cochero y le dio orden de que cambiara de rumbo y se dirigiera a Montmartre.
—Es demasiado tarde para acostarnos y estamos demasiado lejos para ir a Passy. Si los dioses nos acompañan, encontraremos a Sarah en su estudio. Podemos esperar con ella hasta que rompa el día.
Sarah Bernhardt tenía dos residencias en París. Una era su casa del arrondissement XVII, que albergaba su parque zoológico y donde recibía. La otra era su estudio en Montmartre, donde huía del mundo y donde se dedicaba a la escultura y a la pintura. El estudio estaba a un tiro de piedra de Le Chat Noir, en una callejuela tranquila y adoquinada situada al pie de la colina en la que están construyendo actualmente la magnífica basílica del Sagrado Corazón. El estudio debió de ser en su día un granero o un almacén: era una única habitación inmensa con el suelo de piedra y altas paredes de ladrillo encalado. En un extremo de la habitación, a dos tercios de la altura de la pared, había un balcón de madera que hacía las veces de dormitorio de Sarah. En el centro de la sala, bajo una inmensa araña de hierro forjado, se erigía una tarima elevada y rectangular como un pequeño escenario cubierta de sábanas y abarrotada de esculturas de Sarah, algunas de barro, otras de piedra, algunas completas, la mayoría inacabadas: cabezas, figuras, una leona, un unicornio, un elefante africano y un surtido de aves de presa.
Sarah estaba sola. Aunque se había soltado el pelo, seguía llevando el sarong verde y oro que vestía cuando nos habíamos despedido de ella hacía apenas una hora. Aun así, nos saludó como si hubieran pasado meses, e incluso años, desde nuestro último encuentro.
—¡Han vuelto mis hijos pródigos! —gritó, abrazándonos con cariño—. ¡Ah, Oscar, querido mío! ¡Y el amigo de Oscar! —jamás hizo el menor esfuerzo por recordar mi nombre—. ¡Esto bien merece una celebración! —Descalza, corrió a la tarima y desde detrás de un bloque de alabastro sacó unas botellas de brandi y de champán—. Recuerdan ustedes las últimas palabras del Cebado Becerro de la parábola, ¿verdad? «¡He oído que el joven señor ha vuelto!». Estoy encantada de volver a verles. —Nos dio a ambos un «Bernhardt» (un dedo de brandi y un dedo de champán)—. Divino, ¿no les parece? —Y, acomodándose cruzada de piernas en el borde de la tarima, nos invitó a sentarnos en un lecho de cojines situado a sus pies—. ¿Alguna novedad del Rialto? —preguntó—. ¿Está Agnès a salvo? Temo por ella. Ofelia es un papel terrible: primero es aburrida; después se vuelve loca, y, por último, termina paseada por el escenario en un ataúd.
—Para eso utilizan una réplica de cera —intervino Oscar, instalándose en los cojines con cierta dificultad.
—Me alegra saberlo. Cuando yo la representé, los malditos portadores del ataúd no hacían más que soltarme al suelo entre bastidores. Estaban enfadados porque me negaba a acostarme con ellos. ¡Todos quieren acostarse con Ofelia! ¡Eso es precisamente lo que vuelve loca a la pobre muchacha! —Soltó una risa desaforada y volvió a llenar nuestras copas—. La fiesta que sucede a la fiesta es siempre la mejor fiesta, ¿no les parece? —dijo, mirándonos con lágrimas de júbilo y de agotamiento en los ojos—. ¿A qué se debe su visita? ¿Por qué han venido a ver a tía Sarah? Vamos, soy toda oídos.
Si bien es cierto que Oscar empezó a explicar, no llegó muy lejos. En cuanto mencionó la palabra «duelo», la señora Bernhardt se levantó de un brinco y cayó sobre él. Literalmente, cayó en sus brazos.
—¡Ah, Oscar, no sabe lo orgullosa que estoy de usted! De haber sido un hombre, ¡me estaría batiendo en duelo a diario! Es el deporte más noble de cuantos existen. Le saludo, mi querido amigo. ¿Cuál es el motivo de la disputa y con quién?
—No es mi disputa —respondió Oscar, intentando en vano desembarazarse del tierno abrazo de Sarah.
—¿Hace esto por otro hombre? —jadeó la gran actriz—. Oscar, ¡es usted mi héroe!
Él se rió, visiblemente incómodo.
—No, Sarah —dijo—, no me está entendiendo. No soy yo quien ha de batirse en duelo, sino Robert.
La octava maravilla del mundo se volvió entonces a mirarme.
—¡Ah, el amigo de Oscar! —exclamó—. Me siento orgullosa de conocerle.
Gradualmente, mientras disfrutábamos de más brandi y champán, no sin ciertos malentendidos en el curso de la conversación, Oscar y yo explicamos la secuencia de acontecimientos que nos había llevado a la puerta del estudio. Al principio, Sarah dio por hecho que era Agnès La Grange el objeto de mi deseo. Expresó entonces su perplejidad ante el hecho de que un artista de temperados modales y de una sensibilidad como los de Jacques-Émile Blanche hubiera aceptado mi desafío. Entonces, cuando por fin entendió que era Gabrielle de la Tourbillon el objeto de mis atenciones, me advirtió de que Edmond La Grange era un seductor implacable y por definición un actor protagonista y un tirador letal.
—Tiene una Jarrett. Yo misma se la regalé. —Por fin, cuando entendió que mi rival no era ni artista ni actor, sino un jugador de cartas norteamericano del que ella jamás había oído hablar, declaró—: Suya es la gloria, amigo mío. No puede usted fallar. Pero deberá para ello dormir al menos dos horas; necesita estar fresco para la batalla. ¡Vamos! —Tiró de mí hasta ponerme en pie y tomó mis manos en las suyas—. En mi casa, podría usted dormir en mi ataúd. Aquí, sin embargo, puede hacerlo en mi diván. ¡Allí! —Señaló una escalerilla de cuerda que colgaba del balcón de madera situada en el extremo más alejado del estudio—. ¡Trepe a mi cama, cierre los ojos y sueñe con la victoria!
Así lo hice…, aunque no soñé con la victoria. Soñé que me ahogaba y que era barrido por una interminable marea de aguas turbulentas, girando despacio y sin fin al tiempo que el torrente me engullía. Y entonces, de pronto, desperté y vi a Sarah de rodillas sobre mi almohada con una humeante taza de café en la mano.
—Tómese esto. Son las seis. Oscar tiene un carruaje en la puerta.
Un frío penetrante reinaba en la mañana. Cuando subí al carruaje, el cochero, envuelto en mantas y cubierto bajo un velo de niebla, se guardaba en el bolsillo las monedas que Oscar le había dado. Me miró desde lo alto del pescante y masculló:
—Ya se lo he dicho a su amigo: le dejaré al llegar al parque. No pienso participar en esto. Si lo hago y alguien llama a la policía, pierdo mi licencia. ¿Está claro?
Asentí con la cabeza, cerré los ojos y me arrebujé junto a Oscar en la parte trasera del carruaje.
—¿Seguimos pues adelante con esta locura? —preguntó con un ronco susurro.
—Sí —fue mi respuesta—. Debemos hacerlo.
Tardamos menos de media hora en llegar desde La Butte de Montmartre a Buttes Chaumont. Cuando salimos del estudio de Sarah, estábamos envueltos en oscuridad. Cuando llegamos a nuestro destino, una pálida luz grisácea teñía ya el cielo.
El cochero nos dejó en la parte sur del parque y, tras aceptar una última moneda de Oscar, y sin volverse a mirarnos, se alejó a toda prisa.
—¿Dónde exactamente debes encontrarte con Garstrang? —preguntó mi amigo—. ¿Lo sabes?
—En el puente, junto al Templo de la Sibila, en lo alto de la colina.
La colina había sido en su día un lugar de celebración de ejecuciones públicas. Durante varios siglos había hecho las veces de cantera de piedra caliza que había surtido a la ciudad de París. Como pieza central de la Exposición Universal de 1867, Napoleón III y su agitado urbanista, el barón Haussmann, la habían transformado en un jardín de las delicias. El parque que rodeaba la colina incluía arroyos, un lago, una cascada, una gruta, promontorios rocosos y jardines chinos. Ascendimos la colina por una larga avenida bordeada de cedros del Líbano recién plantados.
—Esto es muy hermoso —dijo Oscar. Su aliento, cual penachos de humo de cigarrillo, llenaba el gélido aire matinal—. Cuando haya terminado de escribir mi obra de teatro, tengo planeado escribir un cuento de hadas. Quiero situarlo en este jardín.
—¿Voy a morir esta mañana? —pregunté. Tenía tanto frío que me temblaban las manos.
Oscar se volvió hacia mí y, rodeándome los hombros con el brazo, me susurró al oído:
—Sibila, la hija de un monstruo marino y de una ninfa inmortal, habla entre los árboles, Robert. Tiene poderes proféticos. —Sonrió—. No morirás esta mañana.
—No estoy preparado para morir, Oscar —dije patéticamente.
Mi amigo alzó el mentón de mi hombro y soltó una sonora carcajada.
—¡En ese caso, retira el desafío, Robert! Es absurdo.
Habíamos llegado al mirador de piedra erigido en lo alto de la colina. De pie entre las falsas columnas corintias y bajo la estatua de Sibila sentada sobre su roca estaban Eddie Garstrang y Pierre Ferrand, el médico de la Compagnie La Grange. El norteamericano parecía muy relajado, gallardo, pulcramente afeitado y descansado. La ebriedad de la noche anterior no había dejado el menor rastro en sus facciones.
—Buenos días, caballeros —saludó mi amigo.
—Buenos días, Oscar —respondió Garstrang—. Entiendo que viene usted en calidad de padrino de Sherard. El doctor Ferrand actúa en mi nombre. En el caso de que se produzcan heridas, atenderá a las dos partes… sin cargo ni favoritismo. Es un caballero.
Oscar se rió genialmente entre dientes.
—Me gustaría pensar que todos somos unos caballeros, Eddie, y relativamente cuerdos además. Olvidémonos de esta locura.
—Debemos proceder —dije, dando un paso adelante y mirando directamente a Eddie Garstrang.
—Ya han oído al muchacho —dijo el jugador americano, dedicando a Oscar una sonrisa de oreja a oreja—. Es obstinado. No se preocupe, no le mataré. Me limitaré a recortarle un poco las alas. —Asintió con la cabeza hacia el médico, que se dirigió al pie de la estatua y regresó con una recargada caja de pistolas de palisandro que sostuvo abierta delante de él—. Elija usted —dijo Garstrang.
—Esto es puro melodrama —suspiró Oscar—. Dígame que estas pistolas son accesorios propiedad del Théâtre La Grange y que están cargadas con balas de fogueo.
—No —respondió Garstrang—. Son pistolas de duelo de pólvora negra del calibre sesenta y nueve, fabricadas en París por los célebres hermanos Le Page. Las pistolas son muy antiguas, pero las balas son nuevas. Estas armas pertenecieron al abuelo del doctor Ferrand. Una de ellas ha matado a un hombre, aunque Ferrand dice que, según reza el código de duelos francés, no se nos permite saber cuál.
El barbado médico sonrió encantado y, arqueando sus pobladas cejas, me ofreció su caja de reliquias familiares.
—Elija, se lo ruego —dijo Garstrang—. El tiempo apremia.
—El código requiere que el duelo se celebre durante los diez minutos siguientes a la hora acordada —explicó Ferrand en francés.
Escogí la pistola que tenía más cerca. Resultó ser más pesada de lo que había esperado y el mango de ébano estaba frío como el hielo al tacto.
—Quítense los gabanes y las chaquetas, caballeros —dijo el doctor.
—Robert se morirá de frío —protestó Oscar.
—Es la norma —replicó Ferrand—. Se han dado casos de cobardes que llevaban una armadura bajo el gabán.
Hice entrega de la pistola a mi amigo al tiempo que me desprendía del gabán.
—Sitúense en el centro del puente, caballeros —instruyó Ferrand—. Colóquense espalda contra espalda. Los talones y los omóplatos deben tocarse. Cuando dé la orden, quiero que avancen quince pasos, se vuelvan y esperen. En el momento en que el señor Wilde dé la orden de «¡Apunten!», podrán apuntar y rezar una plegaria. Será entonces cuando yo dé la orden final: «¡Fuego!». ¿Entendido?
Asentí con la cabeza y reclamé la pistola. Habían dejado de temblarme las manos. Pensé: «Hago esto por Gabrielle de la Tourbillon y me congratulo por ello». Miré a Oscar y dije:
—Esto no es exactamente lo que llamarías «comer de todos los frutos de todos los jardines del mundo», ¿verdad?
—Por supuesto que lo es, Robert —respondió él, dándome un abrazo—. Bravo, mon brave!
Me volví y me reuní con Garstrang y juntos bajamos los escalones del templo y nos dirigimos al puente colgante que unía el borde del mirador con el promontorio situado enfrente. Al llegar al centro del puente, nos detuvimos y ocupamos nuestros puestos, espalda contra espalda. A nuestros pies, unos cincuenta metros por debajo de nosotros, corría una cascada artificial. Alrededor de nosotros la mañana se disolvía ya en un ligero manto de rocío.
—Apúnteme al corazón —dijo Garstrang—. Si no acierto yo primero, al menos así lo sabré.
Desde el extremo más alejado del puente, Ferrand gritó en ese momento:
—¡Que el honor quede así satisfecho! Quince pasos, caballeros. ¡Adelante!
Di los quince pasos y me volví. Desde donde estaba fijé la mirada en Eddie Garstrang: era un hombre menudo, insignificante, con el pelo amarillo y lacio y unos ojos acuosos y fatigados. Estaba dispuesto a matarle.
—Estoy dispuesto a matarle. —Pronuncié las palabras con suavidad, aunque en voz alta y clara y, al hacerlo, oí la voz de Oscar que decía:
—¡Apunten!
Levanté el brazo derecho. Apunté.
—¡Fuego!
Disparé y en ese momento oí resonar tres disparos.
Los pájaros chillaron y alzaron el vuelo desde los árboles y desde los arbustos. Me quedé inmóvil con los ojos aún clavados en la pistola que tenía en la mano. Vi salir humo del gatillo y del cañón, y, aunque tenía la palma y el pulgar chamuscados, no sentía dolor alguno. Noté entonces el peso de una mano en el hombro, cálida, fuerte y reconfortante. Me volví de espaldas y murmuré:
—¡Oscar, amigo mío!
Pero no era Oscar.
Era Edmond La Grange.