13.

Le Chat Noir

No, no estaba loco. Estaba enamorado. Gabrielle me había hechizado. Yo tenía veintiún años, era torpe, inocente, impetuoso, estaba abrumado por el deseo y no tenía ninguna experiencia con las mujeres. Ahora puedo volver la vista atrás y sonreír ante lo absurdo de mi situación, pero hasta aquel entonces jamás había conocido una pasión tan turbadora y profunda.

La función del sábado por la noche de Le bourgeois gentilhomme transcurría sin incidentes. Yo disfrutaba del espectáculo desde mi lugar habitual entre bastidores. Tal como La Grange había prometido, su troupe y él lo dieron todo. La energía llenaba el escenario como el rayo, y la risa, cual trueno, colmaba el auditorio. En cuanto la función tocó a su fin y terminé de desvestir, lavar y secar al gran hombre y él terminó de mirarse en su espejo de cuerpo entero y se puso el batín, Richard Marais entró caminando pesadamente al camerino con su pluma, la tinta y el libro mayor.

—El trabajo —suspiró La Grange con una sonrisa hastiada—, a eso se ha reducido mi vida. —Asintió con la cabeza para indicarme que podía retirarme—. Amuses-toi-bien, mon petit —murmuró, pellizcándome la mejilla—. Cuida de las señoras y también de ti. Mañana será otro día.

Encontré a las señoras instaladas con Oscar en un elegante landó al final del callejón que llevaba hasta la entrada de artistas. Se mostraban tan alegres y alborozados como antes de la función.

—¿Por qué ha tardado tanto? —preguntó Gabrielle, tomándome la mano en cuanto subí al coche—. Estábamos esperándole.

—He tenido que desvestir al señor —expliqué. Cuando ocupé mi lugar en el interior del vehículo, ella siguió con su mano en la mía y me besó en la mejilla. Tenía el rostro cubierto de un maquillaje típicamente teatral. Aunque el carruaje estaba a oscuras, alcancé a ver que se había dado colorete en los pómulos y que llevaba un lunar artificial a un lado de la boca.

—No nos hemos cambiado —declaró Agnès La Grange con una risilla—. Hemos salido con el vestido de la función.

Tout décolleté —sonrió Gabrielle, tomando de nuevo mi mano y deslizándola dentro de su capa hasta depositarla brevemente entre sus pechos.

Monsieur Wilde dice que estamos perfectas para ir allí donde vamos. —La piel dorada de Agnès estaba oculta bajo una máscara de polvos blancos, de modo que sus enormes ojos parecían más grandes que nunca. Se volvió a mirar a Oscar e hizo revolotear sus pestañas con patente coquetería.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—A Montmartre —dijo Oscar. Y le gritó al cochero—: Al bulevar de Rochechouart, monsieur.

Cuando el landó arrancó bruscamente, Oscar supervisó nuestro grupo con la expresión de satisfacción propia de quien fuera dueño y señor. Intuí que mi amigo había pasado la noche disfrutando de una botella de absenta y no de una caja de caramelos anisados.

—Vamos a Le Chat Noir —anunció—. Es un bar, restaurante y también cabaret…, y es además una forma de vida. O al menos eso es lo que dicen. Es un local célebre. No hace mucho que ha abierto sus puertas. Aunque yo todavía no lo conozco personalmente, Sarah Bernhardt lo recomienda. Dice que es la idea que el diablo tiene del cielo en la tierra: está lleno de poetas dementes y de actores tristes. ¿O es quizás al revés? En cualquier caso, dice Sarah que nos encantará y que estará allí para asegurarse de que nos cuiden bien.

—Adoro a Sarah Bernhardt —dijo Agnès sin disimular su entusiasmo—. La conozco desde que era niña. Aunque no llegué a conocer a mi madre, pues murió al nacer yo, me gusta pensar que debía de parecerse a la señora Bernhardt. ¿Creen ustedes que me parezco a ella? Mi hermano dice que sí.

Oscar se rió.

—No se parece usted en nada a Sarah Bernhardt. Su hermano se burla de usted. —Se inclinó hacia delante en su asiento y tomó en la suya la mano de Agnès—. Posee usted una belleza propia —dijo—. Esta noche parece una auténtica muñeca de porcelana.

—Esta noche me siento muy feliz, señor Wilde —respondió Agnès—. Estoy enamorada.

—¿Es cierto eso? —preguntó Oscar, volviendo a recostar la espalda contra el respaldo del asiento y sacando un cigarrillo—. Cuéntenos más.

—No puedo —replicó Agnès, volviéndose a mirar por la ventanilla del carruaje—. Todavía no. Es un secreto.

Se hizo el silencio en el interior del coche. Todos miramos por la ventanilla. Aunque ya era tarde —pasadas las once—, las colinas de Montmartre eran un mar de gente y de tráfico: juerguistas borrachos se empujaban en las calzadas, serpenteando entre carros y carruajes; los perros rebuscaban en las alcantarillas; en las esquinas, las gitanas vendían sus flores y los organistas y las damas de la noche ofrecían sus servicios.

—¿Veremos también al marido de Sarah? —preguntó Gabrielle—. ¿O a su amante?

—A ninguno de los dos —respondió Oscar, arrojando el cigarrillo encendido por la ventanilla del carruaje. El cigarrillo trazó una espiral en el aire de la noche como un diminuto fuego de artificio antes de aterrizar sobre los adoquines y desaparecer al instante bajo el casco de un caballo—. Le Chat Noir es un local para actores y artistas, poetas y pintores, no para brutos y aburridos. Sarah ha prometido que acudiría acompañada de Jacques-Émile Blanche.

—¡Le conozco, le conozco! —exclamó Agnès, visiblemente excitada—. Está pintando mi retrato. Es un encanto.

—Conozco a su padre —intervino Gabrielle—. Al menos, he coincidido con él. Edmond le conoce. Es médico, ¿me equivoco? ¿En Passy?

—Sí —respondió Agnès—. En Passy. Es el director del manicomio.

Le Chat Noir no era lo que yo había esperado. Llamarlo bar, restaurante y cabaret era cuando menos absurdo. El establecimiento al completo constaba simplemente de un par de diminutas habitaciones que albergaban como mucho una docena de mesas. Desde la calle tenía todo el aspecto de uno de esos sencillos cafés de provincias, con las ventanas cubiertas de cortinas de encaje de algodón rojo. Resultó tarea difícil lograr tener una impresión de la decoración del interior: las habitaciones estaban únicamente iluminadas por la luz de las velas, llenas de humo y tan abarrotadas que todos los presentes —de pie o sentados— estaban voluntaria o involuntariamente en contacto físico con la persona o personas que tenían al lado.

A juzgar por el extraordinario aspecto de nuestro grupo —Gabrielle y Agnès vestían sus galas del siglo XVIII y Oscar era el vivo retrato del emperador Nerón disfrazado de petimetre típico de la Regencia—, en cualquier otro lugar nuestra llegada habría causado cierta conmoción. Sin embargo, en el número 84 del bulevar Rochechouart nuestra aparición pasó por completo desapercibida. No sin cierta dificultad, y con Oscar al frente, nos abrimos paso a empujones entre la multitud que abarrotaba el local. Por fin encontramos a Sarah Bernhardt al fondo de la segunda sala, sentada a una mesa con tablero de mármol. Vestía un sarong verde y oro, llevaba el cabello de color bermejo decorado con diamantes, y sostenía entre las manos una jarra de estaño llena de vino tinto.

Mes enfants! —gritó, abrazándonos uno a uno—. Bienvenidos al Salon des Arts Incohérents. Conocen ustedes a los chicos, ¿verdad?

Había dos jóvenes sentados a ambos lados de la gran actriz. Uno, pálido y de ojos redondos, era el artista Jacques-Émile Blanche. Se levantó al instante, saludando nuestra llegada con una tímida sonrisa, y besó con suavidad a Agnès en los labios. El otro —mayor, más corpulento y entrado en carnes, con un pelo negro e indómito y un mostacho de morsa— era Maurice Rollinat, el poeta de grises labios. Cuando le saludamos, él se limitó a cerrar los ojos e inclinó a un lado su pesada cabeza.

—Maurice está exhausto —explicó Sarah Bernhardt, gritando para hacerse oír por encima de la algarabía que reinaba en el bar—. Ha participado en el cabaret de esta noche.

—¿Canta acaso? —pregunté.

—Así es —respondió la actriz—, aunque esta noche nos ha recitado un poema. Ha sido extraordinario…, absolutamente sorprendente. Hablaba sobre… —Vaciló.

Rollinat abrió los ojos.

—La cópula —tronó.

—Eso es —dijo Sarah entre risas—. El poema narra la historia de un niño y una niña que se adentran en los bosques juntos y ven a un toro y a una vaca apareados.

La vache au taureau —intervino Oscar—. Conozco el poema. Es una obra maestra. Hay en él el auténtico aliento de la naturaleza. El mundo no ha leído nada semejante desde Lucrecio.

Rollinat se inclinó hacia delante en su silla y dedicó a Oscar una sonrisa de oreja a oreja. Aunque tenía unos dientes marrones, su sonrisa era generosa.

Monsieur, si no está usted borracho, merece estarlo. ¿Me permite que le invite a una copa?

—Tengo hambre —exclamó Agnès fingiendo un sollozo—. ¡Necesito comer!

—Y comerá —declaró Jacques-Émile Blanche—, ¡de inmediato! —Le acarició las mejillas con las manos ahuecadas y de pronto, como un muchacho que se zambulle en el mar desde una roca, se volvió de espaldas y se sumergió entre el gentío.

Sarah Bernhardt dedicó a Agnès una mirada no exenta de ansiedad.

—¿Y cómo está usted, mi pequeña? ¿Le ha vuelto ya loca el papel de Ofelia? Debe saber que a veces ocurre. También yo he hecho ese papel.

—Estoy bien, señora Bernhardt —respondió Agnès—. Feliz porque estoy enamorada. Y por fin libre.

Mientras Agnès hablaba, Jacques-Émile Blanche regresó a la mesa cargando con dos taburetes sobre su cabeza. Le seguía un camarero con otros dos. En cuestión de minutos, los siete que formamos nuestro grupo —tres actrices, tres poetas y un pintor— estábamos sentados en un pequeño círculo como un puñado de hadas en un coro, comiendo pan con queso, salchichas frías y tomates dulces, bebiendo un tosco vino del Ródano y sidra, fumando cigarrillos turcos y franceses y hablando de la vida, del amor, de la muerte y de la locura. Y de la cópula.

Esa noche en la sala llena de humo de Le Chat Noir supe que estaba destinado a convertirme en el amante de Gabrielle… y quizás, algún día, también en su marido. Durante dos horas, mientras comíamos, bebíamos, nos reíamos y suspirábamos juntos, ocultos tras la diminuta mesa del café con tablero de mármol, su mano reposó sobre mi muslo derecho. De vez en cuando, cuando Rollinat hablaba de la carnalidad, de los apetitos corporales y de la lujuria que corre más allá del deseo, los dedos de Gabrielle se retiraban de mi pierna hasta presionar la línea de la vida de mi mano. Jamás había disfrutado de una sensación más embriagadora.

Rollinat era un hombre valiente. Decía cosas que otros hombres ni siquiera se atrevían a pensar. Habló del asesinato, de la violación, del robo y del parricidio, aunque no como crímenes que él deplorara, sino como fenómenos que había que comprender… y experimentar. Oscar le escuchaba embelesado y de vez en cuando sacaba un lápiz para anotar alguna de las expresiones utilizadas por el poeta francés. Ellos eran quienes dominaban la conversación. Mi amigo compartía con Rollinat la fascinación por la perversión y disfrutaba sobremanera del desprecio sin ambages que el poeta mostraba hacia la moral convencional.

—Ser buenos, según el vulgar estándar de la bondad, es realmente fácil —declaró Oscar—. Simplemente basta para ello cierta dosis de sórdido terror, cierta falta de pensamiento imaginativo y una baja pasión por la respetabilidad de la clase media.

—¿Podemos obrar como nos plazca en este mundo? —preguntó Agnès, mirando a Oscar con ojos interrogantes—. ¿No importa acaso la moral?

—Lo que importa es la bondad —replicó mi amigo—. Y la cortesía —añadió, alzando su copa en dirección a la muchacha—. La belleza importa en gran medida.

—Pero ¿y la moral? —insistió Agnès—. ¿Qué opina usted de la moral? Mi abuela dice que, de todos nuestros sentidos, el «sentido de la moral» es el más importante.

Oscar aspiró el humo de su cigarrillo y declaró despacio y deliberadamente:

—Jamás he conocido a nadie en quien predominara el sentido de la moral que no fuera cruel, despiadado, vengativo, estúpido y desprovisto del menor grado de humanidad. Sin ser mi intención faltar al respeto a su abuela, quien, según creo, fue en su día una gran actriz, preferiría tener cincuenta vicios contra natura que una sola virtud antinatural.

—Oscar —protestó Sarah Bernhardt, agitando hacia él un dedo admonitorio—, ¡a veces va usted demasiado lejos!

—Se equivoca usted, Sarah. ¡Yo nunca llego lo suficientemente lejos!

Al tiempo que la risa reverberaba alrededor de nuestra diminuta mesa, el tablero de mármol quedó de pronto bañado en vino tinto. A Agnès se le había caído la copa de la mano y la había volcado sobre la mesa. El tallo de cristal se había partido y la copa se había roto en dos pedazos. Había vino por todas partes. Agnès se deshizo en un mar de lágrimas.

—Lo siento —sollozó.

Instintivamente, en el preciso instante en que el cristal estalló y la joven lanzó un grito, todos nos apartamos de la mesa. Gabrielle retiró la mano de mi pierna, Rollinat empujó hacia atrás el taburete en el que estaba sentado y Sarah Bernhardt se levantó de un salto y corrió a rodear los hombros de Agnès con el brazo. Jacques-Émile Blanche se levantó también y, haciéndose con un trapo de un camarero cercano, empezó a secar el líquido violeta que había empezado ya a gotear al suelo desde el borde de la mesa.

—¿Quién podía imaginar que una copa tan pequeña podía contener tanto vino? —masculló Oscar.

—Debo irme a casa —jadeó Agnès entre sollozos.

—Puede quedarse aquí, en mi estudio —dijo Sarah Bernhardt.

—Regrese a Passy —intervino Jacques-Émile Blanche.

La muchacha alzó hacia el joven artista unos ojos angustiados y enrojecidos.

—Estoy perdida —sollozó—. No sé qué hacer.

—Está usted exhausta, eso es todo —la corrigió Sarah, intentando calmarla—. Ya le he dicho que también yo he representado ese papel.

—Vamos a casa —dijo Gabrielle.

—La llevaremos —se ofreció Oscar—. Mi coche de alquiler espera.

Y así era. Tanto en los buenos como en los malos tiempos, tener el coche esperando en la puerta era una de las extravagancias habituales de Oscar Wilde. Gabrielle abrochó la capa de Agnès sobre los hombros de la muchacha. Acto seguido murmuramos apresurados adioses a la señora Bernhardt, a Blanche y a Rollinat y, apretujados e inclinados hacia delante como viajeros apostados contra un brezal barrido por el viento, nos abrimos paso a empujones hasta salir del café todavía abarrotado a la calle. En el exterior nos recibió el aire frío, cortante y maravillosamente refrescante de la noche.

—Ya me siento mucho mejor —dijo Agnès, tomando asiento en el landó.

—Llega el júbilo y el dolor nos abandona sin que alcancemos a entender cómo —comentó Oscar.

Agnès sonrió y se secó los ojos antes de poner su mano en la de mi amigo.

—Creo que la señora Bernhardt está en lo cierto. Encarnar a Ofelia me ha vuelto un poco loca.

—Todos estamos un poco locos —dijo Oscar con ojos brillantes—. Eso es lo que nos hace interesantes.

Cuando llegamos al Théâtre La Grange, el carruaje esperó al fondo del callejón mientras Oscar y yo acompañábamos a las señoras a casa. Nos quedamos durante un instante al pie de la escalera que llevaba a la puerta del apartamento de La Grange. Toqué el brazo de Gabrielle e intenté atraerla hacia mí y ella negó suavemente con la cabeza y se apartó.

—Gracias por una noche tan deliciosa, señor Wilde —susurró Agnès, ofreciéndole su rostro manchado de lágrimas para que él lo besara—. Espero no habérsela estropeado.

—Al contrario —respondió Oscar con una sonrisa—. Ha sido usted, es usted…

Sin embargo, antes de que pudiera completar el cumplido, se vio interrumpido por un chasquido de cerrojos. Una llave giró en una cerradura. La puerta del apartamento se abrió de par en par y se oyó ladrar la voz de un hombre:

—¿Dónde han estado? Llegan tarde.

—No mucho —respondió Gabrielle, volviéndose hacia la figura que esperaba en la puerta. El hombre salió al escalón y se balanceó de un lado a otro. Iba en mangas de camisa y llevaba el chaleco desabrochado. Sostenía en una mano una lámpara de aceite y en la otra una pistola. Era Eddie Garstrang.

Tras tomar rápidamente a Agnès de la mano, Gabrielle subió corriendo las escaleras.

—¡Está usted borracho! —dijo a Garstrang, aunque no se dirigió a él de un modo desagradable. Y, cuando él fue a hablar, ella le detuvo, pegando sus labios a los del norteamericano. Eddie volvió a desaparecer en la oscuridad del pasillo que tenía a sus espaldas y Gabrielle y Agnès le imitaron. Cuando la puerta se cerraba ya, las dos mujeres se volvieron a mirarnos, antes de sonreír y de despedirse de nosotros con la mano.

—¡Buenas noches! ¡Gracias! —gritaron—. À demain. —Oímos entonces girar la pesada llave en la cerradura y el chasquido de los pestillos al cerrarse.

—Voy a matar a ese hombre —dije a Oscar.

Él se rió.

—Es mucho más probable que te mate él a ti.