El sabor de la absenta
Oscar había añadido una posdata a su carta:
PD: Tardaré un par de días en regresar a París. Mañana voy a tomar el té con la señorita Constance Lloyd. Es hermosa como un cuadro de Botticelli. Tiene el mismo color y porte que su Virgen del Magnificat, la pintura que alberga la galería de los Uffizi de Florencia. La señorita Lloyd tiene una mirada inteligente, una disposición afable, una elegante figura y un nombre harto prometedor. Y, toma nota de esto, Robert: es tres años menor que yo. Ten cuidado con las mujeres mayores…, nada puede domesticarlas. Y ten también cuidado con las actrices, ¡no se puede confiar en ellas!
Bajo la primera posdata había añadido una segunda:
«Cuanto más nos hundimos en el océano de la vileza, más fácil es zozobrar en sus aguas». El embajador Lowell pronunció estas palabras durante el almuerzo. (¿O fue quizás el reverendo White? Sea como fuere, me ha parecido que debía compartir la reflexión contigo).
Y, debajo de la segunda, una tercera:
Por favor, avisa a mi hotel de que aguarden mi llegada el viernes o el sábado como muy tarde. Espero tener una travesía plácida. Desde luego, esta vez me aseguraré de no tener nada que declarar en la aduana.
Oscar regreso por fin a París el sábado, 24 de febrero de 1883. Vino directamente al Théâtre La Grange desde la Gare du Nord. Llegó hacia las seis, durante la hora de inactividad que media entre la matinée y la función de la noche, y me encontró en el camerino de La Grange, solo, lustrando los zapatos del gran actor. Mi amigo tenía un aspecto maravilloso. Le brillaban los ojos y llevaba un clavel de color amarillo claro en el ojal. Nos dimos la mano calurosamente.
—¿Cómo estás? —pregunté. Estaba encantado de volver a verle.
—¡Exhausto! —exclamó, aunque no lo parecía en absoluto—. Las estaciones de ferrocarril son una pesadilla. Todo el mundo parece tener prisa por tomar un tren…, un entorno en absoluto favorable para la poesía y menos aún para el romance. —Recorrió el camerino con los ojos y bajó la voz—. ¿Estamos solos? ¿Dónde está el maestro?
—Arriba, en el apartamento.
—¿Durmiendo?
—Con su hija. No se encuentra bien.
Oscar frunció el ceño.
—¿Agnès está enferma?
Vacilé.
—Está loca —dije.
—¡Loca! —exclamó. La chispa que hasta entonces había iluminado sus ojos se transformó en un suave destello—. Cuéntamelo todo. —Aunque yo creía que la noticia le turbaría, le vi repentinamente alborozado. Dejó la bolsa de viaje en el suelo y aplaudió, visiblemente encantado. Luego sacó una pitillera de plata del bolsillo de su gabán gris y extrajo de ella un cigarrillo turco que hizo rodar a uno y otro lado entre el pulgar y el índice. Acto seguido se colocó con suavidad el cigarrillo entre los labios y, con brío, se lanzó sobre la tumbona de Molière. Instantes más tarde, ya tumbado y con las piernas cruzadas, encendió una cerilla con un ostentoso floreo y, con los ojos abiertos como platos, me observó por encima de la llama—. Cuéntamelo todo, Robert. Quiero los detalles. ¿Qué ha ocurrido exactamente desde que me fui? ¿Qué ha causado la locura de la señorita La Grange?
—No lo sé —fue mi respuesta.
Oscar arqueó una ceja admonitoria
—Eso no es de mucha ayuda, Robert. ¿Cómo se manifiesta esa «locura»? ¿Hay lágrimas y ataques?
—Sí.
—¿Miradas enloquecidas y espumarajos por la boca?
—Miradas enloquecidas, sin duda…
Oscar aspiró el humo de su cigarrillo.
—¿Lo has visto con tus propios ojos?
—Todos hemos sigo testigos de ello. Ha habido ensayos del Hamlet a diario esta semana y todos los días, en algún momento de los ensayos, Agnès se ha derrumbado.
Oscar entrecerró los ojos.
—¿Qué ocurre exactamente cuando… se derrumba?
—Se echa a llorar, primero discretamente, y después el llanto gana en intensidad. Es asombroso…, terrible y patético.
—¿Ocurre eso cuando Agnès está en el escenario, en mitad de una escena?
—Sí, aunque también durante las pausas, o cuando está sentada a solas a un lado del escenario, viendo a los demás.
—Y cuando se echa a llorar, ¿quién acude en su ayuda?
—Quien esté más cerca de ella —respondí.
Oscar me miró muy serio.
—Piensa, Robert, te lo ruego. Piensa con calma. Cuando Agnès se derrumba, ¿quién es el primero que corre a ofrecerle consuelo y a reconfortarla? ¿Su padre? ¿Su hermano? ¿Su abuela? ¿Carlos Branco?
—Todos —respondí—. Y Gabrielle, por supuesto. Gabrielle es maravillosa. —Oscar me sonrió—. Carlos Branco también es muy cariñoso —añadí—. Como sabes, Agnès es su hija en la obra. Diría que Carlos encuentra sus repentinos arranques especialmente angustiantes. A menudo se producen durante las escenas que comparten. Esta mañana, cuando Agnès ha estallado en lágrimas, Branco la ha imitado al acto.
Oscar se rió.
—¡Ah, los actores! —exclamó—. ¿Cayeron el uno en brazos del otro mientras lloraban?
—Branco la estrechó entre sus brazos y dijo:
»—Lo entiendo, mi pequeña.
»Pero Agnès le apartó de un empujón y chilló:
»—¡No! ¡No lo entiende! ¡Nadie aquí puede entenderlo!
Oscar sostuvo el cigarrillo delante de él y examinó con los ojos entrecerrados la brasa.
—Y, a juzgar por lo que has observado, mon ami, ¿cuál de las distintas personas que le ofrece consuelo le resulta más reconfortante? ¿Quién logra calmarla más? ¿Quién logra que vuelva en sí? Piénsalo bien.
Reflexioné durante un instante.
—Su padre —dije por fin.
—¿Estás seguro? —preguntó Oscar.
—Sí. Su padre. Y su hermano.
—Gracias.
Oscar aspiró lánguidamente el humo de su cigarrillo.
—Y ahora, Robert —dijo, volviéndose a mirarme con una sonrisa en los labios—, si eres tan amable, vuelve al principio. —Exhaló un penacho de humo violeta al aire y siguió su recorrido con una mirada de absoluta admiración—. Vuelve al sábado pasado, si eres tan amable. Vuelve a la tarde de la muerte de Traquair. Agnès y Bernard La Grange. ¿Dónde estaban esa tarde? ¿Se lo preguntaste?
—Lo hice, en efecto, en cuanto recibí tu telegrama.
—¿Y? —Me miró, ansioso por conocer mi respuesta.
—Y… —vacilé.
—¿Y bien? —Abrió los ojos, expectante.
—Agnès no lo recordaba y Bernard se negó a decirlo.
Oscar balanceó los pies hasta depositarlos en el suelo y se tapó el rostro con las manos.
—¡Santo Dios, Robert! ¡Debías ser mis ojos y mis oídos!
—Lo siento —balbuceé con una risilla nerviosa—. Hice las averiguaciones, tal y como tú sugeriste, pero no logré sacar nada en claro. —Me sentía como un auténtico idiota. Me soné la nariz y erguí la espalda—. Oscar —dije—, no creerás en serio que Agnès o Bernard La Grange hayan podido estar implicados en la muerte de Traquair, ¿verdad?
Mi amigo me miró y encogió sus anchos hombros.
—Ahora me toca a mí contestar: ¡no lo sé! —respondió con un suspiro—. Reconozco que es muy poco probable. Tengo la intuición de que las muertes del perro de la señora La Grange y del ayudante de vestuario del señor La Grange deben de estar de algún modo relacionadas. Todavía no sé de qué modo (ni tampoco por qué), pero de ser así, creo que eso libera de toda sospecha a Agnès y a Bernard. Los gemelos no iban a bordo del SS Bothnia cuando la desafortunada María Antonieta fue enterrada en vida, de ahí que, a mi entender, es improbable que tuvieran algo que ver con la muerte de Traquair. Improbable, aunque no imposible. Simplemente esperaba poder eliminarles del grupo de sospechosos. En este momento, es un grupo realmente multitudinario, pues incluye a todos los que estaban el sábado pasado en las inmediaciones de este camerino al comienzo de la función de Le Cid. Si al grupo de actores añadimos a los tramoyistas, a los bomberos y a los miembros de la orquesta, estamos hablando de casi cien personas. Si a eso incluyes al público, ¡la cifra de sospechosos asciende a mil!
—Pero ¿no crees que el suicidio es la explicación más obvia?
—Nunca me ha interesado lo obvio, Robert. A pesar de lo breve de nuestra amistad, deberías saber eso de mí. —Se recostó contra el respaldo de la tumbona, se desabrochó el gabán y, metiéndose la mano en el bolsillo del chaleco, sacó una pequeña bola de color marrón del tamaño de una cereza y me la ofreció.
—¿Qué es? —pregunté.
—Un caramelo —respondió—. Un bombón. Sabe a anís. Mi nuevo amigo, el reverendo Paul White, me ha dado una cajita de ellos. Chúpalo, Robert. Verás que tiene el sabor de la absenta sin ninguno de sus destructivos efectos secundarios.
Acepté el dulce que Oscar me ofrecía y lo probé.
—Huelga decir —prosiguió— que lo que el reverendo White no alcanza a apreciar es que, para nosotros, Robert, el sabor en sí no basta. El azufaifo anisado está muy bien por lo que es, pero, como sustituto de la absenta, no llega del todo a dar la talla. ¿No te parece?
Chupé el caramelo.
—Aunque el sabor es agradable —dije—, estoy totalmente de acuerdo contigo, naturalmente. —Le miré, perplejo—. ¿Por qué estamos hablando de este ridículo caramelo, Oscar?
—Porque quiero que entiendas por qué no creo que Washington Traquair pudo quitarse la vida.
Miré a mi amigo, absolutamente desconcertado.
—Me he perdido, Oscar. Lo confieso.
—Tú y yo somos buscadores de placer, Robert. El placer es lo único por lo que merece la pena vivir, ésa es mi filosofía. Sé que el autoconocimiento es el objetivo primero en esta vida y creo firmemente que lograrlo a través del placer es mucho más acertado que hacerlo a través del dolor. En este punto estoy del todo de acuerdo con los griegos en general y con Epicuro en particular. Es una idea pagana.
—¿Y qué diantre tiene esto que ver con Traquair? —pregunté, de pronto exasperado.
—¡Nada! —exclamó él a su vez—. De eso se trata precisamente. Traquair no era ni pagano ni filósofo, sino un simple criado que nada sabía de los griegos. Era cristiano y norteamericano. Vivía fiel a las leyes que su madre y su Iglesia le habían inculcado. «El suicidio es pecado». Por muy infeliz que fuera, Washington Traquair, temeroso de Dios como era, jamás se habría quitado la vida.
—Pero, Oscar —protesté, señalando a la puerta del cubículo del asistente de vestuario—, no hay más que tener en cuenta la evidencia. Cuando encontramos su cuerpo, la habitación de Traquair estaba cerrada con llave por dentro, ¿o acaso me equivoco?
—Al parecer, así fue.
—Tú encontraste la llave.
—Cierto.
—Y el pobre hombre estaba tumbado boca arriba, con el rostro justo debajo de la llave del gas.
—Así es.
—Y el gas fluía, aunque no había luz en la bujía. El gas venenoso impregnaba el aire.
—No lo niego. —Se levantó y se dirigió a la puerta de la habitación del asistente de vestuario. La puerta estaba entornada y Oscar tiró de ella para abrirla—. Aun así, no dejo de preguntarme quién abrió la llave del gas —prosiguió, adentrándose en la oscuridad que reinaba al otro lado de la puerta—. ¿Fue Traquair quien, a solas en su habitación, abrió la llave situada junto a la bujía y se tumbó a esperar la llegada de la muerte? ¿O pudo ser quizás algún agente externo que, haciendo girar una llave distinta en otra parte del edificio, deseaba envenenar a Traquair durante el sueño? —Oscar volvió a salir al camerino de La Grange y me miró como lo habría hecho un director de colegio—. Robert —inquirió—, ¿has descubierto si hay otra llave que controle el flujo de gas que surte estas habitaciones?
—Lo he hecho, señor —respondí, incapaz de disimular la nota de satisfacción en mi voz. Y, volviéndome de espaldas, abrí la puerta principal del camerino e invité a mi amigo a que se reuniera conmigo entre bastidores—. Seguí el trazado de la tubería del gas que, desde la habitación de Traquair, atraviesa el tabique que la separa del camerino y que sigue por el rodapié hasta llegar aquí tras atravesar la pared exterior.
Oscar estaba ya junto a mí. Nos encontrábamos justo al otro lado del camerino de La Grange, a la izquierda de la puerta. Señalé al suelo. En un rincón, a ras de suelo, justo donde la pared exterior de madera del camerino se encontraba con el muro de ladrillo del teatro, había una pequeña llave metálica en la tubería de gas no más grande que un florín. Apenas se veía en la semioscuridad. Oscar se cogió de mi brazo con la mano izquierda y, no sin cierta dificultad, agachó su prominente cuerpo y se puso de cuclillas durante un instante a fin de inspeccionarla.
—Está cubierta de polvo —dijo. Con la mano derecha intentó hacer girar la llave—. Va muy dura. —Se levantó trabajosamente y se examinó los dedos—. Y está muy sucia.
—Y abre y cierra el paso del gas hacia el camerino de monsieur La Grange y también del cubículo del asistente de vestuario —añadí—. Es imposible alterar el paso del gas a una habitación sin alterar también el de la otra.
Oscar dejó escapar un gruñido ronco y buscó su pañuelo en el bolsillo. Mientras se limpiaba los dedos, yo continué:
—Hay una tercera llave…, si te apetece verla.
Me miró y asintió con la cabeza.
—Tenemos que verlo todo, Robert. El ojo es la libreta del poeta… y del detective.
—Está junto a la entrada de artistas, e igual de sucia.
—Cogeré mi bolsa —dijo, regresando al camerino para recoger su equipaje.
Esperé junto a la puerta, observándole. Cuando hablaba, Oscar daba muestras de una inigualable precisión en el lenguaje. Su forma de utilizar las manos era también única. Tenía la costumbre de ilustrar el significado de sus palabras con un gesto: un giro de muñeca o de los dedos. Solo en el camerino de La Grange, contemplando la escena, levantó la mano derecha y se llevó el índice a la sien. Miró en derredor y masculló entre dientes:
—Lo reconozco: soy un soñador. —Cruzó entonces la habitación y volvió a examinar el oscuro cubículo del asistente de vestuario. Alzó ligeramente la voz—. Soñador, Robert, es aquel que sólo puede encontrar su camino a la luz de la luna. Su castigo es que ve amanecer antes que el resto del mundo. —Se volvió hacia el interior del camerino y vino a reunirse conmigo, deteniéndose brevemente junto al tocador de La Grange. Una vez allí, se inspeccionó las yemas de los dedos y luego, con sumo cuidado, abrió el cajón del tocador con el pulgar y el índice—. El revólver —dijo—. El Colt… ya no está aquí. —Cerró el cajón y me miró—. ¿Dónde has dicho que íbamos? —preguntó.
—A la entrada de artistas.
Me adelanté, rodeando las bambalinas tenuemente iluminadas al tiempo que señalaba a nuestro paso la fina tubería de gas que corría paralela a la pared del teatro a pocos centímetros del suelo.
—La tubería de gas termina aquí —expliqué cuando nos detuvimos muy juntos en el diminuto vestíbulo situado delante de la cabina del portero del teatro. Una vez más, señalé al suelo—. Ésta es la otra llave que abre y cierra el gas que llega hasta la bujía del camerino. Como ves, va tan dura como la del camerino.
—No dudo de tu palabra, Robert —dijo Oscar. Aun así, se apoyó en mí de nuevo y, dejando escapar un suspiro, se agachó para inspeccionar la llave del gas y la tubería. Cuando, no sin cierta dificultad, se hubo arrodillado, la puerta de la calle se abrió de par en par dejando entrar una ráfaga de viento gélido y con ella al genial director de la Compagnie La Grange. Edmond vio a Oscar y gritó alegremente:
—¡Levantaos, señor, y abandonad tan semiyaciente postura! Resulta absolutamente indecorosa y del todo innecesaria.
Oscar se volvió a mirar a Edmond La Grange y se echó a reír. Cuando el discípulo de la belleza y autoproclamado profesor de estética se puso en pie sin el menor asomo de elegancia en sus movimientos, el actor más célebre de Francia siguió hablando, sin abandonar en ningún momento su vena burlona:
—Con una simple genuflexión es más que suficiente, Oscar. De hecho, antes de una función estoy dispuesto a conformarme con una ligera inclinación de cabeza y una mera zalema. —La Grange tomó a Oscar de la mano—. ¿Dónde ha estado, cher collaborateur? ¡Le hemos echado de menos! ¡Le necesitábamos! —Oscar quiso decir algo, pero el actor estaba lanzado—. Nuestra producción está haciendo progresos maravillosos… Éste será sin duda un Hamlet a considerar…, aunque, naturalmente, estrenamos el lunes de la semana que viene, de modo que los nervios están a flor de piel. Queda todavía mucho por hacer, y confío en que haya usted regresado para ayudarnos a conseguirlo.
—Sí —empezó Oscar. Sin embargo, antes de que pudiera continuar, La Grange se había vuelto de espaldas para abrir la entrada de artistas y dar paso a Agnès y a Gabrielle de la Tourbillon. Las dos damas entraron riéndose y con los cuellos de piel de sus abrigos levantados contra el frío. Desde debajo de sus elegantes sombreros tocados con plumas nos miraron con los ojos expectantes y abiertos como platos.
—¡Ah, Oscar! —gritó Gabrielle—. ¡Ha vuelto! Cuánto me alegro.
—Señor Wilde —dijo Agnès, saludando con una elegante reverencia—. Cuarto acto, escena quinta… Todas esas extrañas flores inglesas. Necesito su consejo. —Se acercó a él con una sonrisa en los labios y le ofreció la mano.
Oscar la tomó en la suya y la besó al tiempo que murmuraba hacia mí mientras ella se alejaba:
—Si esto es locura…
—Oscar… —tronó La Grange—, debo pedirle un favor. La señorita de la Tourbillon, la señorita La Grange y yo vamos a dar a nuestro público más de lo que se merece…, ¡vamos a dárselo todo! Esta noche le estamos ofreciendo El burgués gentilhombre. Al término de la función, las señoras necesitarán cenar. Han tenido una larga semana… y bien merecen un premio. Me es del todo imposible agasajarlas: es sábado por la noche y tengo que ocuparme de la contabilidad con el señor Marais. ¿Sería usted tan amable?
Oscar dedicó a las damas una inclinación de cabeza.
—Señoritas, será para Robert y para mí un honor acompañarlas esta noche. Estaremos a su servicio en cuanto caiga el telón.
La Grange le sonrió encantado y se volvió luego hacia mí, apuntándome al pecho con el dedo.
—Y usted, mon petit, estará a mi servicio dentro de dos minutos, si no le importa.
—Por supuesto, señor. Todo está ya dispuesto en su camerino. Estaba acompañando a Oscar a la puerta.
Edmond La Grange condujo con un floreo de su mano derecha en alto a sus damas protagonistas al interior del teatro. Agnès se despidió con una nueva reverencia y Gabrielle me acarició la mejilla al pasar.
En el callejón situado fuera del teatro, Oscar me preguntó:
—¿Sigues enamorado de la hermosa señorita de la Tourbillon?
—Por supuesto —fue mi respuesta—. Más que nunca.
—¿Y eres correspondido?
—No lo sé. Puede que sí…, aunque creo que está confundida.
—Tiene treinta años, Robert. Es demasiado mayor para albergar confusión alguna.
—Me refiero a que podría amarme de no ser por Eddie Garstrang.
—¿Eddie Garstrang? —preguntó Oscar, deteniéndose en seco.
—Sin duda se está convirtiendo en un auténtico estorbo.
—Vamos, Robert, deja que la haga suya. Garstrang tiene su misma edad, y por norma general es un hombre que siempre consigue lo que se propone.
—Esta vez no —dije—. ¡Le he retado a un duelo!
—¿A un duelo? —Oscar se echó a reír—. No seas absurdo, Robert. No puedes estar hablando en serio.
—Completamente en serio.
—No puedo creerlo, Robert.
—Es cierto. Te lo explicaré después. Ahora debo irme, Oscar. La Grange debe de estar esperándome. Debo irme.
—Has perdido la razón, amigo mío. —Oscar me gritó cuando yo corría ya de regreso al teatro—: ¡Si hay aquí algún loco, ése sin duda eres tú, Robert!