La caricia de una madre
Llevando en una mano un espacioso bolso y sujetando la caja de galletas que contenía los restos de Traquair bajo el brazo con la otra, Oscar partió de París con destino a Londres en el tren-barco de las dos el domingo, 18 de febrero de 1883. Yo le acompañé a la Gare du Nord y allí le despedí. De pie en la ventanilla de su compartimiento, vio cómo le miraba desde el andén, se pasó la lengua por los dientes —un gesto muy propio de él cuando estaba emocionalmente implicado— y sonrió y articuló en silencio las palabras «Au revoir». A pesar de que el comienzo de nuestra amistad se remontaba a tan sólo quince días, yo sabía ya que sería de por vida. Si bien había conocido por entonces a varias de las grandes figuras de nuestro tiempo, intuía que aquélla era sin duda la más extraordinaria de todas. Aunque Oscar me llevaba tan sólo siete años, le veía más como un padre que como un amigo. Era un hombre jocoso, pero en ningún caso exento de autoridad, y yo deseaba granjearme no sólo su respeto, sino también su afecto.
—Dependo de ti, Robert —me gritó desde el otro lado de la ventanilla del vagón—. Recuerda que eres mis ojos y también mis oídos. —Apenas podía oírle debido a la algarabía que reinaba en la estación—. Escribiré. Te prometo que estaré en contacto. —Una maraña de chorros de humo negro giraron entre nosotros—. ¡Cuídate, Robert!
Los mozos gritaron; sonaron los silbatos; el motor de la locomotora eructó y rugió; el vapor siseó; volaron las chispas; el tren volvió a la vida con una sacudida y poco después había desaparecido.
Oscar cumplió su palabra. La mañana siguiente a su partida recibí un breve cable en el que me informaba de que había llegado sano y salvo a Londres. Veinticuatro horas más tarde, recibí un segundo telegrama, éste más explícito:
QUERIDO OJOS Y OÍDOS: MIENTRAS BUSCAS LA CIUDAD DE ORO EN LA QUE EL FLAUTISTA NUNCA SE AGOTA Y LA PRIMAVERA NUNCA SE DESVANECE, SÉ TAN AMABLE DE BUSCAR TAMBIÉN LA FUENTE ÚLTIMA DE GAS QUE LLEVE A LA HABITACIÓN DEL ASISTENTE DE VESTUARIO. ¿EXISTE ACASO UNA LLAVE FUERA DE LA HABITACIÓN DESDE LA QUE PUEDA ABRIRSE Y CERRARSE EL PASO DEL GAS Y, DE SER ASÍ, DÓNDE ESTÁ UBICADA ESA LLAVE?
Veinticuatro horas después, recibí otro telegrama:
LAS PREGUNTAS NO SON JAMÁS INDISCRETAS. LAS RESPUESTAS SÍ LO SON. SI NO ME EQUIVOCO AL PENSAR QUE NINGUNO DE LOS GEMELOS ESTABA ENTRE LOS ACTORES QUE ACTUARON EN LA FUNCIÓN DE LE CID EL SÁBADO POR LA TARDE, INVESTIGA CON DISCRECIÓN DÓNDE ESTUVIERON DURANTE LA DESAFORTUNADA MATINÉE.
Y uno más:
RECUERDA QUE EL AMOR ES UNA ILUSIÓN, ROBERT, Y NI LA MITAD DE ÚTIL QUE LA LÓGICA. EL AMOR NO PRUEBA NADA Y SIEMPRE NOS DICE COSAS QUE NO VAN A OCURRIR O NOS LLEVA A CREER COSAS QUE NO SON CIERTAS. ¿CÓMO ESTÁ MADEMOISELLE DE LA TOURBILLON?
Finalmente, la mañana del viernes siguiente al regreso de Oscar a Inglaterra, me llegó una larga carta a mi habitación de la calle de Beauce.
Oakley Street, Londres.
SW 20/11/83
Querido Robert:
¿Cómo estás? ¿Dónde estás? ¿Sigue todo como es de tu agrado? He pensado en ti a menudo durante estas últimas veinticuatro horas y te he visto paseando por valles de violetas con tus cabellos de color miel, atento con idéntico celo a nuestras pesquisas y a mademoiselle Gabrielle de la Tourbillon…, y confío que con idéntico éxito. ¿Tienes ya las respuestas a nuestras preguntas?
¿Y se ha rendido la incomparable damisela a tus encantos? Cuéntame, cher ami. Necesito saber.
No he escrito hasta ahora —es medianoche del martes— porque no he tenido un solo momento para hacerlo. Mucho es lo que ha ocurrido desde que nos despedimos en la Gare du Nord. El viaje en tren desde París a Calais fue espantoso. Con las prisas por hacer el equipaje, olvidé llevarme a Shakespeare o a Virgilio y olvidé también coger lápiz o pluma, de modo que no pude leer ningún libro ni tampoco escribir. Hora tras hora me dediqué a mirar por la ventanilla del vagón, totalmente embelesado por la fealdad del paisaje francés, compadeciéndome de los poetas pastorales y reflexionando sobre el hecho de que todos los grandes escritores de la historia se han alimentado de la vida de la ciudad y han sido civilizados por ella. Shakespeare no escribió más que ripios hasta que llegó a Londres y jamás volvió a escribir una línea después de marcharse. Al llegar a Calais intenté comprar un libro, pero no encontré ninguno…, ni siquiera por una buena suma. Naturalmente, había un sinnúmero de periódicos, y con la idea de distraerme durante la travesía del Canal, compré todos los que el vendedor ofrecía. ¡Craso error! Independientemente del país de origen, todos los periódicos dedican en la actualidad sus páginas a detallar con degradante avidez los pecados del vulgo, y con la escrupulosidad propia de los analfabetos nos dan detalles precisos y prosaicos de las obras de aquellos que carecen por completo de interés.
Cuando por fin llegué a Dover, estaba al borde de la desesperación. En la sala de aduanas del puerto esperé pacientemente hasta que me llegó el turno de someter mi equipaje a inspección. Cuando el funcionario de aduanas preguntó: «¿Algo que declarar?», respondí, sin pensarlo dos veces: «Naturalmente. El periodismo resulta ilegible y la literatura no se lee. La era de los filisteos ha caído sobre nosotros». El pobre desgraciado, que a punto estaba en ese momento de marcar con su tiza mi bolsa y despedirse de mí, parpadeó y me miró sin comprender. Acto seguido se volvió hacia un colega y anunció:
—He aquí una buena pieza.
Momentos más tarde, me vi rodeado de un puñado de fascinados funcionarios de aduanas: media docena de hombres de rostros enrojecidos, uno de los cuales (¡ay de mí!) me reconoció.
—Éste es el señor Oscar Wilde, amigos —dijo—, un auténtico payaso. Seguro que habéis oído hablar de él. Su número favorito es burlarse de nosotros, los pobres funcionarios de aduanas.
Protesté, aunque en vano. Me disculpé… sin resultado alguno.
—Registradle las maletas —ordenó el oficial—. ¿Dónde están? —preguntó.
—Llevo sólo esta bolsa —murmuré sin un ápice de convicción al tiempo que la abría para su inspección. El hombre sacó mis camisas, mis corbatas y mis botellas de colonia con sus mugrientas manos y las expuso a la burlona mirada de sus colegas. Cuando quedó claro que mi bolsa no contenía contrabando alguno, centró su atención en la caja de galletas.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Galletas —mentí—. Galletas francesas.
—Vaya. Galletas francesas —repitió, burlón—. Nos gusta disfrutar de una galleta con el té, ¿verdad, compañeros? ¿No va a ofrecernos una, señor Wilde?
—Son un regalo para mi madre —balé, sosteniendo la lata contra mi pecho.
—Estoy seguro de que a su madre le gustaría que compartiera sus galletas francesas con sus amigos ingleses —dijo el funcionario, mirándome de soslayo al tiempo que se inclinaba hacia mí y me quitaba la lata de las manos.
Mientras yo suplicaba «¡No, por favor! ¡No!», el aduanero abrió de un tirón la tapa de la lata, esparciendo las cenizas de Traquair a su alrededor.
Pasó más de una hora antes de que me permitieran salir de la aduana del puerto de Dover. El jefe de mis martirizadores dejó a sus colegas concentrados en sus tareas y me acompañó, ante la plena y humillante mirada de mis compañeros de travesía, de regreso y siguiendo la fila hasta lo que él llamó su «puesto». ¡Para mí, aquello fue como el camino hacia la cruz!
—¿Qué es lo que esconde aquí, señor Wilde? —preguntó al tiempo que sus asquerosos dedos removían los restos de Traquair.
—¡Nada! —mascullé patéticamente.
—Eso parece —gruñó por fin, sacando su mano sucia, polvorienta y vacía de las cenizas y limpiándosela en la manga de la chaqueta. Un resplandor destelló en sus ojos—. ¿No será rapé? —preguntó de pronto, cogiendo un pellizco del pobre Traquair y aplicando un suspiro de ceniza a cada uno de sus orificios nasales.
—No —protesté.
El funcionario aspiró por la nariz y miró receloso la lata abierta.
—¡Opio en polvo! —Se chupó el dedo y lo hundió en la ceniza gris como lo habría hecho un niño en una bolsa de sorbete. ¡Probó entonces los restos mortales del pobre Traquair! Me río por no llorar…, ¡aunque debería llorar, Robert! ¡Cómo he podido permitir que ocurriera algo así! Ése no es modo de tratar a un buen y fiel criado.
Como era de esperar, las cenizas de Traquair no fueron del gusto del funcionario de aduanas, que sacó un pañuelo rojo del bolsillo y se limpió con él la lengua y los labios. Acto seguido, dejó la lata abierta encima de su escritorio y me miró fijamente a los ojos.
—¿Qué tenemos aquí, señor Wilde? Oh, vamos, señor. Necesito una respuesta.
Y, Robert, los dioses me dieron una en ese preciso instante. Me volví a mirar a mi interlocutor, abrí la boca y, dando muestras de una impresionante autoridad, me oí decir:
—Ya que lo pregunta, acabo de regresar de Nápoles. He participado en una expedición a Pompeya y a Herculano. Esta ceniza proviene del cráter del propio monte Vesubio. La llevo al Museo Británico. No dudo que el profesor Plutarco del Departamento de Antigüedades refrendará mis palabras.
Me soltaron en el acto. Al parecer, la gente está dispuesta a creer cualquier cosa siempre que sea del todo increíble.
Cuando por fin llegué a Victoria —varias horas más tarde de lo que debería haber llegado: inevitablemente, mi estancia en la aduana me llevó a perder el tren que conectaba con el barco—, deposité a Traquair y la bolsa en la que viajaba (o lo que quedaba de él; de hecho, unas cuatro quintas partes) en la consigna de la estación, pues no me pareció prudente —ni decente— seguir cargando con los restos del pobre hombre conmigo en una caja de galletas hasta que hubiera decidido qué hacer sobre su destino final.
Desde Victoria cogí un landó a Oakley Street, donde mi madre hizo lo que supuestamente hacen las madres: me dio refugio, me acarició la frente ¡y solucionó mi problema! Lady Wilde es una mujer extraordinaria, Robert. Algún día la conocerás, la admirarás y la querrás como yo la quiero. ¡Ella es todo lo que no es Maman La Grange! Lady Wilde es generosa, juvenil, vivaz y es además un dechado de inteligencia y de intrépida imaginación. Le conté todo lo que le había ocurrido al pobre Traquair y ella me preguntó si ya había rezado una oración por él. Le confesé que no y ella me reprendió. Le dije entonces que quería que las cenizas de Traquair descansaran en suelo norteamericano y ella contestó que así debía hacerse. Que encontraríamos la manera. ¡Le conté que había dejado al pobre Traquair en una lata de galletas, metido en una bolsa de viaje en la consigna de la estación Victoria!
—¿En la estación Victoria? —exclamó. (¡Oh, Robert, deberías haber oído ese grito! ¡Ni la propia Bernhardt habría sido capaz de proferir esas palabras dándoles tan imperioso efecto!)—. ¡En la estación Victoria! ¿Cómo has podido, Oscar?
—Pues porque he llegado a Londres por Brighton —supliqué, intentando así mitigar mi falta.
—¡Qué más da por dónde hayas llegado! —tronó. Entonces, de pronto, las nubes se abrieron en el cielo y una luz iluminó sus ojos. Levantándose y volviéndose hacia mí con una patente sombra de triunfo en su semblante, concluyó—: Pero la bolsa de viaje es en sí una solución, ¿no te parece?
No entendí a qué se refería.
—¿Tú crees? —balbuceé.
—¡Por supuesto! —exclamó.
Y así fue. Siguiendo la sugerencia de mi madre, envié un telegrama a James Russell Lowell, el embajador de los Estados Unidos en Londres, que accedió a encontrarse conmigo al cabo de una hora. Aunque, además de embajador, es poeta y también crítico, por encima de todo es un hombre bueno y maravilloso. Le conté mi historia y —al instante, sin un segundo de vacilación— me prometió ofrecer a mi último y llorado criado una custodia segura hasta los Estados Unidos de América. Washington Traquair será devuelto a su tierra natal con absoluta seguridad: ¡viajará en la valija diplomática del propio embajador! Sí, Robert, Washington podrá por fin descansar en Washington, sus cenizas serán esparcidas en las frías aguas del río Potomac. Creo que fue James Russell Lowell quien escribió: «Todos los sentimientos hermosos del mundo pesan menos que un único acto precioso». Había olvidado ese verso hasta la fecha.
Ayer mismo me encontré con el buen embajador. Esta mañana a las doce me ha acompañado a la estación Victoria y, juntos, hemos recuperado la bolsa de viaje con la lata de galletas. Enseguida le he dado la lata a Lowell, sin ninguna ceremonia. Cuando la ha cogido, se ha limitado a decir: «Su amigo está en buenas manos. Se lo prometo».
Desde Victoria hemos ido en el carrocín del embajador a Grosvenor Square, donde mi amigo George W. Palmer nos ha invitado a almorzar. George W. es hijo de George Palmer, de Huntley & Palmers, los fabricantes de galletas de Reading, la fábrica de galletas más importante del mundo. Cuentan con un contingente laboral de cinco mil hombres y mujeres, y George y su padre —que es además el alcalde de Reading y representa al municipio en el Parlamento— afirman conocer a cada uno de los obreros y obreras de vista y a muchos por su nombre. Los Palmer son buena gente y George W., a pesar de ser cuáquero, es un generoso anfitrión. Aunque el almuerzo de Grosvenor Square no pudo compararse con el desayuno del Pharamond, dadas las circunstancias, fue exactamente comme il faut: sopa de guisantes y rodaballo seguido de cordero galés con el consuelo de budín de arroz de postre. Lowell, como buen diplomático, expresó su deseo de comer también galletas con queso. Naturalmente, no era el queso lo que le interesaba, sino las galletas.
Había un cuarto hombre en el grupo: un clérigo, el reverendo Paul White, viejo amigo de la familia Palmer. Según George W., es a él a quien debo mi encuentro con el asesino Maclean. George W. había pensado en invitarle por si, antes de empezar a comer, nos parecía apropiado levantarnos y recordar a Washington Traquair. Así lo hicimos. Yo pronuncié unas palabras: conté la historia de Traquair tal y como la conocía y hablé de su amabilidad y de la dulzura de su naturaleza. No mencioné el modo en que había fallecido. Dejé entrever que su muerte había sido simplemente un trágico accidente. El reverendo White rezó entonces una plegaria en latín y recitó el salmo vigésimo tercero. Por fin, James Russell Lowell recitó algunos versos de uno de sus poemas:
La muerte es deliciosa. La muerte es el alba,
el despertar de una tediosa oscuridad
de fiebres a la luz y a la verdad…
El hecho de que esos hombres buenos, que no habían llegado a conocer a Traquair, hablaran con tanto afecto en su memoria me conmovió en lo más profundo. A pesar de que Traquair descansa por fin en paz —a Dios gracias—, yo no lo haré hasta que sepa cómo halló su muerte y quién fue el responsable de lo ocurrido.
Cuando nos levantamos para recordar a Traquair, el reverendo White bendijo la mesa y nos sentamos a almorzar. Fue sin duda una ocasión muy animada. Lowell compartió con nosotros su bendición favorita: «Benditos sean aquellos que nada tienen que decir y que no han de ser convencidos para decirlo». Él, por el contrario, sí tenía mucho que decir y lo hizo presa de la felicidad. En un estilo distinto (menos felicidad y ¡más fatalismo!), el sacerdote se mostró igualmente locuaz. Aunque Lowell y él tienen la misma edad —deben de rondar casi los sesenta años ya—, ahí termina la similitud que les une. El embajador es alto, barbudo y lleva el pelo largo a modo de un profeta del Antiguo Testamento. El clérigo, por su parte, es un hombre de estatura media, calvo y va perfectamente afeitado. Es un converso anglicano, abstemio y vegetariano, y posee firmes opiniones sobre el pecado en general y sobre la inmortalidad del teatro francés en particular. Cuando le dije que estaba trabajando con el gran Edmond La Grange, prometió rezar por mí. Cuando le dije que consideraba a La Grange un gran actor, se limitó a responder: «Y un consabido libertino».
Cuando le pregunté cómo lo sabía, replicó: «Ese hombre es actor, señor Wilde, y vive en París. ¿Qué más necesitamos saber?».
Por perverso que pueda parecer, cuanto menos coincidía con las opiniones del reverendo caballero, más simpatía despertaba él en mí. Ni que decir tiene que el hombre es víctima de esa espantosa ceguera que la pasión provoca en sus servidores. Aun así, me conmovió su celo y percibí en él una indudable y fundamental bondad.
—¿Dónde ejerce usted su ministerio, padre? —le pregunté.
—Entre los caídos —respondió—. Soy el capellán de la prisión de Reading. Según tengo entendido, va a venir usted a visitarnos, señor Wilde.
—¿Es eso cierto? —pregunté.
—Lo es —respondió—. El lunes, cinco de marzo. Roderick Maclean, el hombre que intentó matar a la reina Victoria, llega a la prisión y Palmer me ha dicho que está usted ansioso por conocerle.
Al parecer, a pesar de nuestros desacuerdos sobre la moral de la profesión teatral, recibí en cierto modo la aprobación del buen reverendo y sin duda tengo interés en visitar la prisión. Pero antes debo regresar a París. Tengo que averiguar la verdad sobre la muerte del pobre Traquair. Y necesito verte, mi querido amigo. Quiero que me cuentes tus novedades. ¿Cómo sigue la vida entre los libertinos?
Afectuosamente tuyo,
OSCAR.