El Pharamond
No volví a ver a Oscar hasta el día siguiente a mediodía. Me quedé con Edmond La Grange en su camerino hasta pasada la medianoche. Fue sin duda una experiencia fuera de lo común. Entre los dos debimos de consumir tres, o quizá cuatro, botellas de champán. Mientras bebíamos el espumoso caldo amarillo, el gran La Grange hablaba ¡y hablaba! Y mientras él hablaba, yo le ayudaba a desvestirse. Le bañé, le sequé con una toalla y le ayudé a vestirse de nuevo. Siguiendo sus instrucciones, encontré, elegí y colgué y dispuse en el interior del armario y en la cesta, como era de rigor, el vestuario que habría de ponerse en su siguiente función: Argan en Le malade imaginaire.
—Molière encarnaba a Argan cuando murió —me susurró La Grange con tono conspirador—. Hay quien dice que murió víctima de la tuberculosis. Otros, que fue un asesinato. Ocurrió la noche de la cuarta función: el diecisiete de febrero de 1673. —El viejo actor giró sobre su taburete, sosteniendo su copa de champán en el aire—. ¿Qué día es hoy? ¡El mismo: diecisiete de febrero! El poderoso Molière murió esta misma noche, hace hoy doscientos diez años, en esa tumbona, mon petit. —Se echó a reír—. ¡O en una muy similar! —Tanto se reía que empezó a llorar.
A medianoche sonó el carillón del aparador y el regidor llamó de nuevo a la puerta del camerino.
—¡A la cama! —gritó La Grange—. ¿Habrá tiempo para una partida de cartas? Quizá. —Estaba borracho—. ¿Vendrá Agnès a arroparme a la cama? ¿O Gabrielle? —Se puso el gabán—. ¡Oh, déjeme en paz, Maman! —jadeó, fingidamente alarmado. Me rodeó entonces el hombro con el brazo y me dejó que cruzara con él el escenario a oscuras hacia la salida de artistas.
Salimos juntos al callejón adoquinado que corría paralelo a la parte posterior del teatro. El aire frío de la noche nos golpeó con fuerza.
—Estoy despierto de nuevo —habló con voz rasposa—, ¡como uno de los cadáveres de Ferrand! —Se frotó toscamente la cara con las manos y se pasó los dedos por la densa mata de pelo blanco—. Tengo hambre —dijo—. Necesito cenar algo. ¿Le apetece comer algo?
—No, gracias, señor. Ha sido un día muy largo.
—Sí —dijo, echando atrás la cabeza y los hombros y llenándose de aire los pulmones—. Toda una vida.
Habíamos llegado a la escalera de piedra que subía por fuera del edificio hasta la entrada privada de su apartamento. Edmond La Grange buscaba en su bolsillo del gabán, intentando encontrar su llave. Sacó un pesado montón de monedas de plata y de cobre y, sin mirarlas, me las dio.
—Gracias —dijo—. Marais se encargará de sus honorarios. Puede utilizar la habitación.
—Ya tengo una habitación —respondí—. Está aquí cerca. —Acepté el dinero con las dos manos, agradecido—. Gracias, señor.
—Soy yo quien está en deuda con usted, mon petit —respondió, poniéndome con suavidad los dedos en la nuca y empujándome hacia delante—. Todo actor necesita contar con un asistente de vestuario en quien pueda confiar. —Me besó en la coronilla—. No me traicione —susurró—. Buenas noches.
Me dirigí hacia el fondo del callejón. Cuando me volví a mirar, Edmond estaba de pie en la puerta con su hija Agnès junto a él. Con su largo camisón blanco parecía un ángel. Rodeaba el cuello de su padre con los brazos. Él me saludó con la mano y cerró la puerta. Subí por la calle hasta el bulevar del Temple y me quedé de pie bajo la lámpara de gas de la esquina, abrí las manos e inspeccioné las monedas que el gran La Grange había depositado en ellas. Me había dado más dinero del que yo había ganado con mis traducciones en tres meses.
Caminé por el bulevar hasta que apareció un coche de alquiler. Sobrado de fondos, lo detuve y le indiqué que me llevara al hotel de Oscar, en el paseo Voltaire. Allí, el portero de noche se mostró genial, aunque inflexible: la llave del señor Wilde estaba en su gancho. El señor Wilde no estaba en su habitación. Me quedé en la calle delante del hotel, sin saber qué hacer ni a dónde ir. ¿Dónde estaba Oscar? No tenía ni idea. Aunque ya me había convertido en su esclavo, lo cierto es que apenas le conocía. A pesar de que tenía la sensación de que la nuestra era una amistad profunda, en realidad habíamos sido compañeros durante apenas unos días (no hacía ni dos semanas que nos conocíamos). Recorrí con los ojos el quai desierto hasta el río Sena. No había luna: el agua era negra y quieta y en la noche reinaba el silencio. Me sentí peculiarmente solo. Paré un landó y pedí al cochero que me llevara a mi pensión de la calle de Beauce.
En cuanto llegué, me derrumbé en mi estrecha cama con la esperanza de quedarme dormido al instante. Sin embargo, seguí despierto durante horas, o al menos eso me pareció. No recuerdo mucho de esa noche, salvo que el único modo en que podía borrar de mi mente la espantosa imagen de la cabeza y los hombros de Traquair cubiertos con la toalla de La Grange era conjurar una visión de Gabrielle de la Tourbillon… sonriendo, desnuda y en mis brazos.
A la mañana siguiente me despertó el cruel sonido de la portera aporreando implacablemente mi puerta con el mango de su escoba. Escondí mi dolorida cabeza bajo la almohada, pero los brutales golpes de la desgraciada mujer parecían no tener fin. Como pude me levanté y descubrí que seguía llevando puestos las botas y el gabán de la noche anterior. Abrí la puerta y me encontré con la sobreexcitada arpía sonriendo como un mequetrefe y agitando un papel en su marchita pezuña. Era una nota de Oscar: «Tu carruaje espera. El desayuno está servido».
La portera quedó totalmente impresionada cuando me vio alejarme de su mugriento establecimiento en carruaje. Me sorprendió descubrir que el coche me llevaba al Pharamond, así bautizado en honor del fabulado primer rey de Francia y situado en la calle de la Grande Truanderie. Era un restaurante del que Oscar hablaba a menudo.
«Si Epicuro hubiera venido a París, el Pharamond es sin duda el restaurante donde habría deseado comer».
Encontré a mi amigo solo y pomposamente sentado a una gran mesa redonda situada en el extremo más alejado del comedor. Llevaba un traje de estambre de color café au lait con un pañuelo de seda verde salvia al cuello. (El café au lait y el verde salvia eran sus colores favoritos en 1883). Tenía un aspecto increíblemente joven: con la cara lavada y recién afeitado. Aunque había algo de absurdo en sus rizos neronianos, su porte tenía también algo magnífico. Estaba sentado muy erguido y miraba soñador a un horizonte perdido, con los codos ligeramente apoyados sobre la mesa y los brazos extendidos a derecha e izquierda, como un agigantado niño rey que posara para su retrato, con el cetro en una mano y el orbe en la otra. De hecho, su mano izquierda sostenía un reloj de bolsillo y estaba apoyada en lo que parecía ser una caja de galletas estridentemente decorada. Con la derecha sostenía un cigarrillo encendido y una copa de vino blanco.
—Buenos días, Oscar —saludé, un tanto atontado. Llevaba sin hablar desde la noche anterior—. ¿Cómo estás? Pareces haber descansado bien.
—No he dormido nada —respondió amigablemente, girando la cabeza hacia mí e inhalando el humo de su cigarrillo—. Aunque, como puedes ver, me he afeitado y un buen afeitado siempre sienta bien. Y también me he cambiado, y ya sabes lo que dicen: un buen cambio de ropa vale tanto como un buen descanso. —Alzó su copa hacia mí a modo de saludo—. ¡Bienvenido! Me alegro de que el cochero diera contigo.
Recorrí con los ojos el comedor de mármol. Un joven camarero que sacaba el brillo a la plata en el bufé asintió en mi dirección con la cabeza y sonrió. No vi a ningún otro comensal.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté.
Oscar dejó la copa encima de la mesa y extinguió su cigarrillo. Luego miró su reloj de bolsillo y lo dejó sobre la caja de galletas. Con las dos manos tomó una servilleta doblada de lino, la desplegó con un floreo y se la colocó sobre las rodillas.
—Me dirijo a la Gare du Nord. Esto está a medio camino. He parado a comer algo. Y tú has venido para acompañarme.
—¿A la Gare du Nord?
—Me voy a Londres.
—¿A Londres? —Me dolía la cabeza. Me froté los ojos—. ¿A Londres? —repetí—. ¿Por qué, Oscar? ¿Qué ha ocurrido?
—Debo asignar un trabajo a un asesino.
—¿Qué? —pregunté, divertido.
—O, al menos, a un futuro asesino. Mi amigo George Palmer ha prometido disponerlo todo para que pueda conocer al hombre que intentó matar a la reina Victoria. Ayer recibí un telegrama suyo. Se ha tomado muchas molestias para facilitarme la presentación ante las autoridades y me ha pedido que me presente en persona de modo que pueda así poner a prueba mi entereza moral. No puedo fallarle.
Yo no tenía la menor idea de lo que estaba hablando mi amigo. Oscar llamó al camarero con un gesto de la mano.
—Quítate el abrigo, Robert, y toma asiento. ¿Cuándo has comido por última vez? Ayer por la mañana, ¿verdad? Necesitas algo que te reanime. Desayuna algo.
Llegó el camarero y me ayudó a quitarme el gabán. Me senté delante de Oscar y, despacio, recorrí con los ojos el festín que teníamos delante de nosotros. Era sin duda extraordinario: media docena de platos distintos, dispuestos uno al lado del otro. Oscar estudió la mesa con atención y ronroneó:
—Terrine de queue de boeuf, l’os à moelle, filets de maquereau au vin blanc, les escargots de Bourgogne, les buîtres plates de Cancale, huevos fritos à l’anglaise.
—¿Esto es un desayuno? —pregunté entre risas.
—Es una combinación de desayuno y de almuerzo. Algún día alguien inventará la palabra que le dé nombre. Sírvete. Esto son sólo las entrées. Me he tomado la libertad de pedir la poulette de Racan rôtie entière como plato principal. Eso debería dejarnos tiempo y espacio suficiente para poder degustar un postre ligero. Tienes que probar las madeleines chaudes a la confiture. Quien prueba las madeleines, jamás las olvida.
—Oscar —dije—. Esto es absurdo.
—No —respondió él muy serio—. No lo es. Es como debería ser. Hace treinta años, durante el sitio de París que tuvo lugar en el cruel invierno de 1870, hubo hambruna en esta ciudad. Un gato se vendía por veinte francos y una rata por dos. Los pocos que podían permitírselo comían carne de bisonte, de jirafa y de cebra del zoológico.
Miré a mi amigo y sonreí.
Él no sonreía. Estaba mortalmente serio. Cuando habló, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Recuerdas cómo Cástor y Pólux, los bamboleantes elefantes del Jardin des Plantes que habían dedicado sus vidas a pasear sobre sus lomos a los niños de París, encontraron la muerte durante ese invierno? Los mataron para repartir su carne entre las famélicas familias. —Tomó una ostra y la estudió con atención—. Nada puede decirse sobre la muerte por hambre, Robert. No hay virtud alguna en el dolor. La vida debería ser un banquete para todos. El placer es lo único por lo que merece la pena vivir. —Se tragó la ostra y de inmediato tomó otra—. He descubierto que el secreto para mantenernos jóvenes es una desmedida pasión por el placer. —Se limpió la boca con la servilleta y asintió con la cabeza hacia el camarero para que éste me sirviera un poco de vino—. Come, Robert. Bebe. Debemos alzar nuestras copas por Washington Traquair. ¿Cuánto placer llegó a conocer en el breve curso de su vida?
—Ah, sí —dije, levantando de inmediato mi copa e inclinándome ansioso sobre la mesa—. Debemos brindar por la memoria de Traquair. Y tú tienes que contarme qué ocurrió anoche. ¿Dónde está el cuerpo? ¿Fuiste a la policía?
Oscar miró el reloj que había colocado boca arriba junto a la caja de galletas.
—Tenemos dos horas antes de que salga el tren. Te lo contaré todo. Pero, antes, dime: ¿cómo ha ido tu debut como asistente de vestuario del gran La Grange?
Empecé a servirme un surtido de las entrées dispuestas delante de nosotros.
—Creo que ha sido un éxito. Me ha dado una generosa propina. Y no ha parado de servirme champán. Todo parece indicar que quiere que siga con él.
—Me alegra saberlo —dijo Oscar—. Podrás así ser mis ojos y mis oídos durante mi ausencia.
—¿Tus ojos y tus oídos? —repetí.
—Sí, Robert —respondió solemnemente, hundiendo un tenedor lleno de caballa en la yema del huevo frito—. Algo se pudre en el seno de la Compagnie La Grange. Primero, un perro muere y a nadie le importa. Luego muere un hombre y a nadie le importa. ¿Qué es lo que ocurre?
—¿Estás seguro de que Traquair se ha quitado la vida?
—Quizá sí. O quizá no. —Se metió el trozo de pescado en la boca y masticó despacio.
—La habitación estaba cerrada por dentro, Oscar.
—Eso parecía, en efecto.
—Pero tú encontraste la llave… en el suelo, junto al diván.
—Cierto.
Dejé a un lado la servilleta y me incliné muy serio hacia mi amigo.
—Vi la escena con mis propios ojos, y debo admitir que todo parece indicar que se trató de un suicidio.
Oscar terminó de masticar y tragó por fin antes de limpiarse los labios.
—Lo que mejor saben hacer quienes trabajan en el teatro es «montar la escena». También a mí me pareció un suicidio. Pero ¿lo fue? Es todo lo que pregunto.
Tomé un sorbo del vino blanco y contemplé a mi amigo.
—¿De verdad crees que Traquair fue asesinado? —pregunté.
Se encogió de hombros y levantó su copa. Luego hizo girar el vino bajo su nariz y aspiró el buqué.
—El aroma de rosas y de fruta de la pasión… Un vivificante Gewürztraminer es el vino ideal para el desayuno, ¿no te parece?
—¿De verdad crees que Traquair fue asesinado? —repetí.
—La desafortunada María Antonieta fue asesinada, de eso no cabe duda.
—Pero ¿quién iba a querer matar a Traquair? —insistí—. ¿Qué motivo podía tener nadie para obrar así?
Oscar dejó la copa en la mesa.
—¿Quién podía querer matar a Traquair? Tú, Robert…, para empezar.
—¿Yo? —reconvine.
Oscar sonrió.
—A fin de cuentas, te has quedado con su puesto.
—No seas absurdo, Oscar —me reí—. Yo… ¿asesinar a Traquair? Eso es del todo imposible.
—Imposible no, Robert. Improbable, puede ser. Estábamos juntos cuando Traquair murió; bajo los efectos de la absenta, si mal no recuerdo. Pero quizá, mientras yo dormía en la mesa del bar que estaba detrás del teatro, tú saliste a hurtadillas y cometiste el acto espantoso.
—Yo no maté a Traquair —insistí—. Apenas conocía al hombre…
—¿Y hasta qué punto te conozco yo, Robert? —me interrumpió Oscar, recostándose contra el respaldo de su silla y estudiándome con atención—. ¡Pero si hace tan sólo dos semanas que nos conocemos!
—¿No serás capaz de creer que…?
—¿Y qué debo creer? —preguntó, arqueando una ceja—. Según tú mismo has reconocido, vives bajo un nombre falso. Me dices que Wordsworth fue tu bisabuelo y que compartiste casa con Victor Hugo cuando eras niño. Todo eso suena un poco inverosímil. ¿Qué debo creer, Robert?
—¡Pero nosotros somos amigos, Oscar! —exclamé—. Claro que lo somos.
—Y Judas era el apóstol favorito de Nuestro Señor —respondió, tomando una ostra del plato que estaba entre los dos.
Retiré la silla de la mesa y me levanté.
—Protesto, Oscar. Yo no maté a Washington Traquair.
Él se tragó la ostra y a continuación agitó la servilleta hacia mí, riéndose.
—Siéntate, Robert. Te estoy tomando el pelo. Siéntate, muchacho. —Se inclinó sobre la mesa y me puso una ostra en el plato—. Te creo, Robert. Confío en ti. Por eso quiero que seas mis ojos y mis oídos durante mi ausencia.
Volví a ocupar mi asiento y acepté la ostra.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —pregunté.
—No lo sé —respondió. Alzó su copa de vino hacia mí en un gesto tranquilizador—. Te escribiré en cuanto sepa cuáles son mis planes. Y deberás telegrafiarme con cualquier cosa sospechosa que veas u oigas. Estaremos en contacto.
—¿Por qué tienes que irte tan repentinamente? ¿De verdad vas a conocer al asesino potencial de la reina Victoria?
—Eso parece. George Palmer ha dicho que lo arreglaría todo y me tiene intrigado. —Me sonrió—. Como bien sabes, colecciono gente poco corriente.
Le miré con atención.
Oscar bajó los ojos y posó la mano sobre la caja de galletas que estaba a su lado.
—Pero tienes razón, Robert —prosiguió—. Hay otro motivo, más apremiante, para mi repentina partida. Tengo un deber que cumplir. Debo ocuparme de que mi pobre criado sea enterrado en su tierra natal. Debo devolver los restos mortales de Traquair a los Estados Unidos de América.
—América…
Levantó una mano para silenciarme.
—Traquair era hijo único, Robert. Huérfano, hijo de esclavos y el primer hombre libre de su familia. Aunque no nos conocíamos bien, él confió en mí… como ahora yo confío en ti. Por mí dejó atrás la tierra donde nació y vino a un país extranjero donde ha encontrado su muerte. Fui yo quien le convencí. Yo soy el culpable. Lo menos que puedo hacer es devolverlo salvo a casa y asegurarme de que reciba un entierro decente.
—¿Y no podría tener un entierro decente aquí?
Oscar negó con la cabeza y se rió.
—¿En Francia? Traquair murió en un teatro, Robert. ¿Recuerdas cómo me increpó anoche La Grange? Pues bien, fue una reacción del todo justificada. En Francia, en la Francia respetable, el teatro está dentro de los límites de lo inaceptable. A ojos de la Iglesia, ¡un teatro es la antesala del infierno! Pero si hasta el gran Molière murió sin que le administraran los sacramentos, enterrado en mitad de la noche en el lúgubre rincón del cementerio reservado para los infantes no bautizados. ¿Qué le espera a Traquair, un simple asistente de vestuario… y negro?
Extraje un caracol de su concha.
—¿No está Molière enterrado en Père Lachaise? —pregunté.
—Oh, ahora sí, y bajo un imponente monumento. Ahora los peregrinos acuden a besar su tumba. —Mi amigo se rió entre dientes y tomó un sorbo de vino—. La hipocresía carece por completo de lógica.
—¿No acudiste anoche a la policía? —dije.
—El doctor Ferrand insistió en que no ganaríamos nada con ello. Una muerte accidental provocada por envenenamiento por gas es un hecho común. Una muerte por suicidio también lo es. Al parecer, en París se producen al menos tres suicidios al día. Durante los meses de invierno, según Ferrand, cuatro o incluso más. No acudimos a la policía. El buen doctor insistió en que la muerte de Traquair no despertaría en ellos el menor interés. Fuimos a la morgue. —El camarero retiró las entrées y Oscar encendió un cigarrillo—. Una experiencia hartamente aleccionadora.
—Lo sé —dije—. He estado allí. Está abierta al público.
—¿Fuiste un sábado por la noche? Querido, ¡menuda multitud! ¡Y cuánto ruido! No tenía ni idea de que la muerte pudiera ser tan popular. El superintendente me dijo que están planteándose empezar a cobrar por entrar.
—¿Conociste al superintendente?
—Ya lo creo. El doctor Ferrand conoce a todos los peces gordos de la morgue. Nos dispensaron un trato preferente. Como favor personal a Ferrand, el propio secretario del superintendente vino al Théâtre La Grange para supervisar la retirada del cuerpo. Y apareció con dos de sus mejores «cadaveristas», como así les llaman. Fueron la discreción personificada. Mientras Edmond La Grange se agitaba y se pavoneaba sobre el escenario, en el cubicule de su asistente de vestuario los «cadaveristas» envolvían al pobre Washington Traquair en una sábana. Estuve presente mientras ellos se concentraban en sus quehaceres.
—Lo sé —dije.
—¿Lo sabes? —preguntó—. Creía que estabas en el otro extremo del escenario, viendo a La Grange.
—Y así fue. Más tarde entré a la habitación de Traquair y reconocí restos de lirio del valle en el aire. Es tu fragancia favorita, ¿verdad?
Oscar aspiró hondo el humo de su cigarrillo.
—Excelente, Robert —murmuró—. Corre por tus venas la sangre de un gran detective. —Se recostó contra el respaldo de la silla y retomó el hilo de su narración—. Pues bien, seguí viendo cómo los «cadaveristas» envolvían a Traquair en la sábana y lo cargaban a hombros, llevándoselo a continuación entre la oscuridad de las bambalinas y sacándolo discretamente por la entrada de artistas. Cualquiera podría cometer el crimen de su elección en las bambalinas de un teatro. Cuando la función ha dado comienzo, todos los ojos están puestos en el escenario.
»Ferrand y yo viajamos a la morgue en la parte posterior del carro en compañía de los dos “cadaveristas” y con el bulto en el que se había convertido Traquair instalado entre nuestros pies. Al llegar a la morgue, y a pesar de lo tarde que era, el superintendente nos recibió en persona. Ordenó que guardaran a Traquair en una sala lateral, lejos de la mirada pública. El superintendente era un hombre guapo y afable, además de generoso anfitrión. Nos llevó a su oficina, una pequeña habitación dotada de una ventana interior desde la que se dominaba el vestíbulo principal de la morgue, y nos ofreció un brandi (un brandi exquisito, un Calvados Coeur de Lion) mientras discutíamos qué hacer. Le dije que mi intención era devolver a Traquair a Norteamérica, que sentía que ése era mi deber. Él respondió que en principio eso no sería un problema, al menos por lo que respectaba a las autoridades francesas. Si yo estaba dispuesto, preparado y capacitado para aceptar la custodia de los restos mortales de Traquair, él estaría encantado de firmar los documentos necesarios».
—¿Y lo hizo?
—Sí. Sin demora alguna.
—¿Y dónde está ahora el cuerpo de Traquair? —pregunté.
—Aquí. —Oscar dio un golpecito con los dedos en la caja de galletas que tenía junto a su copa de vino encima de la mesa—. Hemos incinerado el cuerpo de Traquair a las siete en punto de la mañana. Como era católico, no ha habido ninguna dificultad para que le incineráramos en domingo. —Levantó la caja de galletas con las manos y me la ofreció—. Las cenizas están aún calientes —añadió con una sonrisa mientras el camarero llegaba con el poulette de Racan rôtie entière.